La señora Box

El edificio Farnham estuvo en la ladera de una colina en el extremo noroccidental de Portland, dominando el distrito de Nob Hill y el río Willamette, desde 1938 hasta el año pasado, cuando una manta eléctrica vetusta perteneciente a uno de los muchos ancianos residentes en el edificio inició un incendio que mató a seis personas y dejó el Farnham convertido en un esqueleto negro sibilante en el centro de un anillo de escombros y cenizas. De quince pisos de altura, pintado durante toda su existencia de un tono sombrío e inquebrantable de verde gaulteria, con un parecido más que fugaz a una toalla de hospital, el Farnham nunca aspiró a ser un hito de belleza —simplemente era lo bastante imponente como para pasar por señorial y lo bastante moderno como para ser considerado en la onda—, pero había servido de hogar a un gran número de viudas ricas y decrépitas y sofisticados restauradores e interioristas, con unas líneas y unas ventanas provistas de cierta gravedad a lo Bauhaus, y su color inusual y su situación prominente le infundían, a ojos de la gente de Portland, parte de la autoridad de una catedral brillante o de la cúpula de un capitolio. Era visible desde toda la ciudad e incluso desde Vancouver (Washington), donde una tarde de verano fue divisado por Eddie Zwang, un optometrista arruinado en una ranchera Volvo que en aquel momento estaba yendo de Washington a Oregón por la 1-5, en dirección a algún sitio como México o la Tierra de la Reina Maud, con el maletero de su coche lleno de equipamiento óptico robado por valor de veinte mil dólares. Mientras conducía, sus mejillas estaban surcadas de lágrimas, y un poderoso músculo de tristeza le latía en el pecho, y cuando vio el frío y verde edificio Farnham elevándose en su colina frondosa, tomó la decisión repentina, sentimental y en aquellas circunstancias poco sabía de pararse a saludar a la señora de Horace Box, la abuela de su exmujer, que vivía en el apartamento G del noveno piso.

Eddie dejó el clamor de la autopista y se sumergió en las calles tranquilas y alfabéticas del Northwest, luego giró al oeste por Burnside, en dirección a Willamette Heights. Aunque se había pasado la mayor parte de su vida adulta entre las ciudades enormes, amorfas y pálidas de la costa Oeste, ciudades construidas en medio de selvas tropicales, en desiertos sin una gota de agua y a hombros de montañas terribles, había crecido en las ciudades fluviales corroídas de ladrillo del viejo Medio Oeste —nueve años en Pittsburgh, ocho en Cleveland y los años de universidad en Cincinnati—, y siempre se había sentido cómodo en las modestas colinas, las calles angostas y el paisaje fluvial de color marrón oxidado de Portland. La consideraba una ciudad en la que los anuncios pintados de puros de cinco centavos iban perdiendo el color en los costados de los viejos almacenes de ladrillo. Pasó junto al estadio de béisbol donde él y Dolores habían llevado a Oriole Box a ver cómo sus queridos Beavers perdían partidos, y frente a Muller’s, su restaurante favorito, y luego, con el corazón latiéndole como de expectación ante una cita salvaje, giró por la calle que subía la colina hasta el Farnham.

Después de que Eddie metiera el Volvo en uno de los puestos de aparcamiento para visitantes, salió y escrutó la calle en busca de señales del LTD negro que lo había estado siguiendo de forma intermitente durante los dos últimos días. Su conductor —Eddie le había echado un buen vistazo esa misma mañana en el muelle de ferrys de Southwoth, en la península de Olympic, donde Eddie había hecho un intento fallido, en el aparcamiento desierto de una escuela secundaria en las afueras de Sequim, de vender parte del lujoso equipo Bausch & Lomb que llevaba consigo a un voluble perista de equipamiento médico robado que tenía el improbable nombre de Seymour Lenz— era un hombre rubicundo con turbante de sij y americana gris de cloqué, con unos ojos soñolientos y una barba negra y afilada que le sobresalía de la cara en un ángulo furioso. El sij lo había estado siguiendo, se imaginaba Eddie, con la esperanza de confiscar por impago el Volvo, aunque ciertamente existían diversas explicaciones alternativas, en las cuales Eddie, que toda la vida había padecido una tendencia enfermiza a confiar en lo mejor, no tenía ganas de detenerse.

En aquel momento, sin embargo, no había nada en la empinada calle de Portland más que la turbulencia de luz y el aire que se elevaba del asfalto caliente, y una joven de cara fruncida, vestida con una parka mugrienta y un gorro de lana de los Trail Blazers, empujando colina arriba un carrito de bebé roto que había llenado de botellas y latas de refresco vacías. Eddie estaba huyendo de tantos desastres y decisiones erróneas, había dejado atrás tantas partes perjudicadas, acreedores furiosos y corazones rotos, que por un momento se le ocurrió —¡una parka y un gorro de lana con el calor que hacía!— sospechar que aquella mujer era una agente de alguien, una espía o una agente de recuperación de bienes. Pero, por supuesto, solamente era una chica loca empujando un carrito lleno de basura y cantándole una nana, y a Eddie le dio lástima y se avergonzó de sí mismo por sospechar de ella. Se había vuelto paranoico, una idea que ahora le hacía sentir lástima por sí mismo. Luego aseguró el volante con una barra antirrobo roja marca Club y conectó la alarma del Volvo.

Entró en el edificio Farnham por el sótano y subió solo en el ascensor, llevando en la mano izquierda el elegante maletín de piel, regalo de cumpleaños de los padres de Dolores, que contenía todos los siniestros documentos y amargos recibos de su desmantelamiento financiero y marital, las importunidades de los acreedores de su carrera fallida, la hoja de papel que lo divorció de Dolores, así como un caro busca de conexión por satélite que llevaba varios meses ahora sin sonar, un ejemplar muy manoseado del ejemplar de abril de Cheri y los restos de una hamburguesa Deluxe de Dick’s de hacía tres días, envuelta en una carta de la empresa de abogados de bancarrotas Yost, Daffler y Traut. Le habría encantado limitarse a tirar el maletín, pero le caían bien sus exsuegros y se sentía obligado a llevar a todas partes el último regalo que le habían hecho, como si de esa forma los compensara por haber perdido el otro regalo más valioso que le habían hecho. Eddie suspiró. Hacía calor en aquel ascensor viejo y chirriante y olía a benjuí, a flores podridas y a mujeres ancianas. Tenía el pelo mojado de sudor y la camisa blanca con cuello oxford se le pegaba a la zona lumbar. Sentía no tener mejor aspecto delante de Oriole (a ella le importaban bastante esas cosas), pero había dejado sus corbatas en tonos pastel, sus elegantes blazers de tela madrás y sus pantalones de dril blancos en Seattle, junto con su mujer y su medio de vida y la fe optométrica en la corregibilidad final —«¿Qué ves más claro? ¿Esto o esto otro?»— de todo. Confiaba en que la anciana lo reconociera. Ya hacía más de un año.

—¿Sí? —dijo Oriole al abrir la puerta, mirándolo a través de la estrecha rendija que permitía la cadenilla. Eddie pudo distinguir sus gruesas gafas y su pequeña nube de pelo blanco.

—Yaya, soy yo —dijo Eddie—. Eddie.

Ella se quedó mirándolo, boquiabierta, con unos ojos como platos que se veían torcidos a través de sus lentes de un centímetro de grosor. Llevaba su bata azul de verano y unas pantuflas. Llevaba el maquillaje, normalmente aplicado en una gruesa capa, y el pelo, normalmente dispuesto en forma de un redondo y simpático peinado de abuelita, desarreglado y de cualquier modo. Ni Oriole ni él iban muy arreglados, pues, en aquel caluroso día de verano. Ella lo examinó con atención, de la frente alta a los zapatos de tacones gastados, posando la vista finalmente, o eso pareció, en el esbelto maletín de cuero que llevaba en la mano a modo de clave del misterio de su identidad.

—Lo siento, joven —dijo ella con una voz agradable pero fría y ligeramente jadeante, como si estuviera saliendo de una concertina rasgada—. No puedo hablar con vendedores. Mi marido no lo aprueba en absoluto.

—Yaya, soy Eddie. —Eddie dejó el maletín en el suelo. Tragó saliva—. Eddie el de Dolores.

—Oh, cielos. —Oriole puso cara de preocupación. Sabía que tenía que reconocerlo. Se acarició la pelusa blanca de la barbilla y lo intentó de nuevo—. ¿Me has llamado?

—No, lo siento, yaya. No he llamado. Simplemente pasaba por Portland y se me ocurrió parar.

—Sí —dijo ella, asintiendo con su pesada cabeza, con sus cejas enmarañadas, examinándole la cara con los ojos de color azul acuoso—. Vaya, ¡qué maravillosa sorpresa! —Cerró la puerta para abrir la cadenilla y luego se la abrió de par en par—. ¿No quieres entrar? —Él se dio cuenta de que ella seguía sin tener ni idea de quién era—. Fíjate que yo precisamente estaba pensando en ti. ¿Qué te parece?

—Hola, yaya —dijo Eddie, abrazando a la anciana y dándole un beso en la mejilla.

Criada por sus abuelos alemanes en una granja de las afueras de Davenport a principios de siglo, Oriole era una mujer robusta y de espaldas anchas, ancha y poco bonita y cuadrangular como el estado mismo de Iowa. Al abrazarla, Eddie se sintió reconfortado, como por la mirada amable de una vaca. Recogió el maletín y la siguió a su apartamento, una suite de cuatro habitaciones con dos baños, una cocina diminuta y vistas a dos lados de tejados y puentes, la cincha insulsa y brillante del río, y en aquella tarde clara y calurosa de verano, el fantasma lejano y blanco del monte Hood. Oriole pasaba la mayor parte del tiempo en la sala pequeña y luminosa anexa al vestíbulo, sentada en un sillón de chintz verde, con los pies apoyados en un cojín de chintz verde, leyendo ediciones en letra grande de las novelas de Barbara Cartland, a quien se parecía un poco, resolviendo sopas de letras y espiando a los vecinos de al lado con unos prismáticos Zeiss que eran casi tan viejos como ella —Eddie le echaba unos noventa años— traídos de la primera guerra mundial por el abuelo de Dolores, Horace. El Farnham estaba construido sobre la planta de una cruz griega, y Oriole, que tenía su apartamento en el brazo este, solamente tenía que mirar en un ángulo dirigido unos seis metros al noroeste para ver a través de las ventanas del 9-F. Nunca había mucho que ver —los ocupantes eran un gato persa y una pareja de hermanas solteras llamadas Stark que mantenían las persianas cerradas la mayor parte del tiempo y cuya ocupación principal era beber té y leer revistas religiosas—, pero Oriole nunca perdía la esperanza, y una vez había tenido la suerte de presenciar una breve escapada del gato doméstico por la estrecha cornisa de la ventana y el pánico subsiguiente de las hermanas. Fue un acontecimiento trascendental que Oriole casi nunca olvidaba volver a contar a sus visitantes.

—¿Por qué no pones ese maletín encantador en la habitación de invitados? —le dijo ahora a Eddie, dándose unos golpecitos en la nube rala de su pelo y tirándose del cuello de la bata—. Voy a vestirme. —Soltó una risita—. ¡Debes de pensar que soy una perezosa terrible! Supongo que esta mañana he perdido la noción del tiempo. ¿Qué hora es?

Eddie se sonrojó por ella y fingió que se miraba el reloj.

—Sigue siendo temprano —dijo—. Pero, yaya, me temo que no me voy a quedar. Solamente…

—Te traeré unas toallas limpias —dijo Oriole, metiéndose en su baño—. Estoy segura de que nos lo vamos a pasar en grande.

Eddie se encogió de hombros, dejó su carga y se apoltronó en una silla de cocina barata de vinilo y acero cromado, al lado de una vieja mesa de nogal llena de rayaduras cuyas sillas y aparador a juego hacía mucho que habían desaparecido. Además del sillón y el cojín gastados, el único otro mueble de la sala, que le servía a Oriole de sala de estar, estudio y comedor, era un armario estilo Imperio demasiado grande donde guardaba sus novelas románticas, una serie de figuritas de Dresden representando pastores y pastoras y una fotografía conmovedoramente hermosa de una fea Dolores de dieciséis años durante su presentación en sociedad, con una sonrisa que enseñaba unos dientes torcidos y era devorada por un gigantesco vestido de noche de chifón rosa. Había una sala de estar formal, en la que unas cuantas reliquias más de la vida de Oriole —un sofá Victoriano con volutas, un espejo dorado, unas cuantas sillas con las patas talladas en forma de patas de león— estaban en exhibición, aunque ella casi nunca las usaba, y prefería recibir a sus visitas desde la comodidad lumbar de su enorme sillón de chintz. El resto de sus muebles —de acuerdo con la dentalmente correcta pero no menos conmovedora mujer que había emergido de las garras de aquel enorme vestido rosa, había habido salas y salas enteras llenas de los mismos— habían sido vendidos, junto con la enorme casa de Alameda Street que Eddie no había visto nunca, o bien se habían diseminado entre los herederos futuros de Oriole, o bien, tal como aseguraba siempre Oriole, se los había robado la banda de malvados sirvientes, enfermeras y seres cleptómanos por los cuales la anciana se creía rodeada.

—¡Ya está! —dijo Oriole, saliendo de su dormitorio vestida con un vestido holgado sin mangas, con cinturón y estampado de margaritas de color rosa, iris de color púrpura, claveles rojos y flores de lis doradas sobre el fondo de una retícula verde. Eddie se preguntó si aquellos vestidos eran, para las ancianas, el equivalente indumentario de los libros de letra grande y las conversaciones a gritos—. Esto está mucho mejor. Hoy hace un calor terrible.

—Sí que hace calor —dijo Eddie. El aire también estaba cargado, y había un olorcillo procedente de la basura de la cocina. A pesar del calor de la tarde, ninguna de las ventanas estaba abierta, y el apartamento tenía una atmósfera todavía más cerrada y agobiante que la del ascensor—. Tienes muy buen aspecto.

—Gracias.

Oriole se acercó al sillón verde y se sentó lentamente y con aire de gran satisfacción. Ella y Eddie se miraron, sonriendo desde ambos lados del abismo de edad, de parentesco no consanguíneo y de una falta fundamental de conocimiento mutuo. A Eddie se le ocurrió por primera vez que él y la señora Box no tenían nada que ver el uno con el otro. Eddie se secó la frente. Oriole tamborileó con los dedos nudosos en el brazo de su sillón y lo examinó, con los ojos fruncidos y la cabeza inclinada a un lado.

—¿Te conozco de Davenport? —dijo por fin.

—No, yaya —dijo Eddie—. No he estado nunca en Davenport. Me conoces de aquí y de Portland. De tu nieta, Dolores.

—Claro —dijo Oriole. Asintió—. Me cae muy bien.

—A mí también —dijo Eddie.

—¿Conociste a mi marido?

—No, yaya. Pero sé que era un hombre muy agradable.

De hecho, el viejo Horace Box, un ejecutivo de la Great Northern Railroad que murió cuando Dolores era niña, siempre le había sido descrito a Eddie como una persona formidable, un esquirol o un perfeccionista. Su fotografía miraba desde la pared que Oriole tenía sobre la cabeza: mandíbula ancha, gafas sin montura, pelo engominado y una expresión de decepción carente de sorpresa.

—Oh, era un hombre maravilloso —dijo Oriole—. Todavía hoy lo echo de menos.

—Lo sé.

—¿Sabes? —dijo ella, bajando la voz como si fuera a hacerle una confidencia. Se toqueteó una cadena dorada que le colgaba entre los pliegues satinados de la garganta: una joya recargada, gruesa y no particularmente bonita. Una especie de rama de árbol retorcida a través de la cual reptaban diamantes del tamaño de escarabajos rodeados de enjambres de áridos de esquirlas de esmeralda—. Este precioso collar que me regaló no abandona nunca mi cuerpo.

—Guau —dijo Eddie.

Oriole le había revelado el secreto de su collar muchas veces en el pasado, exactamente en los mismos términos, siguiendo el guión de la gira que les daba a los visitantes a través de un modelo fragmentario y a escala de su vida ya pasada. Pero esta vez, mientras la miraba pasarse los dedos hinchados por la rama retorcida que Horace Box le había regalado con motivo de su cincuenta aniversario, Eddie se sintió conmovido, y por alguna razón inquieto, por el hábito persistente de su pena. Durante veintidós años el collar no la había dejado salvo en dos ocasiones calamitosas y narradas con frecuencia, cuando el broche se había abierto: una vez en la playa de Gearhart y otra mientras se inclinaba para darse un baño.

—Duermo con él puesto, ¿sabes? —dijo ella—. Aunque a veces me pesa bastante en la tráquea.

—Setenta y dos años —dijo Eddie, envidioso, en un tono demasiado bajo para que lo oyera Oriole.

Él y Dolores habían estado casados treinta y un meses antes de separarse. Había habido un beso extramarital, un desastre empresarial, un aborto espontáneo, malestar sexual y muy pronto se habían visto obligados a afrontar el fracaso de una expedición en la que ambos se habían embarcado notablemente mal preparados, como una pareja de viajeros transárticos que por culpa de la falta de preparación se encuentran varados y se ven obligados a comerse a sus perros. Eddie había sabido desde hacía mucho tiempo —desde el día de la boda— que no era un matrimonio fuerte, pero ahora, por primera vez, se le ocurrió que era porque él y Dolores no eran gente fuerte. No habían sido capaces de soportar el peso del amor marital sobre sus tráqueas.

La principal razón de su divorcio, creía Eddie, era que a lo largo de su matrimonio él había dedicado estúpidamente la mayor parte de su tiempo a un aparato desventurado llamado «Estilovisor». Iba a ser una combinación de cámara de vídeo, pantalla de cristal líquido, teclado, software integrado de manipulación de imágenes y una base de datos con seis mil gafas de diseño que permitía al consumidor óptico «probarse» seis mil modelos distintos de gafas sin mover un músculo. «Un procesador facial», le había oído a Dolores llamarlo medio en broma. Había invertido decenas de miles de dólares, casi todos no suyos, en aquel aparato, solamente para ver sus planes zozobrar por la desafortunada tendencia del Estilovisor de mostrar, además de la cara y las gafas potenciales del cliente horrorizado, las sombras de su cavidad nasal y sus cuencas oculares, la sonrisa desnuda de sus dientes y la delicada arquitectura de su cráneo. El aparato no emitía ni radiación ni ondas sonográficas. El truco de los rayos X no era más que un efecto secundario intermitente e impredecible: Geoff Eisner, el socio experto en redes informáticas de Eddie, lo había llamado un «artefacto» del programa que permitía manipular imágenes de la cara humana, de forma que cada quince o dieciséis veces que alguien se probaba unas gafas, la máquina producía no solo la imagen de un cliente ópticamente a la moda con una amplia gama de monturas atractivas y asequibles, sino también una calavera sonriente. Los inversores de Eddie retiraron su apoyo y lo demandaron para que les devolviera lo invertido, mientras Dolores presenciaba también el fracaso del Estilovisor, después de tantos meses de abandono conyugal, y lo consideraba una especie de acuerdo roto, y un perplejo Geoff Eisner —aquel hijo de puta—, que había hecho la mayor parte del ensamblaje y el desarrollo del software, y que había sido el destinatario demasiado bien dispuesto de aquel beso extramarital, desapareció de vuelta en los yermos canabináceos de Oregón. Al final Eddie perdió sus patentes y a su mujer gracias a los esfuerzos inexorables de los abogados, y se descubrió a sí mismo siendo la presa y el juguete de las agencias de cobro de morosos y los artistas de la citación.

—Creo que es bastante valioso —estaba diciendo Oriole—. Aunque nunca he hecho que me lo… oh, como se diga. —Cabeceó con aire triste—. ¡No sé qué me está pasando en la memoria! ¿Cómo se llama cuando te miran las joyas y las…? Ya sabes.

—Tasación —dijo Eddie.

Chasqueó los dedos.

—Eso es. Nunca lo he hecho tasar. Pero creo que es bastante valioso.

—Creo —dijo Eddie mientras le entraba en la cabeza una idea emocionante y no deseada— que debes de tener razón.

Fue una especie de fantasía, al principio: otro plan insensato de Eddie Zwang. La vieja y acartonada señora Box había vivido cargada de un alma romántica y a lo largo de los años le había dado a su mujer toda clase de bisutería y piedras preciosas, y aunque ninguna de ellas por separado valía tanto como el collar, seguro que era posible, imaginó Eddie, empeñar sus cosas por lo bastante como para instalarse en México al estilo miserable al que intentaba acostumbrarse. Si cenaban en Muller’s, por ejemplo, donde Oriole siempre tenía la costumbre de beberse dos cócteles, un ladrón podría robarle los pendientes, las pulseras y los relojes mientras dormía y sin miedo a despertarla. La amabilidad que Oriole siempre había mostrado con él, el afecto que lo había hecho salir de la autopista aquella tarde para llevar a cabo aquella visita mal concebida al Farnham, el horror y la maldad del crimen que estaba considerando, Eddie desechó todo aquello como los escrúpulos de un hombre que se permitía el lujo de tener fe en sí mismo. Nada de lo que hacía podía sorprenderle ya. Le dejaría aquel feo collar de oro que tanto le pesaba en la tráquea. Se dijo a sí mismo que era lo único que la anciana tenía.

—Ese maletín no es muy grande —dijo Oriole señalando la cartera de cuero que él tenía a los pies.

—Bueno, no puedo quedarme mucho tiempo —dijo Eddie. Los músculos de su cara se fruncieron en forma de un nudo tenso, y mientras sonreía a Oriole su corazón se llenó de un entusiasmo callado—. Pero creo que me quedaré a pasar la noche.

Cogieron un taxi hasta Muller’s. La carrera costó dos dólares con setenta y cinco, que Oriole insistió en pagar, dejando al taxista de propina el cambio de tres billetes de un dólar. Eddie sintió vergüenza. (Él y Dolores habían intentado una vez decidir en qué punto la mente de su abuela había dejado de percibir los aumentos en el precio de la vida, los resultados de las elecciones presidenciales o la desaparición de las poco amables generalizaciones étnicas y raciales de las conversaciones educadas. Llegaron a la conclusión de que la fecha de la última vez que había mirado el panel de control de la vida había sido en algún momento de principios de los años setenta. Aquella era la fecha en que había muerto su marido, atropellado en plena Décima Avenida por un camión lleno de cigalas en hielo que se dirigía a Jake’s Famous). El taxista no hizo ningún esfuerzo por esconder su desagrado por la propina y Oriole no hizo ningún esfuerzo por percibirlo. Eddie buscó monedas en sus bolsillos, pero solamente encontró un billete de diez dólares y el centavo de zinc de 1943 que llevaba para que le diera suerte. Se guardó sus diez últimos dólares y su amuleto inservible y entró a hurtadillas en la oscuridad de la coctelería de Muller’s, que por alguna razón Oriole prefería al restaurante. Era una coctelería sombría y taciturna —cuero sintético rojo, hilo musical suave, frecuentada por cierto tipo de alcohólico de mediana edad y poco hablador—, pero Oriole no parecía ser consciente de su atmósfera desagradable y tenía una mesa que le gustaba en un rincón, debajo de un cuadro principalmente naranja pero también marrón que representaba un faro. Eligieron su cena de una carta amplia y rica en colesterol. Se bebieron cada uno un par de vodkas con tónica y la anciana le habló (a Eddie le pareció que era la decimoquinta o decimosexta vez, y cada vez de forma más dispersa) de la cocina de verano que tenía su madre en el jardín de su casa de Davenport, de su viaje al Oeste justo después de casarse en los años veinte en el ferrocarril de su marido y de su decepción por no ver indios salvajes de ninguna clase por el camino, y también de sus hermanas, Robin y Linnet, las dos ya fallecidas. Se comieron sus platos de color habano y beige a base de masa y salsa de asado. Mientras Oriole estaba concentrada en su postre, Eddie se las ingenió para pedir una tercera copa para cada uno. Luego Oriole pagó la cuenta, dejando a la camarera sin propina, y los dos emprendieron el neblinoso camino de vuelta al Farnham.

Aunque Eddie y Oriole se fueron a dormir a las ocho y media, las copas que él le había metido en el cuerpo parecieron tener el efecto de desvelarla, y Eddie se pasó lo que parecieron horas esperando a que parara de tararear y hacer comentarios para sí misma en la habitación de al lado y finalmente cayera dormida. Se sentía triste. La comida frita y todo aquel vodka barato de garrafa había empezado a despertar vientos monzónicos y tsunamis en sus tripas. Todavía se veía una estrecha franja de color azul en el horizonte, y se sintió atormentado por aquel último y débil estandarte de luz del día que temblaba en los límites de su campo visual. Aunque había abierto las ventanas, el anochecer era caluroso, y la atmósfera del pequeño dormitorio de invitados era sofocante. La débil brisa procedente del río no hacía gran cosa para refrescar la habitación y llevaba en su seno un olor fuerte y amargo a lúpulo de la fábrica de cerveza Blitz del centro. Aquel fue un olor nostálgico y no deseado que pareció intensificar el peso de la noche estival que se cernía sobre él. De vez en cuando le parecía captar los aplausos de la multitud y el parloteo del comentarista, traídos del lejano estadio de béisbol igual que el olor estival a cerveza. Yació completamente vestido sobre la cama todavía sin deshacer, lamentándose ya del crimen que estaba a punto de cometer, obligándose a sí mismo a concentrarse en su propia aptitud para cometer un acto tan censurable y en el olor a beicon y a flores de una mujer a la que había conocido en Juárez hacía muchos años.

Por fin se hizo el silencio en el apartamento, un silencio vacilante y provisional al principio, luego absoluto. Eddie se levantó de la cama y recorrió el pasillo de puntillas hasta el dormitorio de Oriole. La anciana tenía las cortinas corridas y era imposible ver nada. Su respiración ralentizada por el alcohol era tan poco profunda que Eddie apenas podía oírla, y la negrura y el silencio inesperados del dormitorio estuvieron a punto de hacerle dar media vuelta. Respiró hondo y despacio y trató de visualizar el trazado de la habitación. En el pasado había visto muchas veces a Dolores ayudar a vestirse a la anciana, y le daba la impresión de que Oriole guardaba su joyero en el cajón superior izquierdo de su vestidor estilo Imperio, que debería estar inmediatamente detrás de él y más o menos a un metro a su izquierda. Estiró un brazo hacia atrás y con los dedos extendidos, fue palpando la pared hasta el vestidor, que no encontró exactamente sino que más bien topó con él, causando un ruido fuerte que por suerte no pareció despertar a Oriole. Abrió el cajón superior izquierdo e inmediatamente su mano rozó una superficie lisa y sólida que sus dedos le dijeron que debía de ser la tapa de tafilete verde del joyero.

Con el corazón saltándole en el pecho, se metió el joyero debajo del brazo, volvió a cerrar con suavidad el cajón y salió arrastrando los pies de la habitación. Se adentró en la luz en comparación deslumbrante del pasillo y allí se quedó un momento, respirando, con la frente apoyada en la fría pared de yeso. En su mente no le cabía duda de que acababa de romper algo que no se podía reparar. Su antigua vida yacía al otro lado de una grieta zigzagueante en el suelo. Nunca volvería a ver a Dolores, aunque de pronto se dio cuenta de que volver a verla era lo único que deseaba. Recordó la fotografía de ella, en el armario estilo Imperio de la sala de estar, y fue a observarla, permitiéndose una breve y desesperada fantasía de devolver el joyero a su cajón, meterse en su coche, regresar a Seattle, despertar a Dolores y suplicarle que lo aceptara de nuevo.

Cuando regresó a la sala de estar a oscuras, vio algo que estuvo a punto de hacer que se le cayera el joyero. Oriole estaba sentada en el sillón verde, con los viejos prismáticos Zeiss dirigidos hacia alguna parte al norte.

—¿Yaya? —dijo Eddie tras recuperarse del shock de encontrarla despierta en su sillón, vestida únicamente con un camisón blanco, corto y sin mangas, más desnuda de lo que la había visto nunca, a ella o a ninguna otra anciana—. ¿No puedes dormir?

Ella pareció no oírlo. Estaba sentada, inmóvil y fantasmagórica a la luz reflejada de la ciudad, con su camisón transparente. Sus mejillas, brazos, hombros y muslos desnudos estaban surcados de venas y de arrugas y resultaban tan misteriosos y moteados como la superficie lunar. A él le pareció una imagen extrañamente hermosa. Ella estaba mirando en dirección a algún sitio al otro lado del río, en las colinas de la orilla opuesta del Willamette, barriendo lentamente a un lado y al otro a lo largo de una línea alta por encima del horizonte. Estaba buscando, supuso, la casa de Alameda Street.

—Me pregunto si tengo que limpiar estos prismáticos —dijo Oriole. Su voz era poco más que un susurro—. ¿Conoces a alguien que pueda hacerlo?

—¿Estás buscando tu antigua casa? —Dejó discretamente el joyero sobre la mesa del comedor y fue junto a ella.

Ella asintió.

—Pero creo que no puedo verla.

—Me parece que está demasiado oscuro, yaya. Y terriblemente lejos. Ni siquiera estoy seguro de que se pueda distinguir de día.

—Oh, ahí está —dijo ella—. Tiene una pareja de leones de piedra en el jardín.

—Ya lo sé —dijo Eddie—. ¿Y la ves desde aquí?

Ella volvió a asentir con su cabeza estólida, sin bajar los prismáticos.

—Ah, sí —dijo ella—. Se puede ver perfectamente. Este año las azaleas están preciosas. Echa un vistazo.

Ella le dio los viejos y pesados binoculares de diez aumentos a través de los cuales, el doctor Zwang estaba razonablemente seguro, resultaba imposible distinguir la vieja casa marrón, arrebujada entre las sombras de los abetos, a ocho kilómetros. Cerró los ojos y se acercó los gemelos a las cuencas oculares.

—Encantador —dijo, con los ojos fuertemente cerrados—. Y también veo los leones —añadió.

—Ahora vive en la casa gente de color —dijo Oriole—. Pero es buena gente.

Él volvió la cabeza y dirigió los prismáticos al cuenco luminoso del estadio de béisbol, a aquellos hombres lejanos y felices vestidos con uniformes de color blanco brillante.

—Vuelvo enseguida —dijo.

Le dio los prismáticos, cogió el joyero y caminó con toda la frescura hasta su dormitorio, donde, como si ella se lo hubiera pedido, devolvió el joyero al cajón. Tal vez no fuera ninguna extravagancia, después de todo, tener fe en uno mismo, o tal vez es que no lo había perdido todo en aquel sentido. Cerró el cajón con una sensación renovada de esperanza. Mientras lo hacía, sin embargo, oyó gemir a Oriole en la sala de estar: un sonido largo, lento y devastado, como alguien que afrontara la ruina de un sueño. Eddie pensó que tal vez se hubiera caído. Volvió corriendo a la sala de estar y se encontró a la anciana de pie, señalándolo con un brazo extendido que temblaba desde la yema del dedo al hombro, y vio la verdadera razón por la que un momento antes le había parecido tan desnuda.

—¡Tú! —exclamó—. ¡Me has robado mi hermoso collar! —Se llevó una mano parecida a una garra a su cuello desnudo.

—¿Qué? —Eddie dio un paso atrás. ¿Acaso estaba borracho? ¿Acaso había robado el collar sin saberlo?—. No —dijo—. ¡Yaya, no! Se te debe… Se te debe de haber caído.

—¡No está aquí! ¡Lo has robado!

Eddie extendió las manos con las palmas hacia arriba y dio un paso hacia la anciana, pero ella retrocedió y se tapó la cara con un brazo tembloroso.

—¡No, no, no, no! ¡No te acerques a mí!

Así de rápido, la vieja y plácida Oriole Box se puso histérica y empezó a chillar. Eddie solamente había oído aquellos chillidos procedentes de los recodos más negros y desesperados del mundo: de la sala de atrás de una comisaría del centro de Los Angeles a las cuatro de la madrugada, del recodo de una autopista después de un terrible accidente que había matado a un joven marido, de un pasillo lejano de la sala de urgencias del hospital sueco mientras él estaba sentado junto a Dolores la tarde de su aborto.

—Yaya —dijo Eddie en un tono impotente—. Por favor, tranquilízate.

Encendió una lámpara y la repentina eflorescencia de luz pareció coger a la anciana por sorpresa. Se quedó callada de repente. De nuevo Eddie intentó acercarse a ella, pero al hacerlo tropezó con algo y cayó hacia delante. La anciana extendió los brazos como para protegerse de él, y aunque Eddie sabía que únicamente tenía intención de protegerse del golpe, acabó cayendo felizmente en sus brazos, y por un instante ella soportó el peso de él. Luego él se soltó, cayó de rodillas delante de ella y algo brillante le llamó la atención. Era el collar de Oriole, tirado en una arruga de la alfombra debajo del cojín verde.

—Ahí está —canturreó él, con una jovialidad que no sentía—. Lo he encontrado.

Eddie fue a cuatro patas hasta el cojín. Metió la mano debajo, sacó el collar y se lo dio a Oriole. Se había vuelto a escapar por los pelos, y era la segunda vez en lo que iba de noche. ¿Qué pasaría si Oriole había despertado a los vecinos con sus gritos? ¿Y si el ruido había atraído a la policía? ¡De qué manera confirmaría las peores opiniones que Dolores tenía de él el enterarse de que lo habían detenido por robar a su abuela! Miró a su alrededor en busca de la cosa con la que había tropezado, y vio que el pequeño maletín de cuero, atiborrado de los certificados y pruebas legales de su derrota, estaba tirado en el suelo delante de él.

—Oh —dijo Oriole—. Oh, gracias a Dios.

Todavía le temblaban bastante las manos y los dedos, y tuvo que ayudarla a abrocharse el collar una vez más alrededor de su garganta vieja y blanda.

—Quédate un minuto sentada en el sillón —dijo él.

—Mi collar —dijo Oriole pasándose los dedos por la gruesa rama dorada.

A Eddie le estaba resultando muy difícil mirar a los ojos a Oriole. Inclinó la cabeza. Muy pronto, si continuaba así, no quedaría en el mundo nadie a quien pudiera mirar a los ojos.

—¿Qué hora es? —dijo Oriole.

—Casi las nueve y media.

Se preguntó si no sería mejor regresar a su Volvo cargado hasta los topes y seguir su camino. Si conducía de un tirón, a lo mejor podría estar en Rosario el día siguiente a aquella misma hora.

Sonó el teléfono. Oriole se llevó el auricular a la oreja.

—¿Sí? Ah, hola. —Se dio unos golpecitos en el pelo y recurrió a sus noventa y tantos años de disimular la felicidad y reprimir la desesperación—. Sí, ya lo sé. ¡Fíjate que estaba pensando justamente en ti!

Eddie se acercó a la ventana y miró hacia el norte, hacia el otro extremo de la ciudad, hacia el río y las luces y la lejana cinta negra de su antigua vida.

—¿En serio? —estaba diciendo Oriole—. Bueno, estoy segura de que has conseguido un buen precio. Es un encanto de casa.

Dolores. Su casa en Juanita llevaba meses en el mercado. Ella no había querido venderla, pero Eddie necesitaba el dinero, y con el sueldo de profesora de gimnasia de ella no tenía forma de comprarle a él su parte. Una parte de Eddie estaba ansioso por saber cuánto dinero había sacado Dolores por la casa, pero en aquel momento aquella parte parecía pequeña, y hablaba con voz débil e inútil en el consejo de su corazón.

Justo cuando estaba entendiendo que el sitio donde le pertocaba estar era la ciénaga de deudas y desesperación en la que había acabado envuelto, miró hacia abajo, hacia el aparcamiento del edificio Farnham, y vio que el familiar LTD blanco, reluciendo en tono naranja bajo las luces halógenas del aparcamiento, había aparcado al lado de su ranchera Volvo. Eddie cogió los prismáticos Zeiss y miró, con fascinación mórbida, cómo el hombre del turbante salía del lado del pasajero de aquel coche negro y alargado, acompañado por la mujer del gorro de lana rojo y negro. El sij se puso a forzar la cerradura de la portezuela del Volvo, y si la alarma sonó, Eddie no la pudo oír. Al cabo de un momento el hombre de la barba encrespada había soltado la barra antirrobo del volante (Eddie había oído que uno los podía congelar con un chorro de freón y luego romperlos de un golpecito), había hecho un puente en el motor y se había marchado en el coche de Eddie, llevándose todo su equipo robado —su microscopio con lamparilla, su refractor Phoroptor, su tonómetro y su oftalmoscopio—, además de su ropa y documentos legales, sus discos de Al Hibbler y sus fotografías de Dolores.

Eddie no se movió. Sintió como si lo acabaran de rociar con una dosis paralizadora de un gas muy, muy frío.

—Y dime —le dijo Oriole a la mujer abandonada que había al otro lado de la línea—, ¿cómo está el encanto de tu marido?