Capítulo III

Cuando dije adiós a la casa de mi madre y subí a la gran silla encarnada para emprender el viaje a casa de mi marido, no se me ocurrió pensar que pudiera desagradarle. En cuanto a mí, me sentí contenta al recordar que soy pequeña y frágil; pero sé que tengo una cara ovalada que otros habían mirado con complacencia. En esto, por lo menos, él no podía sentirse desilusionado.

Durante la ceremonia del vino le miré furtivamente por debajo de la franja de seda encarnada del velo. Lo vi de pie, con un traje negro a la manera extranjera; era alto y derecho como un joven bambú. Esperaba que me dirigiera una mirada, pero fue en vano: ni siquiera volvió los ojos para ver mi velo.

Vaciamos juntos las copas de vino, nos inclinamos ante las tablillas de sus antepasados y, por último, nos arrodillamos ante sus augustos progenitores, de los que yo me convertía en hija, separándome para siempre de los míos. Durante todos aquellos actos no se dignó siquiera concederme una mirada.

Cuando llegó la noche —la fiesta había concluido y extinguídose el eco de las risas—, me encontré sentada en el diván, sola, en la cámara nupcial. El miedo me contraía la garganta. La hora soñada, temida y deseada había llegado; por vez primera mi marido vería mi rostro, estaría sola con él… Nerviosamente, me frotaba las manos, frías, abandonadas en el regazo. Por fin, compareció. Parecía enormemente alto con su traje exótico, y su expresión me pareció sombría. De pronto, se acercó a mí y, levantándome el velo, contempló largamente y en silencio mi rostro. Luego de mirarme, cogió una de mis frías manos entre las suyas.

En aquel momento, oí los prudentes consejos de mi madre: «Muéstrate más bien fría. Más que la dulzura empalagosa de la miel, procura tener la del vino».

Ateniéndome a aquellos consejos, me resistí a abandonarle la mano. Él retiró fríamente las suyas y de nuevo me miró en silencio. En seguida se puso a hablar muy serio y grave. Al principio, turbada por la novedad de su voz profunda y viril, que me hacía enrojecer de vergüenza no comprendía bien el sentido de sus palabras. ¿Qué me decía?

—No es posible que tú sientas atracción por mí, a quien ves por primera vez, como yo a ti. ¿Acaso no te han obligado, como a mí, a contraer este matrimonio? Hasta ahora no hemos podido hacer nada, pero a partir de este momento en que nos encontramos solos, podríamos organizar nuestra existencia a nuestro gusto. En lo que me concierne, yo tengo ideas modernas y te considero igual a mí. Nunca te impondré mi voluntad, puesto que no te considero una cosa mía, sino, más bien, una amiga… si es que quieres.

Éstas fueron las primeras palabras que oí el día de mi matrimonio.

Al principio me quedé asombrada. No le comprendía. ¿Yo su igual? ¿Por qué? ¿Acaso no era su mujer? Si él no me decía lo que debía hacer, ¿quién me lo diría? Me habían obligado a casarme con él… ¿Qué podía hacer yo sino tomarlo como marido? ¿Y con quién hubiese podido casarme de no ser, según lo que había sido establecido por mis padres, con el hombre a quien había estado prometida desde que nací? Todo se había cumplido según la costumbre, y no lograba comprender en qué me habían obligado.

Sus palabras quemaban mis oídos:

—Te han obligado, lo mismo que a mí, a contraer este matrimonio.

Estaba a punto de caer desmayada de puro miedo. ¿Acaso debía deducir de aquello que él se había casado conmigo contra su voluntad?

Hermana, ¡qué angustia! ¡Qué pena mortal!

Me puse a retorcerme las manos, incapaz de hablar, incapaz de responder. Él dejó caer una de las manos sobre las mías, y los dos quedamos en silencio durante unos instantes. Yo no deseaba más que una cosa: que retirase aquella mano. Sentía que me miraba fijamente. Por último, habló de nuevo, con voz baja y amarga:

—Lo que temí ha ocurrido. No quieres ni puedes revelarme tus verdaderos pensamientos. No te atreves a alejarte de lo que te han enseñado. Escucha: no te pido que hables, te pido únicamente una pequeña prueba de cariño. Si estás dispuesta a recorrer conmigo el nuevo camino, inclina un poco la cabeza.

Me observaba muy atentamente. Sentí su mano oprimir la mía. ¿Qué quería? ¿Por qué no habían de seguir las cosas el camino prefijado? Tenía que ser su mujer y deseaba tener hijos varones… A partir de entonces empieza mi pena…, ese peso que me oprime noche y día.

¿Qué hacer? En mi desesperación e ignorancia incliné la cabeza.

—Gracias —dijo él, levantándose y retirando la mano—. Descansa tranquila en esta habitación. Recuerda que no tienes nada que temer, ni hoy ni nunca. Vive en paz. Esta noche dormiré en el cuarto de al lado.

Dio media vuelta, precipitadamente, y desapareció.

¡Oh Kwan-Ying, diosa de la misericordia, ten piedad de mí!

¡Me sentí tan niña, tan inerme y llena de temor en medio de tanta soledad! ¡Nunca había dormido fuera de mi casa, y he aquí que, de pronto, me quedaba sola con la incertidumbre de no haber gustado a mi marido!

En mi desesperación me precipité hacia la puerta. Quizá pudiera escapar, volver a casa… El contacto del picaporte macizo me trajo a la realidad: por el momento era inútil pensar en el regreso. Si por milagro hubiese conseguido huir a través de los patios desconocidos de la nueva casa, hubiera debido tener en cuenta, además, el camino a recorrer, que ignoraba. Y, por otra parte, suponiendo que por una casualidad hubiese llegado, ¿acaso la puerta de los míos se abriría para recibirme? El viejo portero hubiera cedido, sin duda, a mis súplicas, permitiéndome ir a las habitaciones donde pasé mi infancia…, pero allí hubiese encontrado a mi madre, que no dejaría de recordarme mi deber de esposa.

Veo a mi madre, inexorable, aunque condolida, ordenándome regresar inmediatamente a la casa de mi marido: yo no pertenecía ya a su familia.

Despacito, empecé a deshacer mis vestiduras de desposada. Las sombras que se condensaban bajo el baldaquino del lecho me daban miedo, no me atrevía a aventurarme entre los cobertores. Así es que estuve mucho rato sentada al lado de la cama, reflexionando, en una especie de vigilia, las incomprensibles palabras que había oído. Por último, sentí mis ojos bañados en lágrimas. Oculté la cabeza bajo la colcha y lloré hasta que el sueño se apoderó de mí.

Cuando desperté, había amanecido. Sorprendida por la nueva habitación, sentí que me invadía, súbitamente, la amargura del recuerdo. Me levanté corriendo y me vestí. La sirvienta, que vino minutos después con el agua caliente, sonrió mirando a su alrededor con ojos de curiosidad. Me enderecé: es una gran cosa haber aprendido de mi madre la dignidad de la apostura. La gente debía ignorar que yo no había gustado a mi marido.

—Lleva el agua al señor —dije—. Se viste en la habitación de al lado.

Arrogante, me vestí con brocados de color carmín y adorné mis orejas con pendientes de oro.

Hermana, una luna ha pasado desde nuestra última conversación. Acontecimientos extraños han sucedido, añadiendo confusión a mi vida.

Figúrate que nos hemos ido del domicilio de los antepasados. Mi marido ha tenido el valor de declarar que su madre es una autócrata, y que él no puede tolerar que su mujer sea una sierva en la casa.

Esto ocurrió por una insignificancia. Cuando concluyeron las fiestas de la boda, me presenté ante mi suegra de la siguiente manera: Al levantarme, llamé a una esclava y le mandé que me trajese agua caliente. Así lo hizo; entonces la eché en una vasija de cobre y, precedida por la esclava, me presenté a la madre de mi marido, a quien dije, inclinándome:

—Ruego a su honorable señoría que sea tan amable de hacer sus abluciones con esta agua.

Mi suegra estaba en la cama; veía su enorme mole dibujándose bajo los cobertores. Se incorporó, sentóse al borde del lecho —no me atreví a mirarla— y se lavó las manos y el rostro; luego, sin hablar, me hizo un ademán para que me retirara con la vasija. No sé si fue porque mi mano tropezó con los pesados cortinajes del baldaquino o bien porque el miedo hacía temblar mis manos, el caso es que, al levantar el recipiente, derramé un poco de agua en la cama.

Sentí que la sangre se helaba en mis venas.

—Muy bien —exclamó, furiosa, mi suegra, con voz ronca—. ¡Vaya una preciosidad de nuera!

Sabía que mi obligación era no pronunciar una sola palabra de excusa. Di media vuelta y, llevando la vasija con manos inseguras a causa de las lágrimas que afluían a mis ojos, salí de la habitación. Al atravesar el umbral me encontré cara a cara con mi marido. En aquel momento temí que me reprochara el haber incurrido en la cólera de su madre, la primera vez que la servía. Tenía las manos ocupadas por el recipiente y no podía enjugar las lágrimas que corrían abundantemente por mis mejillas.

—La vasija me ha resbalado… —murmuré.

Hubiese continuado, pero él me interrumpió:

—No te regaño. Pero esos trabajos de sierva no son dignos de mi mujer. Mi madre puede tener cien esclavas si quiere.

¿Qué otra cosa podía hacer, salvo esforzarme en que comprendiese que no había intentado faltar el respeto a mi suegra? Mi madre me había instruido cuidadosamente en todos los deberes concernientes a una nuera: levantarse con educación y permanecer de pie en su presencia; acompañarla al sitio de honor; enjugar las tazas de té, escanciar la infusión y presentar la taza con gran cuidado, llevándola entre las palmas de las manos. Sobre todo, no negar nunca nada a la suegra, que debe ser considerada como una madre, y cuando regaña se la debe escuchar en silencio, con absoluta sumisión.

Pero mi marido no me escuchó y permaneció firme en su idea.

Sus padres eran contrarios a la mudanza, ateniéndose a las viejas costumbres, y llegaron, por fin, a oponer una prohibición formal.

Sentado en su poltrona, tras la mesa de la sala de lectura, bajo las tablillas de los antepasados, el padre, un hombre sutil, encorvado bajo el peso de su ciencia —era un hombre estudioso—, cuando supo el propósito de su hijo, alisó su barba blanca y expresóse así:

—Hijo mío, quédate. Lo que es mío te pertenece. Aquí hay para todos, así como de qué comer. No es necesario, pues, que dediques tu cuerpo a trabajos materiales, puesto que puedes pasar tus días en ocupaciones dignas, cultivando los estudios que tú prefieras. Pero procura que la nuera de tu madre engendre hijos. Tres generaciones de hombres bajo un mismo techo es un espectáculo que agrada al cielo.

Mi marido se contenía. No obstante, sin irritarse, exclamó:

—¡Padre, yo no pido otra cosa que trabajar! Me he especializado en una profesión científica…, la más noble profesión del mundo occidental. En cuanto a los hijos, no me interesan de una manera absoluta por lo menos momentáneamente. Mi país necesita más bien de los frutos de mi cerebro.

Yo, que escuchaba tras los cortinajes de la puerta, me sentí horrorizada al oír aquellas palabras del hijo al padre. Si mi marido hubiese sido educado según las antiguas costumbres, nunca se hubiese atrevido a oponerse así a su padre. Eran los años pasados lejos, en países extranjeros, donde la juventud no honra a sus progenitores, lo que le hacía ser tan irrespetuoso. Es verdad que, en seguida, al separarse de sus padres, encontró algunas palabras amables, prometiendo conservar intactos los sentimientos filiales. ¡Pero, a pesar de todo, nos hemos mudado!

La nueva casa no se parece a las otras que he visto. Entre otras cosas, no tiene patio. Se reduce a una salita cuadrada, encima de la cual se encuentran las demás habitaciones. Por una empinada escalera se sube al segundo piso. La primera vez que subí no me atrevía a bajar de nuevo: mis pies no estaban acostumbrados a aquellos escalones tan empinados. No tuve más remedio que dejarme resbalar de un escalón a otro, agarrada a la baranda de madera. Una vez la operación acabada, tenía mis vestidos manchados de barniz fresco, y me di prisa en cambiarme por temor de que mi marido se diera cuenta y me regañase, riendo con esa risa fácil que me intimida.

Colocar los muebles en una casa como aquélla era un asunto difícil. ¿Dónde encontrar sitio para meterlos? De mi hogar materno, como fondo parte de la dote, me traje una mesa, sillas enanas de madera de teca y un gran lecho como el de matrimonio de mi madre. La mesa y las sillas fueron instaladas, por orden de mi marido, en una habitación secundaria, que denominó «comedor»; y la cama donde creí que nacerían mis hijos no pudo ser colocada en ninguna de las habitaciones del piso superior. Así es que he debido contentarme con una camita de bambú, en la que duermo como una sierva, mientras mi esposo duerme, en una habitación separada, en una cama de hierro que parece un banco. Novedades a que me acostumbro difícilmente.

En el aposento principal ha colocado sillas que compró él mismo. Todas están desapareadas; algunas, incluso, hechas con junco ordinario; ¡hay que ver la de formas extrañas que tienen! En el centro ha puesto una mesa, y encima de ésta una tela de seda y varios libros. ¡Un horror!

En las paredes hay colgadas fotografías, con marco, de sus maestros, y un pedazo de tela cuadrada con una inscripción en caracteres exóticos. Un día le hice reír, preguntándole si era un diploma. El diploma —el verdadero, que me enseñó— es un pedazo de piel repujada, que tiene inscrito su nombre en caracteres extraños, seguidos de otros signos. Los dos primeros quieren decir una gran escuela, y los otros su calificación de doctor en medicina occidental. A mi pregunta de si aquellos signos equivalían a nuestros antiguos doctores, mi marido rió de nuevo y dijo que no había comparación posible. El diploma, con marco de cristal, está colocado en la pared, en el mismo sitio que mi madre, en la sala de huéspedes, tiene la imponente pintura del viejo emperador Ming.

Te lo aseguro. ¡Esta casa occidental es un horror! Durante los primeros meses me preguntaba cómo lograría acostumbrarme. En las ventanas, entre las cortinas esculpidas, hay, en lugar del opaco papel de arroz, grandes placas de cristal transparente, que dejan entrar la luz del sol a torrentes. ¡Qué claridad tan despiadada! No logro acostumbrarme. A veces intento ponerme un poco de rojo en los labios y empolvarme con polvos de arroz, tal como me han enseñado a hacer, pero en el crudo contraste de esa luz, el efecto es, invariablemente, que mi marido diga:

—No te pintes así, por favor. Prefiero las mujeres sin pintar.

¿Qué hacer? No emplear los polvos ni el carmín equivale a dejar incompleta nuestra belleza natural; es como peinarse sin alisar los cabellos con aceite, o llevar sandalias sin bordados. En una casa china, la luz, atenuada con el papel de arroz, se difunde, con suaves tonalidades, en el rostro de las mujeres. ¡Pero aquí…! ¿Qué hacer para estar atractiva en una casa como ésta? A propósito de la ventana, todavía no lo he dicho todo. Figúrate que mi marido me ha encargado hacer estores con cierta tela blanca. ¡Es para morir de risa que primero hagan un agujero en la pared, luego lo obstruyan con un cristal y, como si esto no fuera bastante, le apliquen una tela!

El suelo es de madera, y hay que ver cómo cruje bajo los pasos de mi marido, que lleva un calzado extranjero. Probablemente porque ese ruido también le molestaba a él, ha comprado grandes cuadrados de tela gruesa, con dibujos que representan flores, y los ha distribuido por toda la habitación. ¡Para qué decirte mi estupor! Tenía miedo de estropear aquella tela y que la servidumbre escupiese encima. Cuando dije esto a mi marido, se irritó. ¡Nadie debe escupir por el suelo!

—¿Dónde, entonces? —pregunté.

—¡En la calle, si es que no pueden hacer otra cosa! —me respondió secamente.

La servidumbre no logra acostumbrarse, y a mí misma me ha ocurrido escupir en la tela las semillas de melón. Y hete aquí que mi marido ha comprado minúsculas escupideras, distribuyéndolas por todas las habitaciones, y obligándonos a usarlas, según esa sucia costumbre extranjera.