Esa era yo

La clientela de las cuatro tabernas de la isla de Chubb (Washington), se componía casi exclusivamente de borrachos locales. En verano la gente bebía en los porches y las terrazas de sus casas de veraneo o bien, cuando aquello palidecía, debajo de las sombrillas del papel del bar del Yang Palace. En el local de los Veteranos de Guerras Extranjeras y en el club Chubb Island Bow & Rifle, en Cemetery Road, servían vodka y ginebra, pero para los veraneantes aquellos eran sitios que evitar, y es que resultaban una pizca demasiado risibles para ser legendarios. De vez en cuando, sobre todo a finales de agosto, cuando el tedio, el calor y la promesa cada vez más débil de otro verano agitaban las antiguas fibras vikingas de sus cerebros, una partida de aventureros de las casas rosadas y amarillas de Probity Beach podían intentar una incursión en la Chubb Island Tavern, en el Blue Heron, en Peavey’s o en el Patch. Pero nunca se quedaban mucho. Los borrachos locales —de los cuales debía de haber unos sesenta y cinco o setenta, muchos unidos por la sangre o por historias sexuales— eran una población muy compacta, enfrascada en una misión colectiva en curso: la construcción, durante varias generaciones, de una basílica de fracaso, en cuyos frisos atiborrados aparecían ellos mismos en gráficas descripciones de bancarrotas, desintoxicación de drogas, softball y detenciones. En aquel empeño comunitario no había sitio para los veraneantes de la isla, que estaban de permiso, por decirlo de algún modo, de su trabajo en la catedral de sus decisiones.

Era, por tanto, poco habitual encontrarse no solamente a uno sino a dos atractivos desconocidos en el bar del Patch un viernes por la noche de principios de primavera, examinando los reflejos y las burbujas de gas de sus cervezas: un hombre y una mujer, con un taburete vacío entre ambos. Todavía no eran las siete, y el Patch, una estructura de cemento pequeña, húmeda y mal iluminada que hacía mucho tiempo había servido de edificio principal de una planta procesadora de fresas, estaba casi vacío. En el rincón del otro lado de la puerta, Lesley Foley —elegido por un plebiscito de borrachos locales para ocupar la alcaldía de Berthannette, un municipio diminuto compuesto de un almacén y una oficina de correos, una gasolinera Shell arruinada y el Patch— estaba dormido, encogido sobre sí mismo de forma que el bulto de su cuerpo no parecía lo bastante grande como para estar compuesto por un hombre entero.

El hombre de la barra hizo girar su taburete para apartar la vista de la imagen desoladora de Lester, hecho una bola como un escarabajo patatero con el pelo apelmazado y una misteriosa escarcha de plumas en la barba, y prestó atención a la decoración del Patch: pósters promocionales con listas de los escenarios y fechas de todos los partidos que los Seahawks habían perdido aquella temporada; el paño raído de la mesa de billar; una pequeña fotografía en blanco y negro de una extraña fresa de kilo y medio que había aparecido en verano de 1948, y los nombres parpadeantes, rosados o azules, de varias cervezas. El desconocido era un joven de ojos oscuros, fornido pero de pequeña estatura, mejor vestido que el cliente medio del Patch, incluso para ser viernes por la noche, con un blazer de tweed por encima de un jersey de cuello redondo que parecía de lana de cordero pero que incluso podría ser de cachemira. Solamente el hecho de que sus elegantes gafas de sol de color bronce estuvieran sujetas con un trozo reciente de cinta adhesiva negra, y la barba de un día que le crecía en las mejillas, hablaban a favor de su admisión, meramente temporal, en el gremio de los perdedores de la isla de Chubb. Había algo en la forma en que su elegante chaqueta le caía sobre los hombros, en la sombra gris de su mandíbula, que implicaba una profunda reserva de resentimiento, una lista de quejas llevadas en la billetera, en una hoja de papel partida y ajada por haberla doblado muchas veces. Parecía la clase de cliente que bebe sin hablar, y sin placer aparente, durante toda la velada, como un paciente a quien se le ha dado el control de su gotero de morfina. Parecía un hombre peligrosamente adicto a corregir a la gente que se equivocaba.

—Yo creía que este era un sitio animado —dijo ahora, dirigiéndose a nadie en concreto, sin dejar de mirar la penumbra de neón del bar.

Mike Veal oyó el comentario pero se aprovechó de un problema recurrente de presión en el surtidor de la Rainier para pasarlo por alto. El cliente se estaba bebiendo una botella de Pilsner Urquell, que Mike había encontrado después de mucho rebuscar a gatas por el suelo, con el brazo hundido en las profundidades glaciales de la nevera número dos, detrás del paquete de empanadillas de cerdo con queso a la miel y la guindilla. Y por supuesto, Lester Foley no tenía nada que decir acerca del grado de animación del Patch.

—¿Por qué no pones un pavo en la máquina de discos? —dijo la mujer desde su taburete—. Apuesto a que incluso tienen tu canción favorita.

Era una mujer alta, huesuda, con una cara inteligente y la piel de alrededor de las aletas nasales un poco irritada. A pesar de su pelo rubio natural y de un trasero que proyectaba con cierta audacidad arquitectónica por encima del borde trasero de su taburete, la impresión que con toda probabilidad produciría en la mente de un hombre que escrutara el bar aquel viernes por la noche se componía de codos y rodillas. Aunque su aspecto recordaba a un tipo muy concreto de mujer isleña curtida por los elementos, herborista y criadora de llamas —vaqueros con peto y botas de agua, el pelo recogido y apartado de la cara con una vulgar cinta para el pelo de color azul, la cara sin maquillar salvo por una línea vacilante de color malva en los labios—, nadie la habría confundido nunca con una nativa. Estaba sentada en el taburete con las piernas abiertas y un aplomo ecuestre que sugería al mismo tiempo una educación refinada y un intento demasiado ansioso de encajar en el escenario. Le sobresalía un ejemplar en francés de Un sexe qui n’est pas une del bolsillo derecho de la enorme chaqueta de piel de borrego que había echado por encima del asiento del taburete que había entre ella y el hombre. No llevaba anillos en los dedos.

—«It’s a Man’s Man’s Man’s World» —siguió ella, señalando de forma vaga hacia la máquina de discos.

—¿Esa es mi canción favorita? —dijo el hombre. Se hurgó en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cartera abultada—. No lo sé.

—Está en la máquina —dijo Mike Veal en tono solícito—. En el cede con los grandes éxitos de James Brown.

La mujer asintió. Levantó su botella de cerveza light en dirección al hombre. «This is a man’s world», cantó, con una voz lastimera aguda y cascada a lo James Brown. Luego apartó la vista de él y se replegó sobre sí misma, como si no quisiera transmitirle la idea de que estaba flirteando. El hombre se sacó un dólar de la cartera y fue hasta la máquina de discos. Metió varios dólares más en la ranura. Empezó a sonar «Sex Machine», tan irritante e irresistible como un teléfono sonando. La mujer dio un trago de su cerveza clara y acuosa, con los ojos muy abiertos en una mueca cómica, como si le asombrara su propia sed.

—¿Es la primera vez que viene? —le preguntó Mike.

Ella asintió.

—Siempre me ha parecido un sitio movido. Hay coches en el aparcamiento.

—Todavía es temprano —dijo Mike mirándose el reloj—. La gente aparecerá en cualquier momento.

Las corrientes del gaudeamus en un viernes por la noche en la isla de Chubb podían ser impredecibles. En general, el flujo del Heron al Patch y de la Tavern al Peavey’s era continuo e ininterrumpido durante toda la velada, pero a veces un evento especial, un torneo de dardos o un hito personal como un divorcio, un cumpleaños o una absolución judicial podía embotellar las cosas durante un par de horas.

—A menos que se hayan muerto todos en un accidente de coche o algo así. —Y la idea le provocó una sonrisa de placer inconsciente.

Ella volvió a asentir y dio otro trago.

—¿Es de la isla? —dijo Mike.

—No —dijo la mujer—, pero llevo toda la vida viniendo.

—¿Su familia tiene una casa?

—En Probity Beach.

—Está muy bien.

—Ahora tengo mi propia casa. En Rhododendron Beach. Llevo casi seis años viviendo aquí.

—¿Vive aquí todo el año y nunca nos había visitado?

Ella negó con la cabeza.

—No sé. Supongo que nunca he tenido una razón hasta ahora.

Dejando sin responder la pregunta que aquella declaración reclamaba, Mike continuó toqueteando el grifo de la Rainer. La mujer bajó la vista y se quedó mirando el enchapado lleno de rayaduras de la barra, que emitía su leve olor a amoníaco de última hora de la tarde. Originalmente había sido la barra del Rudolph’s, un tugurio emplazado en un cobertizo militar de acero en el viejo aeródromo de la marina, que se había quemado en 1956. Algunos de los miembros más ancianos del gremio de los perdedores aseguraban que todavía se podía oler el fuego.

La mujer trazó un dibujo indescifrable con la punta del dedo en la neblina de su vaso.

—¿Conoce a un tipo llamado Olivier? —dijo ella sin levantar la vista.

—Claro.

—¿Viene por aquí?

—¿Que si viene?

—Yo creía que sí. Creía…

—¿Lo está buscando?

—No.

—Ten —dijo el hombre, regresando de la máquina de discos con la cartera en una mano y un billete de veinte dólares en la otra. Le dio el billete a la mujer—. De ayer.

—Ah, sí —dijo la mujer—. Pero eran solamente diecisiete.

El hombre asintió.

—Me cobraré la diferencia en cerveza —dijo, sostuvo su botella vacía en alto en dirección a Mike Veal y la agitó—. ¿Olivier?

—Olivier Berquet —dijo Mike, examinándolos a los dos con interés renovado—. Supongo que debe de ser francés, ¿no?

—Y he oído un montón de cosas sobre ese pequeño francés, se lo aseguro —dijo el hombre—. El franchute fantasma de la isla de Chubb. —Se volvió hacia la mujer—. ¿Qué te parece eso como título? ¿Puedes hacer un poema con él?

—¿Cómo se llama? —le dijo la mujer a Mike Veal.

—Mike.

—Mike, ¿tengo permiso para decir «joder» en este bar?

—No seré yo quien se lo impida.

La mujer se volvió hacia el hombre.

—Que te jodan, Jake —dijo.

Se abrió la puerta y como pasaba siempre que entraba alguien en las noches de frío, un gemido sordo y lastimero llenó los niveles más inferiores de sonido del bar, un zumbido que rodeaba los tobillos de los clientes como una nube pasajera. Entraron las hermanas Korg, Ellen y Lisabeth, seguidas de cerca por New Wave Dave Willard, Harley Dave Sackler, Debbie Browne, Ray Lindquist, Nice Dave Madsen y algunos empleados más de la planta de Gearhead, que estaba en la misma carretera que Berthannette. Gearhead fabricaba accesorios y piezas especiales para vehículos todoterreno. Era la empresa con más trabajadores de la isla y la fuente de la que manaba un flujo pequeño pero regular de ingresos para el Patch. Aquella noche había habido una reunión de empleados después del trabajo, razón por la cual el bar había estado tanto rato vacío. Ahora, entre abundantes gemidos lastimeros y corrientes frías de aire, se llenó rápidamente.

Lester Foley se despertó. El causante fue Harley Dave al abrirle una lata de cerveza en el oído, a lo que siguió una carcajada general cuando se despertó aturdido como un perro que oye abrirse su lata vespertina de Alpo. Lester sonrió con su expresión estúpida y emplumada, cogió la cerveza que era su recompensa por hacer reír a todo el mundo y emprendió una de sus disquisiciones de alcalde cuya interminabilidad solamente era paliada por su falta de sentido. Aquel antiguo manitas llevaba bebiendo sin parar desde 1975. En junio de aquel año, Lester había recibido el encargo de construir un cobertizo para barcas y un amarradero para una familia de veraneantes llamados Lichty, cuyo atractivo y joven hijo, un chico de quince años, empezó a acompañar a Lester y ayudarle en sus tareas. Cada día al atardecer los dos se escondían en los montones de troncos arrastrados por el mar a la playa que había en el extremo oscuro de Probity Beach para fumar marihuana y beber cerveza. El primero de julio fueron en coche a la reserva Nisqually y por veinte dólares llenaron de fuegos artificiales ilegales el maletero del Volkswagen de trasero plano de Lester. El 5 de julio, a las dos en punto de la mañana, al final del robusto muelle de abeto que Lester había construido, un cohete Silver Salute con una mecha defectuosa se quemó prematuramente, antes de que Lester y el chico pudieran alejarse de él. La explosión, que el detective del departamento de bomberos de la isla de Chubb compararía por su fuerza como la detonación de medio cartucho de dinamita industrial, mató al chico de los Lichty y le voló el pulgar y el índice de la mano derecha a Lester. Desde entonces no había trabajado mucho. Era muy poco habitual que consiguiera decir algo conciso o inteligible.

—No se puede confiar en los pájaros carpinteros —les estaba repitiendo ahora a las hermanas Korg, con aquella capacidad suya para impedir que nada lo disuadiera—. Son unos putos bichos en los que no hay que confiar. Yo os lo podría haber dicho desde el principio.

—¿Quién ha dicho nada de los pájaros carpinteros? —dijo Lisabeth Korg.

Hacia las ocho no quedaba ni un taburete vacío, había montones de hasta siete monedas de veinticinco centavos alineados en el borde de la mesa de billar y tanta gente bailando alrededor de la máquina de discos que la señora Magarac, la dueña, que acababa de volver directamente de su reunión de alcohólicos anónimos, apenas podía recorrer la distancia entre la barra y los reservados más lejanos con una bandeja sudorosa llena de cerveza.

—¿Y bien? —le dijo la mujer de la barra al hombre al que había insultado. La multitud del Patch los había forzado a ocupar taburetes contiguos. Ella movió la botella de cerveza por el aire que tenía delante, abarcando el ruido, las carcajadas y el humo—. ¿Alguna candidata?

—Oh, Dios mío —dijo Jake. Cerró los ojos. La piel de alrededor de sus ojos traslucía una migraña. Se pasó su botella de Pilsner Urquell, la cuarta que se tomaba, por la frente.

—¿Qué tal esa? —dijo la mujer.

—¿Cuál?

—La pelirroja. La conozco. Creo que trabaja en el Thriftway.

—Ah, sí. —Él todavía no había abierto los ojos—. La he visto. Con el pelo rizado.

—Me parece guapa.

—Esto no me gusta —dijo el hombre—. ¿Te importa que te lo diga? Nunca he venido a un bar así. ¿Por qué iba a empezar ahora, solamente porque…?

—¿Nunca has venido a un bar de esta clase o nunca has venido de esta manera a un bar?

—Grace, creo que prefiero… Creo que me marcho.

—No seas capullo, Jake.

—No, solamente…

—Vamos, gallina —dijo ella, señalándolo con el índice. Él se quedó mirando un momento el dedo y eso le hizo bizquear—. Hemos hecho un trato. Sobre esta noche.

—Sí, sé que hemos hecho un trato —dijo—. Y sé lo que va a pasar. Que me voy a ir solo a casa, con un chichón enorme en mi vida sentimental mientras tú te largas con monsieur Olivier, en su ciclomotor, con su bufanda metida dentro de la chaqueta…

—Aquí está. Ese es.

Jake abrió los ojos de golpe y examinó a Olivier Berquet, que acababa de entrar en el Patch. Si realmente había esperado ver a un tipejo desagradable con mocasines, con un emblema bordado en el bolsillo del blazer, el jersey displicentemente anudado en torno al cuello, debió de quedarse decepcionado. Olivier Berquet resultó no ser francés, sino de Quebec: un carpintero de manos grandes con la espalda encorvada de los hombres muy altos, el pelo largo y rubio y una cara atractiva y enorme, curtida y con marcas de viruela, una cara que daba la impresión de haber sido esculpida con un martillo neumático por un trabajador diminuto colgado sobre el risco de granito que era la frente de Olivier. Llevaba una chaqueta negra de motociclista, vaqueros rasgados y botas de cowboy. Era bien conocido en la isla tanto por la calidad de su trabajo, que era mucha, como por la forma terrible en que trataba a su mujer, que según los rumores locales —aunque nunca llegó a establecerlo un tribunal ni tampoco ningún famoso incidente público de aquellos que eran populares entre los clientes del Patch— iba de lo meramente insensible a lo abiertamente cruel. Había dado problemas en alguna que otra ocasión a todos los barmans de la isla. Ahora se había puesto a bailar, moviendo las caderas y balanceando su enorme cabeza estilo Gutzon Borglum. Bailaba bien y era consciente de ello, con languidez y juego de piernas, con unos movimientos que no es que fueran al compás de la música sino que más bien la ilustraban.

—Tiene el culo grande —dijo Jake—. Me he dado cuenta de que eso te gusta.

—Jake —dijo Grace sin contestar.

Señaló al otro lado de Jake. Él se volvió. La mujer del pelo rojo y rizado, que era realmente una cajera del Thriftway de Probity Harbor, estaba de pie a su lado. Resultaba que sí que la conocía: era Brenda Peterson. Ella y unas amigas suyas le habían lavado el coche un sábado por la mañana —en su primer verano en la isla— para sacar dinero para su viaje de fin de curso. Desde entonces sus caminos se habían cruzado por lo menos un par de docenas de veces sin que pasara nada ni ninguno de ellos hiciera ningún comentario. Su cascada de rizos parecidos a ruegos artificiales era su rasgo más impactante, pero tanto su juventud como su cuerpo carnoso y su asombrosa falta de timidez trabajaban también a su favor.

—Hola —dijo ella—. Soy Brenda.

Ella le ofreció la mano haciendo gala de un despliegue clásico de confianza en sí misma.

—Jake —dijo él.

—Me preguntaba si querrías bailar conmigo… —Ella examinó la forma en que Jake se quedaba boquiabierto y en que Grace cambiaba de postura en su asiento—. Pero si estáis juntos me limitaré a volver a mi mesa y pegarme un tiro.

Jake se volvió hacia Grace con una expresión que pedía piedad y articulando palabras en silencio con los labios. Grace le ofreció la mano a la chica y se dieron un apretón.

—Soy Grace.

—Hola, soy Brenda.

Hubo un momento de silencio.

—Somos amigos nada más —dijo Grace con una sonrisa avergonzada—. Ve a bailar, Jake.

El contraste entre los estilos de baile de Olivier y de Jake, si hubiera habido en el bar alguien lo bastante sobrio o lo bastante interesado como para darse cuenta, era pronunciado. Por alguna razón parecía que a Jake no solamente le venía estrecha la ropa sino el cuerpo entero. Daba golpes en el aire con las manos. Él y Brenda no hablaban entre ellos: la multitud que había en la pista los había obligado a ponerse contra la máquina de discos, que emitía con estruendo la versión de Tom Petty de «Feel a Whole Lot Better». La mejor amiga de Brenda, Sharon Toole, apareció bailando al lado de ella en un momento dado, mirando de reojo con expresión de burla pero sin hostilidad el baile rígido y obstinado de Jake, y las dos intercambiaron una sonrisa.

El abandono por parte de Jake de su lugar en la barra pareció incrementar el tráfico masculino alrededor de Grace. Ella permaneció cuidadosamente replegada en sí misma, con las piernas cruzadas a la altura de la rodilla y también del tobillo, los dedos rodeando meticulosamente el cuello de su botella de cerveza, pero hubo un ascenso perceptible de volumen y de jovialidad a lo largo de los taburetes adyacentes en ausencia de Jake.

Entre aquellos con quienes Grace se encontró hablando estaba Lester Foley, que había ido directo hacia ella, a su estilo precipitado y patoso, con la cabeza inclinada hacia un lado y los hombros hacia el otro, escorado como Groucho Marx después de un duro golpe en la cabeza. Llevaba una hora bebiendo y estaba en la cúspide nocturna, por llamarla de algún modo, de su aplomo físico y sus poderes de concentración. En un momento dado había regresado al lavabo para echarse agua fría sobre el pelo y peinárselo pulcramente hacia atrás con su peine de bolsillo. Seguía teniendo varias plumas en la barba.

Lester le ofreció la mano derecha, con sus tres dedos mugrientos.

—Ya la has cagado —dijo, y soltó una risita perversa.

—¿Perdón?

—Ya te dije que esto podía pasar. Se lo dije a todo el mundo. Joder, hasta me lo dije a mí mismo.

—Déjela en paz, su señoría —dijo Mike Veal con una cara un poco intranquila—. No le haga caso —le dijo a Grace.

Ella no le había soltado la mano.

—Lester —dijo—. Antes lo llamaban a usted Les.

—Ni más ni menos —dijo él en un tono automático.

—¿Se acuerda de mí?

—Claro —dijo Lester, sin demasiada sinceridad.

—Mis padres tenían la casa de al lado. Junto a la de los Lichty.

Él separó su mano de la de ella.

—Los Lichty.

Frunció el ceño y se la quedó mirando como si intentara leer un texto sorprendente impreso en caracteres muy pequeños en la cara de ella. Sus arrugas se alisaron y dejaron una formación de líneas rosadas y limpias en su frente. El color abandonó sus mejillas. Se estaba esforzando más de lo que se había esforzado en mucho tiempo.

—Yo pasaba bastante tiempo con Dane —dijo Grace—. Su hijo. Una vez le trencé a usted el pelo, es probable que no se acuerde. Yo le regalaba aquellas cosas absurdas a Dane, con algas trenzadas y dólares desenterrados y cosas que encontrábamos en la playa. —Había empezado a trenzar el aire de los lados de su cabeza, pero ahora se llevó una mano a la boca y se rió, como si hubiera vuelto a avergonzarse de sí misma.

—Grace Meadows —dijo él—. ¿Una chica rubia? —Miró en busca de confirmación de aquel retal de recuerdo de hacía quince años—. ¿La novia de Dane? Ibas por ahí en la moto de él. Ibas a nadar con él en aquella agua tan helada. Siempre estabas fumándote mis cigarrillos. ¿Eres Grace Meadows?

—Esa era yo —dijo Grace con una voz demasiado baja para que se oyera con toda aquella música.

—Ajá. Bien. —Lester dejó de mirarla con los ojos guiñados y renunció a intentar leerle la cara. Hurgó en el bolsillo de su sucia chaqueta de plumón y sacó un billete de un dólar sorprendentemente nuevo—. Bueno. Pues entonces estabas loca y no me cabe duda de que sigues estándolo. Hoy día todo el mundo está loco, seguro que te has dado cuenta si has prestado atención. —Dejó el billete de un dólar sobre la barra—. Una cerveza, por favor, señor Mike.

—Guárdese eso —dijo Mike, empujando el billete de vuelta en dirección a Lester. Sirvió una pinta y se la dio—. Pero esta es la última que le sirvo.

Lester abrió la boca para protestar pero una mano enorme y rubia se le plantó en el hombro.

—Buenas noches, señor alcalde —dijo Olivier.

—Oh, no —dijo Lester.

Se escurrió de debajo de la mano de Olivier y, con una última mirada de reojo a Grace, se escabulló al rincón más alejado del bar, donde se quedó un rato con los dedos nudosos en torno a la pinta intacta de Rainier.

—Me encanta ese tipo —dijo Olivier sin ninguna emoción aparente.

Miró a Grace con avidez, arrugando los ojos de una forma que algunos isleños poco caritativos podrían haber descrito como patentada, o incluso ominosa.

—Ya esperaba verte aquí —dijo él.

—A mí personalmente me cuesta de creer —dijo Grace.

—¿Por qué no has esperado a venir mañana, tal como te dije? Hoy no tocamos.

Olivier tocaba la batería en una banda local conocida alternativamente como los Tailchasers, la Chubb Island Four Piece y Olivier, Bo y Johnny. Tenían un compromiso más o menos permanente en cada una de las cuatro tabernas de la isla, lo cual quería decir que tocaban casi todos los sábados por la noche en una de ellas, hasta que las quejas se acumulaban u Olivier se enzarzaba en una violenta disputa con los propietarios, momento en el cual, ya transcurrido el tiempo suficiente desde su última aparición, se trasladaban a la siguiente parada del circuito.

—Ya sé —dijo Grace—. Dijiste que tocabas música country.

—La mayor parte del tiempo.

—Bueno, es que no me gusta la música country.

Olivier inclinó la cabeza y se quedó mirándola, con la frente arrugada en una mueca de perplejidad burlona por el tono glacial de ella. Era más listo de lo que parecía: una condición tan rara en la isla de Chubb como en cualquier otra parte. Mike Veal le sirvió la cerveza que había pedido y Olivier se bebió la mitad de la botella de un trago.

—No te estaré molestando… —dijo él—. ¿Me voy?

Ella negó con la cabeza.

—¿Qué tal el coche? —dijo él al cabo de un momento.

Él vio que ella no quitaba la vista de encima de Brenda Petersen y del hombrecillo convulso con el que ella estaba bailando.

—¿Quién es ese tipo?

—Es mi marido —dijo ella—. Se llama Jake.

—¿Tu marido? —Por un momento él pareció perplejo—. Muy bien —dijo arrugando de nuevo los ojos.

—Nos estamos divorciando.

—Ah.

—No hemos tenido relaciones sexuales desde hace tres años y medio —continuó ella con un gesto amplio y repentino del brazo—. Dejamos de vivir juntos en enero. Tampoco hemos tenido relaciones sexuales con otra gente.

—Ajá.

—Nada de sexo. Nada.

Su marido había dejado de bailar. Estaba de pie en medio de la pista de baile, simplemente de pie, allí, mirando a Grace, con aspecto de oír, o de poder adivinar —a pesar del pataleo de las botas, a pesar de los fatigados vítores del ayudante de sheriff fuera de servicio Royce T. Sturgeon, a pesar de las risotadas de perrera de un viernes por la noche en el Patch, a pesar de los ruidos que hacían a su alrededor los isleños mientras agitaban el pelo, agitaban sus largos llaveros y agitaban los flecos de sus chalecos—, todo lo que estaba diciendo Grace.

Grace vio que Brenda Petersen le estaba tirando del brazo, preguntándole si todo iba bien.

—No tengo ni idea de por qué te lo he contado —le dijo Grace a Olivier—. Sé que no debería mencionarlo. —Se volvió y le cogió ambas manos—. Quiero que olvides lo que acabo de decir.

—Tres años y medio —dijo Olivier—. Joder.

—Cuesta creerlo, ¿verdad? —dijo ella. Se puso de pie, o más bien se bajó dando tumbos del taburete de forma más o menos controlada y consiguió aterrizar sobre los dos pies. Todavía no le había soltado las manos—. Vamos.

—Te diré qué haremos —dijo Olivier—. Mi amigo John acaba de entrar por la puerta, allí. Tengo que hablar con él un momento y después te sigo, ¿de acuerdo?

Grace lo vio marcharse.

Volvió a mirar a Jake y vio que él también estaba mirando a Olivier. Se estaba meciendo un poco sobre las suelas de sus zapatos y en su cara apareció una sonrisa extraña y rota. Cuando Olivier estaba a pocos pasos de él, Jake le ofreció la mano con gesto vacilante.

En los diez años que llevaba en la isla de Chubb, Olivier Berquet había estado implicado en diecisiete altercados menores en tabernas y cuatro reyertas propiamente dichas, en las que hubo dientes volando por el aire nocturno y hubo hombres que tuvieron que ser llevados a urgencias para que les sacaran piececitas de gravilla que tenían incrustadas en las palmas de las manos y en las mejillas. Su nombre había aparecido dos veces en el registro policial del semanario local, el Clam, y cuando lo encerraron por lesiones sacaron un artículo en primera plana. Hacía falta menos provocación que un marido celoso, borracho y arruinado en plena salida nocturna desesperada con su esposa de la que estaba separado para poner a Olivier en pie de guerra, como bien sabía todo el mundo en el bar.

En la máquina de discos, Jim Morrison gritó las últimas palabras de «Break On Through» y la canción se terminó. La gente dejó de bailar. La bola blanca golpeó a la nueve.

—¿Hay algún problema? —dijo Olivier tranquilo, frotándose la barbilla.

Jake extendió el brazo en dirección a la mano derecha de Olivier y se la cogió.

—Solamente quería desearle toda la suerte del mundo —dijo.

No había mucho sarcasmo en la voz de Jake, y Olivier pareció un poco confuso por aquella ausencia. Asintió con expresión precavida y dejó que Jake le moviera la mano de arriba abajo, tal como habría hecho con un hombre en un aeropuerto que llevara una Biblia y una pila de folletos.

—Sí —dijo Olivier—. Lo que digas, tío.

Mientras empezaba la siguiente canción, «Born On The Bayou», separó su mano de la de Jake y avanzó contoneándose pesadamente a través del Patch y hasta llegar a donde estaba John Bekkedahl, un hombre gordo y con barba que llevaba una camiseta de Sturgis.

—Putos yuppies —dijo entre dientes.

Alguien se rió.

Grace se acercó a Jake, que estaba todavía allí plantado, con la mano todavía extendida.

—¿Qué ha pasado con Brenda? —dijo.

—No lo sé —dijo Jake—. Cree que somos unos enfermos.

—Lo somos.

—¿Qué ha pasado con Olivier?

—Creo que lo he asustado con mi evidente locura.

—¿Quieres bailar?

—No —dijo ella—. Vamos a casa.

—¿Qué quiere decir eso? —dijo Jake.

Como no estaban muy seguros de la respuesta, no se marcharon. Se quedaron después del anuncio de últimas copas, haciéndose compañía en la barra, mientras el Patch, de forma individual, por parejas o de tres en tres, escupía a sus clientes. Olivier se fue a casa con Carla Lacy, cuyo marido estaba en un barco en el mar de Bering, trabajando turnos de catorce horas tirando carcasas de atún muerto a una cuba para derretir grasa. Brenda Petersen se fue con un chaval alto y majo de Tacoma llamado Al o Alf.

Por fin, Mike Veal encendió las luces del techo, echando a los clientes que quedaban de las negras grietas de oscuridad y glamour en las que se habían refugiado. Para ellos era como despertarse en una sala de urgencias, y salieron, amargados e incoherentemente tristes. Unos cuantos incombustibles tomaron la ruta del Peavey’s, cuyo reloj se sabía que iba solamente siete minutos por delante de la hora estándar del Pacífico. Con todo, Jake y Grace se quedaron en sus taburetes, esperando el billete de diez dólares que Jake había metido en la máquina de discos. Mike Veal se dedicó a ir apagando los letreros de neón, a apilar las sillas y a darles la vuelta al resto de los taburetes. Cuando desenchufó la máquina de discos, se dieron por aludidos y pagaron la cuenta. Jake esperó a que Grace fuera al lavabo y luego recorrieron con cautela el pasillo trasero y salieron a la fría noche.

Cuando estaban saliendo por la puerta trasera, Jake tropezó con Lester Foley, que estaba durmiendo debajo de un montón de mantas al lado del contenedor de escombros. Grace se detuvo.

—Grace —murmuró Jake.

—¡Chisss…! —Ella se arrodilló al lado de Lester y luego, con cuidado de no despertarlo, le apartó un mechón lacio de la mejilla hundida.

—Grace, ¿qué haces? —dijo Jake—. Vamos.

—Nada —dijo ella—. Calla.

Cogió dos mechones más de pelo de la mata grasienta que tenía debajo del gorro de lana y los entretejió con el primero formando una trenza delgada y rígida. Miró el suelo de grava y barro que tenía bajo los pies y recogió el tapón abandonado de una botella de Oly. Se mordió el labio y estrujó el tapón con los dedos hasta doblarlo hacia dentro sobre sí mismo como un caracol marino picudo. Pasó la punta de la trenza a través del mismo y lo apretó hasta cerrarlo. Miró su obra de artesanía y se meció hacia delante y hacia atrás sobre las puntas de los pies, lo cual hizo crujir sus botas de agua.

—Está durmiendo la mona, Grace —dijo Jake. Le dio un tirón del cuello de la chaqueta y ella se echó un poco hacia atrás—. No le pasa nada.

—Conocía a Dane Lichty —dijo Grace.

—No como lo conozco yo —dijo Jake.

El coche de Jake, una ranchera Honda, estaba estacionado al final del aparcamiento. Jake echó a caminar en aquella dirección, luego se detuvo y pareció escorarse un poco a un lado.

—No puedo —dijo—. Creo que he bebido demasiado.

—Tú entra —gritó Grace corriendo bajo la lluvia cada vez más fuerte hacia el coche de ella—. Yo te llevo.

Se metieron en un viejo Volvo P-1800 inclinado y de alerones redondos que parecía gris bajo el resplandor halógeno del reflector de seguridad del Patch pero que en realidad era de un elegante amarillo claro, a medio camino entre el color de una carpeta de papel Manila y la última hoja de una citación judicial del departamento de tráfico. Grace le había comprado el coche tres días antes a Olivier Berquet por seiscientos dólares. Hacía unos años, Olivier lo había volcado en Cemetery Road mientras conducía a toda prisa para coger el ferry, pero no se lo había mencionado a Grace, aunque todo el mundo conocía la historia. Olivier le había sugerido a Grace que lo llevara a que alguien le echara un vistazo, consciente de alguna forma de que ella no lo iba a hacer.

Se oyó un ruido apagado y como de hojalata cuando Jake cerró la portezuela de su lado. Grace encendió la radio pero no arrancó el motor. El único sonido que salía de los altavoces era un zumbido de ala de mosca en el canal izquierdo.

—Siempre quisiste uno de estos —dijo Jake.

Ella asintió.

—Eh —dijo ella—. Por fin voy a ver tu casa.

—Es pequeña —dijo Jake.

—¿Es demasiado pequeña?

—Estoy bien —dijo él. Apoyó la mano izquierda en el pomo del cambio de marchas. Al cabo de un momento ella puso la suya sobre la de él.

—Nadie lo sabe —dijo ella.

—¿Qué es lo que nadie sabe?

—Nadie sabe por lo que hemos pasado.

—Es bonito que podamos compartir eso —dijo Jake.

Caían gotas de lluvia de los abetos que cubrían el solar de detrás del Patch y se filtraban lentamente por el marco del parabrisas por el lado de Jake. La lluvia traqueteaba sobre los cristales que quedaban sin romper en el invernadero de la vieja planta de fresas, una ruina desolada al otro lado del aparcamiento.

—Bueno —dijo Grace—. Supongo que ninguno de los dos ha tenido suerte.

Ella dio la vuelta a la llave en el contacto, salió del aparcamiento del Patch y cogió la autopista de la isla. El último ferry de la noche, por supuesto, acababa de parar hacía dieciocho minutos en el muelle de Eastpoint. Los coches del carril contrario estaban desplegados como luces de Navidad a lo largo de un kilómetro y medio, saliendo de Berthannette, y a Grace y a Jake les debió de resultar difícil estar en el coche de ella mientras este era bañado por el resplandor de los faros de la otra gente y luego volvía a quedar a oscuras, y saber que todo el mundo que pasaba frente a ellos se estaba yendo a casa.