La historia de Harris Fetko

El hotel de Tacoma era un Luxington Parc. Había uno en Spokane, uno en Great Falls y otro en el centro de Saskatoon. Era mitad motel y mitad correccional, de color rosa antiácido con ventanas de aspillera. Había un olor a cloro procedente de la cascada del patio donde toda la noche se oía el eco de las campanillas de los ascensores con un ruido que hacía pensar en instrumental dental cayendo sobre un suelo de baldosas. Cuando el equipo entró el viernes por la noche había un mensaje de Norm Fetko, el padre de Harris, esperando en recepción. Decía que el día anterior la mujer de Fetko había dado a luz a un hijo varón y que la tarde anterior, a las tres, iban a quitarle su pequeño prepucio, nada menos, en una ceremonia religiosa judía que iba a tener lugar, nada menos, que en el concesionario de coches de Fetko en Northgate. Ya fuera de forma intencionada o por política del hotel, el mensaje era escueto, y solamente se venía a decir de forma implícita que Harris estaba invitado al bris de su medio hermano.

Cuando Harris subió a su habitación, se sentó con la mano en el teléfono. El hecho de que hubieran pasado cuatro años desde su último contacto con Fetko había hecho poco para inclinarlo a perdonar. Como la mayoría de los comentaristas de la historia de Harris Fetko, tendía a culpar a su padre de su propio mal carácter y de las cosas malas que le habían pasado. Decidió que sería no solo mejor para todo el mundo sino también intensamente satisfactorio no reconocer en absoluto el intento que estaba haciendo su padre de restablecer el contacto, un intento cuyos motivos, con una falta de caridad nacida de una larga experiencia, Harris sospechó de inmediato.

Levantó el auricular y marcó el número de Bob Badham. No hubo respuesta. Harris dejó el auricular en el suelo de su habitación —tenía una habitación para él solo por contrato—, se tumbó a su lado e hizo el millar de abdominales que llevaba haciendo todas las noches desde que tenía once años. Al terminar se puso de pie, fue al baño y se miró en el espejo con aprobación y falta de pasión. Tenía una larga costumbre de pensar en su cuerpo como algo que tenía cierto valor monetario o que era capaz de traducirse, misteriosamente, en dinero, y si fuera posible de alguna forma, habría pagado una suma respetable para adquirirse a sí mismo. Se apartó del espejo y se sentó en la tapa del retrete para cortarse las uñas de la mano derecha. Cuando tuvo las uñas bien cortadas y limadas, volvió para recoger el teléfono. Seguía llamando. Colgó y marcó el número del trabajo de Bob.

—Vete a la mierda, Bob —le dijo Harris en tono jovial al contestador de Bob Badham—. Quiero decir, hola.

Luego dejó una descripción detallada de su paradero actual junto con su número de teléfono, el resultado limpio de su test de orina más reciente y la siguiente destinación en el calendario del equipo, que era un Holiday Inn de Boise, el 5 de julio. Harris poseía la clase de don salvaje y sin forma que atraía la mirada de los hombres duros y autoritarios, y a lo largo de sus veintiséis años había vivido siempre bajo los regímenes de dictadores. Bob Badham no era más que el último de los mismos.

Alguien llamó a la puerta. Harris fue a abrir vestido solamente con sus calzoncillos a rayas, confiando, no del todo inconscientemente, en encontrarse con alguna atractiva miembro de la Western Washington Association of Mortgage Brokers (que estaba aquí con ocasión de su convención anual) atraída por el deseo de ver si era cierto que el brevemente semicélebre Harris Fetko estaba en el hotel.

—¿Por qué no estás en la cama? —dijo Lou Sammartino.

Daba la casualidad de que el entrenador del club Regina Kings de la North American Professional Indoor Football League no era ningún dictador. Les concedía más caprichos a sus jugadores de los que la mayoría se merecían: los alojaba con su propia familia cuando las cosas les iban mal. Se acordaba de sus cumpleaños. Los convencía para que guardaran los recibos, para que telefonearan a sus mujeres y para que pagaran la pensión alimenticia de sus hijos. Era un hombre inteligente y con mucha experiencia que, igual que muchos entrenadores para los que había jugado Harris, creía, y en aquel punto de su carrera lo creía de forma bastante desesperada, en el mito del genio del fútbol americano, un mito al que Harris, que había sido criado por un genio del fútbol americano, había aprendido a no dar ningún crédito a los diecisiete años. Lou Sammartino creía que al problema de ganar en el fútbol americano se le podía aplicar sin duda una mente inspirada e imparcial. Su récord absoluto como entrenador, incluyendo una temporada en la efímera Liga Mexicana de Fútbol Americano de 1982, era 102-563. Entró en la habitación apartando a Harris de un empujón y le dijo en un tono cortante que cerrara la puerta. Era un hombre encorvado y voluminoso, con la cara marcada de viruelas, unas mejillas colgantes y unas inmensas gafas de montura negra. El olor de su colonia era exactamente el mismo que el de esos pinos diminutos de cartón que cuelgan de los espejos retrovisores de los taxis.

—¿Qué pasa? —dijo Harris. Se asomó al pasillo, en ambas direcciones, y después cerró la puerta, dejando fuera la fría brisa artificial que venía aullando del pasillo desierto.

—Tenemos que hablar. —Lou se sentó en la cama y examinó a Harris. Sus ojos marrones y vidriosos detrás de las lentes de sus gafas eran hermosos de una forma que se adecuaba a su historial de derrotas—. ¿Has llamado al funcionario a cargo de tu libertad condicional?

—Le he dejado un mensaje.

—¿No se supone que tienes que verlo en persona cuando estás en casa?

—No estoy en casa —dijo Harris—. Técnicamente. Mi casa está en Seattle. Y estamos en Tacoma.

—Técnicamente —dijo Lou—. Una palabra que les encanta a los perdedores.

—¿Quieres beber algo? —Harris fue al minibar. Dentro no había nada más que una bandeja traqueteante de cubitos de hielo y un olor fantasmagórico a resina aislante adhesiva. Los minibares siempre estaban vacíos en los Luxington Parc y en la mayoría de los hoteles en los que se alojaban los Regina Kings. A menudo ni siquiera estaban enchufados—. Se supone que yo tengo que beber seis botellas de agua mineral —dijo Harris. Intentó no parecer petulante, pero era difícil porque se sentía petulante.

—Oh —dijo Lou.

—¡Estoy harto de esto! —Harris cerró de un golpe la puerta de la nevera—. Se supone que cada puta vez que entro en mi habitación y abro la puerta del minibar tiene que haber seis putas botellas de agua dentro.

La puerta rebotó y golpeó la pared de al lado del minibar. El asa hizo un agujero profundo en el tabique prefabricado. Cayó una lluvia de migajas de yeso al suelo. Harris pasó los dedos por los bordes del agujero que acababa de hacer en la pared. Se le empezó a formar cierto remordimiento en el pecho, pero haciendo uso de un instinto viejo y firme, lo agarró y le retorció vigorosamente el cuello. Se volvió hacia Lou, intentando parecer seguro de sí mismo y de su posición. La verdad era que a Harris ni siquiera le gustaba el agua mineral. Le parecía que sabía a saliva. Pero estaba en su contrato.

—Bueno, va, habla. Ya se ha pasado mi hora de irme a dormir.

—Harris, dentro de un minuto o dos va a venir alguien a hacerte una proposición. —Mientras decía aquello, alguien más llamó a la puerta. Harris dio un respingo—. Quiere ofrecerte trabajo.

—Ya tengo trabajo.

Lou torció la boca, pero por alguna razón no consiguió esbozar una sonrisa verosímil.

—Lou —dijo Harris, y se le empezó a acelerar el corazón—. Por favor, dime que la liga no se desmantela.

Aquella posibilidad se había estado rumoreando desde antes incluso de que empezara la temporada. La asistencia a los partidos, salvo en algunas poblaciones hambrientas de eventos deportivos, estaba disminuyendo en un millar o más cada fin de semana, el propietario del equipo de Portland había sido asesinado por mafiosos de Las Vegas y el banco de Vancouver de cuya línea de crédito dependía la NAPIFL para sus costes de operatividad estaba siendo investigado por el gobierno de Canadá.

Lou acarició la colcha, la alisó y se miró el dorso de la mano.

—Solamente quiero acabar la temporada —dijo en un tono triste—. Con eso me conformo.

—¿Harris? —dijo un hombre al otro lado de la puerta—. ¿Estás ahí?

Harris se puso los vaqueros y fue hacia la puerta.

—Oly —dijo.

Dio un paso atrás hacia el interior de la habitación. El hombre que estaba en la puerta era gigantesco, medía dos metros con tres y pesaba más de ciento cuarenta kilos. Miembro del equipo de los campeones nacionales de 1955, igual que Norm Fetko, y empresario exitoso, a diferencia de Fetko, suministrador de un popular analgésico, Oly Olafsen siempre había sido el hombre más grande que Harris conocía, un pedazo del casquete polar, una pieza de mampostería, quince toneladas de piedra, madera de roble y cartílago que sostenían veinticinco centímetros cúbicos de cabeza rubia y sonriente. Llevaba gafas plateadas de aviador y un traje hecho a medida de color gris metálico, tan grande y con unas proporciones tan extrañas que resultaba casi irreconocible como artículo de ropa humana y parecía haber sido diseñado más bien para contener a un elefante de circo escandaloso o para proteger del polvo algún aparato enorme de tecnología médica de captación de imagen.

—¿Cómo está mi chaval? —dijo Oly.

Había sido el dinero de Oly Olafsen, más o menos, el que Harris había usado, más o menos sin que Oly supiera nada del tema, para comprar el medio kilo de cocaína que la policía había encontrado debajo del asiento trasero del Nissan 300ZX de Harris la noche en que lo hicieron parar en Ravenna Avenue. Le dio un apretón de manos a Harris que le comprimió los huesos mismos.

—Así pues —continuó—, el entrenador ha conseguido otro hijo después de tantos años. Menuda idea, ¿no? Me pregunto qué tiene pensado para ese.

Aquel comentario enfureció a Harris, a quien el mundo del deporte había conocido durante dos temporadas universitarias frenéticas y decepcionantes como Frankenback. Entre los fracasos de su carácter expuestos durante aquel período había una incapacidad total para soportar que le tomaran el pelo sobre cualquier aspecto de su vida, y menos todavía sobre la experimentación de su padre. Con gran esfuerzo y movido por un viejo hábito de deferencia hacia los amigos de su padre, consiguió sonreír, después se dio cuenta de que Oly no le estaba tomando el pelo en absoluto. Al contrario, en la voz suave de Oly había habido un matiz desleal de preocupación por el destino, en las manos de aquel gran ídolo, del pequeño nuevo Fetko que llegaba ahora al mundo.

—Sí, me ha pedido que vaya mañana al espectáculo —dijo Harris—. Al sitio donde… cómo se dice, donde circuncidan al niño.

—¿Tu familia es judía? —dijo Lou sorprendido—. No lo sabía.

—No lo es. Los Fetko no. Supongo que lo debe de ser su nueva mujer.

—Yo sí que voy a ir. ¡Ah! —Con cuidado, pues sus rodillas eran unas ruinas vetustas de cartílago y alambre, Oly se sentó lentamente en la silla del escritorio, que crujió de horror evidente al ver la lenta aproximación de aquel trasero inmenso—. De hecho, soy yo quien paga la puta cosa. —Oly sonrió, después se quitó las gafas y se pellizcó el puente de la nariz. Cuando se las volvió a poner, ya no estaba sonriendo—. El entrenador se ha metido en un ligero aprieto ahí en Northgate —dijo, presionando las palmas de ambas manos como si representaran las fuerzas tremendas que estaban aprisionando a Fetko—. Sé que las cosas no han sido, bueno, geniales entre vosotros desde que… pasó todo aquello, pero el entrenador, Harris, está realmente arreglando su vida. No está…

—Ve al grano —dijo Harris.

Una extraña expresión se cernió sobre la cara por lo general pacífica e inmutable de Oly. Sus cejas se acercaron hasta unirse sobre el puente de su nariz, y sus labios pequeños y pálidos se comprimieron en un mohín. Era infeliz, tal vez incluso activamente desagraciado. Harris nunca había imaginado que Oly pudiera sentir algo más que los efectos del hambre y la gravedad.

—Harris, no te voy a mentir, al viejo no le iría mal un poco de ayuda —dijo Oly—. Es de eso de lo que te quiero hablar. No sé si Lou te lo ha mencionado, pero el entrenador y yo…

—Se lo he dicho —dijo Lou—. A Harris no le interesa.

—¿De veras? —Oly miró a Lou con la cara convertida nuevamente en una región vacía, con una mirada educada y centelleante. Tenía una mirada agradable e inexpresiva que, junto con su mole y una receta adquirida en 1963 a una herborista china largo tiempo muerta en el International District por doscientos cincuenta dólares, le había permitido hacer lo necesario para convertir el Power Rub en el tercer analgésico cutáneo del oeste de Estados Unidos—. Lo normal sería pensar que le interesa encontrar otro trabajo, teniendo en cuenta que este negocio tuyo está a punto de irse al garete. —Ahora volvió sus ojos parecidos a bombillas de flash hacia Harris—. Teniendo en cuenta que lo que se llama empleo retribuido es una condición de su libertad condicional.

—Si eso sucede, y yo no creo que vaya a pasar, Harris puede encontrar otro trabajo. No necesita que lo ayudes tú.

—¿Y qué va a hacer? ¡Lo único que sabe hacer en la vida es ser quarterback! Lo lleva en los genes, en las partículas de la sangre. Lo lleva incorporado en el maldito cerebro. No, yo creo que está muy interesado en enterarse de una oportunidad así. Una oportunidad de redefinir su posición de verdad, doblando su sueldo actual, delante de un público por cable garantizado de cuarenta y cuatro millones de hogares en todo el país.

Harris estaba acostumbrado a que discutieran sobre sus deseos y a que decidieran su destino, en su presencia, otras personas. Era parte de la misma alquimia misteriosa que podía transmutar su cuerpo en dinero y del proceso ligeramente menos oscuro que lo había mandado a Ellensburg durante diecinueve meses. Pero al oír la mención a la televisión por cable, no pudo contenerse.

—¿Qué es? —dijo—. ¿Qué oportunidad?

Oly se metió la mano en el bolsillo de la pechera de la americana y sacó un sobre de papel Manila doblado por la mitad. Sacó un folleto a color del sobre y se lo dio a Harris. Harris se sentó en la cama para leerlo. Era un prospecto diseñado para atraer inversores a una liga de cierto deporte que el folleto llamaba Powerball, «el primer deporte de masas americano que se inventa en un centenar de años» que iba a ser jugado en todas las grandes ciudades de Estados Unidos, al parecer por hombres con unos uniformes chillones que eran parte armadura samurái y parte costume de ballet, uno de los cuales aparecía en la portada aerografiada del folleto balanceándose sobre la arena de juego colgado de un cable de rappel a rayas. La descripción era imprecisa, pero por lo que pudo ver Harris, el powerball parecía una amalgama de rugby, lucha profesional y las películas antiguas de piratas. En cuanto Harris asimiló aquello, se dedicó a leer por encima frases del tipo «velocidad, dramatismo y acción física intensa… los mejores elementos de los deportes más populares de hoy día… nuestra propuesta de sociedad con el Wrestling Channel… todos los elementos están presentes… revolucionario, popular y por encima de todo, provechoso…», hasta que llegó a la última página y se encontró una fotografía de su padre junto a un pie de foto que lo identificaba como el «as del entrenamiento Norm Fetko, inventor del powerball, propietario parcial y entrenador de la franquicia de Seattle».

—¿Fetko ha inventado esta porquería? —dijo Harris tirando el folleto al suelo.

—Se le ocurrió en un sueño —dijo Oly con expresión solemne. Se llevó las manos a los ojos, extendió sus gruesos dedos y miró el espacio que los separaba como si en él reverberara otra de las visiones lunáticas de Norm Fetko—. Un tío… con una pelota debajo del brazo… colgando de una cuerda. —Oly negó con la cabeza como si estuviera asombrado del vislumbre que el padre de Harris le había concedido de los orígenes místicos del futuro del deporte americano—. Esto va a ser grande, Harris. Ya tenemos una línea de inversores en nueve ciudades. Nuestros abogados están puliendo los últimos problemas del contrato para las televisiones. Esto puede ser algo muy, muy grande.

—Grande —dijo Harris—. Sí, ya lo entiendo.

Porque vio, y para su horror lo vio con admiración, que en aquella etapa tardía de su carrera Fetko había conseguido que se le ocurriera todavía otra forma de arruinar las vidas y las fortunas de docenas de hombres desventurados. Ninguno de los demás fracasos de Fetko —su campo de golf en el Banana Belt de Washington, su «revolucionaria» pelota de fútbol americano de color naranja, su breve (y vista retrospectivamente, pionera) incursión en la política como candidato sin convicciones políticas y su intento de criar y educar al más grande quarterback que el mundo vería nunca— le había afectado solo a él. Todos habían enlazado y montado a un gran número de gente, y en última instancia los habían arruinado. Y alrededor de todos los repartos y malos repartos de Fetko, había estado flotando Oly Olafson, un esbirro devoto, echando su dinero en la garganta de Fetko como si fuera licor.

Por eso me ha llamado. Porque quiere que vuelva a jugar para él.

—Imagínate los medios de comunicación, Harris, caramba —dijo Oly—. Norm y Harris Fetko reunidos, eso vendería un montón de entradas.

Lou hizo un gesto de dolor y se sentó en la cama junto a Harris. Le puso una mano a Harris en el hombro.

—Harris, no te conviene hacer eso.

—No me digas —dijo Harry—. Oly —le dijo a Oly—. Odio a mi padre. No quiero tener nada que ver con él. Ni contigo. Ya me jodisteis la vida una vez.

—Eh, tranquilo, chaval. —Otra grieta de pena se abrió en la superficie glacial de su cara—. Mira, me odias a mí, eso es una cosa, pero yo sé que…

—¡Le odio!

En el interior de Harris Fetko la frontera entre petulancia y rabia carecía por lo general de vigilancia, y ahora la cruzó sin aminorar la marcha. Se puso de pie y fue a por Oly, preguntándose si en algún punto en el intervalo diminuto entre la mandíbula enorme del hombre y sus hombros podría encontrar una laringe que rodear con sus pulgares. Oly empezó a levantarse, pero sus rodillas maltrechas se lo dificultaron, y antes de poder incorporarse, Harris había apartado la silla que lo sostenía de una patada. Una punzada subió silbando por la espinilla de Harris y luego su pie empezó a aullar de dolor como una trompeta. La pierna delantera derecha de la silla de madera se soltó del armazón, la silla se volcó y Oly Olafson dio con sus huesos en la alfombra de flecos de color aguamarina. Su impacto fue a la vez estrepitoso y amortiguado, como la colisión entre un bate de béisbol y un maletín lleno de agua.

—Lo siento —dijo Harris.

Oly lo miró desde el suelo. Sus dedos carnosos se cerraron en torno a la pata rota de la silla y la agarraron con fuerza. Resopló por las narices de forma tan audible como un caballo piafando. Luego soltó la pata de la silla y se encogió de hombros. Cuando Harris le ofreció la mano, Oly se la cogió.

—Solamente quiero decirte una cosa, Harris —dijo, bajándose las mangas. Se tiró de los pantalones hacia arriba por el cinturón y luego intentó reparar el desplazamiento tectónico de las hombreras de su americana—. Todo lo que el entrenador tiene, ¿vale?, lo ha vinculado a esta cosa. No hablo de dinero. El entrenador no tiene dinero. Por el momento, el dinero viene de mí. —Soltó un gemido y se inclinó para recuperar el folleto caído, luego se lo metió en el bolsillo—. Lo que el entrenador ha vinculado a esta cosa no se puede pagar, ni tampoco no pagar, ni lo puede cubrir un crédito puente. —Se dio unos golpecitos con el sobre enrollado de papel Manila en el centro del pecho—. Te veré mañana.

—No me verás, no —dijo Harris mientras Oly salía. Intentó que no se notara que sentía un dolor tremendo—. Porque no voy a ir.

Lou le levantó el pie a Harris y le dobló el dedo gordo a modo de prueba. Harris soltó un gemido. Le cayó una lágrima por la mejilla.

—Te lo has roto —dijo Lou—. Oh, Harris.

—Lo siento, entrenador —dijo Harris, dejándose caer de espaldas en la cama—. Puto Fetko, joder. Es culpa suya.

—Quizá todo lo demás sea culpa de Fetko —dijo Lou, aunque no sonaba convencido. Cogió el teléfono y pidió al servicio de habitaciones que le subiera un cubo de hielo—. Pero esto ha sido culpa tuya.

Cuando llegó el hielo, llenó una toalla de cubitos y la sostuvo durante una hora sobre el dedo de Harris hasta que hubo bajado la hinchazón. Luego juntó con esparadrapo el dedo gordo al dedo de al lado, dio unos golpecitos en la cabeza a Harris y regresó a su habitación a revisar el libro de jugadas para el día siguiente. Antes de salir, se volvió hacia su jugador.

—Harris —dijo—. Nunca has confiado en mí. Y nunca has seguido especialmente ninguno de los muchos consejos que te he dado con generosidad durante los últimos meses.

—Entrenador…

—Pero a pesar de todo eso, voy a hacer la tontería de intentarlo una vez más. —Se quitó las gafas y se las limpió con un faldón arrugado de la camisa—. Creo que deberías ir a esa cosa de mañana. —Se volvió a poner las gafas y parpadeó—. Es tu hermano el que estará tumbado ahí con las piernas abiertas.

—Que se vaya a la mierda ese pequeño bastardo —dijo Harris con la crueldad espontánea y jovial que, como tantas cosas del fútbol, le salían tan naturales—. Espero que le arranquen la polla entera.

Lou salió, negando con la cabeza en un gesto triste. Diez minutos más tarde volvieron a llamar a la puerta. Esta vez tampoco era una asesora hipotecaria sino un periodista del Morning News Tribune que venía a hurgar en las brasas de la conflagración de Harris Fetko. Harris estaba tumbado en la cama con el pie envuelto en una bolsa de hielo y le contó una vez más la triste historia de cómo su padre le había arruinado la vida y le había convertido en todas las cosas tristes que era hoy. Cuando el periodista le preguntó qué le había pasado a su pie y a la silla, Harris dijo que había tropezado mientras corría a coger el teléfono.

Vencieron a Tacoma por 10 a 9, con un gol de campo marcado a ocho segundos del final del partido. Harris corrió hasta anotar el tanto, chutó el punto extra con el pie malo y luego, en el último minuto del partido, cuando quedó claro que ninguno de los viejos instrumentos agrícolas y armarios antiguos de gran tamaño que componían la zona de detrás de la línea delantera iban a conseguir meter la pelota en la diagonal, él mismo, de nuevo con el pie izquierdo, anotó los tres últimos puntos necesarios para mantener a la gente de Regina feliz durante un día más.

Cuando los jugadores salieron del campo, se encontraron con el propietario de los Kings, Irwin Selwyn, esperando en el vestuario, sosteniendo un puro sin encender en una mano y un sobre de color azul claro en la otra, mirándose los mocasines de dos colores. El personal administrativo del equipo estaba a su alrededor, con las nueces de Adán subiendo y bajando por encima de los nudos de sus corbatas. Selwyn llevaba unos vaqueros y un jersey amarillo enorme con la palabra kings bordada en letras azules. Se metió el puro entre los dientes, abrió el sobre azul y desdobló la carta de la oficina de la liga, que con elegancia escueta y no intencionada lamentaba informar a los equipos y a los jugadores de la NAPIFL de que las posiciones de los equipos alcanzadas al final de aquella jornada serían entradas en los registros como las posiciones finales. Lou Sammartino, después de haber llevado a su equipo al primer puesto de su división y a conseguir los mejores resultados de la liga, se metió en las duchas y se sentó. Irwin Selwyn estrechó las manos de todos e hizo que su secretario le regalara a cada jugador una llave inglesa de primera calidad (era propietario de una cadena de ferreterías) y un cheque por lo que al jugador se le debería en caso de hacerse realidad el único deseo que le quedaba a Lou Sammartino. Poco después, veinticinco jugadores desolados salieron pesadamente al aparcamiento con las llaves inglesas y cogieron el autobús que los llevaría al resto de sus vidas.

Harris regresó a su habitación del Luxington Parc, encendió el televisor y miró un publirreportaje de media hora de un aspirador portátil que limpiaba la parte inferior de las camas y los sofás de su eterna capa de polvo. Se lavó los calzoncillos en el lavabo. Se bebió dos latas de zarzaparrilla light y se comió siete Slimjims. Luego apagó el televisor, se tapó la cabeza con una almohada y se echó a llorar. La inmutabilidad serena y ártica con que se rumoreaba que invertía, y con que, de hecho, se esforzaba por invertir, todos sus procesos conscientes de pensamiento no era más que una ilusión vana. Lo atormentaba ese temor particular al futuro que atosiga a las deidades desbancadas y a los defensas acabados. Se imaginó a sí mismo llevando una caja de seis cervezas al anochecer a su habitación de alquiler, llevando pantalones de sport y una chapa identificativa de algún lugar de trabajo, de pie junto con el resto de fracasados al final de una cola muy larga, esperando para reclamar algo que al final resultaría ser un cuenco metálico vacío con su calavera sonriente reflejada al fondo. Fue al cuarto de baño y vomitó.

Cuando salió del cuarto de baño se le habían pasado las náuseas pero seguía sintiendo el mismo temor al futuro. Cogió el teléfono y estuvo haciendo llamadas hasta encontrar un coche. Su ala cerrada, que era de Tacoma, aceptó, por un precio que finalmente establecieron en diecisiete dólares —puesto que diecisiete era el número que llevaba el ala cerrada en la camiseta del Campeonato de Escuelas Secundarias del Estado de Washington de 1979—, llevar el coche de su hermano al hotel en media hora. Harris se dio una ducha, se puso un traje de popelina de color habano, una camisa de cloqué y una corbata de tela madrás y pagó la cuenta de la habitación. Al salir del Luxington Parc se encontró con un Chevrolet Impala de 1979, de color berenjena con la capota de vinilo blanco, esperándolo bajo el dosel de la entrada para coches.

—No pongas el limpiaparabrisas —dijo Deloyd White—. Se carga la radio. Para ser sincero, se carga un montón de cosas. La mayoría.

—¿Y si llueve?

Deloyd miró afuera, a la tarde húmeda y no muy cálida, con el cielo azul pálido y sucio. Se rascó la maraña rala y parecida a una zarza de su perilla.

—Si llueve vas a tener que conducir muy deprisa —dijo.

Mientras Harris conducía hacia el norte por la I-5, miró con nerviosismo cómo el manto azul del cielo se empezaba a deshilachar y a mostrar aquí y allá sus eternas entretelas grises de nubes. Pero la lluvia no llegó, y Harris pudo hacer todo el camino a Northgate sin violar la velocidad límite. Con el Chevy eran siete los coches estacionados en el aparcamiento del concesionario de Buick-Isuzu nuevos y usados de Norm-Fetko, un establecimiento que había cambiado de propietario y de producto una docena de veces desde la época de Pierce-Arrow. El salón de exposición y venta de estucado blanco descascarillado, ligeramente art déco, estaba junto a un garaje bajo de bloques de hormigón ligero en uno de los tramos más tristes de Aurora Avenue, entre una tienda de armas de fuego y un sitio que vendía luces de invernadero. Fetko le había comprado aquel sitio a un vendedor de Pacers y Gremlins, y se había aprovechado de su celebridad local para ganar clientes en el preciso instante histórico en que a los americanos dejó de importarles quién les vendía sus coches. Harris aparcó entre dos Le Sabres con unos enormes dígitos blancos pintados en los parabrisas, se enderezó la corbata y se dirigió a la puerta abierta del concesionario.

Un vendedor alto y rubio, de entre la lista constantemente cambiante de antiguos jugadores de tercera fila y peleles a los que Fetko podía llamar siempre para que manejaran los remos de sus buques mercantes mientras estos se acercaban más y más a la vorágine, estaba apoyado en el umbral, fumando un cigarrillo y viendo acercarse a Harris. Iba embutido de forma imperfecta en su traje barato y parecía tener la cara hinchada. Estaba holgazaneando con un aire de impaciencia contenida, poniéndose de puntillas y meciéndose sobre sus talones. Tenía un pelo que parecía hilo dental dorado.

—Eh, Júnior —dijo. Hizo un gesto con el pulgar—. Están todos en la parte de atrás.

—¿Ya lo han hecho?

—Creo que no. Creo que te están esperando.

—Pero si dije que no iba a venir —dijo Harris, irritado por el descubrimiento de que su cambio de opinión solo había sido una sorpresa para él.

Cruzó el salón de exposición, pasó frente a tres mesas metálicas, tres archivadores y tres papeleras, todas pintadas de una variante jovial del color de los guantes de quirófano. Tres teléfonos de color beige de los de disco. Un mimeógrafo desmontado. Y un sombrerero de roble al que le faltaban todos los ganchos menos uno, del que colgaba una bolsa vacía de la compra de plástico. No había productos a la venta en la sala, una extensión desnuda de linóleo de color beige con un manto de detritos compuesto de ceniza antigua de cigarrillos y patas perdidas de insectos. Las sillas que había junto a las mesas estaban metidas pulcramente debajo de las mismas, y en las superficies de las mesas no había nada más que polvo. Aparte de una estantería llena de las carpetas y los gruesos manuales del negocio de compra y venta del automóvil y unos pocos pósters de los modelos nuevos de la temporada anterior pegados a la pared entre fotografías en blanco y negro del dueño en su época de gloria, retrocediendo para llevar a cabo un pase, apenas había nada que sugiriera que el concesionario de Norm Fetko no era un negocio acabado y no lo había sido durante mucho tiempo.

—Sabía que vendrías —dijo la mujer de Fetko cruzando la sala de atrás a toda prisa para saludarlo.

No era en absoluto lo que había imaginado: una joven y gruesa rubia de bote con un bronceado inverosímil y con la mirada insulsa y de ojos muy abiertos, todo lo cual implicaba cierto grado de preparación para aceptar dolor necesario, que Fetko había preferido en todas las mujeres con las que había estado después de la madre de Harris. Era pequeña, tenía los brazos delgados, el cuello esbelto y un pelo que parecía hierba artificial negra. Los ojos hundidos. Estaba claro que no tenía menos de cuarenta años. Se llamaba Marilyn Levine.

—He estado a punto de no venir —insistió—. No me… eh… entusiasman estas cosas.

—¿Has estado alguna vez en un bris?

Harris negó con la cabeza.

—Yo ni siquiera voy a estar en la sala —dijo Marilyn—. Soy así de blanda.

Llevaba un vestido holgado de terciopelo de color burdeos y zapatillas de ballet. Aquello fue otra sorpresa. Con el paso del tiempo, la mayoría de las mujeres de la vida de Fetko acababan asumiendo, por llamarlo de algún modo, el mismo tema recurrente, y llevaban vestidos amplios de color verde hierba con estampados que representaban corredores de fútbol americano con el brazo extendido en posición defensiva, postes de portería y pelotas de fútbol americano girando. Marilyn tocó el brazo de Harris con la mano.

—¿Sabías que el entrenador ha dejado de beber?

—¿Cuándo?

—Hace casi un año —dijo—. No llega.

—Es una buena noticia —dijo Harris.

—Es un hombre distinto, Harris —dijo ella—. Ya lo verás.

—De acuerdo —dijo Harris en tono de duda.

—Ven a saludar.

Ella lo llevó al otro lado del bufet, tres mesas redondas puestas juntas y abarrotadas de tanta comida como para servir a diez veces el número de invitados que habían venido. Salvo por un par de empleados de Fetko y una docena aproximada de miembros de la familia de Marilyn, entre ellos una persona con verdadero aspecto de judío, con el sombrerito y la barbita de abolicionista, a quien Marilyn presentó como su hermano, la sala estaba vacía. Había unas cuantas mujeres formando un corro al fondo de la sala alrededor de una pelota de fútbol americano de color azul marino que Harris supuso que sería el nuevo Fetko envuelto en una manta.

En los viejos tiempos, en un espectáculo como aquel, habría habido un enorme círculo de megalitos alrededor de Fetko, dólmenes y menhires con pantalones de color pistacho, con apodos como Big Mack y Tuerto. Algunos de los miembros del equipo ganador del campeonato nacional de 1955, Harris lo sabía, habían muerto o se habían mudado a lugares lejanos. El resto habían sido quemados, usados, gastados o, en un caso, mandado a la cárcel por alguno de los planes de Fetko. Ahora solamente quedaban Oly Olafsen, Red Johnnie Green y Hugh Eggert con su puro enorme. Red Johnnie llevaba un traje negro con una corbata funeraria, Oly llevaba otra de sus lonas de piel de tiburón y Hugh había solucionado el problema inquietante de vestirse para el oscuro ritual de un pueblo extranjero viniendo con su mejor ropa de golf. Cuando vieron a Harris, le dieron palmadas en la espalda y le estrecharon la mano. Le estrujaron los bíceps, probaron la firmeza de su apretón de manos, le masajearon los hombros, le hundieron las barbillas mal afeitadas en la parte interior del cuello y Hugh Eggert llegó incluso a darle una palmada de tono rural en la nalga izquierda. Harris siempre había sentido por ellos un respeto reverencial. Ahora los miró con envidia y consternación. Habían envejecido sin madurar: chavales pendencieros y lascivos metidos en enormes disfraces de hombre de goma con cremalleras. Harris, por otro lado, hacía eones que se había despedido de su infancia y jamás había conseguido madurar.

—Harris —dijo Fetko—. ¿Qué te parece esto?

Le sobresalía la punta de la lengua de la comisura de los labios y se estaba estirando hacia arriba la cinturilla de los pantalones, como si estuviera a punto de intentar algo difícil. Era más bajo de lo que Harris recordaba: más gordo, más gris, más viejo, más triste, más cansado, más calvo y con más capilares rotos en las mejillas. Tenía, calculó rápidamente Harris, sesenta y un años, y durante la mayor parte de su treintena había sido entrenador en Denver provisto de un máster en fisiología deportiva, antes de elegir a la madre de Harris de una larga lista de candidatas disponibles y empezar su grandioso experimento de cría. Como de costumbre, iba vestido con zapatillas de deporte negras altas, pantalones anchos negros de ripstop y un polo negro. Los músculos de los brazos le tensaban las bandas de punto elástico de las mangas. Con su ropa negra, su cabeza rapada y unos ojos que solamente se salvaban de la frialdad total gracias a un leve destello azul de locura, parecía un hombre que había sido entrenado de joven para tirarse de aviones en plena noche y estrangular a dictadores enemigos mientras dormían.

—Hijo —dijo.

—Qué tal, entrenador —dijo Harris.

El momento durante el que podrían haberse dado la mano, o incluso —en un universo con una historia alternativa donde los chinos descubrían América y Adolf Hitler era atropellado por la furgoneta de la leche y moría a los diez años— abrazado, pasó, como siempre. Fetko asintió.

—He oído que has jugado bien hoy —dijo.

Harris bajó la cabeza para ocultar el hecho de que se estaba sonrojando.

—No lo he hecho mal —dijo—. Felicidades por el niño. ¿Cómo se llama?

—Sid Luckman —dijo Fetko, y todos los hombres que había a su alrededor salvo Harris se echaron a reír. Sus risas eran nerviosas y sonaban falsas, como si Fetko hubiera dicho alguna guarrada—. Siendo como es un pequeño judío… —Fetko asintió con piedad tolerante y einsteiniana en dirección a sus viejos amigos—. Estos desgraciados se creen que es una broma.

No, no, le aseguraron. Sid Luckman es un nombre excelente. Con todo, tenía que admitir que…

—¿Luckman es el segundo nombre? —dijo Harris.

—Eso mismo.

—Me gusta.

Fetko volvió a asentir. No le importaba si a Harris le gustaba o no. Harris estaba allí simplemente —como siempre había estado en el pasado— para darse cuenta de cuándo Fetko no estaba bromeando.

—Se alegra mucho de verte —dijo Marilyn Levine con cierto matiz afilado en la voz y dándole un codazo a Fetko—. Lleva toda la semana preocupado.

—No digas tonterías —dijo Fetko.

Marilyn asintió de forma furtiva en dirección a Harris para hacerle saber que lo que había dicho era cierto. Estaba de pie con el brazo todavía entrelazado con el de Harris y despedía un agradable olor a talco. Harris le apretó la mano. Había pasado la mayor parte de su infancia esperando a que Fetko trajera a casa a alguien como Marilyn Levine para cuidarlo. Ahora tuvo la breve fantasía de sacarla a rastras de la sala cogida de su cálida mano, de meterla precipitadamente a ella y a Sid Luckman en el Chevy Impala de color berenjena y llevarlos a miles de kilómetros de allí en plena noche hasta un lugar seguro. Su madre había abandonado a Fetko cuando él tenía seis años, prometiendo que volvería a buscarlo cuando se hubiera asentado. Pero la llamada no llegó nunca. Su madre se casó otra vez y luego otra y se mudó dos docenas de veces a lo largo de los últimos quince años. Harris soltó la mano de su madrastra. Probablemente no existía un lugar seguro para esconderlos a ella y al bebé. Allí donde fueran se encontrarían a hombres como Fetko. Por lo que Harris sabía, él mismo era también un hombre como Fetko.

—¿Hola?

Todo el mundo se volvió. Detrás de Harris había un hombre arrugado, de metro veinte de estatura, de un millar de años de edad, con una cartera de cuero negro debajo del brazo.

—Soy el doctor Halbenzoller —dijo en un tono compungido. Tenía un verdugón enorme en la frente y mostraba una expresión perpleja y temerosa, como si hubiera perdido sus gafas y tuviera que andar por el mundo a tientas—. ¿Dónde están los padres?

—Yo soy el padre del niño —dijo Fetko, estrechando la mano del viejo—. Esta es la madre, Marilyn. Ella es la que es practicante.

El doctor Halbenzoller se volvió para mirar a Marilyn. Parecía alarmado.

—¿El padre no es judío?

Marilyn negó con la cabeza.

—No, pero ya hablamos de ello por teléfono, doctor Halbenzoller, ¿no se acuerda?

—No me acuerdo de nada —dijo el doctor Halbenzoller.

Examinó la sala, como si intentara acordarse de cómo había llegado a aquel lugar extravagante en el que se encontraba ahora. Su mirada se posó un momento en Harris, con curiosidad y con desaprobación evidente, como si estuviera mirando a un gran danés a quien alguien hubiera vestido con una chaqueta de tela madrás y enseñado a sonreír.

—Soy un humanista existencialista —le dijo Fetko—. Esa ha sido siempre mi gran baza como entrenador. Durante la larga temporada, un entrenador ateo siempre vencerá a un entrenador que cree en Dios. —Fetko, cuyo récord personal era un existencialista 163-162, llevaba una larga temporada sin entrenar, y Harris se daba cuenta de que echaba de menos que lo entrevistaran—. Además, me da la impresión de que no podría darle un voto de confianza a la fe judía…

El doctor Halbenzoller se volvió hacia Marilyn.

—Dígales que me gustaría empezar —le dijo, como si ella fuera su intérprete. Cogió la cartera que llevaba debajo del brazo—. ¿Dónde está el niño?

Marilyn lo llevó a la parte trasera de la sala, donde, junto al corro de mujeres, se había colocado una mesa redonda y se había cubierto con un paño de terciopelo de color púrpura. El doctor Halbenzoller soltó las hebillas de su cartera y la abrió, revelando un juego reluciente de herramientas enigmáticas.

—Y el sandek —le dijo a Marilyn—. ¿Tienen uno?

Marilyn miró a Fetko.

—¿Norm?

Fetko se miró las manos.

—Norm.

Fetko se encogió de hombros y levantó la vista. Escrutó la cara de Harris y dio un paso hacia él. Involuntariamente, Harris retrocedió otro paso.

—Es como ser padrino —dijo Fetko—. Para el niño. Marilyn y yo habíamos pensado en ti.

Harris se sintió honrado, y muy conmovido, pero no quiso que se notara.

—Si queréis —dijo—. ¿Qué tengo que hacer?

—Póngase a mi lado —dijo el doctor Halbenzoller lentamente, como se hablaría con un perro bien vestido e inteligente.

Harris se acercó a la mesa cubierta de terciopelo y se puso al lado de la misma, lo bastante cerca del doctor Halbenzoller como para oler el vapor de su traje recién planchado.

—¿Hay que ser médico para hacer esto? —preguntó.

—Soy dentista —dijo el doctor Halbenzoller—. Desde hace quince años. Esto es un hobby que tengo. —Se hurgó en el bolsillo de la americana y sacó un delgado librito de cuero negro agrietado—. Traigan al niño.

Trajeron a Sidney Luckman Fetko y lo colocaron en brazos de Harris. Estaba muy despierto, inmóvil, con la cara fruncida y llena de bultitos asomando por debajo del paño azul que lo envolvía. No pesaba nada de nada. La mujer de Fetko abandonó la sala. El doctor Halbenzoller abrió su librito y empezó a canturrear. El idioma —Harris supuso que era hebreo— sonaba áspero y anguloso y quejumbroso. Sid Luckman abrió mucho los ojos, como si estuviera escuchando. Su cabeza todavía no se había terminado de poner en su sitio después de salir de Marilyn Levine y tenía los rasgos un poco agarrotados en un lado, lo cual le confería una expresión sardónica. Es mi hermano, pensó Harris. El otro hijo de Fetko.

Estaba tan enfrascado en el significado de aquello que no se dio cuenta de que hacía unos segundos que reinaba el silencio. Harris levantó la vista. El doctor Halbenzoller tenía los brazos extendidos en su dirección. Harris se quedó mirándole las manos, encallecidas y amarillentas pero sin arrugas, como un par de pies viejos.

—No pasa nada, Harris —dijo Fetko—. Dale el bebé.

—Perdonadme —dijo Harris. Se puso a Sid Luckman bajo el brazo y se dirigió a la salida de incendios.

Corrió a través del aparcamiento vacío, pasó frente a una larga y rústica caravana roja y blanca con entalamaduras de aluminio a rayas en la que la madre de Harris había predicho que Fetko acabaría su vida, hacia una franja de tierra abierta que se extendía por detrás del concesionario, un enorme enredo de zarzamoras, abetos desvaídos y palisandros renegados escapados de algún lejano jardín. Al final de su adolescencia, Harris a menudo se había abierto paso hasta un claro muy grande que había en el centro de la maleza, un mar circular de hierba muerta donde durante décadas los mecánicos que trabajaban en las zonas de servicio habían tirado sus baterías de coche gastadas y sus cacerolas llenas de aceite de motor averiado. En el centro de aquel punto maldito, Harris se tumbaba de espaldas, miraba el cielo de color paloma de Seattle y malgastaba la maravillosa capacidad especulativa de su cerebro en temas como los pechos de las mujeres, las grandes fortunas y los biplazas italianos.

Hoy día no hacía falta encontrar el camino —se había abierto un sendero entre la maleza— y mientras se acercaban al claro, Harris aminoró la marcha. En el bosque no había pájaros y los únicos ruidos eran el zumbido del tráfico de Aurora Avenue, las ramitas que se rompían bajo sus pies y un gruñido bajo y hostil procedente del bebé. El día se había convertido en una fría tarde de verano. El viento soplaba desde el norte y olía a sal y a polvo. Mientras Harris se acercaba al claro, se encontró a sí mismo abrumado por los remordimientos, no por lo que acababa de hacer ni por las pelotas mal chutadas ni por las yardas perdidas ni tampoco por la confianza que había depositado tan erróneamente en los demás durante su breve, confiada y equivocada vida, sino por algo más tenue y débil, amarrado en el recuerdo de aquellas tardes interminables pasadas tumbado de espaldas en aquel círculo mágico de veneno, desperdiciando sus pensamientos en cosas que ahora significaban tan poco para él. Luego él y Sid aparecieron en el claro.

Vio que la mayoría de los árboles que antes lo rodeaban habían sido derribados, mientras que a los que quedaban les habían quitado las ramas más bajas y los habían pintado de rojo y azul con una letra blanca, débil y temblorosa, a unos tres metros tronco arriba. Habían dejado exactamente los árboles justos para que entre todos deletrearan la palabra power-ball. Harris nunca había visto un árbol pintado y el efecto lo dejó perplejo. De un poste muy alto plantado en medio del círculo se extendían nueve cables de rappel a rayas, como los nervios de un paraguas, hasta unas plataformas de madera que había en lo alto de cada uno de los árboles pintados. El suelo de tierra había sido pacientemente arado y removido, limpiado de hierbas y basura y luego apisonado otra vez, tan liso y perfecto como un diamante de béisbol. En los postes norte y sur del terreno había una red de portería de fútbol, pintada con espray de color dorado. Alguien había pintado también una serie de vallas publicitarias de imitación anunciando Power Rub además de cigarrillos, refrescos, bujías y whiskies de marcas patrocinadoras imaginarias, y las había clavado en puntos clave del perímetro. Las letras eran toscas pero los colores estaban bien y si uno fruncía un poco los ojos casi se podía dejar convencer. El cuidado, el trabajo concienzudo, la atención infantil a los detalles y por encima de todo los años de amor desencaminado y de confianza errónea que se habían invertido en su planificación y su construcción le parecían a Harris la garantía de la destrucción inevitable del terreno de juego a manos del viento, el clima y la siniestra paquisandra del fracaso que últimamente envolvía todas las empresas de su padre y abrumaba a la misma gente a la que intentaba persuadir.

—Mira lo que ha hecho el entrenador —le dijo Harris a Sid, inclinando un poco al bebé para que pudiera ver—. ¿A que es chulo?

La cara de Sid Luckman nunca perdía su aire adusto y sardónico, pero a Harris le preocupó aquel inesperado espasmo de perdón. El desastre del powerball, cuando se manifestara finalmente, ya fuera como decepción a pequeña escala o como enorme colapso financiero, no sería culpa de Fetko. Harris se había pasado toda la vida, para bien o para mal, codo con codo con otros hombres, y para entonces ya había visto lo bastante como para saber que la ruina perenne desplegaba sus hojas y sus largos zarcillos por las moradas y los planes de todos los padres, en todas partes, atándolos a sus hijos por los tobillos y las muñecas, lo quisieran o no.

—Vuelve aquí, joder —dijo Fetko apareciendo detrás de ellos, jadeando—. Volved los dos.

Harris no dijo nada. Notaba la mirada de su padre posada en él, pero no se giró para mirar. El bebé se sorbió la nariz y gruñó en sus brazos.

—Eh, esto lo he construido yo mismo —dijo Fetko al cabo de un momento.

—Ya me lo imaginaba.

—Tal vez más tarde, si quieres, podemos repasar algunos detalles del juego.

—Tal vez.

Fetko se estremeció y dio una palmada.

—Bien, pero ahora vamos, joder. Antes de que ese hombrecillo judío se nos quede tieso.

Harris asintió.

—Vale —dijo.

Mientras pasaba con Sid junto a su padre, Harris sintió que se le contraían las tripas en un antiguo reflejo y esperó el cachete, el puñetazo, el golpe de kárate, el coscorrón en la nuca, la palmada en la cabeza o la patada en el trasero de los pantalones que en su juventud había interpretado como ejercicios fortalecedores destinados a prepararle para su carrera como receptor de impactos terribles pero que ahora, mientras Fetko le daba un puñetazo en el brazo lo bastante fuerte como para hacerle estremecerse de dolor, vio como la expresión de un sentimiento al mismo tiempo tan complejo e inarticulado, ni amor ni odio pero tan elemental como ambos, que solamente se podía expresar haciéndole contusiones en la piel. Harris se pasó a Sid Luckman al brazo izquierdo y por primera vez en su vida levantó el brazo para devolverle a Fetko un buen puñetazo. Luego cambió de opinión, bajó la mano y cargó con el bebé a través del bosque hasta el concesionario con Fetko siguiéndolos y silbando por lo bajo una canción impaciente y desafinada.

Cuando regresaron, Harris entregó a Sid Luckman. El doctor Halbenzoller puso al bebé sobre la tela de terciopelo. Metió la mano en su cartera y sacó un artilugio rectangular de acero inoxidable que se parecía un poco a un cortapuros. El bebé agitó sus pequeños puños. Sus piernas desnudas batieron en el aire como alas de mariposa. El doctor Halbenzoller acercó el cortapuros a la diminuta panatela del niño. Luego miró a Harris.

—Por favor —dijo, señalando con la cabeza las piernas temblorosas, y Harris comprendió que alguien iba a tener que sujetar a su hermano.