Era la clase de chica en la que Green se fijaba de inmediato: demasiado delgada, mal vestida, malhablada, ya borracha y riendo demasiado fuerte. Un tornado danzarín de polvo, relámpagos y casas arrancadas del suelo moviéndose por la sala. Tenía el pelo grueso, teñido de negro y cortado de mala manera a la altura de la mandíbula, una boca ancha y pintada del color de un Tootsie Pop de uva, dientes brillantes, botas negras acabadas en punta, medias negras y un vestido negro y arrugado que dejaba ver exactamente demasiado de sus hombros y pechos. Pasaron unos segundos, de pie en la sala de estar de Emily Klein, estrechando manos por todas partes, antes de que Green se diera cuenta de que conocía a la chica. Y tardó otro momento de duda erótica, mezclada con una agradable sensación de peligro, en reconocerla. Ella lo vio. Green rodeó con el brazo la cintura de su hija, la alzó del suelo y se giró hacia la puerta.
—Me he dejado una cosa en el maletero —le dijo a Emily Klein.
Bajó a toda prisa los escalones de la entrada llevando a cuestas aquel fardo que no paraba de patalear, con todo el aspecto de un hombre que acababa de secuestrar a una criatura. Salió de vuelta a la tarde. La luz estival de Washington, la misma de sus primeros años de infancia, se derramaba sobre los jardines y los árboles maltrechos del vecindario de los Klein, vibrante y dorada y rancia como un charco de gasolina. Green corrió hacia su coche.
—¡Suéltame! —chilló Jocelyn—. ¡Me estás estropeando el vestido nuevo!
—Lo siento —dijo Green, como si acabara de chocar con un peatón. No estaba haciendo caso de las protestas de su hija.
—¡Papá! —Fue un grito de furia, ahogado y profundamente ofendido, un tipo de expresión que en raras ocasiones le dirigía a su padre.
El tacón de su zapato rebotó dolorosamente en la mejilla de él. Fue entonces cuando Green se dio cuenta de que ella había estado dando patadas durante todo el camino a la calle. Estaba claro que él los había puesto a los dos en ridículo.
Llegaron al coche de Green, un sedán alemán negro y nuevo con motor turbo. Green se paró, con la mejilla dolorida. Le dio la vuelta a la niña y la dejó en el suelo. Ella estaba jadeando y tenía las mejillas ruborizadas. Green se dio cuenta de que con la prisa por huir de la mujer que estaba en la sala de estar de los Klein había estado agarrando a su hija de forma que esta no podía respirar.
—Ya te arreglo el vestido —dijo él, mirando la casa por encima del hombro—. Lo siento.
El vestido era una falda con peto de cloqué gris y blanco, con una cesta de ásteres azules bordada en el peto, encima de una blusa blanca y almidonada con el cuello de encaje de ganchillo. Los zapatos, también nuevos, eran abiertos por encima con correa en forma de T, líquidos y negros como la pupila de un ojo. Las piernas de Jocelyn, cuyos muslos regordetes eran lo único que quedaba como recordatorio del bebé corpulento qué había sido, Green las había enfundado cuidadosamente en un par de medias blancas. Cuando Green ejercía su derecho de visita, un fin de semana al mes y tres semanas en verano, la vestía con un esmero sorprendente y de acuerdo con unas nociones anticuadas de lo que era el atuendo femenino apropiado que horrorizaban a su exmujer pero que él, por razones que había decidido no analizar, no conseguía reprimir.
Green se arrodilló delante de Jocelyn, le tiró del dobladillo de la falda y se la alisó con la mano. Tiró de la cintura de sus medias hacia arriba, levantando a su hija un par de centímetros del suelo, y la sostuvo así hasta que su trasero flaco —hacía poco que había dejado de llevar pañales— volvió a estar en su sitio. Luego le arregló el cuello de encaje, pegándoselo al pecho jadeante. Jocelyn presenció aquellas atenciones con aire de aprobación y de estar planteándose muy en serio su decisión de perdonarle la mala conducta a su padre.
—Me noto el corazón —le dijo.
Se puso una mano gordezuela sobre la cesta de ásteres azules. Solamente hacía una semana que era consciente de la presencia del corazón en su pecho. Las actividades del mismo, cuando se volvían palpables, todavía eran encantamientos accidentales que la asombraban y la llenaban de alegría, como el revoloteo metálico de un colibrí en la ventana o la voz de su madre en el contestador automático de Green.
—¿Qué está haciendo?
—Está «batiendo». —La niña había destrozado su explicación del sistema circulatorio y ahora, pensó él, debía de ver la producción de sangre dentro de ella como una actividad culinaria a la que su cuerpo se entregaba cuando se le agotaban las reservas de la despensa, la fabricación de un batido nutritivo de color rojo intenso—. ¿Adónde vamos?
—Papá tiene que coger algo del maletero.
—¿El qué?
—Algo.
—¿Es una sorpresa?
—No lo sé. Tal vez.
—¿Una sorpresa para mí? ¿Es un juguete?
—No —dijo él—. No es un juguete.
—Entonces, ¿qué es?
—Jocelyn, por favor. No es nada.
En el maletero de su coche, cuando lo abrió, junto a su saco de dormir, el maletín de plástico rosa de Jocelyn y un estuche con cremallera para discos compactos, había una caja inesperada de pomelos que había comprado hacía cinco semanas, en un impulso más que fugaz, en un tenderete del arcén de la carretera cerca de su casa de Fort Lauderdale, y que luego había olvidado hasta hacía dos días, cuando estaba cargando el coche para el viaje al norte. Green se pasó una mano por el pelo. Tenía suficiente sudor en la frente como para echarse el pelo hacia atrás y mantener los mechones cada vez más ralos en su sitio. Intentó decidir si tendría un aspecto muy ridículo entrando en casa de los Klein cargado con una caja de pomelos Indian River pasados. Ahora que volvían a estar a salvo en la calle, consideró las posibles consecuencias de no volver a entrar. Caryn, su exmujer, que vivía en Filadelfia, no esperaba a Jocelyn hasta dentro de dos días. Green había aceptado la invitación para quedarse con los Klein, pero ahora le resultaba imposible. Siempre había querido ir a Chincoteague y echar un vistazo a aquellos caballos medio salvajes de los libros de Marguerite Henry. Tal vez a Jocelyn le gustaría. En todo caso, estaba seguro de que su ausencia de la fiesta de graduación de Seth Klein no iba a importarle demasiado a Seth, que no había visto a Green desde que era niño y ni siquiera entonces había dado muestras de un gran interés por él. Green se quemó la frente un instante en el techo negro de su coche. Vete, se dijo a sí mismo.
—¿Marty?
Se suponía que aquellos eran los descendientes de unos caballos supervivientes del naufragio de un galeón español en la era de los saqueos, pero Green había leído hacía poco que ahora los biólogos ponían en duda aquella explicación. Era mucho más probable que los caballos hubieran sido llevados deliberadamente a su isla por granjeros locales en busca de pastos adecuados. Green se preguntó si para el final de su vida, o tal vez antes, todas y cada una de las bonitas mentiras que le habían contado a lo largo de su infancia, grandes o pequeñas, serían desmentidas.
—¿Marty? Soy Ruby. Ruby Klein.
Green se giró. Ruby venía arrastrando los pies y taconeando por la entrada para coches, calzada con sus botas de bruja, dejando tras de sí un rastro de humo de cigarrillos, con una lata de Pabst en la mano y poniendo cara de asombro. Tenía una cara larga y bonita, la barbilla grande, una piel impecable y ligeramente azulada como la leche descremada y unos labios gruesos como caramelos de goma de color púrpura. Saltaba a la vista que sus encantos naturales eran insuficientes, o tal vez superfluos, para sus propósitos. No solamente llevaba los labios muy pintados, sino que tenía las pestañas escarchadas de grumos gruesos y negros de rímel como las cerdas de un cepillo para chimeneas y se había hecho piercings en la ceja izquierda, en las dos aletas de la nariz y en cada centímetro vacío de las orejas. Llevaba varias onzas de plata encima y se percibía la promesa inconfundible, no solamente por esta razón sino también por la forma entrecortada y subrepticia en que caminaba, de tener escondidos por todo el cuerpo diversos pasadores de pendientes, broches y anillos de metal. El pelo cortado a machete le rozó la mejilla cuando se dirigió dando bandazos hacia los brazos de él. Green la tuvo abrazada tanto tiempo como pudo soportar y después la soltó. El corazón pareció encogérsele en el pecho y convertirse en un nudo pequeño y negro de vergüenza. La sonrisa brillante y distendida de ella era un reproche, y su belleza era un recordatorio de toda la fealdad que él tenía dentro.
—Mírate —dijo él. La última vez que la había visto, ella tenía siete años, iba vestida para una clase de patinaje sobre hielo y llevaba un par de mitones por debajo de las mangas de un abrigo de color rosa con adornos de piel falsa de color blanco—. Ruby. Madre de Dios.
—Estoy un poco borracha. Probablemente te has dado cuenta.
Green se había educado a sí mismo para no mentir nunca. Era una batalla constante con sus impulsos naturales.
—Pues sí —dijo.
—Estoy supercabreada. Viene mi padre. —Pronunció la palabra «padre» poniendo una voz grave de barítono a lo Míster Ed y como relinchando, con los ojos en blanco—. Hace cinco años que no lo veo, al muy hijo de puta. La última vez que lo vi, le arañé su cara de hijo de puta. Me quedó piel debajo de las uñas.
—Cielo santo —dijo Green.
Nunca había conocido al exmarido de Emily Klein, aunque había encontrado, al fondo de un armario, un cajón donde guardar el desprecio que sentía hacia el doctor Harvey Klein, que había abandonado a su mujer embarazada y se había escapado a Texas con su recepcionista. Con todo, aquella manifestación de impulsos parricidas desnudos delante de su propia hija lo puso nervioso. Carraspeó y empujó a Jocelyn hacia delante, un poco como Van Helsing blandiendo un crucifijo, al mismo tiempo a modo de reproche a Ruby y como forma de protegerse de ella.
—Hola, monada —dijo Ruby. Se inclinó hacia delante, con las manos en las rodillas, en un intento de poner sus ojos a la altura de los de Jocelyn. La hija de Green apartó la cara y la hundió en los pliegues del pantalón de su padre. Green llevaba unos pantalones de golf de lino holgados del color de una gamba hervida—. ¿Cómo te llamas?
—Esta es Jocelyn —dijo Green—. Mi hija. Estamos de camino a casa de su madre en Filadelfia. De hecho, y esto da un poco de vergüenza, bueno, acabo de darme cuenta de que nos espera hoy y no…
—Tu madre ha dicho que a lo mejor venías —dijo Ruby, todavía buscando con la mirada a Jocelyn entre los pliegues rosados del pantalón de Green. Le cayó un mechón de pelo sobre la cara. Ella se lo apartó y se lo pasó por detrás de la oreja derecha. El mechón se soltó—. Ha llamado. —Señaló a Jocelyn con una uña pintada de un color púrpura oscuro que era exactamente del mismo tono que los hematomas provocados por un martillazo—. Ha dicho que eras un angelito.
Aquella información no provocó al parecer ningún efecto en Jocelyn. Tenía metido un buen trozo del pantalón de Green en la boca y lo estaba masticando con brío.
—¡Jocelyn! —dijo Green, rompiendo una de sus reglas personales de conducta paterna, que era no usar nunca el nombre de su hija solamente para reñirla.
Green estaba escribiendo un libro de reglas de conducta paterna. «El nombre de una criatura es un don —había escrito en el manuscrito, que le había contratado un editor de Nueva York—. También un objeto de poder. En muchos casos, con el paso de los años y la acumulación de rasgos de carácter y de peculiaridades individuales, se vuelve un adjetivo lleno de poder descriptivo». Green era consciente de la ironía del hecho de estar escribiendo un libro de texto sobre la paternidad cuando en total pasaba menos de dos meses al año con su hija. Era consciente de prácticamente todas las ironías. La conducta irónica, por cierto, era otro recurso típico de los padres proscrito por las reglas del libro de Green.
—Mi madre me dijo que estabas en alguna parte de Europa —le dijo Green a Ruby.
De hecho, solamente era porque su madre le había hecho creer que Ruby no estaría presente por lo que Green había aceptado la sugerencia de su madre, que ahora vivía en Denver, de que si él y la pequeña Jocelyn pasaban por Washington DC tenían que parar en la fiesta de los Klein y ver a Emily Klein, cuyo cáncer de ovario parecía estar a punto de matarla.
—Sí, con mi grupo —dijo Ruby, y puso los ojos en blanco—. Mi exgrupo. Unos putos perdedores. He llegado a casa antes de tiempo. La gira se ha ido a la mierda, oh, Dios. Me cago en la puta, hace calor aquí fuera. ¿Qué estáis haciendo? Habéis salido de ahí como si alguien os persiguiera.
Era indicativo de la perplejidad de Green el que permitiera que aquel torrente de palabrotas fluyera delante de su hija sin hacer ningún comentario, sin siquiera el enarcamiento de cejas mínimamente desaprobador que reservaba para situaciones donde el que decía las palabrotas, por ejemplo, era un hombre extremadamente corpulento y amenazador.
—Oh —dijo—. Sí. No sé… Vamos dentro. Solamente estábamos…
—Mierda, me he alegrado tanto cuando habéis entrado —dijo—. Todo ese rollo es un puto aburrimiento. Todos los amigos de Seth son unos imbéciles…
—Aburrimiento —dijo Green. Se volvió a meter las llaves en el bolsillo. No llegaría nunca a ver los caballos salvajes de la isla de Assateague, y aquella idea, por alguna razón, lo llenó de una oleada no tanto de tristeza como de desprecio de sí mismo, como si ya hubiera prometido a Jocelyn llevarla allí y ahora se viera obligado a desdecirse—. Me temo que yo también soy un aburrimiento últimamente.
—El aburrimiento no es un rollo absoluto —dijo Ruby relamiéndose—. Hay distintos grados.
Green reconoció la gracia del comentario y respondió con lo que confiaba que pasara por una sonrisa plausible. Todo lo que veía estaba rodeado de un chisporroteo de náusea, y la sangre le hervía en los oídos como si fuera el océano. Levantó a Jocelyn del suelo y se la apoyó en el antebrazo.
—Haré lo que pueda para ser divertido.
Ruby le cogió el brazo y tiró de él hacia la casa.
—Eso es lo que siempre me ha gustado de ti —dijo.
Una noche, cuando tenía trece años, Green había acostado a Ruby Klein y había esperado a que se durmiera. Los viernes y los sábados por la noche, cuando Emily Klein y la madre de Green —amigas de la adolescencia de Richmond, cuyos divorcios las habían hecho embarrancar a un kilómetro y medio la una de la otra en Rockville, Maryland— salían a beber vino y a conocer a hombres, a menudo dejaban a Green cuidando a Ruby Klein. Ruby tenía cuatro años, era tímida y dócil, tenía miedo a la oscuridad, y lo que Green sentía por ella era una indiferencia impaciente templada por momentos ocasionales de gratitud avergonzada. Era un chico poco valorado, y ella lo admiraba. Él se sentía solo a menudo y ella siempre estaba presente. Luego la idea del sexo había empezado a volver loco a Green. Encontró libros publicados por Grove Press que describían perversiones y actos obscenos que en la mente de un adulto podrían fácilmente ser considerados inhumanos, descabellados o por lo menos poco recomendables. Se masturbaba en los autobuses, en los lavabos públicos o tumbado en la cama de su abuela. Lo abrumó el deseo de tener relaciones sexuales con casi todas las mujeres a las que conocía, desde su madre y Emily Klein hasta la profesora de francés, la señorita Ball, y una chica retrasada que se llamaba Rojean y a la que veía a menudo después de los entrenamientos del equipo de natación vestida con su Speedo de color rojo y regando tranquilamente con su manguera la terraza que tenía junto a la piscina. Los libros que había descubierto al fondo del armario de su madre le daban la impresión de que un comportamiento tan polimórfico e indiscriminado no era solo posible, sino también apropiado y común. Una sola noche, por entonces, le había excitado la luminosidad del cuello de la pequeña Ruby Klein, la tracería de venas de color azul claro de sus axilas y el ruido de su orina en el cuarto de baño. Cuando calculó que la niña estaba dormida, apartó las sábanas, levantó el dobladillo de la camiseta demasiado grande que ella llevaba y contempló su vientre pálido y sus pezones de niña pequeña. Se inclinó hacia delante para besarla donde se unían sus muslos flacos.
—Marty ¿qué estás haciendo? —le preguntó ella con una voz suave y extrañamente adulta.
Él fingió delante de ella que había temido que le estuviera saliendo un sarpullido. Le dijo que era por algo que habían comido. La vistió, la tapó y le dio un beso en la frente tal como había hecho un centenar de veces.
—Ahora no hables —dijo—. Y vete a dormir.
Después de aquello pareció que la locura remitía. A él le horrorizó su propia temeridad y por primera vez en su vida no consiguió pasar por alto la certeza de haber hecho algo genuinamente malo. Poco después se mudó con su madre a Denver, y aunque todo el mundo lo seguía tratando igual, a menudo se preguntó si no sería él el responsable de que se hubieran interpuesto mil quinientos kilómetros entre él y Ruby. Al final hizo el amor de forma convencional con una chica de su edad y fue introducido a los placeres y limitaciones del sexo convencional en compañía de mujeres a las que había profesado su amor. Se licenció e hizo un posgrado en psicología, carrera que le proporcionó una serie de teorías interesantes y creíbles que bien podrían explicar lo sucedido aquel sábado por la noche de hacía años en el dormitorio de Ruby Klein.
Sin embargo, él no buscó explicación alguna. No volvió a pensar en aquella noche. Se casó y fue padre de una niña y se puso a ejercer como psicólogo familiar en las llanuras desiertas del condado de Broward. Se divorció, tuvo nuevas amantes y un día se despertó y descubrió que tenía treinta y un años.
El jardín de la casa, bordeado por una entrada para coches de cemento y un patio de pizarra resquebrajada que rodeaba dos tercios de la casa, era el escenario de una batalla encarnizada entre los dientes de león y la muerte. Un par de tocones anchos, como las tapas de dos jarras enterradas, señalaban el lugar donde debía de haber habido sendos árboles enormes que refrescaban la casa con la sombra de sus hojas. La casa alquilada de Emily Klein —se había visto obligada a vender la enorme casa neocolonial de Winding Way Woods cuando Harvey Klein se negó a pagar su pensión alimenticia y a cumplir con sus deberes financieros como padre— era un modesto bloque de ladrillo romano, con los mismos colores desvaídos que se encuentran en los Froot Loops, envuelta en una maraña de luces de Navidad y con una enorme letra L cursiva de hierro negro atornillada a un lado de la chimenea. Tenía una forma asimétrica, un ventanuco horizontal en la sala de estar, un tejado plano en saliente y, como muchas casas modernistas que llevan mucho tiempo habitadas por humanos, un aspecto derrotado, cierto aire de haber sido dejadas atrás, de haber desesperado del mundo para el que fueron construidas y que nunca llegó a existir.
Justo al lado de la escalera de entrada, algún aficionado había construido hacía mucho tiempo un estanque para peces. Era un círculo pequeño e irregular de cemento verdoso, con los bordes recubiertos de glóbulos de empaste marrón moldeados y estriados para parecer formaciones rocosas naturales. Igual que la primera vez que había cruzado aquella puerta, Jocelyn se volvió a quedar fascinada por la imagen de aquel charco abandonado, con su capa flotante de algas, pelusa de dientes de león y aceite iridiscente, y por su único ocupante, una viruta apática de color dorado que flotaba como un envoltorio olvidado de caramelo cerca de la superficie. Se puso en cuclillas al borde del mismo, bamboleándose un poco, con las manos en las rodillas, y señaló el pez soñoliento acercando peligrosamente al agua la punta de un zapato reluciente. Su hija tenía una capacidad notable de fascinarse por todo lo que estuviera muy sucio, roto o fuera patético, desde los vagabundos hasta la mierda de perro, algo que en el libro que estaba escribiendo Green habría descrito como una prueba de sensibilidad pero que en la práctica le irritaba y le trastornaba.
—Papá, ¿qué es eso?
—Es un cuenco de pudín de tapioca.
—No, es un pez.
—Ah —dijo Green entre dientes, apartándola del borde del agua—, pues sí.
—¿Cuánto tiempo hace que la tienes contigo? —dijo Ruby mientras Green volvía a coger a su hija en brazos y esta vez cargaba con su figura inquieta hasta el interior de la casa.
—Tres semanas —dijo Green intentando ocultar su exasperación absoluta tras una impostación de exasperación absoluta.
Luego se arrepintió de su reacción. El tono de Ruby había sido conspiratorio, y había implicado simpatía con el padecimiento de hacerse cargo de una niña pequeña y con la fatiga que debía de causarle, pero la premisa de su pregunta no era simplemente que él, como padre divorciado con acceso limitado a su hija y por tanto con una experiencia limitada de ella, debía de tener una tolerancia bastante limitada de la mala conducta de la niña, sino también que, a un nivel más profundo, debía de ver a Jocelyn como algo inherentemente poco práctico, molesto, incluso indeseable, como si fuera una gripe que él había pillado y que no se podía quitar de encima, o una escayola en la pierna. Una vez más, Green tuvo que reconocer que no amaba a su hija de ninguna forma significativa ni apasionada ni útil para ella. Sus tres semanas de convivencia habían pasado tortuosamente en una búsqueda desesperada e interminable por parte de él para llenar las horas con los mismos pasatiempos saludables que recomendaba en su libro y en un esfuerzo constante y exitoso por parte de ella para agotar el potencial de diversión de cada uno de ellos, con emocionante intensidad y de forma totalmente definitiva, al cabo de quince minutos. Era una niña con bastante buena conducta, algo notable dadas las circunstancias de su vida, pero cada vez que se ponía histérica o se pasaba de la raya o simplemente se negaba a rendirse al prodigio de la inconsciencia al final de la jornada, Green se encontraba a sí mismo deseando triste y devotamente que se terminara la visita. El largo recorrido en coche desde Florida había sido una maratón pesadillesca de movimientos inquietos, lavabos de gasolineras y bandas sonoras de películas de animación cuyos valores y letras de canciones él aborrecía. Ahora sentía remordimientos. Tendría que haberla llevado a la costa, a ver los caballos. Tendría que haber pasado el resto de su vida casado con Caryn y fingiendo que la amaba aunque, tal como debía reconocer ahora, todo el amor del que era capaz había sido sacrificado en cierta manera en aquel único beso oscuro hacía dieciocho años.
Dentro de la casa, el clima era caluroso, como de malaria, absolutamente estancado. Todas las puertas y ventanas estaban abiertas y las moscas se perseguían de una habitación a la siguiente. Música rap, o algo que a Green le parecía música rap, sonaba en el jardín de atrás lo bastante alta como para hacer que el cristal de los marcos de la sala de estar zumbara como un trozo de tela en un peine. La adopción del rap como cortina musical por parte de los adolescentes blancos le parecía uno de los síntomas más claros, junto con los piercings en las cejas, del mundo sustituto que había aparecido en algún momento para apropiarse del futuro en el que ahora languidecía la casa inhóspita y ruinosa de los Klein.
La concurrencia de la fiesta de graduación de Seth Klein se componía principalmente de aquella clase de chicos blancos. Aunque a Green le resultaba difícil distinguirlos, y cierto grado de clonación perceptiva podía estar exagerando la afluencia a sus ojos, tal vez hubiera unos veinticinco. Amenazaban los techos con sus cortes de pelo a cepillo y encorvaban la espalda para estar más cerca de las chicas adolescentes, de las cuales parecía haber bastantes menos. También había una serie de parientes, amigos de la familia y casi desconocidos inexplicables como el propio Green, con platos de plástico que se colocaban en el regazo o bien usaban para abanicarse. La única persona a quien Green conocía, aunque el tiempo y la enfermedad la habían hecho cambiar de una forma que a él le encogía el estómago, era Emily. No tenía ni idea de cuál de los chicos podía ser Seth.
—Vaya —dijo Emily.
Inclinó la cabeza a un lado y miró de reojo a Green, exactamente como podría haberlo mirado hacía veinte años, cuando él intentaba convencerla de que antiguamente había existido otra letra del alfabeto llamada espina, o de que el periodista televisivo Roger Mudd era descendiente directo del doctor Mudd, que había ido a la cárcel por curarle la pierna rota a John Wilkes Booth. Ella siempre lo había tratado como a un charlatán, recordaba Green, desde mucho antes de que él tuviera nada sobre lo cual mentirle, y cuanto más sinceros se volvían sus esfuerzos de convencerla de cualquier verdad improbable que intentara explicar, mayores eran las dudas de ella. Ahora su melena siempre tupida, igual que la de Ruby, una masa de hebras negras sin trenzar, había desaparecido. En su lugar crecía una mata de pelusa infantil de color rubio oscuro, dulce y pálido. La última vez que Green la había visto estaba rolliza, bebiendo y desaliñada, en la fiesta del cuarenta cumpleaños de su madre en Las Vegas, hacía diez años, pero el cáncer la había afilado y le había iluminado los ojos. No tenía buen aspecto, pero la enfermedad le había infundido algo, una cualidad picante y graciosa que se remontaba a los lejanos recuerdos que tenía Green de la primera mujer a la que había deseado en su vida.
—Así pues, ¿qué pasaba? —Miró a Green de arriba abajo y luego intentó echar un vistazo detrás del mismo—. ¿Qué es lo que te habías olvidado?
—No se había olvidado nada —dijo Ruby—. Simplemente me tenía miedo.
—Yo también le tenía miedo —dijo Jocelyn, leal.
—Eso demuestra sentido común —dijo Emily—. Tu reputación te precede, Rube.
—Ja. ¿Cómo estás? —dijo Green.
Ella se encogió de hombros.
—Podría estar mejor. Pero estoy viva.
Sonrió, y sus dientes torcidos, manchados por el café y el tabaco, parecieron mostrar un vislumbre de su cráneo amarillento, teñido de residuos de tierra y agua. Él le devolvió la sonrisa, alimentándose a sí mismo con pequeños paquetitos dietéticos de pánico crudo y sin refinar. El cáncer de Emily Klein, ¿acaso no era también culpa de él? Pero algo en su interior —un esquizofrénico o un clérigo lo llamarían una voz— le aclaró que sí. Que todo era culpa de él: la música rap, los piercings en los labios, su divorcio, todo lo que había pasado desde aquella noche lejana en el dormitorio de Ruby Klein. ¿Qué se había hecho de la pequeña Ruby Klein? Se sentía como el pobre imbécil que viajaba en el tiempo en el relato de Bradbury y que regresaba después de pisar una mariposa en el Triásico para encontrar su propia época alterada de forma abrupta e inevitable, con los letreros mal escritos y a todo el mundo bajo el yugo de un tirano asesino e ignorante. ¿Cómo podía uno plantearse siquiera reparar el daño que había infligido de forma tan obvia?
—Lo siento —dijo por fin.
Emily se encogió de hombros. Ella creía que él simplemente le estaba dando sus condolencias por el cáncer. Señaló a su hija:
—Y así pues, ¿qué piensa usted de esa cara llena de metal, doctor? Tendrías que ver sus tatuajes. Por otro lado, considerando dónde están situados, sería mejor que no.
—Los va a ver —dijo Ruby—. Él y todo el mundo. —Se miró el reloj de pulsera—. Solamente estoy, ya sabes, esperando a mi padre para empezar el espectáculo.
—Ya me gustaría a mí —dijo Emily con tono distraído.
—No creas que no lo voy a hacer.
—¿Y no se va a morir?
—Si hay suerte.
—Sobre todo el mono —dijo Emily en tono meditabundo.
Ruby le dio un puñetazo en el brazo.
—Mierda, mamá, sabes que es un puto yeti.
—Los yetis no son tan flacos. —Emily se volvió hacia Green—. ¿Qué es todo ese rollo de los tatuajes, Marty? ¿Puedes explicar ese fenómeno?
—Bueno —dijo Green. Notaba la débil sonrisa intentando aflorarle a los labios. Sabía lo que Freud había dicho sobre tatuarse, claro, y tenía su propia teoría según la cual la gente que se tatuaba, y sobre todo los jóvenes a los que uno veía hacerlo hoy, estaban practicando una especie de acto desesperado de autoafirmación mediante la prestidigitación, levantar una vela para mostrar una frase escrita en tinta invisible, haciendo brotar letras y líneas allí donde antes solamente había habido una hoja de papel en blanco. «No me tiréis», estaban diciendo. «Llevo un mensaje escondido»—. Es difícil decirlo.
—Espero que tú no tengas ninguno.
—Todavía no —dijo Green—. Ja, ja.
Intentó relajarse, restablecer su calma terapéutica, recopilar todas las tarjetas dispersas en las que tenía sus apuntes acerca de quién era. Green era un psicólogo excelente, amable pero distante, solícito pero ineludible, deferente pero seguro de sí mismo, solitario pero autosuficiente. Ninguna de estas cualidades le había resultado muy útil durante los tres años de su matrimonio con Caryn ni tampoco le habían dado la menor idea de cómo conectar con su hija, aquella mezcla aleatoria y descabellada de él y de Caryn que habían soltado a su suerte al mundo como resultado de su fantástica ignorancia.
—Papá —dijo Jocelyn. Señaló la mesa del bufet, llena de punta a punta de un surtido abigarrado de clásicos de barbacoa, platos vegetarianos y aperitivos pasados en el látex policromo. Parecía estar señalando un montón de galletas Toll House—. ¿Qué son?
La niña se retorció en sus brazos, intentando soltarse. Green la volvió a sujetar con fuerza. No podía librarse de la sensación errónea de que aquella era la casa en que, alrededor de su duodécimo cumpleaños, algo crucial en su interior se había roto y nunca más iba a ser reparado. Tenía miedo de dejar a Jocelyn en aquel suelo y de dejarla deambular a solas por aquellas habitaciones.
—¿Qué son el qué, cariño? —dijo él.
—Eso. Esas cosas redondas y marrones.
—¿Qué cosas?
—Esas cosas que parecen galletas de chocolate.
—Son galletas de chocolate.
—¿Puedo coger una?
—Sí, puedes.
—¿Me puedes bajar?
Green la miró. ¿Qué importaba que dijera que sí o que no? Dentro de cuarenta y ocho horas su hija iba a cruzar una frontera que la llevaría a otra jurisdicción donde las leyes y estatutos de él no tenían vigor.
—Sí —dijo él—. Puedo.
La dejó en el suelo y ella fue corriendo a la mesa, se puso de puntillas y cogió una galleta.
—Qué monada —dijo Ruby.
—Gracias —dijo Green—. Ahora dime: ¿cuál de estos chicos es Seth?
Emily se giró para examinar la sala.
—¿Cuál de estos chicos es Seth? Dímelo tú. O sea, no es broma —dijo ella—. Mira a estos chavales. Lo juro, no podría reconocerlo en una ronda de identificación policial, lo cual no es tan de extrañar, me temo. Tú míralos. Mira a ese. —Le dio una palmada a un muchacho en la nuca de la cabeza rapada al pasar. Él le dedicó una sonrisa—. Le digo a Seth que parece un pene, con la cabeza afeitada y los pantalones caídos en los tobillos como un escroto enorme. Es una sala llena de penes. Pero al mismo tiempo, supongo que eso es algo inevitable, ¿no? Aunque lleven traje y corbata.
La puerta mosquitera dio un portazo. Ruby dio un respingo.
—Cada vez que entro en esta casa —dijo el hombre que acababa de entrar por la puerta— hay alguien diciendo la palabra «pene». No sé por qué.
Harvey Klein era un hombre bajo, robusto y casi inestable por el peso en su parte superior, de mandíbula prominente y espaldas anchas. Llevaba un polo de manga corta de una lana ligera de verano, gris moteado de negro, y unos vaqueros negros y ajustados, planchados con raya por delante como unos pantalones de traje. Llevaba el pelo de aluminio bruñido muy corto, salvo en la parte trasera, donde lo tenía recogido en una coleta. Las gafas de sol le colgaban de un cordel alrededor del cuello. De la parte superior del polo le sobresalía un puñado de pelos gruesos y plateados. Estaba de pie en el umbral, esperando a que la vista se le acostumbrara a la oscuridad.
—Es la primera vez que vienes a esta casa —dijo Emily.
—Pero no me cabe duda de que tengo razón.
—Harvey.
—Hum…
Se abrazaron. Green notó que el hombre estaba evaluando el aspecto de ella, palpándole los huesos con sus dedos largos y sensibles. Parecía casi quince años más joven que su exesposa, aunque Green sospechaba que eran exactamente de la misma edad.
—Esta es tu hija —dijo Emily, apartándose—. En caso de que no la reconozcas.
—Es difícil no verla —dijo el doctor Klein.
—Pene —dijo Ruby—. Pene, pene, pene.
Él abrió mucho los brazos y esperó que ella se pusiera al alcance de su abrazo. Ella puso los brazos en jarras y se lo quedó mirando, con los ojos fruncidos, la cara medio apartada, un mohín en los labios, rumiando qué hacer con él. Y lo tuvo esperando un momento largo, lo bastante largo como para que Green se preguntara si Ruby odiaba a su padre lo bastante como para dejarlo allí colgado como un tonto con las manos en alto. La expresión en la cara del doctor Klein no se alteró. Se limitó a permanecer allí, sonriendo como un hombre que acaba de volver a casa de las carreras, después de ganar dos mil dólares, para llevar a todo el mundo a la brasería y al baile. Y en el último momento, Ruby se tiró a sus brazos. Sus pies patalearon en el aire y se quedó suspendida del cuello, sujeta por un extremo a su padre y con el otro extremo colgando. Le murmuró algo al oído. Él cerró los ojos y respiró hondo para oler bien el perfume del pelo de su hija. Green entendió, aunque no sabría decir por qué, que las cosas no podrían haber terminado de otro modo.
—Eh, Duncan, tío —dijo uno de los muchachotes dándole un codazo a otro en la sala de estar—. Dile a Feeb que su padre está aquí.
El doctor Klein desenganchó las manos de Ruby de detrás de su cuello y volvió a colocar los tacones finos y alargados de sus botas en el suelo de terrazo de la sala de estar. Ahora él se puso a mirar hacia donde ella estaba, más allá de ella, examinando la sala, captando toda su abigarrada población y sus muebles elegidos al azar —algunos de los cuales debían de resultarle vagamente familiares— con el aire distante pero amistoso de un médico ocupado, y el examen le llevó finalmente a Green. Puso cara de perplejidad. Luego se volvió a girar hacia Ruby y le cogió la barbilla con los dedos de una mano. Le movió la cara de un lado a otro.
—Dios, ¿qué es toda esta porquería, Ruby Ellen? Pareces una maldita pulsera de amuletos. —Le soltó la barbilla y la cara de Ruby pareció quedarse un momento flotando en el aire, como suspendida por la tensión persistente de la mirada de él. El doctor Klein volvió a mirar a Green con expresión amable y clínica—. Pareces una reja contra huracanes. —Le guiñó el ojo a Green y le ofreció la mano—. Soy Harvey Klein.
—Martin Green. Yo le hacía… de canguro a Ruby.
—Martin. Eres el hijo de Carol, claro, claro. La recuerdo. O sea, que de canguro. Cuesta creer —señaló a Ruby con la barbilla y volvió a guiñar el ojo— que fuera una niña pequeña, ¿no?
—Yo…
—Nunca tenga hijos, señor Green. Le romperán el corazón.
Ruby hizo un ruido como si estuviera vomitando.
—Ruby —dijo Emily—. ¿No había algo que le querías enseñar a tu padre?
Ruby se sonrojó.
—Quizá más tarde —dijo—. Cállate, mamá.
—A ver —dijo el doctor Klein—, ¿dónde está mi hijo?
—¿Dónde está mi hija?
Jocelyn ya no estaba junto a la mesa del bufet. Green estiró el cuello para ver mejor. Un tío anciano de Emily y uno de los matones de pacotilla estaban enzarzados en un análisis transgeneracional de la serie de películas de El planeta de los simios, mientras que al mismo tiempo, armados con un par de tenedores de plástico, daban cuenta de los restos de un estofado de macarrones. Las únicas otras ocupantes de la cola del bufet eran unas enormes moscas negras. Green llamó a los dos hombres, por encima de las cabezas de varios asistentes intermedios a la fiesta:
—¿Habéis visto a mi niña?
Los hombres negaron con la cabeza y regresaron a su conversación.
—Perdón —le dijo Green al doctor Klein—. Parece que he perdido a mi hija.
Green fue hasta la mesa del bufet y se agachó a ver si Jocelyn estaba escondida debajo. Nunca se había escondido de él, pero tal como su libro se habría apresurado a confirmar, la rápida innovación táctica era un hito de su edad, y la intensa vergüenza que él sentía al ponerse a cuatro patas para buscarla parecía confirmar que acababa de caer de lleno en una de las trampas de la niña. Lo único que encontró debajo de la mesa del bufet, sin embargo, fue un número atrasado de Allure manchado de mayonesa, un eje de monopatín suelto con las ruedas de color naranja neón y un cerdito de goma.
Green miró en la cocina. Comprobó el lavadero. Se adentró por un pasillo trasero oscuro de la casa, miró en los cuartos de baño, en los dormitorios, en los armarios y terminó en una sala de recreo, donde, bajo una claraboya, encima de una mesa de billar de carambolas, una pareja joven se estaba aproximando asintóticamente a la cópula. Nadie a quien preguntaba la había visto, así que no interrumpió a los amantes.
—Jocelyn —la llamó una y otra vez, con la voz cargada de abundantes capas de irritación, vergüenza, ansiedad y de un intento de parecer de buen humor y acostumbrado a las trastadas de la niña—. ¡Jocelyn!
A medida que registraba la casa, la tranquila voz interior de psicólogo de Green pareció crecer en su interior, repitiendo sus frases convencionales de ánimo y sus explicaciones sensatas —su hija le estaba gastando una broma, se había metido dentro de una cesta de costura o una caja de herramientas, lo estaba castigando por abandonarla, por llevársela, por devolverla a casa— de forma cada vez más imperturbable y más incoherente, como el locutor que repite frases hechas útiles en un idioma extranjero acerca de estaciones de autobús y del precio de un sello de correos en una casete de un curso de idiomas que está sonando en la guantera de un coche fuera de control. Y todo el tiempo, en un rincón frío, húmedo y lleno de telarañas de sus pensamientos se iba ensayando la historia de la desaparición de su hija del mundo, con la prisa vulgar y carente de brillo de los periódicos: una fiesta de graduación en un vecindario suburbano de mala muerte, un padre divorciado que lleva a su hija de vuelta con la madre, un terrible momento de falta de atención…
—Esto, ¿Marty?
Era una voz joven, ronca y áspera, que lo llamaba desde la parte delantera de la casa. Green volvió corriendo por el pasillo de la sala de recreo y estuvo a punto de chocar con un joven bajito y huesudo de aspecto frágil, con unas gafas grandes y negras, vestido con una camiseta de baloncesto de los Hornets de Charlotte con el número uno y llevando en brazos a Jocelyn. Estaba llorando, manchada de barro, empapada y viva.
—Se ha caído al estanque —dijo el joven, entregándole a la niña—. Creo que está bien. Soy Seth.
—Gracias, Seth —dijo Green—. Estoy seguro de que se pondrá bien.
Green llevó a su hija al baño y la puso de pie sobre una esterilla ovalada de felpilla gastada de color rosa. Sus calcetines, vestido y blusa daban la impresión de haber sido salpicados con café aguado. Tenía las mejillas sucias de barro. Hablaba de forma incoherente y jadeante, abrumada por la indignación y el alivio.
—¿Te has caído al estanque? —Le quitó por la cabeza la falda con peto echada a perder—. ¿Estabas intentando ver el pez? —Le desabotonó la blusa, le bajó las medias hasta los tobillos y le quitó los zapatos—. ¿Te has hecho daño en algún sitio? —El agua turbia le había empapado hasta las braguitas. Green se las quitó—. ¿Estás bien? ¿Estabas intentando ver el pez, tonta? Vale, ya lo sé. Muy bien. Estás bien. Ven, vamos a darte un baño calentito. —Extendió el brazo derecho mientras la tenía abrazada con el izquierdo y abrió el grifo de la bañera—. Vale, ya lo sé. Muy bien.
El sonido del agua pareció tranquilizarla o distraerla. Dejó de sollozar y se llevó una mano al pecho, buscando el latido agitado debajo del hueso. Green la había desnudado sin pensar, sin vacilar, y ahora, después de su encuentro con Ruby Klein, la imagen de su vagina regordeta, con su pelusilla reluciente, lo llenó de una ternura poco habitual. Se le ocurrió que, salvo de la forma más breve y utilitaria posible, nunca le miraba los genitales a su hija, ni se los tocaba, ni se permitía a sí mismo pensar en ellos, y le daba la impresión, mientras la levantaba en brazos y la metía en el agua de color verde claro de la bañera, que aquella prohibición de conciencia, nacida en aquella noche en el dormitorio de Ruby dieciocho años atrás, se había extendido hasta incluir a toda Jocelyn Green, su hija. Debido a que tenía miedo de lo que era capaz de hacerle, se había apartado por completo de su vida, para protegerla, por decirlo de alguna forma.
—Papá —dijo Jocelyn. Volvía a estar tranquila—. Quiero que te bañes conmigo.
—No, cariño —dijo Green, como hacía siempre, negándose a considerar siquiera la sugerencia—. Te tienes que bañar tú sola.
—Mamá se baña conmigo.
—Ya lo sé. —Su negativa categórica a unirse a madre e hija en sus retozos nocturnos en la bañera fue una de las varias decepciones pequeñas pero colectivamente fatales que Green le había causado a Caryn durante su matrimonio—. Y las dos os lo pasáis muy bien. —Green buscó a su alrededor algo que pudiera pasar por un juguete de baño y que pudiera distraer a Jocelyn. Cogió una bandeja de jabón, embadurnada de pasta verde y llena por ambos lados de púas de goma. Le limpió los restos de jabón en el agua del baño y se la dio a Jocelyn—. Ten —le dijo en un tono empalagoso y jovial—. Un erizo.
Ella lo apartó de un golpe. La bandeja golpeó la pared de azulejos que Green tenía al lado y le rebotó en la cara.
—¡No! —A Jocelyn se le ruborizó la cara y perdió el equilibrio por culpa de la rabia. Él la cogió antes de que ella se zambullera y se mojó los brazos y la pechera de la camisa—. ¡No quiero un erizo! ¡Quiero que te bañes conmigo!
—Cariño. Amor. Lo siento. Sé que crees que también podría ser divertido para nosotros. Y me encanta hacer cosas contigo…
Parecía que Jocelyn no estaba escuchando. Se había hecho un ovillo y le estaba dando patadas, echándole agua y chillando tan fuerte que Green no podía hacer más que taparle la boca con la mano. En el libro de Green había un capítulo entero dedicado a cómo comportarse con la rabia de los niños. Ninguna de las técnicas que él recomendaba incluían amordazar a la criatura ni inmovilizarla. Todas tenían que ver con escuchar los estallidos emocionales de la criatura y aceptarlos, dando apoyo sin ceder a los mismos. El uso de aquellas técnicas, sin embargo, se basaba en la certeza absoluta por parte del padre de estar preocupado por los intereses de la criatura. Uno no podía prohibirles cosas a sus hijos simplemente por miedo a hacerlas y por nada más que eso. No había que obligar a los hijos a pagar los errores y las calamidades de la propia educación. Y si a uno le quedaba un solo miligramo de amor en el corazón para las criaturas, nunca había que negarles el alivio incalculable del propio cuerpo.
—Oh, de acuerdo —dijo Green, agarrando a la niña resbaladiza e inquieta por los antebrazos—. ¡De acuerdo!
La transformación fue asombrosa. Dejó de llorar de golpe, se le fue el rubor de las mejillas y se echó a reír.
Green se quitó los pantalones y los dobló con cuidado, dejándolos sobre la tapa cerrada del retrete, con los calzoncillos doblados encima. Colgó la camisa del gancho de detrás de la puerta. Se metió a toda prisa en la bañera con un pie, vacilante, con el pene colgante ondeando como un trapo andrajoso atado a su cuerpo. Jocelyn se lo quedó mirando con gran interés, igual que había mirado el pez del estanque y los piercings de la cara de Ruby Klein.
—¿Qué tienes ahí? —dijo.
—Tengo un pene —dijo él—. ¿Qué te parece?
—Parece blando.
—Es blando —dijo él—. Muy blando.
Se sentó al lado de ella, alrededor de ella, rodeando su forma diminuta con la pelusa negra y mojada y las protuberancias de sus espinillas flacas y huesudas. Alguien llamó a la puerta. Green dio un respingo. Se llevó una mano al pecho.
—¿Marty? —Era Ruby—. ¿Todo va bien ahí dentro?
—Todo va bien —dijo Green.
Cogió la mano de su hija y se la llevó al pecho, justo encima del esternón.
—¿Lo sientes? —dijo.