Hay momentos en que, si me atreviese, huiría de esta casa. ¡Si por lo menos tuviera valor para enfrentarme con mi madre en estas circunstancias! Pero no tengo otro sitio donde ir. Los días se suceden monótonos, inacabables. Mi marido trabaja desde por la mañana hasta la noche, como si en lugar de ser un rico heredero, fuese un obrero obligado a ganarse el arroz que se come. Al amanecer, antes de que los rayos del sol hayan calentado la tierra, ya está trabajando, y yo me quedo sola en casa hasta la noche. Me distraigo en la cocina, donde, me avergüenzo al confesarlo, participo en los chismorreos de las sirvientas.
«Es preferible, pienso, servir a mi madre, y vivir en el patio con mis cuñadas. Allí, por lo menos, oiría hablar y reír, y este silencio que pesa en mí durante todo el día, como si yo fuese un mueble, no seguiría oprimiéndome». ¡Y en esta atmósfera, mi cerebro trabaja, y llego a cansarme pensando en la manera de acaparar el corazón de mi marido!
Yo también me levanto por la mañana temprano, para estar dispuesta a comparecer ante él. Me levanto, incluso, aunque durante la noche haya dormido poco o nada en absoluto; me lavo la cara con agua tibia y perfumada, la froto con aceite y perfumes, siempre con la idea fija de conquistar por sorpresa el corazón de mi esposo. Pero es inútil; por más temprano que me levante, él ya está en su despacho.
Y así todos los días. Me apresuro, atreviéndome a girar un poco el pomo redondo de la puerta. ¡Ah, esos pomos extraños, lo que he tenido que ejercitarme para llegar a conocer su secreto! Mi marido se ponía nervioso cuando hacía ruido, hasta el punto que hube de practicar mientras él estaba fuera de casa. Pero ahora que he aprendido, con sólo rozar el pomo de porcelana, siento, de pronto, que el corazón se me encoge.
Mi marido se preocupa muy poco de sí mismo. Hay que ver cómo acoge el té que le traigo por las mañanas. Ni siquiera levanta los ojos del libro que estudia. ¿De qué me sirve, pues, que por la mañana encargue a mi camarera que vaya a buscarme jazmines frescos para ponérmelos en el cabello? La fragancia del jazmín no llega hasta las páginas del libro extranjero; y, además, de cada doce mañanas, once se va mi marido sin tan siquiera levantar la tapadera de la tetera. En realidad, nada le interesa, salvo sus libros.
He meditado mucho en lo que mi madre me enseñó para hacerme agradable a mi esposo. No he omitido nada para halagar su paladar con buenas comidas. En cierta ocasión, mandé un siervo que comprase un pollo fresco, brotes de bambú de Hangchow, pescado, jengibre, buen azúcar y salsa hecha con semillas de soja. Durante toda la mañana me dediqué afanosamente a la condimentación de aquellos manjares, esforzándome por no olvidar nada de lo que pudiese hacerlos mejores y más aromáticos. Cuando hube preparado todo, di orden de servir aquellos platos al fin de la comida. Tenía la esperanza de que mi esposo exclamaría:
—¡Ah, lo mejor se ha dejado para el final!
En lugar de eso, cuando llegaron los platos los acogió, sin comentario alguno, como si formasen parte del menú.
Apenas los probó y no dijo nada. Yo le miraba con el alma en los ojos: ¡Se comía los brotes de bambú como si fueran berzas!
Aquella noche, una vez calmado el dolor de la desilusión, me dije:
«Eso ha ocurrido porque no eran platos de su gusto. Puesto que no habla nunca de sus predilecciones, haré que pregunten a su madre las comidas a que era aficionado cuando niño».
A la sirvienta encargada de la investigación, contestó la madre:
—Antes de cruzar los cuatro mares, le gustaba el ánade asado y sumergido en el jugo glutinoso del espino albar silvestre.
Pero después de los años en que se alimentó con las comidas bárbaras y medio crudas de los pueblos occidentales, ha perdido el gusto; ya no se interesa en la delicadeza de los alimentos.
No me quedaba otro remedio que renunciar. Mi esposo no desea nada de mí y no siente la necesidad de nada que yo pueda darle.
Una noche —hacía quince días que vivíamos en la nueva casa— estábamos sentados ante el hogar. Cuando entré, mi marido leía uno de sus libracos. En una hoja vi dibujada una figura humana; pero no revestida con su piel, sino, es horrible decirlo, ¡mostrando la carne sanguinolenta! ¿Cómo es posible que mi marido se interese en lecturas de ese género? Me sentí horrorizada, pero por el momento no me atreví a hacerle pregunta alguna.
Sentada en una de las extrañas sillas de mimbre —hubiese sido poco digno apoyarme en el respaldo; así, pues, me mantenía con el busto rígido—, pensaba melancólicamente en la casa de mi madre. Allí, en aquellos momentos, estarían preparando la cena a la luz de las velas, entre las concubinas y la vociferante chiquillería. Mi madre, sentada en su sitio presidiendo la mesa, y las siervas disponiendo las cazuelas con legumbres y arroz humeante.
Alboroto y felicidad general. Mi padre no comparece todavía; vendrá algo más tarde, cuando la cena esté hecha, para jugar un poco con los hijos de las concubinas. La servidumbre, una vez quitada la mesa, tomará asiento en taburetes bajos, en el patio, y se entretendrá hasta muy tarde, charlando, mientras mi madre llamando al cocinero, repasará las cuentas a la vacilante luz de una larga vela encarnada.
¡Ah, casa materna! ¡Si pudiese volver a ella!
Andaría entre las flores, me inclinaría sobre los lotos para ver si sus semillas estaban maduras. El verano se anunciaba, la maduración estaba cerca. Por la noche, quizá, después de salir la luna, mi madre me llamaría para tocar al arpa sus melodías preferidas. Hubiese obedecido, diligente, para arrancar a las cuerdas, con la mano derecha, sus acordes, acompañándome al propio tiempo con la mano izquierda…
Pensando en esto, me levanté para retirar el instrumento de su estuche, en el que están incrustadas con madreperlas las figuras de los ocho espíritus de la música. La resonante caja, bajo las cuerdas, está compuesta de diferentes maderas que contribuyen a acrecentar la sonoridad del instrumento. El arpa y su estuche fueron regalados a la abuela de mi marido.
Al rasgarlas, dieron las cuerdas un son sostenido y melancólico. El arpa es el más antiguo de los instrumentos de mi pueblo y ha sonado al claro de luna, bajo los árboles, cerca de un surtidor. Entonces, su voz adquiere una dulzura singular. Pero aquí resonaron en una opaca habitación extranjera, emitiendo sonidos débiles y sofocados.
Dudé unos instantes, atacando luego una melodía del tiempo de los Sung.
—¡Magnífico! —me dijo mi marido amablemente, levantando los ojos—. Me alegra muchísimo que sepas tocar. Un día de éstos te compraré un piano y aprenderás a interpretar, también, la música de los occidentales.
Leía su horroroso libro. Le miraba mientras hacía vibrar maquinalmente las cuerdas, sin saber lo que tocaba. Nunca había visto yo un piano: ¿qué hubiera hecho con él?
De pronto dejé de tocar, no podía más. Abandoné el arpa y quedé inmóvil en mi asiento, con la cabeza inclinada y las manos cruzadas en el regazo.
Hubo un prolongado silencio. Mi marido cerró su libro y me miró, meditabundo.
—Kwei-Lan —dijo.
Sentí un sobresalto en el corazón. Era la primera vez que me llamaba por mi nombre. ¿Qué iba a decirme, por fin? Le miré tímidamente. Él continuó:
—Desde que nos casamos estoy deseando pedirte que te quites las vendas que comprimen tus pies. La salud de toda tu persona no debe sufrir. Mira, todos tus huesos se han deformado así.
Con su lápiz dibujó, rápidamente, un horrible pie encogido.
Me quedé estupefacta. ¿Cómo sabía él que eran así?
Nunca me había vendado los pies en su presencia…, ninguna mujer china expone jamás sus pies a los ojos de los demás. Incluso por la noche los tenemos ocultos en unas medias de tela blanca.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté, con voz estrangulada.
—Porque soy médico y he estudiado en Occidente —contestó—. Además, no tan sólo por tu salud, sino por tu belleza, desearía que te quitases las vendas. Los pies vendados son feos y no están de moda. Supongo que este último argumento te convencerá.
Diciendo esto, sonrió, mirándome con dulzura.
Me apresuré a ocultar los pies bajo la silla. Sus palabras me habían extrañado. ¿Los pies vendados son feos? ¡Y yo que siempre había estado tan orgullosa de los míos! Durante toda mi infancia, mamá había vigilado personalmente la cotidiana inmersión en agua casi hirviendo y el inmediato vendaje, cada vez más apretado. Al quejarme de dolor, ella me recordaba que un día mi marido elogiaría la belleza de mis pies.
Incliné la cabeza para ocultar las lágrimas. Pensé en las numerosas noches de insomnio, en los días en que la intensidad del dolor me impedía comer y jugar, en las horas pasadas, sentada al borde de la cama, moviendo los pies para aligerarlos del peso de la sangre. ¿Y ahora…? Después de haber soportado tanto, cuando el dolor había cedido poco a poco, ¡mi marido decía que los encontraba feos!
—No puedo —dije, medio sofocada por los suspiros; y, no logrando retener por más tiempo las lágrimas, salí de la habitación.
La verdad es que mis pies me preocupaban poco. Ni cuando llevaba sandalias vagamente bordadas mi esposo se interesaba en mí. ¿Cómo suscitar, pues, su amor?
Dos semanas después salí para visitar a mi madre por primera vez; así lo imponen nuestras costumbres tradicionales.