Zapatillas de clavos

Una tarde de mediados de abril la abogada de Kohn, con la paciencia agotada, llamó para decirle que le daba una última oportunidad. Que tenía que ir a Chagrín Harbor aquella misma tarde y firmar la solicitud en que él y su mujer informaban al estado de Washington de que su matrimonio estaba roto de forma irremisible. Si volvía a no presentarse, su abogada lo lamentaba pero tendría que tirar su expediente al fondo de un cajón, mandarle una factura y olvidarse de él. Su mujer y la abogada de su mujer quedarían libres entonces para cosechar sin trabas los frutos de la testarudez de él. Así que Kohn se puso sus enormes botas de goma y recorrió con esfuerzo el camino hasta el cenagal de gravilla donde él y sus vecinos de Valhalla Beach aparcaban sus jeeps y camionetas embadurnadas de barro. El aire estaba helado, y la cabeza grande y sin afeitar de Kohn, con sus gafas y sus rasgos aturdidos, estaba bien enfundada en la capucha de una parka que era del mismo color difuso de los órganos hervidos. Echó un vistazo al mundo a través de un ojo de buey diminuto y bordeado de piel sintética y oyó solo el ruido de su propia respiración.

Su matrimonio había sido breve, una corta historia de esperanza y calamidad seguidas de la práctica destructiva de psicoterapeutas y abogados. Jill era diez años mayor que Kohn, nativa de la isla de Chubb y experta en Lacan que daba clases en el Reed College. Ansiaba tener un hijo. Kohn era del Este, un hombre socialmente incómodo y obsesivo. Era fabricante de instrumentos, construía guitarras eléctricas personalizadas, sobre todo para el mercado japonés, y prefería mantener sus propios deseos prensados entre las claras láminas de un hábito de fumar marihuana desde el cual pudiera observarlos a salvo. Hablaba con un ligero tartamudeo. A su único buen amigo lo había conocido en su primer año de universidad. Jill había confundido sus silencios de carpintero y una timidez que era puramente psicológica con las señales de un alma sensible. Tenía treinta y cinco años y tal vez no le interesaba mirar demasiado de cerca ni demasiado de lejos.

Se había quedado embarazada justo después de la boda. Se fueron de Portland y regresaron al estrecho de Puget, a la vieja casa de tejas marrones de los padres de ella en Probity Beach. El bebé, un niño, llegó en marzo, y durante lo que dura una temporada de béisbol los tres estuvieron satisfechos, de una forma borrosa que en ciertos momentos se concretaba en focos nítidos de felicidad no más grandes que una moneda de diez centavos, no más sustanciales que el olor a sal en la concavidad del cuello del bebé mientras Kohn lo llevaba en brazos por la playa hacia el porche encalado de sus abuelos. En octubre el bebé se puso a cuarenta y un grados de fiebre. Perdió la conciencia en el ferry, en brazos de su madre, de camino al hospital Swedish. Fue enterrado, junto con el matrimonio de sus padres, en un rincón del cementerio de la isla de Chubb, en compañía de algunos de sus antepasados y primos. Hicieron terapia, pero fue una pérdida de tiempo y de dinero porque a Kohn no le gustaba hablar delante del psicólogo. Lloró la muerte muy de vez en cuando, en privado, mínimamente, invisiblemente, casi para sí mismo. Se retrajo. Jill lo dejó, se fue de la isla y se trasladó a un asram de Siddha Yoga, un antiguo hotel de las montañas Catskill del que solían ser clientes los bisabuelos de Kohn. Ella nunca se recuperaría del todo, Kohn lo sabía, de lo que había sucedido, pero es probable que la recuperación completa no fuera necesaria. Por lo menos había conseguido poner un poco de distancia geográfica sólida entre sí misma y su desastre. Fue como si a ella se la hubiera llevado la corriente, mientras Kohn continuaba acampado, aislado por la nieve, en medio de los restos humeantes del accidente. Se había ido de casa de los padres de ella, había alquilado la diminuta cabaña en Valhalla Beach, había puesto su mesa de trabajo y había reanudado la lenta producción del modelo que era su marca de la casa, el Kohn Seis, una cuña aerodinámica de madera de arce flameada, puente trémolo, afinadores y pastillas humbucker de lujo. Esperó la siguiente intervención del destino, confiando que esta vez se la podría perder.

Cuando Kohn llegó al embarrado aparcamiento, jadeante por el ascenso, vio a Bengt Thorkelson de pie bajo la lluvia junto al Honda Civic de su madre, armado con un trozo de tubería de plástico y bateando con todas sus fuerzas.

Bengt tenía once años y vivía con su madre viuda en la casa de los Wayland, a tres casas de distancia en la playa de Kohn. Era bajo para su edad, y regordete, y tenía el pelo oscuro y encrespado y unas gafas enormes. Corría meciendo un poco las caderas. En la playa al atardecer, cuando creía que no lo veía nadie, imitaba los graznidos de las gaviotas, con bastante éxito. Su mejor amigo, Malcom Dorsey era en la actualidad el único niño negro de la isla de Chubb. Aquello era lo único que Kohn sabía de él, salvo que una mañana en que estaba caminando colocado por la playa el invierno anterior, Kohn había visto a Bengt sentado en un tronco arrastrado por el mar hasta la playa, bajo la lluvia, con su labrador mestizo de color naranja, Nerf, sosteniendo una sombrilla de topos de Minnie Mouse sobre las cabezas de ambos y sollozando. Kohn había pasado a su lado rápidamente, cabizbajo, enfundado en su parka. El padre del niño, Kohn lo sabía vagamente, se había ahogado o había perdido la vida de alguna forma en el mar. Su madre era de esa clase de mujeres sexys y pechugonas, energéticas y malhabladas que una vez le había llevado a Kohn un extraño estofado donde había tofu, fideos de trigo sarraceno y pasas de corinto. Kohn también la evitó a ella. Se mantenía alejado de todos sus vecinos, cuyas vidas se extendían por toda la isla de Chubb desde Valhalla Beach hasta Rhododendron Beach, desde Chagrín Harbor hasta Point Probity, desde las cimas de las torres de transmisión de Radio Beach hasta los profundos huesos cretácicos de la isla. La vida de Kohn cabía en la parte trasera de una furgoneta Econoline.

—Hola, Bengt —dijo Kohn acercándose despacio a su furgoneta, con el barro tragándose las suelas de sus botas y escupiéndolas mientras él caminaba.

Nunca se sentía cómodo diciendo el nombre de aquel chico, que debía de haber sido una maldición durante toda su existencia. Por lo general vacilaba entre no pronunciar la T e intentar hacer todo el hincapié en la G, como pensaba que permitía la tradición sueca.

—Hola, señor Kohn —dijo Bengt en un tono sombrío.

Se agachó y recogió del suelo un centavo que tenía a sus pies. Iba vestido con una sudadera con capucha de colores rojo y blanco vivos en la que se leía RANGERS en letras azules en el pecho, unos vaqueros nuevos, con las perneras vueltas y unas zapatillas deportivas antiguas de hombre, acabadas en punta y atadas con lazos de vestir, demasiado grandes para sus pies y con toda la pinta de ser un legado de algún antepasado que jugaba al béisbol. En el suelo a sus pies había un guante nuevo de béisbol. Los dedos que sostenían el trozo de tubería los tenía rosados por culpa del frío. Se incorporó apoyando el peso en los talones, levantó la tubería por encima de la cabeza como si fuera un hacha y tiró el centavo al aire. Luego bateó, tal como Kohn lo había visto batear antes, poniendo toda su energía en un golpe enorme y salvaje con tanta inercia que estuvo a punto de hacerlo caer. El centavo cayó al barro con un chapoteo que era como un comentario maleducado sobre su estilo.

—Joder. Digo, jolín. —Recogió el centavo, lo tiró al aire y trató de batearlo otra vez. Volvió a errar el tiro—. Jolín. —Tiró el centavo y volvió a intentarlo con todas sus fuerzas—. ¡Jolín! —Miró en dirección a Kohn, y luego apartó la vista, con las mejillas sonrojadas—. Puedo darle —le aseguró a Kohn.

Señaló hacia abajo con el dedo y Kohn vio que el suelo delante del chico estaba lleno de centavos.

—¿Tienes partido hoy? —dijo Kohn.

Llevaba días sin hablar con nadie que no fuera su abogada, y el timbre de fagot de su voz le sonó extraño. Se abrió un poco la cremallera de la capucha.

—No, tengo entrenamiento. Hoy es el primer día.

—¿Lloviendo?

—No está lloviendo.

Kohn supuso que tenía razón. Había llovido todo el invierno, todos los días salvo el 11 de enero y el 24 de febrero, un diluvio digno del realismo mágico que había hecho que a los postes de las cercas les brotaran hojas verdes y había hecho resucitar el lago de Chubb, perdido hacía treinta años a causa de un proyecto fallido de drenaje del Cuerpo de Ingenieros del Ejército. Aquel clima primaveral era algo distinto, apenas digno de llamarse clima: un manto fino y errático de color gris chispeante que no impedía que los isleños cortaran el césped, lavaran el coche o trabajaran en su estilo de batear. Bengt volvió a lanzar al aire el centavo esquivo. Aquella vez sí que le dio, y la moneda arrancó un mi bemol del tubo. Salió despedida en un ángulo nulo, hacia el Civic, rebotó y aterrizó en el barro a tres metros de los zapatos de Bengt, tras dejar una cicatriz blanca en el costado azul del coche.

—¡Bien! —exclamó en un tono sombrío. Se metió la mano en el bolsillo, hurgó y se sacó otro centavo—. Soy un pringado.

—Los centavos son pequeños.

—Las pelotas de béisbol también —señaló Beng. Hurgó en el barro con el extremo de la tubería—. Alguna vez me gustaría disparar con ballesta —continuó sin que viniera al caso. Accionó una manivela invisible, apuntó usando como guía la culata de su tubería de plástico y luego mandó la saeta a volar haciendo «¡Fuok!» con la lengua. Se miró los pies—. Estos zapatos eran de mi tío Lars. Ya sé que me dan pinta de estúpido.

—No —dijo Kohn—. No, de verdad.

Kohn se miró el reloj de pulsera. Unos segundos más tarde se lo miró otra vez. Últimamente siempre se estaba mirando el reloj, pero es que al cabo de un momento ya no se acordaba de lo que había visto.

—Ah —dijo Bengt por fin—. Bueno. Llego tarde. Supongo que bastante tarde. Supongo que sería mejor no ir. Odio el béisbol. —Echó un vistazo a Kohn y apartó la vista, a ver si lo había escandalizado. Kohn intentó parecer escandalizado—. Estoy mucho más interesado en el tiro con arco.

—¿Te va a llevar en coche tu madre?

—Está con mi abuela en el hospital. Se ha caído de una escalerilla en la cocina, mi abuela, quiero decir, y se ha roto la cadera. Se supone que mi tío Lars se ha quedado conmigo, pero no sé dónde está. He llamado a Tommy Latrobe y al parecer su padre tiene que recogerme. Pero supongo que se han olvidado.

Bengt tiró una moneda y volvió a acertarle, desviada a la izquierda pero esta vez de forma más o menos válida. Luego volvió a hurgarse en el bolsillo.

—Llevas un montón de centavos ahí —dijo Kohn.

Bengt sacó un puñado de cilindros que contenía cada uno cincuenta monedas de un centavo, envueltas en papel liso, nuevo y de color rojo y blanco. Se los enseñó a Kohn y luego se los volvió a meter todos menos uno en el bolsillo. A aquel le arrancó medio centímetro de envoltorio y sacó otro puñado de monedas.

—Eran de mi padre —dijo—. Mi madre decía que tenía todo el tiempo del mundo. En los barcos. —Los Thorkelson de la isla de Chubb tenían una empresa que llegaba hasta Alaska, recogía témpanos de hielo y los mandaba al Japón, donde los vendía, debidamente cortados y triturados, en forma de elegantes barritas. Eran increíbles las cosas que compraban los japoneses—. Hay una caja entera de cilindros de monedas de un centavo debajo de la cama de mi madre. —Tiró un centavo al aire, bateó y lo mandó hacia la pared cubierta de hiedra o de vinilo de su imaginación.

—¡No los tires al barro! —Kohn estaba horrorizado—. ¡Son los centavos de tu padre!

—No me hacen falta.

Bengt sostuvo otro centavo entre el índice y el pulgar y lo lanzó al aire. Blandió el trozo de tubería y tomó impulso para batearlo. Kohn extendió el brazo, le agarró de la muñeca y cogió la moneda revoloteante con la mano ahuecada como si fuera una polilla. El chico se quedó mirándolo, asombrado. Se soltó la mano y la sacudió. Su brazo tenía grabada la huella pálida de los dedos de Kohn.

—Oh, Dios, lo siento —dijo Kohn sorprendido por su propia actitud. No eran más que centavos. Se metían rodando bajo las neveras del mundo, se colaban en las juntas de los cajones de los escritorios, desaparecían en las entrañas de los asientos de automóviles, se colaban detrás de los muebles, las cómodas y los retretes. Nadie se molestaba en rescatarlos. Se caían de las manos de los peatones descuidados y pasaban horas en la acera sin que nadie se parara a recogerlos. El propio Kohn había tirado puñados tintineantes a la basura—. ¿Te he hecho daño? Dios, lo siento. Déjame llevarte en coche al entrenamiento. Tengo que ir al pueblo de todos modos.

Bengt escrutó a Kohn con la frente arrugada. Comprobó la complexión fornida de Kohn. Contempló las manos nudosas y de aspecto fuerte de Kohn.

—¿Le gusta a usted el béisbol? —dijo.

Kohn consideró la cuestión. Había empezado a jugar a los ocho años, en Washington DC, y se había enamorado de Frank Howard, pero al final de la temporada Howard y los Senators se habían marchado a Texas. En noviembre del mismo año sus padres habían puesto fin a su matrimonio. El fabricante de caramelos para quien el señor Kohn trabajaba de contable lo transfirió a Pittsburgh. Después de una fea batalla legal el joven Kohn se fue con él. La primavera siguiente su padre lo llevó varias veces al estadio de béisbol feo y enorme de The Confluence. Los Pirates tenían un atractivo outfielder puertorriqueño que acertaba en los momentos de mayor presión y eliminaba a los corredores en la base del bateador con lanzamientos desde el fondo y a la derecha. Conmemoró el golpe número tres mil de su carrera el último día de la temporada y murió el invierno siguiente en un accidente de aviación. Después de aquello, Kohn renunció a las versiones organizadas del deporte.

Negó con la cabeza.

—Para serte sincero, yo también lo odio bastante.

—Ya lo sé —dijo Bengt, dando un porrazo en el suelo con el extremo de su tubería—. ¡Joder!

—Pero a veces juego un poco al softball.

Kohn había jugado en un equipo de la universidad. Había sido el segundo peor jugador de un equipo que terminó el noveno de doce.

Bengt pareció un poco sorprendido.

—¿En qué posición?

Outfielder. —Kohn sintió una nostalgia repentina de la visión enormemente escorada desde el fondo y a la derecha, del zumbido lejano del parloteo procedente del banquillo, de la conciencia vacía y bovina de la hierba y el cielo que tienen los outfielders. Si uno retrocedía lo bastante allí un día caluroso de verano, a veces se podía ver la curvatura de la tierra—. Sobre todo izquierdo.

—¿Tiene usted un guante? —Bengt se estaba empezando a excitar un poco.

—En mi furgoneta, creo.

—Mola —dijo Bengt.

Soltó el pedazo de tubería, recogió su guante y echó a andar hacia la furgoneta de Kohn, salpicando gotas de barro con las zapatillas mientras caminaba. Kohn andaba pesadamente detrás de él. Cuando se sentó al volante vio, compungido, que el chico estaba sonriendo.

—Tengo que ir a ver a mi abogado —dijo Kohn—. ¿Te lo he comentado?

Normalmente Kohn conducía por las carreteras de la isla con imprudencia espontánea. Su trabajo exigía que prestara horas enteras de intensa atención a detalles muy pequeños, y cuando se ponía al volante de un coche siempre se relajaba bastante. Pero a aquel joven pasajero nervioso y locuaz lo llevó al pueblo conduciendo con cuidado y despacio. Se esforzó en ello. Estaba haciendo una buena obra y a una parte de él le daba miedo hacer buenas obras. A menudo parecían acabar, se había dado cuenta, en tragedia y artículos de prensa. Un vecino amable y compungido lleva en coche a un pobre chico sin padre a su entrenamiento de béisbol. La furgoneta vuelca y empieza a arder.

—Mi tío Lars debe de tener ochenta años —estaba diciendo Bengt, mirándose los zapatos con aprensión—. Jugaba para los Browns de San Luis. Fue aquel lanzador que mató a alguien, ¿sabe? Con una pelota, o sea, en un partido. A Johnny algo, no me acuerdo. Salió en un libro. Historias extrañas pero ciertas del béisbol.

—¿Lars Larssen? —dijo Kohn. Kohn había leído el mismo libro, o uno parecido, cuando era niño—. ¿Ese es tu tío Lars? Guau. Fue Johnny Timberlake, ¿no?

—Timberlake.

—¿Y qué le pasó después?

—¡Que se murió!

—Me refiero a tu tío. ¿Tuvo que ir a la cárcel o algo así?

Bengt negó con la cabeza.

—Tuvo que retirarse, supongo que eso fue todo —dijo—. Fue un lanzamiento mal dirigido. No fue más que mala suerte.

En el cruce de Cemetery Road y la autopista de la isla de Chubb se pararon ante el semáforo, uno de los dos que había en toda la isla. El semáforo pasó del verde al amarillo y Kohn aminoró la marcha hasta detenerse. Miró las viejas zapatillas de clavos de Lars Larssen, con su piel de reptil, sus hocicos de rata y sus lazos que parecían antenas temblorosas. A Kohn no le habría gustado meter los pies dentro.

—Tengo que llevar seis pares de calcetines —dijo Bengt.

—¿Y no te puedes comprar unas nuevas?

Bengt no respondió de inmediato. Miró los zapatos malditos que se le estaban tragando los pies, los dedos del pie negros, retorcidos y llenos de cicatrices de la mala suerte personificada.

—Ya me gustaría —dijo. Su tono sugería que la falta de dinero no era el único problema. Parecía que le había quedado marcado que aquellos zapatos eran su herencia.

A pesar de los miedos de Kohn, llegaron sanos y salvos al entrenamiento. Kohn apagó el motor y se quedaron sentados. Se quedaron mirando a través del parabrisas a los hombres y niños reunidos en la hierba. El equipo entrenaba en el campo con el cuadro de tierra que había detrás de la escuela de primaria Chagrín Harbor, en el extremo de un pasto para vacas frecuentado en las medianoches de otoño por el aquelarre local de isleños consumidores de hongos alucinógenos. Los padres estaban de pie con sus gorras de béisbol, en corro, fumando y hablando. Se quedaron mirando la furgoneta de Kohn intentando identificarla. Muchos de ellos se conocían de toda la vida. En aquel mismo campo habían torturado al chico regordete y con gafas de su propia generación. Sus hijos estaban apiñados unos junto a otros en el banquillo como palomas posadas en el brazo de una estatua. Un chico estaba a un lado, practicando sus golpes con un bate de aluminio rojo, y otros dos estaban practicando alguna clase de arte marcial privado que requería darse patadas en el trasero repetidamente. Por fin un hombre alto y fornido se separó del grupo de padres y se acercó a los chicos, dando palmadas. Los hombres se dispersaron detrás de él, con los brazos cruzados, aplicados repentinamente al trabajo. Los chicos se pusieron de pie apresuradamente y fueron a desplegarse a lo largo de la tercera línea de base.

—Será mejor que vayas —dijo Kohn mirándose el reloj.

—No puedo —dijo Bengt.

—Ve. Estarás bien.

—¿No viene usted?

—En otra ocasión —dijo Kohn—. Lo digo en serio, de verdad que tengo que ver a mi abogado.

Bengt no dijo nada. Fingió que examinaba el diseño de su guante, hurgando en sus nudos y lazos. Kohn se volvió a mirar el reloj. Ya llegaba diez minutos tarde a su cita.

—¿Quién es su abogado? —dijo por fin Bengt—. ¿El señor Crofoot? ¿El señor Toole? ¿La señorita Banghart?

—La señorita Banghart.

Bengt asintió.

—¿Está usted haciendo testamento?

—Sí —dijo Kohn—. Y te lo estoy dejando todo a ti. Ahora vete.

Bengt se miró el regazo. Se le empezaron a caer las gafas pero él las cogió y se las colocó sobre la nariz. Parpadeó y respiró hondo. Kohn tenía miedo de que se echara a llorar. Luego abrió la puerta. Antes de salir del coche metió la mano en el manguito de la sudadera y sacó un cilindro nuevo de centavos. Se lo dio a Kohn.

—Ya encontraré a alguien que me lleve a casa —dijo—. Gracias por traerme.

Kohn vaciló, pero le pareció que debido al padre de Bengt, debido a las noches estériles que había pasado el señor Thorkelson llenando cilindros de monedas mientras transportaba por mar los pedazos de hielo, no podía rechazar aquel pago. Cogió los centavos y miró cómo Bengt, despacio, se encorvaba hacia delante como si llevara a cuestas algún objeto enorme y engorroso y se iba arrastrando los pies con los demás chicos. Kohn se metió los centavos en el bolsillo y salió del coche.

Los chicos formaban una hilera discontinua a lo largo de la línea que unía la tercera base y la base del bateador, con toda clase de uniformes heredados de parientes y demasiado pequeños, vaqueros rotos, gorras polvorientas con la insignia de una docena de equipos distintos de la liga nacional, pero todos ellos calzados con complejas y policromas zapatillas de deporte trucadas con luces, colchones de aire, ventanillas, aletas, alas y alerones. Eran chicos flacos y de aspecto malvado, bateadores de refilón, cañoneadores de jugadores de segunda base, jugadores sobre tierra, artistas de la amenaza. Uno de ellos era casi tan alto como un hombre adulto y tenía un fino bigote encima del labio superior que parecía dibujado a lápiz. Todos se quedaron mirando a Bengt mientras se acercaba furtivamente a la línea. Era más bajo que todos ellos, cinco kilos más pesado, y cuando levantó la vista hacia el entrenador se sonrojó y soltó una risita de disculpa, que, en medio de aquella banda de pequeños rufianes, resultó inevitablemente estridente e inapropiada. Allí de pie junto a los demás chicos Bengt le recordaba a Kohn el botón de cuero que se usó en su familia durante muchos años para reemplazar al zapato del Monopoly, alineado en la casilla de salida junto al coche de carreras, la chistera y el perrillo rudimentario, gordezuelo, feo y todavía con un trocito de hilo marrón colgando. Cuando vio a Kohn, el chico volvió a sonrojarse y se miró los pies. Aquella vez se le cayeron las gafas. Aterrizaron en el barro. Algunos de los chicos se rieron. Bengt las recogió y se limpió las lentes en la sudadera.

—Supongo que ahora sabemos qué pasó con las zapatillas de Joe Jackson —dijo uno de los padres, y todos los hombres y los niños se rieron.

—Hola —dijo el entrenador caminando hacia Kohn y con cierta expresión de recelo—. Me alegro de que haya podido venir. Usted debe de ser…

Le ofreció su mano y esperó a que Kohn suministrara la explicación, el relato que lo conectara de forma plausible con Bengt Thorkelson.

—Solo soy un vecino —dijo Kohn.

—Eh, no pasa nada —dijo el entrenador. Era un hombre corpulento, de cara rubicunda, duro y gordo al estilo de Boog Powell. Un bateador de los de fuerza bruta. Obligó a sus rasgos joviales a adoptar una expresión seria y miró a Bengt, que estaba contemplando los zapatos de su tío—. Lo entendemos.

A Kohn le dieron la tercera base, un paquete pesado y misterioso, y se adentró en un campo de béisbol por primera vez en diez años. Apenas era un campo: raído, lleno de piedras, de dos tercios del tamaño reglamentario, con la mole de un gallinero industrial hundiéndose en el campo al otro lado de la verja al fondo y a la derecha. Pero la tierra era de color marrón intenso, del color de la corteza de abeto, y donde había hierba era tupida y esponjosa y estaba recién cortada. Bengt lo llevó hasta el soporte cuadrado que había enterrado en el suelo de una esquina y allí encajaron la base. El chico le dio unos golpes con el pie, la rodeó, luego se subió encima y le dio varios puntapiés más, fingiendo el aire tenso de un corredor varado en la tercera base, esperando a que alguien bateara, de cualquier forma, aunque no marcaran ningún tanto, o aunque fuera una jugada de un solo punto de esas que rompen el bate.

—Nunca he estado en tercera base —se apresuró a decir.

—Está bien —dijo Kohn.

—No está mal —dijo Bengt. Se miró el reloj, que era de plástico negro con pantalla de cristal líquido—. ¿No tiene usted que irse?

—No te preocupes por eso.

—Pero no puede quedarse, ¿verdad?

—Sería mejor que no.

—Los padres no hacen apenas nada —dijo Bengt—. La mayor parte del tiempo charlan.

—No parece demasiado duro —dijo Kohn—. Supongo que podré aguantarlo.

Durante los diez primeros minutos el entrenador ordenó hacer estiramientos a los chicos, alternar abdominales con flexiones de brazos y concentrar sus energías mentales, ya que la clave del buen béisbol, a pesar de lo que los chavales pudieran haber visto u observado, era el esfuerzo mental. Todos los padres parecían aliviados de estar exentos de aquella parte del procedimiento. Estaban de pie detrás de la base del bateador, fumando y apoyados en la barrera. Luego, cuando empezó el entrenamiento —ejercicios de lanzamiento, toque de bola y carreras, seguidos de un partido entre los miembros del equipo— los hombres, tal como había sugerido Bengt, apenas hicieron nada. De vez en cuando exhortaban a sus hijos, o los hostigaban, no siempre con amabilidad. Los chicos hacían caso omiso estudiadamente de los padres y de las cosas que les decían. Y aun así Kohn tenía la impresión de que la presencia de sus padres al otro lado de la verja que hacía de barrera era tan indispensable para ellos como los bates, la tierra, las zapatillas de clavo, la hierba y el dolor familiar de una pelota de béisbol al golpear la base de sus guantes. Si el padre de un chaval perdía por alguna razón una jugada, una buena recogida, un toque dirigido al suelo tan rígido e inflexible como los barrotes para reforzar cemento, el chaval se mostraba bastante ofendido.

Kohn se encontró a sí mismo entre el grupo de padres, no incluido en su conversación pero sin que nada lo hiciera sentirse particularmente no bienvenido. Algunos de los hombres parecieron reconocerlo. Intercambiaron cortesías y se mostraron de acuerdo en que finalmente había dejado de llover. Llegado cierto punto, hubo una risita baja en un extremo del grupo de padres, algunos de los hombres se lo quedaron mirando y Kohn oyó que alguien mencionaba el nombre de la madre de Bengt. Se preguntó si tenía que decir algo a modo de explicación, para corregir el malentendido. El entrenador bateó un Une drive suave en dirección a Bengt, que trastabilló, mandó la pelota al suelo y acabó cayendo encima de la misma. Se puso de pie con cara aturdida y luego se acordó de recoger la pelota y devolvérsela al entrenador. Su estilo de lanzamiento conseguía ser descuidado sin preocuparse demasiado de la precisión.

—¡Buena parada! —exclamó Kohn.

Cuando llevaban media hora de entrenamiento, una ranchera paró cerca. Se abrió la portezuela y un chico salió corriendo al campo. Kohn dedujo que se trataba de Tommy Latrobe, que se había puesto enfermo durante las horas de escuela y cuya enfermedad se había curado ahora de forma inexplicable. Los demás chicos se pusieron a intimidarlo como cuervos hasta que él les dijo que se callaran.

El padre de Tommy Latrobe se acercó caminando y se quedó al lado de Kohn. Era un hombre rubio, con pecas, vestido con el uniforme de raya fina al completo de los Chubb Tavern Mudcats, y llevaba un guante y un par de bates. Miró a Kohn de arriba abajo.

—¿Tiene frío? —dijo.

Kohn se abrió la cremallera de la parka tanto como pudo. La cremallera siempre se encallaba en los últimos cinco centímetros.

—Oh, oh —dijo Latrobe, señalando—. Esa pelota ha pasado.

Kohn miró hacia el campo, donde Bengt Thorkelson, en posición de shortstop, apoyado en una rodilla, mientras un montón de chicos corrían como locos de una base a otra, esperaba a que la pelota baja más lenta de la historia del béisbol llegara rodando a su guante, con la carita brillando de maravilla y temor.

—¿Y cuál es su hijo? —dijo Latrobe.

Después de que terminara el entrenamiento, Kohn llevó a Bengt de vuelta a Valhalla Beach. El chico estaba muy callado. Parecía estar revisando todos los errores que había cometido, las remontadas que había frustrado. Kohn buscó los encomios y lugares comunes apropiados. No se dio cuenta y ya estaban en casa. Volvió a meter la furgoneta en el medio acre cenagoso de barro y gravilla.

—Bueno —empezó a decir.

—Es el coche de mi abuela —dijo Bengt, señalando un Dart gris y sobrio que había aparcado junto al Civic.

Saltó de la furgoneta y echó a correr por los escalones de madera destartalados que llevaban a su casa, sin acordarse siquiera de decir adiós. Kohn caminó colina abajo hasta su casa y, llamó a su abogada para disculparse. La secretaria dijo que no estaba y que ya no iba a poder coger más llamadas de él.

Unos días después, cuando Kohn fue a Seattle a comprar leña y hojas de sierra y canastillas para su pipa de agua, vio un par de elegantes zapatillas de béisbol en el escaparate de una tienda de deportes de la calle Cuarenta y cinco. Eran absurdamente bonitas, como un cruce entre arquitectura y graffiti, envueltas en papel azul. Costaban ciento cincuenta y dos dólares y cuarenta y dos centavos. Kohn dejó en el mostrador dos billetes de cincuenta, dos de veinte, uno de diez y tres de un dólar, luego se metió la mano en el bolsillo del abrigo.

—Creo que tengo los dos centavos —dijo.