Mi madre nunca me había hablado tan extensamente. Hablaba en raras ocasiones y nada más que para corregir o mandar, tal como era justo que hiciese.
Ninguna de las alojadas en las habitaciones destinadas a las mujeres podía igualarse a ella, la primera dama, tanto a causa de su rango como de su capacidad. Hermana, ¿conoces tú a mi madre? Es muy delgada, su rostro pálido y tranquilo parece esculpido en marfil. He oído decir que en su juventud, antes de casarse, tenía magníficas cejas, de ésas que llaman «de falena», y los labios delicados como las coralinas nueces del albérchigo… ¿Y los ojos? La tercera concubina, que no tiene pelos en la lengua, dijo un día a ese propósito:
—La primera dama tiene ojos parecidos a joyas tristes: perlas negras que languidecen por un exceso de ciencia y dolor.
¡Pobre madre!
De niña, ninguna se parecía a ella. Mi madre comprendía demasiado bien las cosas; en casa se movía con la tranquila dignidad que la caracterizaba, manteniendo a raya a las concubinas y a sus hijas. Los servidores la admiraban, pero no sentían aprecio por ella. Muchas veces les oía refunfuñar porque ni tan siquiera podían coger las migajas de la cocina sin que ella se diese cuenta. Sin embargo, no les regañaba nunca con la violencia de las concubinas cuando se enfadaban. Si algo le desagradaba, sus labios pronunciaban pocas palabras de reproche; pero las decía con un tono tan altanero, que producían el efecto de agujas de hielo que penetrasen en la carne.
A mi hermano y a mí nos trataba amablemente, pero con seriedad y sin expansionarse, tal como convenía a su rango en familia. De sus seis hijos, la crueldad de los dioses le arrebató cuatro en la primera infancia. Esto explica su gran apego a mi hermano, el único varón. Mientras le quedase un hijo varón, mi padre no podría encontrar motivo de queja contra ella. Por otra parte, estaba tan orgullosa de su hijo que llegaba a prescindir del padre.
¿Has visto tú a mi hermano? Se parece por completo a mamá. Su cuerpo es sutil como el de ella: contextura delicada, alto y derecho como un bambú joven.
Durante nuestra infancia siempre estuvimos juntos: me enseñó a escribir, con tinta y un pincel, las primeras letras de mi cuaderno. Pero él era un mocito, mientras yo no era más que una chiquilla. Cuando cumplió nueve años —yo tenía seis— le trasladaron de las habitaciones de las mujeres a las que pertenecían a mi padre.
A partir de entonces nos vimos raramente; conforme se hacía mayor, consideraba vergonzoso visitar a las mujeres; además, mi madre no le animaba a que viniese con nosotras.
En cuanto a mí, nadie me permitió nunca, como es natural, que pusiese los pies en el ala destinada a los hombres. Recuerdo que una vez, poco después de nuestra separación, me atreví a acercarme, favorecida por la oscuridad, a la puerta redonda que comunicaba con las habitaciones de los hombres. Pegada contra la pared, miré ávidamente si mi hermano jugaba en el jardín, pero únicamente vi a los criados que iban y venían, llevando recipientes llenos de humeantes manjares. Cuando abrían la puerta de las habitaciones de mi padre oía el eco de risas, mezclado a un canto femenino con voz de falsete. Una vez cerrada la puerta, el silencio volvía a reinar en el jardín.
De pronto, cuando ya hacía un buen rato que estaba allí, escuchando las risas de los invitados al banquete y diciéndome que mi hermano también debía de tomar parte en la fiesta, sentí que me tiraban con fuerza del brazo. Era Wang-Da-Ma, la primera camarera de mi madre.
—¡Si te vuelvo a coger espiando —prorrumpió—, se lo diré a tu madre…! ¿Habrase visto una niña tan poco modesta como para curiosear lo que hacen los hombres?
Pálida de vergüenza, no pude más que murmurar una excusa:
—Buscaba a mi hermano.
A lo que ella respondió con firmeza.
—Tu hermano también es ahora un hombre.
A partir de entonces no le vi casi nunca.
Sabía que le gustaba estudiar y que en poco tiempo se había hecho muy versado en los Cuatro Libros y los Cinco Clásicos: tanto es así, que mi padre, accediendo por fin a sus ruegos, le permitió frecuentar un colegio extranjero de Pekín. En la época de mi casamiento estudiaba en la Universidad Nacional, y en sus cartas no pedía más que una cosa: que le dejasen ir a América. Al principio, mis padres no querían oír hablar de eso, y mi madre nunca cambió de opinión en ese respecto. Pero mi padre no quería que le molestasen y, a fuerza de insistir e importunarle, mi hermano consiguió su consentimiento.
Durante los dos períodos de vacaciones pasados en casa a su regreso, citaba frecuentemente un libro al que llamaba «ciencia», con gran desengaño de mi madre, que no lograba comprender su utilidad. La última vez que vino, compareció vestido de una manera exótica, y mi madre no ocultó su desaprobación. Viéndole entrar con aquellos vestidos negros, que le daban el aspecto de un extranjero, golpeó el suelo con su bastón.
—¿Qué significa eso? ¿Qué se te ha metido en la cabeza? ¡No admito que vengas a mi presencia con semejantes vestiduras!
Mi hermano pareció muy molesto, pero no tuvo más remedio que cambiar de traje. Durante dos días no compareció, y mi padre hubo de intervenir, riendo, para que se mostrase de nuevo. Pero a mi madre le sobraba la razón: vestido a la manera de los nuestros, mi hermano tenía el aspecto de un estudiante. Las vestiduras extranjeras, que le ocultaban las piernas, le daban el extravagante aspecto de una persona nunca vista en nuestra familia.
Es más, durante estas dos visitas habló muy poco. Ignoro los libros que leía; la preparación de mi casamiento me había impedido proseguir los estudios clásicos.
Naturalmente, no se hablaba nunca de su matrimonio; hablar entre nosotros de semejantes argumentos hubiera sido una incorrección. Por algunas indiscreciones de los sirvientes me enteré, sin embargo, de que mi hermano no quería oír hablar de su casamiento, y que su actitud rebelde había obligado a mi madre a retrasar tres veces la fecha de la boda. Cada vez que esto ocurrió, mi hermano pudo convencer a papá de lo necesario que sería permitirle continuar sus estudios. Desde luego, yo no ignoraba que estaba prometido a la segunda hija de los Li, gente importante de la ciudad a causa de su situación y riqueza. Bastará decir que tres generaciones a partir del jefe de los Li, habían administrado un cantón en la provincia, donde el jefe de nuestra casa fue también gobernador de distrito.
Naturalmente, nunca habíamos visto a la prometida. Mi padre concertó el casamiento antes de que mi hermano cumpliese un año. Esto imponía a las dos familias cierta circunspección; antes de efectuarse la boda, visitarle hubiera sido poco decoroso. En cuanto al noviazgo, nunca se decía nada.
Una vez tan sólo oí murmurar a Wang-Da-Ma, en presencia de otras sirvientas:
—¡Es lástima que la hija de los Li sea tres años mayor que nuestro patroncito! El marido debe ser superior a la mujer, incluso en edad. Pero la familia es de rancia alcurnia, rica y…
Se dio cuenta de mi presencia y enmudeció súbitamente, reemprendiendo su labor.
¿Por qué se negaba mi hermano a casarse? Era incomprensible. Cuando la primera concubina lo supo, se echó a reír y dijo:
—¿Se habrá enamorado en Pekín de alguna hermosa muchacha?
Pero yo no creía que mi hermano pudiese amar algo que no fuese sus libros.
Yo era la única que pensaba así en las habitaciones de las mujeres.
Es verdad que había los niños de las concubinas, pero mi madre los consideraba como bocas que deben tenerse en cuenta al calcular las raciones diarias de arroz, aceite y sal; eso aparte, y luego de encargar la tela de algodón necesaria para sus vestidos, no se ocupaba más de ellos.
Las concubinas, ignorantes en grado sumo, se tenían mutuamente celos a causa de las predilecciones de mi padre. Durante cierto tiempo tenían un rostro encantador, pero su belleza se marchitaba como una flor cogida en primavera; y con su belleza desaparecían los favores de mi padre. Pero ellas no parecían darse cuenta de que ya no eran guapas; y durante días y días, luego de su vuelta, las veía muy ocupadas en arreglar vestiduras y joyas. Durante los días festivos, o cuando ganaba en el juego, mi padre les daba dinero, que regularmente se gastaban en dulces o vinos de su gusto. Cuando habían gastado sus fondos, y en previsión del regreso de su señor, recurrían a la servidumbre para pedir dinero prestado, que se gastaban en sandalias y collares nuevos para sus cabellos.
Cuando los sirvientes se daban cuenta que una de ellas había perdido el favor de mi padre, procuraban mostrarse despectivos, y si accedían al préstamo era imponiendo muy duras condiciones.
Recuerdo a la más vieja de las concubinas. Era sosa y regordeta, y los rasgos de su cara casi desaparecían entre los hinchados carrillos. No tenía bonito más que sus pequeñas manos, de las que se mostraba muy orgullosa. Siempre las estaba lavando con aceite, frotándose las palmas con tintura roja, y las uñas, ovaladas, con carmín; acababa rociándolas con un pesado perfume de magnolia. Mi madre, aburrida a veces de ésta y otras manías, le ordenaba ejecutar trabajos rudos, como lavar y coser. Esta segunda dama no se atrevía a desobedecer, pero se quejaba a las otras concubinas de que mi madre se sentía celosa y quería estropear la belleza que ella reservaba para mi padre. Y mientras se lamentaba, volvía a lavarse las manos, examinándolas cuidadosamente para ver si la delicada piel estaba cortada o endurecida. El contacto de aquellas manos me daba náuseas. Eran blandas, muy calientes, y parecían derretirse cuando se las oprimía. Ni que decir tiene que mi padre había perdido desde hacía tiempo toda veleidad por ella, pero seguía dándole dinero, y cuando volvía de sus viajes pasaba la noche en sus habitaciones para no oírla berrear por los pasillos, haciéndose fuerte en el hecho de ser la madre de dos varones.
Sus hijos estaban hechos a imagen y semejanza suya. También eran gruesos, y no quisiera recordarlos en el acto de comer o beber. En la mesa se hartaban al mismo tiempo que los demás, y luego de la comida se insinuaban furtivamente en el patio de la servidumbre, donde sostenían grandes discusiones para procurarse adelantos. Eran dos glotones. Sabían que mi madre no podía soportar a los golosos y temían su sobriedad, ya que ella no les distribuía más que una taza de arroz con un pedazo de pescado salado o un muslo de pollo frío; todo ello rociado con unos cuantos sorbos de té aromático.
De la segunda dama, únicamente recuerdo su miedo de morir. Se atracaba de pastelillos y semillas oleaginosas de sésamo, y cuando se sentía enferma no hacía más que quejarse, llena de terror, gritando como una desesperada para que le trajesen a los padres budistas. Que los dioses la curasen y regalaría un collar de perlas al templo. Pero una vez curada, volvía a atiborrarse como antes y no parecía recordar la promesa hecha.
La segunda concubina, la tercera dama, era una mujercita taciturna, que vivía un poco apartada de los trabajos de la familia. No podía consolarse de haber dado a luz tres niñas, una tras otra, y tan sólo un niño. De las niñas se ocupaba muy poco o nada en absoluto; las pobres eran consideradas en la casa algo así como unas esclavas. Por el contrario, por el niño —gordo y paliducho, que a los tres años no sabía andar ni hablar— sentía un gran afecto. La veíamos pasar el rato, en un rincón del patio, al sol, acariciando a la criatura, que no hacía más que lloriquear, pegada a los largos y fláccidos senos de su madre.
La concubina que menos me disgustaba era la tercera, una pequeña bailarina de Suchow. Se llamaba La-May, y era graciosa como la flor de La-May, cuyo nombre llevaba, y que, como sabes, abre las corolas de oro pálido en las ramas primaverales todavía privadas de hojas. Como la flor de La-May, era dulce, pálida y dorada. Diferenciándose de las otras concubinas, no se maquillaba, limitándose a acusar un poco el negro de sus cejas y ponerse una sombra de carmín en el labio inferior. Al principio, apenas la veíamos. Mi padre estaba orgulloso de ella y la llevaba por doquier donde él iba.
El año que precedió a mi casamiento, La-May no salió apenas de casa. Esperaba un hijo que, en efecto, nació hermoso y robusto. Lo cogió, poniéndolo en los brazos de mi padre y compensándolo así de los presentes, las joyas y el afecto que le había prodigado.
Durante los últimos meses antes del parto, mostrose muy contenta. No cabía en su pellejo, la casa entera resonaba con sus carcajadas. Muy elogiada a causa de su belleza —no recuerdo haber visto jamás una criatura tan hermosa—, apreciaba las sedas de color verde jade combinadas con terciopelo negro. En sus delicados lóbulos llevaba pendientes de jade, y aunque desdeñaba a los demás, distribuía generosamente los dulces servidos durante las fiestas nocturnas a que había asistido en compañía de mi padre. Se hubiera dicho que ella no comía nada. Cuando mi padre se iba, todo reducíase a un pastel de sésamo por la mañana, y media taza de arroz al mediodía; a lo más, añadía un brote de bambú o una tajada de ánade salada. Sin embargo, sentía gran predilección por los vinos extranjeros, y cortejaba a mi padre para que le comprase cierto líquido dorado que desprendía burbujitas de plata. Aquel líquido la hacía reír, y cuando había bebido un poco, se volvía expansiva y sus ojos brillaban como cristales negros. Mi padre, encantado y divertido, le pedía que cantase y bailase para él.
Cuando mi padre se divertía, mamá se retiraba a sus habitaciones para leer las excelsas máximas de Confucio. Cuando yo fui una jovencita, me preguntaba a menudo la razón de aquellas fiestas nocturnas, y tenía unos deseos locos de curiosear, como hice cuando fui en busca de mi hermano. Mi madre no me lo hubiera permitido jamás y me daba reparo engañarla.
Pero, una vez más —¡mi desobediencia me llena todavía de vergüenza!— aprovechando la oscuridad de una noche sin luna, me escurrí cautelosamente hasta la puerta que conduce a las habitaciones de mi padre; alguien la había dejado abierta. El día había sido largo y cálido, y la noche llegó ardiente y pesada por el perfume del loto. En nuestras habitaciones de las mujeres reinaba un silencio sepulcral, me sentía agitada y oprimida por extraños y vagos deseos. Y, de pronto, al mirar lo que había tras la puerta, sentí mi corazón a punto de cesar sus latidos. Todas las puertas estaban abiertas, la luz de centenares de linternas se reflejaba hacia el exterior, hacia el aire inmóvil y oscuro. En el interior, sentados a las mesas cuadradas, vi algunos hombres que comían y bebían, servidos por camareros muy apresurados. Detrás de la silla de cada uno de los invitados, había, de pie, una jovencita. La única mujer sentada, al lado de mi padre, era La-May. La veía muy bien; sonreía un poco y tenía el rostro brillante como los pétalos de una flor. Se había vuelto hacia mi padre y le murmuraba algo sin apenas mover los labios. Del grupo de los hombres partían ruidosas risotadas, pero ella no las coreaba y continuaba sonriendo con su estereotipada sonrisa.
En aquella ocasión, quien me descubrió fue mi madre. Agobiada por el calor, había salido a tomar el aire en el patio, contrariamente a sus costumbres. De pronto, me vio y me ordenó entrar en seguida en mi habitación. Allí vino a mi encuentro, y luego de haberme golpeado repetidas veces las manos con su abanico de bambú cerrado, me preguntó si es que me interesaba ver a unas cuantas meretrices. Me sentí avergonzada y lloré. Al día siguiente, según órdenes de mi madre, la puerta fue obstruida por una verja.
Pero, a pesar de todo, mi madre trataba a La-May afablemente, y el servicio se hacía lenguas elogiando tanta magnanimidad. Quizá las otras concubinas hubieran dado cualquier cosa por verla tratada con rigor, como fácilmente se comprende en una casa donde hay varias mujeres; pero mi madre, sin duda, sabía lo que se preparaba.
Cuando fue madre, la tercera concubina juzgó muy natural que mi padre la volviese a lucir en público, como antes. Por temor de arruinar su propia belleza, no dio el pecho a su hijo, y éste fue confiado a una robusta esclava que acababa de dar a luz una chiquilla, suprimida como es de suponer. El aliento de la esclava olía muy mal; pero era gruesa y plácida, y el pequeño, que dormía todo el día cogido a su seno, se encontraba mejor en sus brazos que con su madre. Ésta, por lo demás, se preocupaba muy poco de él. Los días de fiesta le gustaba vestir al niño de encarnado y calzarle los pies con unas sandalias que tenían una cabeza de gato en la punta. Cuando el niño gimoteaba, lo devolvía, inmediatamente y con impaciencia, a la esclava.
Contrariamente a lo que había supuesto, el nacimiento del niño no le dio nuevos ascendientes sobre mi padre. Legalmente había cumplido su tarea, pero, sin embargo, se veía obligada a encontrar cada día nuevas astucias para conservar su amor, tal como han hecho siempre nuestras mujeres. Pero todo fue inútil. Su belleza, después de nacer el niño, no era la de antaño. Su rostro, terso como una perla, se relajó un poco…, lo suficiente para malograr su aspecto de juvenil delicadeza. Pero no se daba por vencida, y siguió llevando sedas de color jade, adornándose con pendientes de jade y dejando oír su risa argentina; pero cuando mi padre salía de viaje ya no se la llevaba consigo.
Al principio, La-May se extrañó; luego, tuvo tal acceso de ira, que daba miedo verla. Naturalmente, las otras concubinas se alegraban, aunque fingían consolarla. En cuanto a mi madre, acrecentó su amabilidad. Un día oí a Wang-Da-Ma que murmuraba, haciendo alusión a la concubina en desgracia:
—Ya tenemos otra cesante a la que habremos de alimentar… ¿Cuándo se hartará el patrón de las mujeres de esa clase?
A partir de entonces, La-May fue otra. Desilusionada, su carácter sufría alteraciones; de un período de irritabilidad pasaba a un tedio profundo, a causa de la existencia monótona que se veía obligada a llevar en el patio de las mujeres. La-May estaba hecha para los banquetes, para ser objeto de la admiración de los hombres. Su melancolía aumentó hasta el punto de atentar contra su vida. Eso, sin embargo, ocurrió después de mi casamiento. No debes creer que con todo eso la vida era triste en casa: al contrario, era una vida feliz, y muchas de nuestras vecinas envidiaban a mi madre a causa del respeto con que mi padre la trataba y que no había dejado de profesarle, por su inteligencia y la hábil dirección de la casa; mi madre pasaba, en un silencio ecuánime y generoso, los excesos de mi padre.
Así vivían honorablemente en paz.
¡Oh, mi querida casa! Las imágenes de mi infancia acuden a mi memoria como las figuras de una linterna mágica. He aquí el patio donde, cuando amanecía, me gustaba ver abrirse la flor de loto en el estanque, y la peonía florecer en la terraza. Allí están las habitaciones interiores: en el suelo de ladrillos juegan los niños; ante los nichos de los dioses arden velitas de cera. En la habitación de mi madre, una figura severa, inclinada sobre un libro…, en el fondo la enorme cama de baldaquino.
De todas las habitaciones de la casa prefería la sala de huéspedes, con sus macizas cajas de madera negra de teca, la larga mesa esculpida, los estores de seda roja. Sobre la mesa, en la pared, se hallaba una pintura del último emperador Ming. Veo todavía la expresión indomable de aquel rostro, la barbilla como si fuese de granito, los sutiles bigotes que caen a uno y otro lado. La pared de Levante estaba enteramente ocupada por una ventana que llegaba hasta el techo esculpido. A través de las hojas de papel de arroz se filtraba la luz difusa, dando relieve a la sala un poco oscura, y llegaba hasta las vigas del techo, ribeteadas de oro y carmín.
Sentía cariño por la sala de los antepasados, donde me gustaba refugiarme a la hora del crepúsculo. Sentada en un rincón, como arrebatada por una música, seguía absorta, en el gran silencio, la invasión de las sombras.
Había que ver la sala de los antepasados el segundo día de Año Nuevo, reservada a la visita de las grandes damas. El ambiente era señorialmente festivo, y en la antigua sala entraban señores brillantemente vestidos. En aquel esplendor resonaban risas, se cogían frases al vuelo, los esclavos circulaban, portadores de recipientes de laca colmados de pastelitos minúsculos. Mi madre presidía cortésmente… Hacía siglos que las viejas vigas veían todos los años la misma escena. Confusión de cabelleras, ojos negros, sedas y raso con los colores del arco iris, y los peinados brillantes de joyas; jade, perlas, rubíes que armonizaban con las turquesas y el oro que los invitados lucían en sus manos ebúrneas.
¡Oh, mi querida casa, mi amada querida!
Me veo muy pequeñita, cogida de la mano de mi madre. Estoy en el patio mientras arden las divinidades en la cocina. Antes de entregarlas a las llamas, sus labios han sido untados con miel para lograr que lleguen al cielo llenas de dulces palabras y olviden referir los litigios de la servidumbre y las sisas. La idea de unos mensajeros que están a punto de subir a los arcanos celestiales nos deja mudas y como asustadas. Nadie habla.
Me veo en la fiesta del Dragón. Para esta circunstancia me han vestido de seda encarnada, bordada con flores de ciruelo. Ardo en impaciencia esperando la noche y la llegada de mi hermano que me conducirá a la ribera del río para ver pasar la barca del Dragón.
Veo la trémula linterna de loto que mi vieja nodriza me regaló el día de la fiesta de las Linternas. La nodriza se ríe de mi expresión cuando, una vez llegada la noche, prendo el pabilo de la humeante vela.
Me veo andando con pasos lentos, al lado de mi madre, cuando entrábamos en el templo. Observo cómo deposita el incienso en la urna, y con ella me arrodillo piadosamente ante los dioses; con el frío del miedo en el alma.
Yo pregunto, hermana, cómo, con semejante pasado, me podía adaptar a un hombre del carácter de mi marido. ¿Para qué sirven todos mis dones? Decido ponerme una chaquetilla de seda azul con botones negros incrustados de plata. Me adornaré los cabellos con flores de jazmín, calzaré las sandalias de raso bordadas de azul y saludaré a mi señor cuando entre… Lo hago así, pero es en vano. Sus ojos corren inmediatamente hacia otras cosas…; las cartas abiertas encima de la mesa, los libros. Para mí, ni un solo pensamiento.
Tengo el corazón atormentado por el temor. Recuerdo un episodio que ocurrió antes de mi casamiento. Un día vi a mi madre, turbada de una manera fuera de lo corriente, escribir dos cartas, una a mi padre y otra a mi futura suegra. ¿Qué ocurría? Por las indiscreciones de la servidumbre supe que mi prometido quería romper. Objetaba que yo no estaba instruida y llevaba los pies comprimidos entre vendas. Me enfadé, las esclavas tuvieron miedo y juraron que no hablaban de mí, sino de la segunda hija de la obesa señora Tao.
Este recuerdo me asalta ahora, turbándome. ¿Acaso se trataba verdaderamente de mí? ¡Las esclavas son tan mentirosas! Sin embargo, no es cierto que yo sea tan inculta. Al contrario, me han instruido cuidadosamente en todas las cuestiones que conciernen al cuidado de la casa y de mi propia persona. En cuanto a mis pies, no acierto a comprender que puedan preferir los pies enormes de una vulgar campesina.
No, no se trataba de mí… ¡No podía ser de mí de quien ellas hablaban!