por August van Zorn
En otoño de 1948, cuando llegué a Plunkettsburg para iniciar el trabajo de campo que confiaba que me llevaría a un doctorado en arqueología, todavía vivía allí un buen número de lugareños cuyos recuerdos se remontaban a la época, en la última década del siglo anterior, en que las colinas ennegrecidas por el hollín que rodean el pueblo estaban abarrotadas de genios chiflados y arqueólogos excéntricos. En 1892, el descubrimiento, en la cima de una colina que daba al río Miskahannock, del complejo funerario de una tribu hasta entonces desconocida de Constructores de Montículos había iniciado un frenesí de excavaciones y escarbados académicos que lanzó varias carreras, entre ellas la del anciano héroe de mi profesión que fue director de mi comité de tesis. Fue bajo su temible influencia como yo había emprendido el estudio de los ilustres y espantosos indios Miskahannock, con sus tumbas y sus fosos de huesos, un rumbo que me llevaría finalmente, en una tarde gris de noviembre, a sacar mi sobrecargado Nash de cuarta mano de la autopista de Pittsburgh a Morgantown, y a orientarme, agarrando con fuerza el volante, por el fantasma lleno de socavones de un antiguo camino que subía serpenteando por las colinas de Yuggoghenny y luego descendía al amplio y sombrío valle del Miskahannock.
Mientras avanzaba por aquella serie interminable de curvas cerradas y sin visibilidad, pude contemplar una serie igualmente interminable de descorazonadoras vistas parciales del lugar donde pasaría los diez meses siguientes de mi vida. Como muchos de sus vecinos por aquella región de venas de hierro, Plunkettsburg resultaba a primera vista poco atractiva: una ciudad pequeña, baja y herrumbrosa con cúpulas deslustradas en forma de bulbo y casas apelotonadas, insulsa como una brazada de hojas muertas esparcida por el suelo. Pero cuando dejé la última colina detrás de mí y obtuve mi primera vista completa, me fijé de inmediato en la única estructura que, aunque no hizo nada para elevar mi opinión de mi nuevo hogar, sí que alteró el aspecto aburrido de Plunkettsburg lo suficiente para hacerlo notable y también siniestro. Se erigía al este del pueblo, en una zona de maleza y tierra de color óxido, un bloque negro y enorme, erizado de chimeneas puntiagudas, extendiéndose más de dos hectáreas y haciendo que todo lo que había alrededor pareciera pequeño por comparación. Aquello era, lo supe de inmediato, la famosa fundición de Plunkettsburg. Se acercaba el anochecer y bajo aquella media luz los fuegos de su interior hacían titilar y parpadear sus ventanas, mientras que los cañones gigantescos de sus chimeneas vomitaban su humo al crepúsculo otoñal. Yo me estremecí y solté un grito. Me había quedado tan absorto por la lúgubre aparición negra de la fundición que casi había dejado que el coche se saliera de la carretera.
—«En esta poderosa fortaleza de la industria —cité en voz alta imitando el tono de un locutor de noticias, dándome confianza a mí mismo con la reverberación irónica de mi voz— giran los enormes piñones y avanzan los pistones incansables que forjan las agujas y los cuchillos del sueño americano».
Yo estaba recordando las palabras de un folleto de la cámara de comercio que me habían enviado la semana anterior mis anfitriones, el departamento de antigüedades del Plunkettsburg College, junto con los detalles de mi alojamiento y mis privilegios de uso de la biblioteca. Estaban ansiosos por tenerme con ellos. Hacía muchos años desde que la publicación de la obra de mi director de tesis Investigaciones de Miskahannock había establecido de forma eficaz todas las preguntas que se podían contestar —a excepción hecha, confiaba yo, de una— sobre la tribu desaparecida y había devuelto Plunkettsburg a las nieblas del olvido académico y a los espesos y negros efluvios de su satánica fundición.
—Así pues, ¿qué se puede decir de esa gente de dientes afilados? —dijo Carlotta Brown-Jenkin vaciando su copa de brandy. La rectora del Plunkettsburg College y directora del departamento de antigüedades se había ofrecido a invitarme a cenar en mi primera noche en el pueblo. Estábamos sentados en una sala de estilo hawaiano de un restaurante chino del centro. Brown-Jenkin era adecuadamente una antigüedad en sí misma, un flaco vejestorio de setenta y muchos, con el cuero cabelludo casi calvo raído y amarillento y un brillo en los ojos, hundidos en sus cuencas cavernosas, que recordaba a monedas antiguas descubiertas a la luz de las antorchas—. Yo pensaba que el distinguido mentor de usted ya había revelado todos sus misterios sanguinarios.
—Solamente las mujeres se afilaban los dientes —le recordé yo, dando otro trago de cerveza Indian Ring, la marca local, que descubrí que poseía un aroma oscuro y no del todo agradable a hojas otoñales sobre un suelo húmedo.
Examiné la habitación con su techo bajo de falsas hojas de palmera y sus guirnaldas de orquídeas de cera. La única gente que había además de nosotros era un hombre con muletas de madera y una pernera del pantalón vacía y un hombre con una mano de madera, los dos bebiendo Indian Ring, y la camarera, una mujer extremadamente gorda con un vestido amplio y rojo adecuado a la decoración del lugar pero horrendo. Mi anfitriona me había asegurado, sin demasiado entusiasmo, que estábamos a punto de comer la mejor comida de la ciudad.
—Sí, sí —recordó con una sonrisa tolerante. Su terreno concreto de estudio era Cartago la grande, y sin duda, pensé, veía con desprecio a mi banda iletrada de salvajes—. Consideraban que los dientes afilados eran la esencia de la belleza femenina.
—Esa es, ciertamente, la teoría de mi distinguido mentor —dije examinando la etiqueta de mi botella de cerveza, en la que estaba impreso el grabado de Thelder de 1894 del Anillo de Plunkettsburg, que también estaba reproducido en la portada de Investigaciones de Miskahannock.
—¿Y usted no está de acuerdo? —dijo Brown-Jenkin.
—Creo que puede haber otras posibilidades.
—¿Como por ejemplo?
En aquel momento llegó el camarero llevando una bandeja cargada de platos de carnes y verduras inidentificables que relucían en medio de unas salsas de los mismos colores estridentes que los pintalabios de las mujeres. Los platos humeantes emitían un olor apabullante a vinagre que daba la impresión de que intentaba tapar algún mal olor. Mareado, aparté la vista de la comida y vi que al camarero, un hombre corpulento y fuerte con unos desabridos rasgos eslavos, le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Se me revolvió el estómago. Me excusé de la mesa y corrí directamente al baño.
—Nervios —le expliqué a Brown-Jenkin cuando regresé, sonrojándome, a la mesa—. Tengo muchas ganas de empezar mi investigación.
—Claro —dijo ella examinándome con ojo crítico. Se secó un hilillo rojo de salsa de la barbilla—. Lo entiendo.
—Parece que hay un montón de miembros amputados en esta sala —dije intentando animarme un poco—. Espero que ninguno de ellos haya terminado en la comida.
La rectora me miró horrorizada.
—Un chiste muy malo —dije—. Me disculpo. Me temo que mi sentido del humor tampoco era demasiado apreciado en Boston.
—No. —Se mostró de acuerdo y me dedicó una sonrisita carente de jovialidad—. Bueno. —Se dio unas palmaditas en los mechones largos y finos de pelo rubio que tenía en la parte superior de la cabeza—. Es la fundición, por supuesto.
—Por supuesto —dije sintiéndome un poco atontado por no haber elucubrado aquello por mí mismo—. Supongo que allí hacen un trabajo que es peligroso.
—La fundición se ha llevado de la mitad de los hombres de Plunkettsburg algún miembro por los menos —dijo Brown-Jenkin en un tono casi orgulloso—. Sí, es un trabajo terriblemente peligroso. —Se infiltró entonces en su voz un tono jactancioso de admiración que no pudo evitar recordarme al folleto de la cámara de comercio—. Un trabajo importante.
—De una importancia vital —dije, y para apaciguarla llené mi plato de una carne indeterminada, colorida y luminosa, un gesto que habría de pagar con creces durante la larga noche que vendría a continuación.
Me alojé en la Murrough House, junto al campus del Plunkettsburg College. Era una estructura grande y laberíntica, llena de pasillos ocultos, habitaciones de formas extrañas y escaleras que no llevaban a ninguna parte, construido por la célebre magnate, la «baronesa ladrona», Philippa Howard Murrough, fundadora de la universidad, famosa espiritista y autora y genio oscuro de la Fundición de Plunkettsburg. Había pasado las últimas cuatro décadas de su vida y había gastado una parte considerable de su fortuna como fabricante reconstruyendo su casa, demoliendo unas partes y añadiendo otras. A su muerte, el laberinto resultante, una quimera de inquietantes tejados estilo Segundo Imperio, torrecillas victorianas en punta y pórticos barrocos recubiertos por una capa de hiedra reluciente, pasó a manos del colegio universitario privado femenino al que había dotado de fondos, que lo convirtió en un club para el profesorado y en alojamiento para académicos visitantes. Yo tenía una sala redonda en una torrecilla del cuarto y último piso. En toda la casa no había más académicos visitantes, y según el portero, yo era el primero en muchos años.
El viejo Halicek, el portero, era un tipo lento y encorvado que vivía con su hija y su nieto en un pequeño apartamento en alguna parte de las inalcanzables regiones inferiores de la casa. Él también había perdido un miembro por culpa de la fundición en su juventud: la oreja izquierda. Había quedado reducida, por culpa de un aparato que Halicek llamaba extractor lineal Dodson, a un bultito rosado enclavado al abrigo de su poblada patilla blanca. Su hija, la señora Eibonas, supervisaba una pequeña plantilla de dos doncellas y un camarero y cocinaba para la docena aproximada de miembros del profesorado que comían todos los días en la Murrough House. El camarero era el nieto de Halicek, Dexter Eibonas, un serio, apuesto y afable muchacho pelirrojo de diecisiete años que caía muy bien a los profesores de la universidad. Era inteligente, estaba lleno de curiosidad y leía mucho aunque de forma errática. Siempre me estaba dando la paliza para que lo llevara a cavar en los túmulos, y aunque yo no tenía nada contra su agradable compañía, los términos de mi acuerdo con el consejo universitario, que eran fideicomisarios del yacimiento, prohibía expresamente que se empleara a trabajadores del lugar. A pesar de todo, le di libros de arqueología y lo mantuve al corriente de mis descubrimientos, por llamarlos de algún modo. Varios de los profesores de Plunkettsburg, según descubrí, también se habían interesado en el desarrollo de su mente.
—El pasado invierno me llevaron a Pittsburgh —me dijo una noche, cuando yo llevaba un mes aproximadamente de estancia, mientras me traía una botella de Ring y un plato de la famosa kielbasa con sauerkraut de la señora Eibonas. La profesora Brown-Jenkin estaba muy equivocada, en mi opinión, sobre la cuestión de cuál era la mejor mesa para comer en el pueblo. Durante los períodos más tediosos, glaciales e improductivos de mi escarbar en los lúgubres y pedregosos montes Yuggoghenny, a menudo solo me ayudaba a seguir adelante el pensar en las salchichas y los pasteles caseros de la señora Eibonas—. Tuve una entrevista con el decano de ingeniería de la politécnica. El profesor Collier llegó a pagarnos un hotel a madre y a mí.
—¿Y cómo te fue?
—Oh, me fue bien, supongo —dijo Dexter—. Me aceptaron.
—Oh —dije confuso. Me imaginé que el semestre de otoño en la politécnica Carnegie debía de estar terminando aquella misma semana.
—¿Has…? ¿Has aplazado tu admisión?
—La he aplazado indefinidamente, supongo. Les dije que no, gracias. —En un exceso de energía nerviosa, Dexter había estado retorciendo un paño del té. Ahora lo dejó. Sus ojos, normalmente brillantes, adoptaron una expresión vidriosa, casi diría que ausente—. Voy a trabajar en la fundición.
—¿En la fundición? —dije incrédulo. Lo miré para ver si me estaba tomando el pelo, pero en aquel momento parecía estar albergando únicamente las imágenes más agradables de sus tareas en aquel feroz castillo negro. Tuve una visión repentina de su agradable cara desprovista de una oreja y aparté la mirada—. Perdona que pregunte, pero ¿por qué quieres hacer eso?
—Mi padre lo hizo —dijo Dexter con voz inexpresiva—. Y su padre también. Estoy en la lista de contratación. —El brillo regresó a sus ojos y siguió retorciendo el paño—. En cuanto haya una plaza me voy para allí.
Me dejó y regresó a la cocina, y yo me quedé allí sentado temblando. «Me voy para allí». La frase tenía un matiz heroico y condenado, como la declaración de un bombero a punto de entrar en su última casa en llamas. En el curso del último mes yo había tenido una amplia oportunidad de observar la fundición y su efecto en la población masculina de Plunkettsburg. La observación casual, en los mercados y bares locales, en el lobby del Orpheum de State Street, en las aceras, en la tienda de Birch de Gray Road donde yo paraba por café y cigarrillos todas las mañanas de camino al complejo de túmulos, me había llevado a calcular que, ciertamente, la mitad de los lugareños había perdido alguna parte visible de su anatomía a manos de Industrias Murrough S. A. Y, sin embargo, todos mis intentos por elucidar cómo aquellos accidentes a menudo horriblemente graves les habían acontecido a sus víctimas encorvadas, mutiladas o lisiadas, recibían invariablemente explicaciones al mismo tiempo tan detalladas y tan imprecisas, tan ricas en jerga mecánica y sin embargo tan desprovistas de información real que ni una sola vez conseguí formarme una imagen adecuada del accidente en cuestión, ni tampoco, en realidad, de qué clase de trabajo letal se llevaba a cabo en la negra fundición.
¿Qué era exactamente lo que se fabricaba en aquel bastión de la democracia industrial y fuente de los millones de Murrough? Yo oía los trenes que entraban suspirando y gimiendo en el pueblo en medio de la noche, claqueteando mientras cambiaban a las vías de acceso a la fundición. Veía los negros camiones diesel, con la inicial escarlata «M» estampada, avanzando pesadamente por las calles de Plunkettsburg de camino a las zonas de carga y de regreso de las mismas. Tuve dos docenas de conversaciones, sosteniendo interminables jarras de Indian Ring, acerca de turnos de trabajo, actividades sindicales (invariablemente sofocadas) y picnics de la empresa, acerca de mena y hornos, de metalurgia y turbinas. Oí las historias resignadas y amables de hombres abiertos en canal por divagadores Rawlings, aplastados por prensas de cigüeñales, destrozados por clasificadores de vapor y medio decapitados por planchas móviles Hurley Y sin embargo, después de cuatro meses en Plunkettsburg no estaba más cerca de entender la terrible tarea a la que la gente del pueblo sacrificaba, al parecer con tan buena voluntad, los cuerpos de sus hombres.
Empecé a deambular por los terrenos de la fundición a primera hora de la mañana, cuando el turno de las seis en punto estaba entrando, y a última hora de la noche cuando los hombres del último turno eran vomitados por las cancelas de hierro, llevando sus fiambreras negras. La verja, una elaborada construcción victoriana de picas de hierro endiabladamente gruesas y afiladas, invadidas por la hiedra, rodeaba el patio de la fundición a tanta distancia de la fábrica parecida a una montaña que me resultaba imposible acercarme lo bastante para ver nada más que el resplandor de unos fuegos enormes a través de las sucias ventanas de tela metálica. Solicité que me dejaran entrar en la fundición como visitante en las oficinas de la empresa en el pueblo, pero la recepcionista me dijo con bastante mala educación que la Fundición de Plunkettsburg no era ninguna atracción turística. Mi fascinación por el lugar se volvió tan intensa y me distrajo tanto que empecé a descuidar mi trabajo. Mis devaneos por las lares abandonadas de los salvajes Miskhannock se volvieron desganadas y meditabundas, mis descubrimientos de artefactos, nunca frecuentes, disminuyeron hasta casi volverse inexistentes, y cada vez fui haciendo menos anotaciones en mi diario. Por fin, una mañana de agotamiento, después de toda una noche acostado en mi cama de Murrough House mirando por la ventana emplomada a un cielo de color naranja brillante por el reflejo de los fuegos de la fundición, decidí que ya no lo aguantaba más.
Me vestí deprisa, con unos pantalones sencillos de color habano y una camisa de franela. Fui al armario del vestíbulo y allí encontré una vieja chaqueta de lana y un gorro que me puse en la cabeza. Luego salí. Los terribles destellos de color naranja habían remitido y el cielo estaba lleno de estrellas. Crucé corriendo el pueblo hacia el este, en dirección a Stan’s Dinner, en Mill Street, donde sabía que encontraría el turno de día zampando jamón, huevos y tortitas. Me escurrí entre dos hombres corpulentos en la barra y pedí café. Cuando uno de mis vecinos se levantó para ir al lavabo, le cogí la fiambrera, dejé un puñado de monedas y me fui a toda prisa hasta las cancelas de la fundición, donde me uní a la multitud de hombres. Ellos me miraron con cara rara, sin reconocerme, y vi que murmuraban entre ellos con expresión confundida. Pero la hora temprana de la mañana o bien una reserva inherente en ellos hizo que no dijeran nada. Supongo que se imaginaron que fuera yo quien fuera no era problema de ellos. Solo un hombre alto, con el pelo amarillo y ralo, se me quedó mirando durante más que un momento. Me sorprendió ver que tenía una mirada muy triste.
—No tendrías que estar aquí, amigo —me dijo en un tono no exento de amabilidad.
Me quedé aturdido. Me habían atrapado.
—¿Qué? Oh, no, yo… Yo…
Sonó el silbato. La multitud de hombres, que ya ascendía a más de un centenar, cobró vida de golpe y esperó, nerviosa y de puntillas, a que se abrieran las cancelas. El hombre del pelo amarillo pareció olvidarme. A lo lejos, una multitud igualmente grande de hombres emergió del vientre de la fundición y echó a andar hacia nosotros. Se oyó un chirrido de maquinaria vieja, el crujido del hierro sometido a tensión y por fin las cancelas ornamentales se empezaron a abrir. Al instante siguiente me vi atrapado por la marea de hombres que avanzaban hacia la fundición, arrastrado como un corcho. A medio camino nuestro grupo se cruzó con el turno de noche y en el caos subsiguiente de cuerpos y saludos me sentí seguro de que mi plan iba a funcionar. Por fin iba a ver el interior de la fundición.
Sentí que algo, los dedos de alguien, me acariciaba el pescuezo, y entonces algo tiró hacia atrás del cuello de mi chaqueta. Perdí el equilibrio y me caí al suelo. Mientras los distintos turnos de trabajo fluían a mi alrededor levanté la vista y vi a un hombre enorme de pie junto a mí, con los brazos cruzados sobre el pecho. Llevaba una chaqueta negra con una «M» grande en el pecho. Intenté ponerme de pie pero él volvió a empujarme al suelo.
—Puede quedarse ahí hasta que llegue la policía —me dijo.
—Escuche —dije. Estaba claro que mi investigación se había terminado. Me iban a revocar mis privilegios académicos. Regresaría con el rabo entre las piernas a Boston, donde, por supuesto, mi comité y sobre todo mi director me recomendarían que abandonara el departamento—. No hace falta que haga esto.
Volví a intentar ponerme de pie y esta vez el guardia de la empresa me tiró al suelo con tanta fuerza y tan deprisa que no pude parar la caída con las manos. Me di un golpe en la nuca contra el pavimento. Un trabajador que pasaba me pisó la mano que yo tenía extendida. Solté un grito.
—Eh —dijo una voz—. Vamos, Moe. No hace falta que lo trates así.
Era el hombre de mirada triste y pelo amarillo. Se interpuso entre mi atacante y yo.
—No hagas esto, Ed —dijo el guardia—. O tendré que amonestarte.
Me puse en pie, tembloroso, y empecé a alejarme dando tumbos de regreso a las puertas. El guardia intentó agarrarme rodeando a Ed con el brazo. Mientras se abalanzaba hacia mí, Ed estiró una pierna y el guardia cayó despatarrado al suelo.
—Vamos, profesor —dijo Ed, rodeándome con el brazo—. Será mejor que salga de aquí.
—¿Le conozco? —le pregunté, apoyándome lleno de gratitud en él.
—No, pero conoce usted a mi sobrino, Dexter. Él lo señaló a usted una noche que estaba conmigo en el cine.
—Gracias —le dije al llegar a la cancela.
Él me sacudió un poco de tierra de la espalda de la chaqueta, me devolvió mi gorro de lana y luego se sacó un pañuelo negro del bolsillo de sus pantalones. Llevó una esquina del mismo a mi boca y lo retiró marcado con una mancha negra.
—No es más que un poco de sangre —dijo—. Se pondrá usted bien. Asegúrese de mantenerse lejos de este sitio a partir de ahora. —Acercó su cara a la mía y me llenó la nariz del intenso olor medicinal a su loción para después del afeitado. Bajó la voz hasta un susurro—. Y no pruebe la cerveza.
—¿Qué?
—Usted no la pruebe —se irguió y volvió a meterse el pañuelo en el bolsillo de atrás—. Yo llevo dos semanas sin probar una gota. —Asentí, confuso. Había estado bebiendo dos, tres y a veces cuatro botellas de Indian Ring todas las noches, y me parecía que me sumía con facilidad en un sueño profundo y tranquilo.
—Dígame solamente una cosa —dije.
—No puedo decirle nada más, profesor.
—Solamente… ¿Qué hace usted aquí?
—¿Yo? —dijo señalándose el pecho—. Manejo un extractor de válvulas.
—Sí, sí —dije—. Pero ¿qué hace un extractor de válvulas? ¿Para qué sirve?
Me miró con paciencia pero de forma un poco distante, como un padre distraído a un niño preguntón.
—Pues para extraer con válvulas —dijo—. ¿Para qué iba a servir?
Así de asqueado, humillado y provisto de buenas razones para temer que mi investigación estaba en peligro inminente de tocar a su fin, decidí sacarme de la cabeza el misterio de la fundición de una vez por todas y continuar con mis verdaderas responsabilidades en Plunkettsburg. Fui al emplazamiento del complejo de túmulos y allí me pasé el día con mi pincel y mi pequeña espátula, hasta que se fue la luz. Al llegar a casa, agotado, la señora Eibonas me trajo una botella de Indian Ring y yo la vacié lleno de agradecimiento antes de recordar la extraña advertencia de Ed. Le devolví la botella húmeda a la señora Eibonas. Ella sonrió.
—¿Puedo traerle otra, profesor? —dijo ella.
—No, gracias —dije yo.
Su sonrisa desapareció. Parecía muy decepcionada.
—Muy bien —dijo.
Por alguna razón, la idea de decepcionarla me preocupó mucho, así que le dije:
—Tal vez una más.
Me retiré temprano y los sueños que tuve fueron perturbados por el chirrido del hierro sobre la tierra y por un tumulto clamoroso de hombres. A la mañana siguiente me levanté y regresé directamente al yacimiento.
Porque iba a tener que trabajar, y trabajar mucho, si quería que mi teoría rindiera frutos. Durante gran parte de mis primeros meses en Plunkettsburg mi tarea se había visto dificultada por la nieve y por el grado en que el yacimiento de los túmulos de Plunkettsburg —una amplia meseta en la ladera oriental del monte Orrert, sobre la que se habían desenterrado, en la década de 1890, treinta y seis enormes molares de tierra compacta, cada uno del tamaño de una casa de dos pisos— había sido abierto y removido por la generación anterior de arqueólogos. Sus métodos no siempre habían sido tan meticulosos como habría sido de desear. Había numerosas zonas de viejas excavaciones donde los registros históricos, por falta de cuidado, habían quedado ilegibles. Luego recordé, mientras observaba la ladera cubierta de hiedra del viejo montículo artificial que mi mentor había denominado B-3, que siempre existía la posibilidad de que mi teoría estuviera equivocada.
Como todos los productos de la academia, supongo, mi teoría se componía a partes iguales de deuda con los antecedentes y despecho hacia los mismos. La había formulado en una especie de rebelión contra aquel patriarca de la especialidad, mi director de tesis, la misma persona que había inculcado en mí cierto respeto por el profundo y sutil salvajismo de los indios Miskahannock. Su punto de vista —el estándar— era que la cultura de los constructores de los túmulos de Plunkettsburg, en su cénit, había expresado, hasta un punto inigualado en el hemisferio occidental, la estetización del impulso nihilista. Habían desarrollado todas las elaboradas estructuras sociales —textos, rituales, artes decorativas y arquitectura— de cualquiera de las grandes religiones del mundo: resplandecientes hazañas de diseño abstracto representadas por los millares de cestas, jarras, cuencos, lanzas, tabletas, cuchillos, mayales, hachas, códices, túnicas y demás que se albergaban y se exhibían con tanto orgullo en el museo de mi universidad, en Boston. Pero los Miskahannock, a juzgar por los resultados de todas las investigaciones (y había habido muchas), no adoraban a nada, o como diría mi maestro, adoraban la Nada. No se dirigían a ningunos dioses o diosas y no conversaban con ningunos espíritus ni familiares. Su único propósito, la meta y el pináculo de su genio artístico, era matar hombres. Nadie sabía cuántos de los desafortunados varones de las tribus vecinas habían sido víctimas del delicado arte de la tortura y el desmembramiento de los Miskahannock. En 1903 el profesor William Waterman de Yale descubrió catorce osarios distintos a lo largo de las orillas del río, no lejos de la actual ubicación de la fundición. En ellos había los bastantes huesos como para componer los cuerpos de siete mil hombres y muchachos. Y nadie sabía por qué habían muerto. Los pocos textos ajados y fragmentarios escritos en sangre sobre corteza descubiertos hasta entonces se referían sobre todo a las hambrunas recurrentes que azotaban a la civilización Miskahannock y que, según solía teorizarse, habían sido las causantes de su hundimiento final. Los textos no mencionaban las artes sagradas del homicidio y la tortura. Y había, según la persuasiva argumentación de mi profesor, una razón para esto. Las muertes habían carecido de propósito: su justificación era la ausencia cósmica de propósito de la misma vida.
Ahora, en cuanto me decidí por la rebelión y el resentimiento, como todo buen alumno debe hacer en algún momento, se me abrían dos caminos posibles. El primero era intentar demostrar sin dejar lugar a duda que los Miskahannock sí que habían adorado a alguna clase de dios, a alguna entidad positiva y dotada de intención, por muy sedienta de sangre que fuese. Yo elegí el segundo camino. Acepté la falta de religión de los Miskahannock. Rechacé el refinado y racional nihilismo que había postulado mi mentor (y al que él mismo se adscribía en privado, tal como sabíamos unos pocos). Confiaba en demostrar que los Miskahannock habían tenido un motivo distinto para matar: tenían hambre. De acuerdo con los pedazos ajados del Códex de Plunkettsburg, tenían mucha hambre. Los dientes afilados que mi profesor subsumía a unos principios estéticos más amplios habían servido, en mi opinión, un propósito mucho más simple y utilitario. Por desgracia, la amplia incidencia del canibalismo entre las mujeres de un pueblo desaparecido hacía cuatro mil años estaba resultando bastante difícil de demostrar. Por el momento, de hecho, no había encontrado ni una sola prueba.
Me arrodillé para desatar la lona que había extendido sobre mi excavación del día anterior. Me estaba esforzando por coger una sección inclinada del B-3 y cavar un pasadizo de metro y medio de alto y sesenta centímetros de ancho a un ángulo de treinta grados respecto de la horizontal. Aquella empresa en sí misma era una especie de admisión de la derrota, ya que el B-3 formaba parte de una pareja de túmulos cuyo otro miembro era su vecino el B-5, designado «túmulo nulo» por aquellos que habían estudiado el yacimiento. Había sido completamente perforado y penetrado y había resultado estar del todo vacío: reservado, daba la sensación, para los restos mortales de una dinastía fallida. Pero yo ya había llevado a cabo registros cuidadosos de las otras treinta y cuatro tumbas de las reinas Miskahannock. Los únicos túmulos que me quedaban eran los nulos. Si tal como yo había previsto, no encontraba ninguna prueba de antropofagia, tendría que renunciar del todo a los túmulos y empezar a buscar en otras partes. Había historias persistentes de más osarios en los pliegues y hondonadas de los montes Yuggoghenny. Tal vez podría encontrar uno, uno nuevo, que no estuviera pisoteado ni corrompido por los métodos primitivos de mis antecesores profesionales.
Retiré la lona engrasada que había extendido sobre mi trabajo y sufrí un shock. El pasadizo, que en el curso del día anterior yo había conseguido abrir hasta más de un metro de profundidad en el costado del túmulo, había sido rellenado del todo. Y no solamente rellenado: la tierra densa y negra había sido apisonada y sobre la misma se había extendido una capa improvisada de hiedra. Di un paso atrás y examiné el emplazamiento, repentinamente seguro de que me estaban observando. Solo había cuervos en las copas de los árboles. A lo lejos pude oír los camiones de Murrough avanzar por la tortuosa carretera, cambiando de marcha con esfuerzo mientras ascendían por el valle. Miré el suelo que estaba pisando y vi la débil huella de un pie más pequeño que el mío. A pocos pasos de aquel, encontré otro. Y eso fue todo.
Supongo que debería haber tenido miedo, o por lo menos debería haber estado preocupado, pero en aquel punto, lo confieso, solamente estaba enfadado. El emplazamiento estaba rodeado de vallas y postes con letreros de prohibido el paso, pero al parecer unos gamberros locales habían entrado en plena noche y habían echado a perder todo el duro trabajo del día anterior. El motivo de aquel vandalismo se me escapaba, pero supongo que la falta de motivo discernible formaba parte de la naturaleza misma del vandalismo. Recogí la pala y empecé a trabajar de nuevo en mi puerta de acceso al túmulo. La quinta vez que hundí aquel pequeño diente metálico me encontré con algo extraño. Era un pañuelo negro, retorcido y sucio. Me lo extendí sobre el muslo y encontré la pequeña mancha redonda de mi sangre en una esquina. Me sentía perplejo, y volví a mirar a mi alrededor a ver si alguien me estaba observando. No había más que las risas y los dedos andrajosos de los cuervos. ¿Qué se proponía Ed? ¿Por qué el mismo que me había rescatado querría subir a la montaña y estropear mi trabajo? ¿Acaso creía que me estaba protegiendo? Me encogí de hombros, me metí el pañuelo en un bolsillo y regresé a mi meticulosa excavación. Trabajé sin parar durante todo el día y expandí el túnel veinte centímetros más cerca del corazón del túmulo de lo que había llegado el día anterior, luego regresé a Murrough House con los hombros doloridos y los dedos rígidos. Me di un largo baño caliente en la enorme bañera que había en los aseos de mi planta, fumé una pipa y leí, por decimoquinta vez por lo menos, la sección de las Investigaciones de Miskahannock que trataba del B-3. Luego, a las seis y media, bajé y me encontré a Dexter Eibonas esperando para servirme la cena, con cara inexpresiva y los ojos inyectados de sangre. Recuerdo que me sorprendió que no me pidiera inmediatamente los detalles de mi día en el yacimiento. Se limitó a saludar con la cabeza, se retiró a la cocina y regresó con una lata recalentada de sopa, media rebanada de pan blanco y una botella de Ring. Como es natural, después de un día tan duro me sentí decepcionado por aquella comida, y pregunté por dónde andaba la señora Eibonas.
—Tenía asuntos de familia, profesor —dijo Dexter enrollando las manos en su paño del té y desenrollándolas—. Asuntos desgraciados.
—¿Ha… muerto alguien?
—Mi tío Ed —dijo el chico desplomándose en una silla a mi lado y tapándose los rasgos fruncidos con las manos—. Supongo que ha tenido un accidente en la fundición. Se ha caído de cabeza en el moldeador de impacto.
—¿Qué? —dije sintiendo que se me constreñía la garganta—. ¡Dios mío, Dexter! ¡Hay que hacer algo! ¡Esa fundición hay que cerrarla!
Dexter dio un paso atrás, sobresaltado por mi vehemencia. Por supuesto, me había acordado de inmediato del pañuelo negro, y ahora me pregunté si no sería de alguna forma responsable de la muerte del Ed Eibonas. Tal vez el incidente del día anterior en el patio de la fundición y su excavación nocturna en la tierra del B-3 en alguna clase de esfuerzo desencaminado para ayudarme, lo habían dejado nervioso e incapaz de concentrarse en su trabajo y lo habían vuelto propenso a accidentes.
—Usted no lo entiende —dijo Dexter—. Es nuestro modo de vida aquí. Para nosotros no existe nada más que la fundición. —Empujó la botella de Indian Ring en mi dirección—. Bébase su cerveza, profesor.
Cogí la jarra y me la llevé a los labios, pero me barrió una ola repentina de repulsión como la que me había acometido en el restaurante chino durante mi primera noche en el pueblo. Me aparté de la mesa y me puse de pie, y mi violenta maniobra hizo temblar un candelabro de peltre en el que ardían cuatro velas. Dexter se abalanzó para evitar que se cayera y luego se me quedó mirando, sorprendido. Yo le devolví la mirada, respirando agitadamente y sintiéndome desafiante sin estar seguro de qué estaba desafiando exactamente.
—¡No voy a tocar ni una gota más de esa cerveza! —dije, y mis palabras sonaron petulantes y absurdas en cuanto me salieron de la boca.
Dexter asintió. Parecía preocupado.
—Muy bien, profesor —dijo en un tono amable, como si pensara que yo podía haber perdido el juicio—. Usted suba a su habitación y túmbese. Yo le llevaré la comida un poco más tarde. ¿Qué le parece?
El día siguiente me quedé tumbado en la cama, dolorido, agobiado y sufriendo esa clase peculiar de depresión espiritual que nace básicamente del miedo reprimido. La mañana siguiente me despabilé, me afeité, me vestí con mis mejores ropas y fui a la iglesia de Saint Stephen, en Nolt Street, el corazón del vecindario estonio de Plunkettsburg, para el funeral de Ed Eibonas. Había muchos asistentes, como pasaba siempre, según me dijeron, que se producía una muerte en la fundición. Dichas muertes eran supuestamente poco comunes. La fundición era un lugar cruel y peligroso pero casi nunca fatal. Invitado por Dexter, fui a la casa del muerto a darle el pésame a la viuda, y dos horas más tarde me encontré a mí mismo, junto con la mayoría de los hombres del funeral, borracho como una cuba de una especie de coñac de frutas que se sacaba en ocasiones especiales. Es posible que aquel coñac quemara los nervios y la ansiedad de los últimos dos días. En todo caso, a la mañana siguiente regresé a los túmulos con una tienda de campaña, un hornillo y varias bolsas llenas de comida. Y allí me pasé cinco días.
Me habían vuelto a tapar el agujero, y aquella vez no había ninguna pista de la identidad del que lo había tapado, pero yo estaba decidido a no dejar que aquello me asustara, como se suele decir. En circunstancias normales me habría comportado con cautela, habría sacado la tierra a dedales y habría cribado cada uno de ellos, pero tenía la sensación de que se me estaba acabando el tiempo en la excavación. A menudo veía coches de día en la carretera de acceso y faros de noche, aminorando la marcha como para observarme. Al principio, siempre que aparecían yo dejaba de trabajar, encendía un cigarrillo y esperaba a que me detuvieran. Pero cuando después de las primeras veces resultó que no pasaba nada de eso, me relajé un poco y continué con mi excavación mientras duraban sus visitas. Estaba resignado a que me impidieran completar mi investigación, pero antes de que aquello sucediera quería llegar al corazón del B-3.
El cuarto día, cuando ya estaba a medio camino de alcanzar mi meta, George Birch llegó en coche procedente de su tienda, tal como yo le había pedido, con latas de estofado, botellas de refresco y cigarrillos. Normalmente ya era un hombre adusto, pero aquella mañana tenía la cara más larga que nunca. Le pregunté si había algo que le preocupara.
—Anoche murió Carlotta Brown-Jenkin —dijo—. Una amiga de mi madre. Una vieja dura de pelar. —Sacudió la cabeza—. La gripe. Una pena.
Yo recordé aquella cena espantosa en Technicolor de hacía tantos meses, el brillo de acero de sus ojos en aquellas cuencas cavernosas. Hice lo que pude para parecer solidario.
—Sí que es una pena —dije.
Dejó la caja de comida y miró detrás de mí, en dirección a la entrada de mi túnel.
—¿Seguro que sabe lo que está haciendo? —dijo.
Le aseguré que sí, pero él continuó mostrándose escéptico.
—Recuerdo la última vez que sus colegas arqueólogos vinieron al pueblo, ya sabe —dijo. De hecho, sí que lo sabía, ya que me lo contaba casi todas las veces que lo veía—. Yo era un chaval. Nos acababan de poner electricidad en la casa.
—Las cosas deben de haber cambiado mucho desde entonces —dije yo.
—Las cosas no han cambiado en absoluto —dijo en un tono cortante.
George Birch nunca había sido un hombre jovial. Se volvió, tirando de sus pantalones hacia arriba, y regresó cojeando a su camioneta con su pie de madera.
Aquella noche yací en mi saco de dormir debajo del techo de lona de mi tienda, mirando el cielo atormentado. El farol susurraba suavemente junto a mi cabeza. Yo lo mantenía bajo, ardiendo toda la noche, anunciando mi presencia a todo aquel que pudiera querer venir y deshacer mi trabajo. Había sido una tarde templada y casi primaveral, pero ahora soplaba una brisa fría procedente del norte que agitaba las ramas de los árboles por encima de mi cabeza. Al cabo de un rato me adormilé un poco. Me pareció oír el canturreo del Miskahannock fluyendo por su lecho rocoso y, todavía más lejos, el tamborileo bajo e insistente del corazón mecánico de la negra fundición. De pronto me incorporé: la música que había estado oyendo, la música de la brisa y el río y la maquinaria lejana, pareció de pronto muy cercana y en absoluto metafórica. Salí del saco de dormir y de la tienda y me quedé, tenso, escuchando, al borde del Círculo de Plunkettsburg. Lo que oía era música, una música extraña, y parecía salir, imposiblemente, del otro extremo del túnel que yo había estado cavando y volviendo a cavar durante las últimas dos semanas. ¡Del interior del túmulo B-3, el túmulo nulo!
Por lo general, nunca he sido víctima de ataques de gran valentía, pero sí que sufro de otro vicio cuya apariencia externa a menudo no se distingue de la del valor: tengo una curiosidad patológica. En aquel momento extraño no fui lo bastante valiente como para acercarme al B-3 e investigar el origen de la música. Pero aunque todos mis impulsos primitivos me decían que huyera, me quedé allí escuchando hasta que la música paró, una hora antes del amanecer. Oí pena en aquella música, y también lamentaciones, y el tañido de muchos tambores pequeños. Luego, a plena luz del último día de abril, envalentonado por el brillo del sol y por una taza de café instantáneo, me acerqué al túmulo con cautela. Recogí la pala, metí mi cabeza atontada en el túnel y me interné con cuidado en las entrañas del montículo ahora silencioso. Siete horas más tarde sentí que la pala golpeaba algo duro, como piedra o ladrillo. Luego aquello duro cedió y la pala me salió disparada de las manos. Había llegado finalmente al corazón del túmulo B-3.
Y no estaba vacío: oh no, en absoluto. Había siete tumbas selladas a lo largo de las paredes rematadas por una cúpula, cámaras de piedra tallada de las habituales entre los Miskahannock, otras diez vacías y una todavía sin sellar que contenía la figura inconfundible, aunque marchita, amarillenta, desnuda y eternamente dormida de Carlotta Brown-Jenkin. Y en cuclillas sobre su pecho inmóvil, como preparado para devorarle la garganta, había sentado un diminuto ídolo de piedra, repulsivo, negro y mostrando unos malignos colmillos de marfil.
Por fin cedí a los impulsos primitivos. Me entró el pánico. Salí de la cámara funeraria tan deprisa como pude y corrí hacia mi coche, sin preocuparme por recoger mis cosas. En veinte minutos estaba de vuelta en Murrough House. Subí la escalera, con la única intención de ir a mi habitación, recuperar mi ropa, libros y papeles y dejar atrás para siempre Plunkettsburg. Pero cuando llegué al vestíbulo me encontré a Dexter, cargado con una bandeja de restos del almuerzo del comedor a la cocina. Estaba silbando animadamente y al verme sonrió. Luego le cambió la expresión.
—¿Qué pasa? —dijo extendiendo un brazo en mi dirección—. ¿Ha pasado algo?
—Nada —dije pasando a su lado y evitando su mano. Las calles de Plunkettsburg se habían construido en terreno maligno y ahora yo solamente podía asumir que todos sus habitantes, incluso el jovial Dexter, habían quedado alterados por los años y los siglos de vivir allí—. Todo va bien. Pero tengo que irme del pueblo.
Empecé a subir los escalones amplios y alfombrados tan deprisa como pude, haciendo mentalmente las maletas y llenando cajas con objetos esenciales, cargando el coche, doblando curvas y dando marcha atrás por la empinada carretera que salía de aquel valle maldito.
—Mi nombre ha salido —dijo Dexter—. Empiezo mañana en la fundición.
¿Por qué me volví? ¿Por qué no seguí adelante por aquel pasillo largo y sinuoso y continué con mi plan cobarde y sensato?
—No puedes hacer eso —dije. Él empezó a sonreír pero debió de ver algo en mi cara. La sonrisa se evaporó—. Te matarán. Te destrozarán. Esa cara bonita tuya quedará horriblemente deformada.
—Tal vez —dijo él intentando parecer tranquilo, aunque yo veía que mi nerviosismo le estaba afectando—. Tal vez no.
—Son las mujeres. Las reinas. Están vivas.
—¿Las reinas están vivas? ¿De qué está hablando, profesor? Creo que ha pasado demasiado tiempo en la montaña.
—Tengo que irme, Dexter —dije—. Lo siento. No puedo seguir quedándome aquí. Pero si te queda algo de sentido común, vente conmigo. Yo te llevo a Pittsburgh. Puedes empezar las clases en la politécnica. Ellos te ayudarán. Te darán trabajo… —Noté que estaba empezando a farfullar.
Dexter negó con la cabeza.
—No puedo —dijo—. ¡Ha salido mi nombre! Caramba, llevo toda la vida esperando esto.
—Mira —dije—. Muy bien. Tú ven conmigo al Círculo. —Me miré el reloj—. Tenemos una hora antes de que anochezca. Déjame que te enseñe algo que he encontrado allí, y si entonces todavía quieres ir a trabajar en esa factoría infernal, te daré un apretón de manos y te desearé buena suerte.
—¿De verdad me llevaría al yacimiento?
Asentí. Él dejó la bandeja sobre una mesa de pino y se desató el delantal.
Recogí mis cosas e hicimos en silencio el trayecto en coche hasta la necrópolis. Aquella decisión me llenaba de remordimientos y de premoniciones de desastre. Pero sentía que no podía limitarme a irme de la ciudad y dejar a Dexter Eibonas entrar caminando por propia voluntad en aquel abrasador eructo de genialidad malvada, aquella maldición inmemorial de su pueblo natal de Pensilvania. Yo no podía dejar que rompieran y partieran aquel cuerpo joven e intacto en las horribles máquinas de la fundición. En cuanto a por qué Dexter no decía nada, no lo sé. Tal vez percibía mi desesperación creciente o tal vez estaba simplemente perdido en especulaciones juveniles sobre los paisajes nunca vistos que le esperaban, vistas subterráneas prohibidas y semilegendarias para él desde que tenía uso de razón en el mundo. Cuando dejamos Gray Road por la carretera secundaria que llevaba al yacimiento, puso la espalda recta y me miró, con la cara seria por el placer adolescente consumado de violar las normas.
—Ahí —dije yo.
Señalé al otro lado de la ventanilla mientras coronábamos la elevación. El Círculo de Plunkettsburg se extendía ante nosotros, lleno de sombras irregulares, bajo la luz oblicua y roja como el óxido del sol poniente. Desde aquel ángulo, el plano circular doble del yacimiento no era visible, y los treinta y seis túmulos parecían extenderse de un extremo a otro de la meseta, como una línea de dientes irregulares tachonando una mandíbula inmensa y voraz.
—Hagamos esto deprisa —dije temblando.
Le di un farol que me sobraba en el maletero del Nash y luego caminamos por el margen del bosque aborigen que subía la ladera desde la meseta hasta los terrenos azotados por el viento del afilado pico del monte Orrert. Era allí, al abrigo de un arce enorme, donde yo había instalado mi campamento. Por entonces el cobijo de aquel árbol hogareño me había parecido bastante acogedor, pero ahora me daba la impresión de que el bosque era el origen de todas las sombras alargadas que extendían sus dedos hambrientos por la meseta. Me metí rápidamente en la tienda de campaña para coger el farol y luego me apresuré a volver a donde estaba Dexter. Ahora me pareció un poco intranquilo. Sus pasos se ralentizaron mientras nos acercábamos al B-3. Cuando rodeamos el mismo hasta tener delante la boca de tierra fresca del pasadizo que yo había cavado, se detuvo por completo.
—No vamos a entrar ahí —dijo con voz monótona. Vi que sus ojos adoptaban la mirada vidriosa y ausente que siempre adoptaban cuando hablaba de ir a trabajar a la fundición—. No está permitido.
—Solo un momento, Dexter. No hace falta más que eso.
Le puse las manos en los hombros, lo empujé y entramos a trompicones por el pasadizo húmedo y estrecho, con la luz de nuestras linternas girando salvajemente a nuestro alrededor. Por fin entramos en la cripta.
—No —dijo Dexter. El efecto que tuvo en él el ver el cuerpo desnudo y desgastado por el tiempo de Carlotta Brown-Jenkin, las tumbas vacías, el ídolo repulsivo, los extravagantes ideogramas que cubrían las paredes, era exactamente el que yo esperaba. Se quedó boquiabierto, se puso a abrir y cerrar los puños, dio un paso atrás—. ¡Pero si acaba de morir!
—Ayer —dije intentando disipar mi propia ansiedad con un despliegue de distanciamiento irónico.
—Pero ¿qué… qué está haciendo aquí? —Negó con la cabeza violentamente, como si se la intentara vaciar de humo o de telas de araña.
—¿No lo sabes? —le pregunté, porque yo seguía sin estar del todo seguro de que hubiera alguien en el pueblo que no estuviera implicado en aquella maldad, al mismo tiempo arcana e industrial, que constituía evidentemente el negocio principal de Plunkettsburg.
—¡No, Dios, no! —Señaló el extraño ídolo con colmillos que se acuclillaba con una sonrisa hambrienta sobre el pecho cóncavo de la difunta rectora—. Dios, ¿qué es esa cosa?
Fui a la tumba y con cuidado, como si la figura con sus colmillos enormes y obscenos pudiera cobrar vida y arrancarme un bocado de la mano, cogí el ídolo. Era tan negro y frío como el espacio exterior, y tan pesado que me dobló la mano hacia atrás a la altura de la muñeca cuando lo levanté. Lo agarré bien con las dos manos y le di media vuelta. En su pedestal había inscritos tres símbolos con la caligrafía compleja y puntiaguda de los Miskahannock, sin relación con ningún otro idioma o alfabeto humano conocido. Igual que con todas las inscripciones de la tribu, los caracteres tenían un sentido tanto fonético como simbólico. A menudo ambos sentidos eran bastante independientes entre sí.
—Yu… yug… gog —leí, pronunciando con cuidado—. Yuggog.
—¿Qué quiere decir eso?
—No quiere decir nada, que yo sepa. Pero puede leerse de otra forma. Es más complicado. Esto es diente… tripa… Esto es hambre, y esto… —Levanté el ídolo en dirección a él. Él se apartó instintivamente. La cara se le había vuelto completamente blanca y tenía una mirada asustada, de conciencia del mal, que me resultó, que Dios me perdone, extrañamente gratificante—. Esto es una especie de intensivo general, creo. Lo cual quiere decir que esto significa, más o menos, hambre… en sí misma. Qué extraño.
—Yuggog —dijo Dexter en voz baja con un hilillo de saliva uniéndole los labios.
—Ten —dije cruelmente, arrojándole el pesado objeto.
Que se vaya ahora a la fundición, pensé, después de haber visto esto. Dexter lo detuvo con las manos y lo tiró al suelo. Hubo un ruido brusco y desgarrado como de astillas partiéndose. Por un instante, Dexter parecía completa y cósmicamente sobresaltado. Luego él, y el ídolo de Yuggog, desaparecieron. Se oyó un fuerte porrazo y un repiqueteo y oí que el chico gemía. Yo cogí las mitades astilladas de la trampilla de madera labrada a través de la cual había caído Dexter y miré por el agujero profundo y de bordes lisos. Él yacía encogido en el fondo, a unos dos metros y medio por debajo de mí, a la luz de su farol volcado.
—¡Dios mío! ¡Lo siento! ¿Estás bien?
—Creo que me he torcido el tobillo —dijo él. Se incorporó y levantó el farol. Abrió mucho los ojos—. Profesor, tiene que ver usted esto.
Bajé con cuidado por el agujero y contemplé junto con Dexter el interior de un gran túnel redondo, más alto que nosotros dos, pavimentado con huesos humanos resquebrajados, que se extendía más allá de la claridad de nuestras linternas.
—Un túnel —dijo—. Me pregunto adonde va.
—Solamente me lo puedo imaginar —dije—. Y eso nunca es suficiente para mí.
—¡Profesor! ¡No irá usted…!
Pero yo ya había echado a andar por el túnel, una decisión que no atribuí al valor, por supuesto, sino a mi vicio mucho mayor. Yo no veía que mientras daba mis primeros pasos por el túnel de hecho estaba siendo mordido, masticado y tragado, por decirlo de alguna forma, por la misma boca del mal de Plunkettsburg. Yo iba dando pasos pequeños e intranquilos por aquel suelo horrible, evitando en la medida de lo posible pisar los semblantes indignados de los cráneos humanos, examinando las paredes alisadas y enyesadas del túnel en busca de ideogramas o de otras señales de los constructores de aquella estructura asombrosa. El túnel, o por lo menos aquella versión del mismo, estaba bien construido, reforzado a intervalos regulares por robustos pilares y dinteles de hierro, y era de construcción escalofriantemente reciente. Hacía falta una gran fortuna, pensé, para lograr aquella hazaña de la ingeniería. Pocos minutos más tarde oí un paso detrás de mí y vi el leve resplandor de un farol. Dexter se unió a mí, sin forzar el tobillo derecho, y con la linterna balanceándose al caminar.
—Vamos en dirección noroeste —dije yo—. Ahora mismo tenemos que estar debajo del río.
—¿Debajo del río? —dijo él—. ¿Y los indios pudieron construir un túnel como este?
—No, Dexter, no pudieron.
Guardó silencio durante un momento mientras asimilaba aquella información.
—Profesor, nos dirigimos a la fundición, ¿verdad?
—Me temo que sí —dije.
Caminamos tres cuartos de hora, hasta que el martilleo de las máquinas se hizo primero audible, luego gradualmente insoportable y por fin explotó directamente encima de nuestras cabezas. El túnel había llegado a su fin. Levanté la vista hacia la trampilla que teníamos encima. Luego oí un grito apagado. Todavía hoy no sé si el que gritó fue uno de los hombres que estaban encima de nosotros en la factoría o bien Dexter Eibonas, con una mano enorme tapándole la boca, porque un instante más tarde, en mi nuca, una supernova nació y brilló con fuerza.
Me despierto en una sala inmensa y oigo el estúpido martilleo de una máquina. Las paredes son pantallas de fuego que ascienden como cataratas invertidas. El techo está perdido en las sombras, de las cuales, cuando las llamas arden con fuerza, emerge la vaga impresión de una red de vigas de acero entre las cuales no paran de reptar cosas oscuras. Una gruesa soga enrollada en torno a mi cuerpo me sujeta los brazos a los costados, y mis piernas están atadas a la altura de los tobillos a las de la vulgar silla de pino en la que me han colocado.
Es una entre una docena de sillas puestas en fila que a su vez es una entre un centenar de filas, en una sala llena de hombres, los hombres normales y corrientes de Plunkettsburg y sus pueblos vecinos, encorvados, rapados y de espaldas anchas. Estamos todos esperando y mirando cómo las mujeres de Plunkettsburg, las sirvientas de Yuggog, pasan en silencio entre nosotros, con sus capas horribles hechas con pieles de hombres muertos, tocando de vez en cuando el hombro de alguno de los tipos. Ninguno de mis vecinos, sin embargo, parece necesitar el uso de sogas para unirlo a su destino. Sin decir palabra, los hombres designados, con la sangre espesada por el oscuro brebaje terroso de las brujas del Ring, se levantan y siguen a las pieles de los bellacos de sus padres y abuelos hasta el altar ceremonial situado en el corazón de la fundición, donde las sacerdotisas de Yuggog arrojan los huesos oraculares y, dependiendo del resultado, cogen la oreja del hombre, su pie o sus dedos. Una serpiente amarilla, cuyo veneno es supuestamente anestésico, es aplicada al miembro condenado. Luego aparece el gran cuchillo y el hambre gigantesca e inmemorial del dios de los Miskahannock es saciada durante otro breve instante. En las tres horas previas de esta Noche de Valpurgis, nueve hombres han recibido ya aquel tratamiento. Mañana, la gente de este pueblo embrujado que en plena era de la razón ha aprendido a comerse a sus hombres poco a poco hablará, estoy seguro, de una serie de horribles accidentes en la fundición. Hace una hora que las mujeres han venido a llevarse a Dexter Eibonas. Yo he apartado la vista mientras lo pasaban a cuchillo, pero creo que el dios se ha cobrado la mayor parte de su brazo izquierdo. Doy por sentado que muy pronto voy a sentir en el hombro izquierdo los dedos de la bibliotecaria del pueblo, de la mujer del dueño de la tienda de comestibles o de la propia señora Eibonas. Soy culpable de un pecado mucho más grande que Ed Eibonas y no creo que vaya a sobrevivir al proceso.
Es extraño lo tranquilo que me siento a la vista de todo esto. Tal vez queden restos de la cerveza en mis venas o tal vez en este lugar infernal haya otros encantamientos funcionando. En todo caso, por lo menos tendré la satisfacción de ver mi teoría confirmada, o parcialmente confirmada, antes de morir, y la satisfacción concomitante, tan esencial a mi profesión, de ver la teoría de mi maestro tirada a la papelera. Porque, tal como yo sostenía, los Miskahannock pasaban hambre. Y el hambre, un hambre negra, primordial e insaciable era su dios. Fue ciertamente la excavación y la manipulación desencaminadas de mi maestro y sus colegas, me imagino, lo que despertó al gran Yuggog de su sueño de cuatro mil años. En cuanto a la negra fundición que me había fascinado durante tantos meses, se trata de una farsa. La única gran máquina que hay a mi izquierda no admite materias primas y no emite ni láminas ni lingotes. No es más que un inmenso pistón que chirría infinitamente y golpea como si fuera el pellejo de un inmenso tambor el suelo que desde la época de los Miskahannock ha sido el territorio sagrado del dios. Las llamas que se vislumbran a través de las ventanas y el humo que sale de las chimeneas son meros trucos, artilugios mecánicos diseñados, supongo, por la propia Philippa Howard Murrough, en la época en que el espíritu revivido de Yuggog empezó a hablarle en susurros de su apetito horrible y eterno por la carne de los hombres. La única industria de Plunkettsburg es la matanza, y los cuerpos destrozados y llenos de cicatrices, su único producto.
Una sola idea trastorna la calma perfecta y venenosa de la que he sido imbuido: los camiones que entran y salen pesadamente del valle, y los trenes de carga que llegan traqueteando en plena noche. ¿Qué cargamento, me pregunto, es descargado todas las mañanas en las zonas de carga de la fundición de Plunkettsburg? ¿Qué se llevan de aquí todos esos trenes?