Hijo del hombre lobo

Cuando el hombre acusado de ser el llamado Violador del Embalse fue llevado ante la justicia, varias de las mujeres que habían sido sus víctimas se dieron a conocer y se identificaron en los periódicos. El sospechoso, que acabaría siendo condenado a quince años de cárcel en Pelican Bay, era un popular entrenador y profesor de matemáticas en un instituto del valle. Había ganado un premio estatal por su excelente tarea en la docencia. Dos docenas de alumnos y jugadores, tanto antiguos como actuales, además del director de su instituto, se ofrecieron para dar testimonio en el juicio de su buen carácter. Fue la sólida posición del hombre en la comunidad, junto con el mal uso de una de las pruebas clave, lo que llevó a algunas de sus víctimas a renunciar al tradicional velo de anonimato que les habían concedido el departamento de policía de Los Angeles y los periódicos, y a contar sus dolorosas historias no solamente a un jurado sino a todo el mundo. La segunda de las ocho víctimas del Violador del Embalse, sin embargo, no se contaba entre aquellas mujeres. Había sido atacada el 7 de agosto de 1995, mientras hacía jogging al anochecer alrededor del lago Hollywood. Se trataba de la hora preferida del autor de los crímenes y de uno de los tres escenarios en los que cometía sus ataques, junto con el embalse de Stone Canyon y el embalse de Franklin. La regularidad de sus hábitos llevaría finalmente a su captura el 29 de agosto. Un día antes de la detención, la prueba de una tenue cruz de color rosa, impresa en el fluido de su orina, informaba a la segunda víctima del Violador del Embalse, Cara Glanzman, de que estaba embarazada.

Cara, que era agente de casting, estaba casada con Richard Case, cámara de televisión. Los dos tenían treinta y cuatro años. Se habían conocido y convertido en amantes en la Bucknell University y en la época del ataque llevaban casados desde 1985. Durante sus doce años juntos ninguno de ellos había sido infiel al otro, y en todo aquel período Cara nunca se había quedado embarazada, ni por accidente ni cuando lo intentó con toda su energía. Durante los últimos cinco años, aquella cadena ininterrumpida de menstruaciones había sido una fuente de tristeza, disensión, riñas y recriminaciones en el matrimonio de Cara y Richard. El día que fue violada, de hecho, Cara había llamado a una amiga abogado de su mejor amiga para hablar, en un tono vago y extrañamente esperanzado, de los medios y procedimientos para conseguir un divorcio en California. Después del ataque su sensación de castigo por haberle sido desleal a Richard fue poderosa, y es probable que, aunque no se hubiera quedado embarazada del hijo de Derrick James Cooper, nunca se hubiera contado entre las mujeres que finalmente hablaron públicamente.

Lo primero que hizo Cara después de que su tocóloga le confirmara el embarazo fue concertar una cita para un aborto. Fue una decisión tomada sin pensarlo, mientras yacía sobre el papel resbaladizo y crujiente de la camilla de reconocimientos y sentía su vientre retorcerse de asco por el amasijo de células grises que le estaba creciendo en el útero. Su médico, cuyos esfuerzos durante los últimos cinco años habían estado orientados en sentido opuesto, le dijo que lo entendía. Programó la intervención para la tarde siguiente.

Aquella noche, mientras cenaban comida india encargada por teléfono en la cama, ya que ella todavía se negaba a salir de la casa al anochecer o cuando ya era oscuro, Cara le dijo a Richard que estaba embarazada. Él recibió la noticia con la misma calma triste que había adoptado el tercer día después del ataque, cuando dejó de llamar a todas horas al detective asignado al caso y se secó las lágrimas de forma definitiva. Apretó suavemente la mano de Cara y luego bajó la vista hacia el plato apoyado sobre la colcha en el valle que formaban sus piernas dobladas. Había dejado su último trabajo a medio rodaje y durante las tres semanas siguientes al ataque no había hecho nada más que hacerle de sirviente a Cara y asistirla en todo lo que necesitara. Pero más allá de murmullos comprensivos y comentarios amables para recordarle que comiera, se vistiera y cumpliera sus citas, parecía no tener prácticamente nada que decir sobre lo que le había sucedido a Cara. A menudo ella se sentía dolida y trastornada por su silencio, pero se convenció a sí misma de que su marido estaba aturdido por la pena, emoción que nunca había aprendido a expresar de forma adecuada.

Lo cierto era que Richard guardaba silencio por miedo a lo que podría pasar si se atrevía a hablar de lo que estaba sintiendo. En su imaginación, en momentos arbitrarios del día —al cambiar de emisora en la radio, al separar páginas del periódico en busca de los resultados del béisbol—, torturaba y mataba al violador, en tonos brillantes del rojo y el púrpura. Se despertaba de golpe a las tres de la mañana, en su cama amplia y aterciopelada, con el cuerpo de Cara pegado al suyo, horrorizado por la farsa de seguridad de que ella gozaba en sus brazos. La policía, los abogados, los reporteros, los psicoterapeutas y los asistentes sociales, todos eran simples bufones, enanos morales, mentirosos, charlatanes despreciables y vagos. Y lo peor de todo, descubrió que una mano cruel le había llenado secretamente el corazón de cables candentes de asco hacia su mujer. ¿Cómo podía pensar en expresar todo aquello? ¿Y a quién se lo iba a decir?

Aquella noche, mientras se comían su cena de fugitivos, Cara lo presionó para que dijera algo. La intrincada cadena de proteínas que ellos dos habían estado tanto tiempo intentando producir, invirtiendo años enteros y gastando decenas de millares de dólares en facturas médicas, había quedado finalmente inscrita en su seno, aunque fuera por obra de un vándalo. Y al día siguiente, en nada más que diez minutos, iba a quedar borrada. Él tenía que sentir algo.

Richard se encogió de hombros y manoseó su tenedor, dándole vueltas y más vueltas como si buscara la marca de la plata. En los últimos años había habido múltiples ocasiones como la presente en que se había encontrado a punto de confesarle a Cara que en el fondo de su alma no deseaba tener hijos, que lo atormentaba una sensación ineludible de que la esterilidad de su matrimonio podía de hecho ser más que literal.

Antes de que pudiera reunir el coraje para decirle, sin embargo, que iba a presenciar cómo el médico arrancaba a aquel bastardo del útero de Cara no solamente con satisfacción sino también con alivio, ella se levantó de un salto de la cama, fue corriendo al baño y vomitó todo el matar panir, el dal saag y el tikka masala de pollo que acababa de comerse. Richard, pensando que aquella sería la última ocasión en que tenía que cumplir con aquella tarea en particular, se levantó y fue a sujetarle el pelo para evitar que le cayera sobre la cara. Ella le gritó que cerrara la puerta y la dejara en paz. Cuando salió del baño tenía un aspecto pálido y desolado, pero había recobrado la compostura.

—Voy a cancelar lo de mañana —dijo Cara.

Llegado aquel punto, y después de tanto tiempo sin hablar, él no tuvo más remedio que decir como un autómata:

—Lo entiendo.

El embarazo le sentó bien a Cara. Sus ataques de náusea eran intensos y teatrales, pero desaparecieron tras las primeras semanas y la dejaron purgada de la mayor parte del hedor persistente y el brillo sucio de la violación. Adoptó una dieta estricta y rica en proteínas que excluía las grasas y los azúcares. Se compró una máquina de hacer zumos y preparaba amalgamas de frutas y verduras poco compatibles que despedían un olor parecido al de la parte baja de una cortadora de césped al final de un verano húmedo. Se apuntó a un gimnasio de Studio City y allí se hizo amiga de una mujer que interpretaba un papel secundario en una mala comedia de situación y que tenía que dar a luz un día antes que Cara. Controlaba lo que entraba en su cuerpo, se lubricaba y hacía flexiones, lo untaba de emolientes y supervisaba sus emisiones. Y su cuerpo respondía exactamente como sus libros le decían que iba a responder. Fue ganando peso al ritmo recomendado. Los síntomas secundarios, del mapeado de sus pechos hinchados en tracería azul a los leves accesos de dolor de cabeza y ardor de estómago, fueron apareciendo tranquilizadoramente cuando les tocaba.

Durante una temporada se sintió maravillada por su sensación de bienestar, por la jovialidad de su estado de ánimo, por la perspectiva casi impoluta que representaba cada nuevo día. En la estela de aquella tarde en el lago Hollywood, que podría haberla reducido a nada, Cara creció. Y sentía que el bebé, a pesar del instante maligno de su origen —del olor a polvo caliente y a salvia mexicana en su nariz y del centelleo de dolor dentro de sus ojos cuando su cabeza golpeó el suelo—, estaba ahora compuesto de materiales procedentes únicamente de ella y moldeado por las manos de ella. Se estaba formando a base de las plaquetas y los anticuerpos de ella, cobraba fuerzas del calcio que ella tomaba y lo regaban las ocho botellas de plástico de agua que ella consumía al día. Cara había dejado el trabajo y estaba leyendo la obra de Trollope. A finales de su segundo trimestre podía pasar varios días sin darse cuenta de que era feliz.

Durante el mismo período de seis meses, Richard Case perdió el rumbo. Desde su punto de vista, el hecho de que Cara ignorara tan alegremente la desgracia de él era indicativo del abismo que se había abierto entre ambos. La conversación de Richard, que nunca había sido expansiva, se redujo ahora a la sequedad de un héroe de espagueti western. Sus amigos, cuya compañía Richard siempre había considerado el lastre que pesaba en la bodega de su matrimonio, empezaron a dejarlo fuera de sus planes. Algo, tal como comentaban entre ellos, estaba consumiendo a Richard. Y a ellos les resultaba obvio qué era: el violador, alto, atractivo, musculoso, un veterano de la liga semiprofesional que en su juventud había batido el récord estatal de los cuatrocientos metros vallas, había llevado a cabo en un minuto una gesta que Richard no había conseguido realizar en diez años de matrimonio lleno de amor. Era peor que llevar cuernos, porque su rival no era ningún rival. Derrick Cooper estaba más allá del desprecio, era un animal, indigno de ninguna de las emociones que siente un marido herido. Y es así como Richard se vio forzado, a medida que el vientre de su esposa se hinchaba día tras día, que sus pezones se oscurecían y que un misterioso rastro purpúreo era grabado a fuego a lo largo del territorio vacío que había entre su ombligo y su pubis, a asumir la horrible posición de envidiar el mal y de codiciar su vigor. La ironía parcial que aligeraba los ratos de ocio masculinos de Richard y de sus amigos y les daba una atmósfera cargada de guiños burlones lo abandonó. Durante un par de meses continuó yendo con ellos a las carreras, fumando puros y jugando al golf, pero se tomaba sus derrotas demasiado en serio, montaba broncas, se ponía de malhumor y se volvía desagradable. Un sábado su mejor amigo se lo encontró llorando en un lavabo de Santa Anita. Después de aquello Richard se limitó a trabajar. Empezó a aceptar trabajos que había rechazado en el pasado solamente para no tener que ir a casa. Renunció a los puros dominicanos en favor de los cigarrillos de oferta.

Nunca fue con Cara a la consulta del tocólogo ni tampoco leyó ninguno de los muchos libros sobre embarazo, nacimiento e infancia que ella llevaba a casa. Su padre llevaba muchos años muerto, pero después de contarle a su madre qué clase de nieto podía esperar, y se lo contó con sequedad brutal, nunca volvió a decirle una palabra más sobre el niño que estaba en camino. Cuando su madre preguntaba, él le pasaba el teléfono a Cara y abandonaba la sala. Y cuando en su sexto mes de embarazo Cara anunció su intención de intentar tener un parto natural, con ayuda de una comadrona, Richard le dijo, como hacía siempre en aquellos momentos:

—Es tu bebé.

Una mujer presa de una necesidad menos personal de un bebé podría haber planteado alguna objeción, pero Cara se limitó a asentir y concertó una cita para el martes siguiente con una comadrona llamada Dorothy Pendleton, que usaba las instalaciones del hospital Cedars-Sinaí.

Aquel lunes, Cara sufrió un accidente de tráfico. Llamó a Richard al trabajo y él fue en coche desde el plato de Hollywood, donde estaba rodando una película israelí de kung fu, al despacho del médico de ella en Hollywood Oeste. Ella no tenía más heridas que un corte en la mejilla, y el médico tenía plena confianza, basándose en un examen y una ecografía, en que el feto se encontraba bien. El coche de Cara, sin embargo, era un siniestro total. Lo había embestido de lado un coche fúnebre apartado del servicio, nada más y nada menos, un Cadillac de 1963. Richard, por tanto, tuvo que llevarla en su coche al día siguiente a la consulta de la comadrona.

Ella no presentó la cuestión como una petición. Se limitó a decir:

—Mañana vas a tener que llevarme a ver a Dorothy. —Estaban de camino a casa de la consulta del médico. Cara había sacado su teléfono móvil y su agenda y estaba ocupada reorganizando las cosas que el accidente le había obligado a reorganizar—. La cita es a las nueve.

Richard echó un vistazo a su mujer. Tenía un vendaje de gran tamaño sujeto a la cara con cinta adhesiva y el ojo izquierdo casi cerrado por culpa de la hinchazón. Él llevaba un tubo de ungüento antibiótico en el bolsillo de la chaqueta vaquera, un rollo de venda y una hoja impresa de instrucciones médicas que tenía que cumplir durante los tres días siguientes. Lo normal, suponía él, era que un hombre cuidara a su mujer embarazada tanto por amor y por sentido del deber como porque era una forma de compartir entre ambos el peso de una carga mutuamente impuesta. Precisamente no se trataba de esto último en su caso. Lo primero se había perdido en algún punto entre un recodo sombrío del camino que discurría bajo los árboles de caucho de la orilla norte del lago Hollywood y los fríos azulejos del lavabo de hombres de Santa Anita. Ahora lo único que quedaba era el deber. Había dejado de ser el marido de Cara para ser su criado, que atendía todas sus necesidades y peticiones sin ninguna referencia a las emociones, como una sombra silenciosa e inescrutable.

—¿Para qué necesitas una comadrona? —le dijo él en un tono cortante—. Ya tienes un médico.

—Ya te lo he contado —dijo Cara en voz baja, esperando al otro lado de la línea telefónica la respuesta de una hipnotizadora que preparaba a mujeres para los dolores del parto—. Las comadronas se quedan contigo. Te acarician y te dan masajes y hablan contigo. Ponen todo su esfuerzo en intentar asegurarse de que tienes el bebé de forma natural. Sin cesárea. Sin episiotomía. Sin fármacos.

—Sin fármacos. —La voz de él bajó una octava, y aunque ella no lo vio, se dio cuenta de que estaba poniendo los ojos en blanco—. Yo pensaba que los fármacos serían un incentivo para ti.

Cara sonrió y luego hizo una mueca.

—Me gustan las drogas que te hacen sentir algo, Richard. Las que te dan en el parto te quitan las sensaciones. Quiero sentir cómo viene el niño. Quiero poder hacer fuerza para sacarlo.

—¿Qué quieres decir con «el niño»? ¿Te han dicho ya que es niño? Yo creía que no lo sabían con seguridad.

—No lo saben. Yo… No sé por qué he dicho «el niño». Tal vez solo… Todo el mundo dice, ya sabes, las viejas, dicen que tengo el vientre en punta.

La voz le tembló y respiró hondo. Habían llegado al mismo cruce, en la esquina de Sunset con Poinsettia, donde hacía cuatro horas que el coche fúnebre negro con alerones se había empotrado contra el coche de Cara. Ella cerró los ojos involuntariamente y tensó los hombros. Tenía los músculos doloridos de cuando se había preparado para el impacto del coche. Había soltado un chillido. Luego se había reído. Estaba viva, y la masa parecida a una medialuna de su cuerpo, la jaula de huesos fuertes recubiertos de grasa y llenos de aquella bolsa de agua marina sanguinolenta, había cumplido con su cometido. El bebé también estaba vivo.

—Este es el cruce, ¿no?

—Yo venía de comer en el Authentic. Estaba subiendo por Poinsettia.

Había sido Richard quien descubrió aquel atajo clásico por Hollywood Oeste, que eludía el tráfico hacia el norte y los semáforos de LaBrea Avenue, pocas semanas después de que se casaran y llegaran a Los Ángeles. Por entonces vivían en un bungalow diminuto de una sola habitación en la misma manzana donde estaba el Pink’s. El garaje lo tenía alquilado una quiromántica que aseguraba haber aconsejado una vez a Bob Grane que moderara sus modales salvajes. Años antes, el porche había estado invadido por las buganvillas de color rosa salmón, mientras que una palmera desvencijada susurraba en el jardín de atrás y aporreaba el tejado por las noches con sus frutos no comestibles. Era otoño, la única estación que en el sur de California podía tener algún efecto duradero en las emociones. La luz del sol era intermitente y nostálgica como los recuerdos, y hacía que la ciudad se viera con mayor nitidez al tiempo que difuminaba sus contornos. Por las tardes había un matiz etéreo de pesar oriental y otoñal en el aire, que solo más tarde se enteraron de que provenía todos los años de los incendios descontrolados de las colinas. Cara tenía un trabajo de bajo nivel en una agencia de actores de segunda fila de Hollywood. Richard estaba en el paro. Todas las mañanas él la dejaba en las oficinas de Sunset Boulevard y luego se pasaba el resto del día conduciendo por la ciudad con la gruesa guía Thomas que ella le había regalado por su boda. Aunque entonces ya llevaban casi dos años siendo amantes, a veces Richard tenía la sensación de que no conocía a Cara lo bastante como para haberse casado realmente con ella, y el pánico feliz de aquellos primeros días se veía reflejado cada vez que intentaba orientarse por aquella cuadrícula insulsa y enciclopédica de bulevares. Cuando recogía a Cara al final de la jornada los dos se iban a Lucy’s o a Tommy Tang’s y él le explicaba sobre el mapa la ruta que había llevado a cabo aquel día, perdido entre pozos de petróleo, palacios, áreas comerciales Hmong y un millón de pequeños bungalows como el de ellos, sumergidos entre las buganvillas. Bebían Tecate directamente de la lata y llegaban a casa justo cuando en la ventana de la quiromántica se encendía la guirnalda de lucecitas en forma de guindillas eléctricas, encima de la mano de neón con los dedos extendidos a modo de bienvenida o de reprobación. Dormían con las ventanas abiertas, bajo una colcha de verano, abrazados. Los sueños de Richard lo llevaban una vez más a El Nido, a Bel Air y a Verdugo City. Por la mañana se sentaba apoyado en una almohada, bebía café de un tazón Bauer descascarillado y miraba cómo Cara se movía por el dormitorio vestida con la parte de debajo de un traje. Llevaban cinco años viviendo en aquella casa, sin saber nada de la temperatura basal de Cara o de sus mocos vaginales. Luego se mudaron al valle y compraron una casa con espacio para tres niños y con vistas al embalse de metal resplandeciente. La guía Thomas estaba en el maletero del coche de Richard, debajo de una manta, con las tres páginas que él necesitaba más a menudo arrancadas.

—No me puedo creer que no lo vieras —dijo él—. Era un puto coche fúnebre.

Por primera vez ella notó o se permitió notar el tono irritado y quebrado de su voz, el trasfondo de rabia que siempre había estado presente pero del que sus capas de ensimismamiento, de producción celular y de hinchazón feliz la habían mantenido aislada hasta aquel momento.

—No fue culpa mía —dijo ella.

—Aun así —dijo él negando con la cabeza. Estaba llorando.

—Richard —dijo ella—, ¿estás…? ¿Qué te pasa?

El semáforo se puso verde. El coche que tenían delante permaneció inmóvil una décima de segundo. Richard le dio un porrazo a la bocina con la base de la mano.

—Nada —dijo él, y su tono volvió a ser solícito y despreocupado—. Por supuesto que te llevaré a donde tengas que ir.

La experiencia que tienen las comadronas con los padres es incidental pero sólida, como el conocimiento que tienen los granjeros de las migraciones de las aves o del comportamiento de las nubes. Dorothy Pendleton había traído al mundo a más de dos mil bebés a lo largo de su carrera, y de estos dos mil casos tal vez un millar de padres habían acompañado a las madres al menos en una visita a su despacho y unos pocos centenares más habían comparecido para llevar a cabo su misteriosa tarea el día del nacimiento. En este último escenario en particular era donde los hombres revelaban sus caracteres, de forma rápida y nada artística. Dorothy tenía experiencia previa con maridos furiosos, atrapados, taciturnos, sarcásticos, irascibles, bloqueados, nerviosos, impasibles, desempleados, adictos al trabajo, cargados con el peso de todas las generaciones de padres furiosos que los precedían o echados a perder por la insondable acción de la mala suerte en sus corazones. Cuando hizo entrar en su despacho a Cara Glanzman y Richard Case, Dorothy percibió de inmediato el efluvio oscuro y chisporroteante que rodeaba la cabeza de Richard. Estaba sentado él solo en un confidente, encorvado, con los hombros caídos, pasando bruscamente las páginas de un ejemplar del Yoga Journal. Sin moverse, miró cómo Cara se levantaba y estrechaba la mano de Dorothy. Cuando Dorothy se dirigió a él, la mitad inferior de la cara de Richard sonrió de forma breve y mecánica. Su mirada sombría y hostil evitó el contacto con la de ella.

—¿No viene usted con nosotras? —dijo Dorothy con su voz cascada.

Era una mujer pequeña y gruesa, vestida con vaqueros y una camisa de hombre de raya fina y cuello Oxford cuyos faldones estaban adornados con viejas etiquetas de lavandería y salpicaduras de pintura azul. Parecía una mujer densa, inamovible, construida con materiales pesados y dotada de un centro de gravedad bajo. Unas gafas enormes de plástico, de un color rosa indeterminado y de un estilo curvilíneo y recargado que no había estado de moda desde principios de la década de 1980, le colgaban del cuello de un trozo de cordel marrón y nudoso. Tantos años de hacer equilibrios en el umbral que separa la bendición de la catástrofe la habían hecho sensible a todos los finos matices de la emoción familiar, pero era incapaz de manejarlos sin una precisión carente de diplomacia. Se volvió hacia Cara.

—¿Hay algún problema?

—No lo sé —dijo Cara—. ¿Richie?

—¿No lo sabes? —dijo Richard. Parecía genuinamente asombrado. Pero seguía sin moverse de su asiento—. Por Dios. Sí, Dorothy, hay un pequeño problema.

Dorothy asintió, mirando primero a uno y luego al otro, esperando alguna clase de explicación que no llegaba.

—Cara —dijo finalmente—. ¿Esperabas que Richard te acompañara en tu cita?

—No… Bueno, no. Iba a venir yo sola. —Se encogió de hombros—. Tal vez esperaba… Pero sé que no es justo.

—Richard —dijo Dorothy con toda la amabilidad que pudo—. Estoy segura de que quieres ayudar a Cara a tener este bebé.

Richard asintió con la cabeza y luego siguió asintiendo. Respiró hondo, dejó la revista y se puso de pie.

—Estoy seguro de que es mi deber —dijo.

Entraron en la sala de reconocimientos y Dorothy cerró la puerta. Ella y otra comadrona compartían tres habitaciones pequeñas en la tercera planta de un viejo edificio de ladrillo en una manzana insípida de Melrose Avenue, al oeste de la Paramount. La otra comadrona tenía conocimientos New Age, que a Dorothy le parecían simpáticos aunque no los compartiera. La sala estaba decorada con fotografías de embarazadas desnudas y con dibujos y pinturas que representaban el parto y el nacimiento desde el punto de vista de distintas culturas y países, muchos del Tercer Mundo, donde las largas tradiciones de la partería nunca se habían interrumpido. Debido a que tanto la madre de Dorothy como su abuela habían sido comadronas, en un pueblecito de las afueras de Texarkana, su sentido de la tradición era inconsciente y no tenía nada de milenarista. Sabía mucho de hierbas y de las emociones de las madres, pero no tenía una fe especial en los cristales, en la meditación, en la visualización creativa ni en la sabiduría inherente de las sociedades preindustriales. Veinte años de vida en la Costa Oeste no habían librado su actitud hacia el embarazo y el parto de un aire esforzado de criadora de animales típico del este de Texas. Le indicó a Richard un sillón raído de quinta mano cubierto de herculón dorado, situado debajo de un póster de la diosa Cibeles donde esta tenía el remolino lechoso del cosmos en su vientre. Ayudó a Cara a subirse a la camilla de reconocimientos.

—Probablemente debería haberte dicho algo antes —dijo Cara—. Este bebé no es de Richard.

Richard tenía las manos apoyadas en las rodillas. Miró las margaritas amarillas alargadas y distorsionadas que había impresas en la tela de los leotardos de Cara, con los hombros encorvados y una sombra en la mandíbula.

—Entiendo —dijo Dorothy. Se arrepintió de haber sido tan brusca con él antes, aunque ahora ya no se podía hacer nada al respecto y ciertamente no podía garantizar que no iba a volver a serlo. Su compasión por los maridos estaba circunscrita necesariamente a la necesidad simple de conservar sus energías para las protagonistas de su línea de trabajo—. Eso es duro.

—Es más que duro —dijo Cara—. Porque, ¿sabes? Me violaron. Me violó el Violador del Embalse, seguro que te acuerdas. —Bajó la voz—. Derrick James Cooper.

—Oh, Dios mío —dijo Dorothy. No era la primera vez que aquellas circunstancias se presentaban en su consulta, pero eran ciertamente poco comunes. Hacía falta una clase especial de mujer, una mujer que estuviera en uno de los extremos absolutos del espectro entre la esperanza y la desesperación, para sacar adelante a un niño a partir de un comienzo como aquel. Pero no tenía ni idea de qué clase de marido hacía falta—. Lo siento por los dos, Cara. —Abrió los brazos y dio un paso hacia la madre, que apoyó la cara en su hombro— Richard.

Dorothy se giró hacia él, sin esperar que Richard aceptara un abrazo de ella pero obligada por su corazón y por su sentido de la propiedad a ofrecerle uno.

Él se la quedó mirando, mordiéndose el labio inferior, y la furia que ella vio en sus ojos la hizo acercarse un paso a Cara, al bebé que llevaba en el vientre y que él odiaba de forma evidente con una pasión que en calidad de hombre decente no podía permitirse admitir.

—Estoy bien —dijo él.

—No entiendo cómo puedes estar bien —dijo Dorothy—. Esa criatura es hija de un monstruo que violó a tu mujer. ¿Cómo puede ser que eso te parezca bien? A mí no me lo parecería.

Sintió que Cara se ponía tensa. El zumbido del aire acondicionado llenaba la sala.

—Aun así creo que paso del abrazo —dijo Richard.

El reconocimiento continuó. Cara le mostró a Dorothy el hemisferio pálido de su vientre. Se reclinó y abrió las piernas, y Dorothy, con la mano enguantada, introdujo la mano dentro de ella e investigó el estado de su cuello uterino. Dorothy tomó la presión sanguínea de Cara, le comprobó el pulso y la ayudó a subirse a la balanza.

—Estás perfecta —anunció Dorothy mientras Cara se vestía sola—. Tú sigue haciendo todas las cosas que me decías que estás haciendo. Tu bebé también va a estar perfectamente.

—¿Qué cree que es? —dijo Richard, hablando por primera vez desde el principio del reconocimiento.

—¿Qué es? ¿Te refieres al sexo?

—Con los ultrasonidos no lo averiguaron. O sea, sé que no hay forma de estar seguros del todo, pero he pensado que como es usted una comadrona, tal vez tenga una forma mística secreta de saberlo.

—De hecho, nunca me equivoco en eso —dijo Dorothy—. O tan pocas veces que viene a ser como no equivocarse nunca.

—¿Y?

Dorothy le puso la mano derecha en la barriga a Cara. Tenía el vientre en punta, lo cual indicaba según la tradición que la criatura era niño, pero aquello no tenía nada que ver con la sensación que tuvo Dorothy de que no había duda de que la criatura era niño. No era más que una sensación. Dorothy no veía nada místico en ello.

—Es un niño. Un chico.

Richard negó con la cabeza, con la cara fruncida, y dejó escapar una bocanada suave y triste de aire entre los dientes. Ayudó a Cara a ponerse de pie y le dio su bolso.

—Hijo del monstruo —dijo—. Hombre lobo júnior.

—Solamente me he equivocado una vez o dos —dijo Dorothy en voz baja, e intentó cogerle la mano.

Él volvió a esquivar su contacto.

—Yo casi preferiría una niña —dijo él.

—Las niñas son geniales —dijo Dorothy.

Cara salía de cuentas el 5 de mayo. Como el niño todavía no había venido el 12, fue a Melrose a ver a Dorothy, que le palpó el abdomen, le masajeó el perineo con aceite de jojoba y le dijo que doblara la dosis de una tintura asquerosa de cimifuga azul y negra que Cara llevaba una semana tomando.

—¿Cuánto tiempo tardarás en tomar medidas? —dijo Cara.

—Eso no va a pasar —dijo Dorothy.

—Pero si pasara. ¿Cuánto tiempo?

—Tendría que tomar cartas en el asunto pasadas dos semanas. Pero no te preocupes. Tu cerviz está abierta en un setenta y cinco por ciento. Dentro de ti todo va de perlas. No vas a tardar dos semanas más.

El 15 de mayo y otra vez el 17, Cara y una amiga fueron en coche a Laurel Canyon a cenar a un restaurante cuya ensalada de la casa tenía la reputación local de contener una hoja misteriosa que hacía parir a las mujeres. El 18, Dorothy se reunió con Cara en la consulta de su tocólogo en Hollywood Oeste. Se llevó a cabo un monitoreo fetal sin estrés. Se evaluó el estado de su saco amniótico y de sus contenidos. El médico guardó silencio todo aquel rato, y a Cara le pareció que sus modales para con Dorothy eran sardónicos y fríos. Sospechó que habían estado hablando los dos antes de que ella llegara o que estaban esperando a que ella se marchara para hacerlo. Mientras se preparaba para ir a ver a su siguiente paciente, el médico aconsejó a Cara que programara una inducción para el día siguiente.

—No conviene que el bebé siga creciendo.

Y salió.

—Te doy un par de días más —dijo Dorothy, en tono seco y despreocupado pero con semblante grave—. Pero me estoy arriesgando.

Cara asintió. Se puso los pantalones negros de cintura holgada comprados en CP Shades y la blusa negra a juego que había estado llevando durante las dos últimas semanas, aunque dos de los botones estaban medio sueltos. Metió los pies en sus alpargatas negras y raídas. Se quitó la cinta del pelo, agitó el pelo y se la volvió a poner. Suspiró y volvió a asentir. Se miró el reloj. Luego rompió a llorar.

—No quiero que me provoquen el parto —dijo ella—. Si lo hacen voy a necesitar fármacos.

—No necesariamente.

—Y probablemente me acabarán haciendo una cesárea.

—No hay razón para pensarlo.

—Esto ya empezó como algo fuera de mi control, Dorothy. No quiero que acabe así también.

—Todo empieza así, cariño —le dijo Dorothy—. Y también termina así.

—Esto no.

Dorothy rodeó a Cara con el brazo y permanecieron así sentadas, codo con codo en la camilla de reconocimientos. Dorothy usaba su cuerpo robusto y sus nervios de acero para reconfortar a los pacientes y no solía recurrir a las palabras de alivio. Se pasó Varios minutos sin decir nada.

—Vete a casa —dijo por fin—. Llama a tu marido. Dile que necesitas sus prostaglandinas.

—¿A Richie? —dijo Cara—. Pero él… No puede. No querrá.

—Dile que esta es su gran oportunidad —dijo Dorothy—. Me imagino que hace mucho tiempo.

—Diez meses —dijo Cara—. Por lo menos. A menos que haya estado con otra, claro.

—Llámalo —dijo Dorothy—. Vendrá.

Richard se había marchado de casa cuando Cara estaba en su semana treinta y cinco. Desde el principio de sus problemas no había existido un momento decisivo de ruptura, no había habido un tiroteo retórico ni tampoco Richard había tomado decisión alguna. Se había limitado a pasar períodos más y más largos fuera de casa, levantándose mucho antes del amanecer para correr como todas las mañanas alrededor del embalse, donde se había escrito la primera línea del epitafio de su matrimonio, y llegando a casa por las noches mucho después de que Cara se fuera a dormir. En la semana treinta y cuatro le había llegado una oferta para filmar un anuncio en Seattle. El rodaje iba a durar ocho días. Después de aquello Richard ya no volvió a casa. El día que Cara salía de cuentas, había llamado para decir que estaba de vuelta en Los Angeles y que se alojaba en la casa de su hermano mayor Matthew en Camarillo. Él y Matthew no se habían llevado bien de niños y ya de adultos se habían pasado siete años y medio sin hablarse. El hecho de que Richard hubiera acudido a él ahora en busca de ayuda llenó a Cara de lástima postergada hacia su marido. Estaba durmiendo en un garaje a medio convertir en vivienda detrás de la casa de Matthew, compartiendo espacio con el huraño hijo adolescente de este, Jeremy.

—No llega a casa hasta muy tarde, tía Cara —le dijo Jeremy cuando llamó aquella tarde desde la consulta del médico—. Como a la una o las dos.

—¿Y puedo llamar a esa hora?

—Pues claro. Eh, ¿has tenido ya el bebé?

—Lo estoy intentando —dijo Cara—. Por favor, dile que me llame.

—Claro.

—A la hora que sea.

Fue a Las Carnitas a cenar. Unos mariachis ambulantes entraron y le dieron la serenata bajo su manto mágico de soledad y gordura. Se quedó mirando su plato y se comió una décima parte de la comida que había en él. Fue a casa y pasó unas horas recortando artículos de American Baby y comprando artículos para la primera infancia de catálogos de venta por teléfono por valor de quinientos doce dólares. A las diez programó el despertador para la una y media y se fue a la cama. A la una la despertó de su letargo intranquilo un sueño en el que una criatura sombría e hirsuta, bípeda y encorvada, que incluso dentro del mismo sueño ella sabía que era una representación de Derrick James Cooper, estaba montada en un enorme guitarrón y se dedicaba a golpearlo contra el suelo.

Cara se incorporó de golpe, con el aliento oliéndole a ajo, escuchando dentro de su cuerpo los ecos cada vez más débiles del tañido de una enorme cuerda interior.

Sonó el teléfono.

—¿Qué pasa, Cara? —dijo Richard por enésima vez. Su voz era tenue y estaba llena de fatiga—. ¿Estás bien?

—Richie —dijo ella, aunque no era aquello lo que había querido decir—. Te echo de menos.

—Yo también te echo de menos.

—No, yo… Richie. No quiero hacer esto sin ti.

—¿Vas a tener el bebé? ¿Te has puesto de parto?

—No lo sé. Es posible. Pero he sentido algo. Richie, ¿no podrías venir?

—Estaré allí dentro de una hora —dijo él—. Espérame.

Durante la hora siguiente Cara esperó una reverberación o una renovación de la punzada que la había despertado. Se sentía extraña. Le dolía la espalda y tenía el estómago revuelto y acidez. Masticó un Gaviscon y yació recostada en la cama, escuchando a ver si oía el coche de Richard. Su marido llegó exactamente una hora después de colgar el teléfono, vestido con unos vaqueros raídos y un jersey holgado, deformado y de color hígado que le había hecho ella al principio de su matrimonio.

—¿Alguna novedad? —dijo él.

Ella negó con la cabeza y rompió a llorar otra vez. Él se le acercó, y tal como había hecho tantas veces durante el último año, la abrazó, de forma un poco rígida, como si tuviera miedo del contacto con su barriga, le dio unas palmaditas en la espalda y le dijo en voz baja que todo iría bien.

—No es verdad, Richie. Van a tener que abrirme. Lo sé. Todo empezó con violencia. Y supongo que ha de terminar igual.

—¿Has hablado con Dorothy? ¿No hay algún, no sé, alguna clase de cosa rara de comadrona que puedan hacer? ¿Alguna raíz que puedas masticar o algo parecido?

Cara lo cogió por los hombros y lo apartó de ella para poder mirarlo a los ojos.

—Prostaglandinas —dijo ella—. Y tú las tienes.

—¿Yo? ¿Dónde?

Ella le miró la entrepierna, intentando darle al gesto una importancia lenta y humorística a lo Mae West.

—Eso no puede ser seguro —dijo Richard.

—Lo ha prescrito Dorothy.

—No sé, Cara.

—Es mi única esperanza.

—Pero tú y yo…

—Vamos, Richie. No pienses en ello como sexo, ¿vale? Imagina que es un aplicador, ¿vale? Un sistema de aplicación de prostaglandinas.

Él suspiró. Cerró los ojos y se frotó la cara con las palmas de las manos como si así le fuera a insuflar algo de vida y de circulación sanguínea. La piel de alrededor de sus ojos parecía papel crepé y estaba pálida como un billete de dólar gastado.

—Caray, qué excitante —dijo.

Se quitó la ropa. En los últimos meses había perdido doce kilos y pudo ver el asombro con que Cara se daba cuenta. Se quedó un momento de pie, a un lado de la cama, sin saber muy bien qué hacer. Ella llevaba una eternidad protegiendo su cuerpo, escondiéndolo bajo ropa holgada, impidiendo que él entrara en el baño mientras ella se duchaba o iba al retrete y estremeciéndose y apartándose instintivamente de cualquier contacto de sus manos salvo el más suave y solícito. Cuando ella era relativamente esbelta y resultaba relativamente familiar, él no había sabido cómo tocarla. Ahora que ella se extendía debajo de él, resplandeciente e inmensa, él se sentía incapaz de emprender la tarea.

Cara llevaba un pantalón de chándal y una camiseta talla extragrande con la cara de Gali Karpas, la estrella israelí del kung fu, y las palabras ZONA LETAL. Se bajó el pantalón hasta los tobillos y se levantó la camiseta por encima de la cabeza. Su sujetador tenía la estructura de un puente de suspensión, blindado, un sujetador de abuela. Aquello la llenó de vergüenza. Bajo la mirada no del todo familiar de su marido, todo lo que tuviera que ver con su cuerpo la llenaba de vergüenza. Sus pechos, moteados y cubiertos de venas, se desplomaron y yacieron relucientes sobre el enorme arco lunar de su barriga, hendidos por algún codo o rodilla diminutos. De su vello púbico brotaban rizoides, y una gruesa pelambrera negra le oscurecía los muslos y el abdomen casi hasta el ombligo.

Richard se sentó y se quedó mirándole el vientre. Allí dentro había un juego completo de huesos en miniatura, un corazón, un cerebro plisado y cargado de pensamientos inimaginables. Al cabo de pocas horas o de un día, el conducto en el que estaba a punto de entrar sería ensanchado, usado y habitado por el testigo ciego, mudo y desconocido de aquel acto. La idea lo excitó.

—Guau —dijo Cara mirándole otra vez la entrepierna—. No te lo pierdas.

—Esto es raro.

—¿Desagradable?

Ella miró a Richard y en su cara leyó la conclusión inevitable de que la presencia del hijo de otro hombre había alterado tan completamente el cuerpo de ella que ahora a su marido le resultaba del todo irreconocible. Una desconocida, llevando a un desconocido en su seno, le había pedido que se acostara con ella.

—Túmbate —dijo él—. Te haré lo que me pides.

—Hay lubricante en el cajón.

—No nos va a hacer falta.

Ella se apoyó en los codos y se tumbó, con las piernas abiertas, mirándolo. Él extendió los brazos, con cuidado, y miró cómo sus propias manos inspeccionaban la piel tensa y luminosa de su vientre.

—Deprisa —dijo ella al cabo de un minuto—. No te alargues demasiado.

—¿Te duele?

—Tú… Por favor…

Creyendo que ella necesitaba lubricación después de todo, Richard miró en el cajón de la mesilla de noche. Estuvo un momento buscando a tientas el frasco del lubricante. Un instante antes de girarse para mirar lo que estaba haciendo su mano, su dedo corazón golpeó contra la punta del cúter que Cara había estado usando para recortar artículos sobre irritación y aftas de los pezones. Soltó un grito.

—¿Te has corrido?

—Hum… sí —dijo él—. Pero sobre todo me he hecho un corte en la mano.

Era un corte largo y profundo del que manaba sangre de forma rítmica. Después de una hora con hielo y aplicándole presión no consiguieron hacer que dejara de sangrar, y Cara dijo que sería mejor que fueran a urgencias. Envolvió el corte en medio rollo de venda y lo ayudó a vestirse. Luego se vistió ella y lo siguió a la entrada para coches.

—Cogeremos el Honda —dijo ella—. Conduzco yo.

Salieron a la calle. El cielo permanecía cubierto por una niebla baja, que resplandecía en tonos anaranjados como si estuviera iluminada desde dentro y llevaba consigo un olor a sal y a acera mojada. En la calle no había nadie y no se oía nada más que el murmullo de la autopista de Hollywood. Cara le abrió la portezuela a Richard y lo llevó en el coche hasta el hospital más cercano, que no era precisamente conocido por la calidad de sus servicios.

—Entonces, ¿ha sido el mejor polvo de tu vida o qué? —le preguntó ella, riendo, mientras esperaban en un semáforo en rojo.

—Te diré una cosa —dijo él—. No ha sido el peor.

El guardia de seguridad que estaba en la puerta del servicio de urgencias llevaba casi tres años trabajando en aquel turno y durante aquel tiempo había visto las suficientes heridas y el suficiente dolor de la ciudad de Los Angeles como para quedar inmóvil, sonriente y prácticamente inerte. A las 2.47 de la madrugada del 20 de mayo, un Honda Accord blanco paró frente a la puerta, conducido por una mujer inmensamente embarazada. El guardia, cuyo turno terminaba dentro de una hora, no dejó de sonreír. Estaba acostumbrado a ver mujeres embarazadas que llegaban conduciendo ellas mismas para tener sus bebés. No era una conducta aconsejable, cierto, pero aquel era un lugar al que todas las conductas desaconsejables del mundo llegaban a toda prisa para dar su fruto previsible. Luego un hombre, claramente su marido, se apeó del lado del pasajero y pasó cabizbajo junto al guardia. Las puertas correderas de cristal se abrieron con un susurro para dejarlo entrar. La mujer embarazada dirigió el coche al aparcamiento.

El guardia frunció el ceño.

—¿Algún problema? —le preguntó a Cara cuando reapareció, con pasos lentos y contemplativos, con el brazo derecho enjarras y la mano derecha apretándose la cadera como si le doliera.

—Acabo de tener una contracción fuerte —dijo ella. Se limpió el sudor de la frente con ademán teatral—. Guau. —Lo dijo en un tono feliz pero al guardia le pareció que estaba asustada.

—Bueno, pues está usted en el sitio adecuado.

—La verdad es que no —dijo—. Tendría que estar en el Cedars. ¿Hay una cabina?

El guardia la llevó a la izquierda del mostrador de admisiones. Ella entró andando pesadamente y llamó a Dorothy.

—Creo que estoy de parto —dijo ella—. O no. No lo sé.

—Sigue hablando —dijo Dorothy.

—Solamente he tenido tres contracciones.

—Ajá.

—Las contracciones duelen.

—Sí.

—Pero mucho.

—Ya lo sé. Sigue hablando.

—Llamo desde urgencias. —Dio el nombre del hospital—. Richard se ha hecho un corte en la mano. Ha… venido a casa y… hemos…

Una plancha de metal candente le dio un latigazo en el abdomen. Cara se tambaleó hacia un lado. Recuperó el equilibrio y se quedó medio acuclillada junto al cubículo del teléfono, con el auricular en la mano, mirando el suelo. Estaba tan asombrada por la repentina arrogación por parte de su útero de todos los canales sensoriales de su cuerpo para sus propios fines que, igual que antes, se olvidó de combatir o de superar la contracción con las técnicas de respiración y relajación que le habían enseñado. Dejó que el dolor la permeara y habitara en ella y rezó con fervor infantil para que se marchara. El linóleo que pisaba era de color ocre con motas rosadas y grises. Olía a ceniza y a pino. Cara era consciente de que del teléfono salía la voz de Dorothy, aconsejándole que relajara la mandíbula, los hombros y las caderas. Luego la contracción la abandonó, tan de repente como había llegado. Cara se puso de pie. Le dolían los dedos con que estaba cogiendo el auricular. Sentía un abanico creciente de dolor en la zona lumbar. Por lo demás se sentía perfectamente bien.

—Estás de parto —dijo Dorothy.

—¿Estás segura? ¿Cómo lo sabes?

—Te lo noto en la voz, cariño.

—Pero si no estaba hablando. —Aunque mientras estaba diciendo aquello podía oír un eco de su propia voz un momento antes, diciendo: «Vale, vale, vale».

—Tardo veinte minutos —dijo Dorothy.

Cuando Cara encontró a Richard, lo estaba atendiendo un enfermero, un hombre negro y corpulento cuya placa identificativa decía COLEY pero que se presentó a sí mismo como Nordell. El pelo de Nordell estaba elaboradamente trenzado y bordado con cuentas. Tenía las manos bien cuidadas y las uñas pintadas con puntas francesas. Estaba fingiendo que encontraba atractivo a Richard, o bien fingiendo que lo fingía. Su pulso era firme y sus suturas avanzaban por la yema hinchada de Richard tan ordenadamente como una hilera de hormigas. Richard estaba pálido y parecía preocupado. Estaba fingiendo que Nordell le hacía gracia.

—No te preocupes, querida, ya le he echado una buena bronca por ti —le dijo Nordell a Cara cuando esta entró en la sala de reconocimientos—. Mira que cortarse en la mano cuando estás a punto de tener un bebé. Le he dicho: «Encanto, esta no es tu ópera».

—Tiene mucho morro —dijo Cara.

—Por Dios bendito, mírate. Qué gorda. ¿Cómo cabes al volante de tu coche?

Richard se rió.

—Tú te callas. —Nordell hizo otra incisión en el dedo de Richard y luego hizo pasar el hilo por ella—. ¿Cuándo sales de cuentas?

—Hace dos semanas.

—Ajá. —Miró a Richard con el ceño fruncido—. Como si ella no tuviera ya bastantes preocupaciones como para que tú vayas clavándote un puñetero cúter en el dedo.

Richard volvió a reírse. Parecía a punto de vomitar.

—¿Habéis elegido un nombre?

—Todavía no.

—¿Sabéis qué es?

—No —dijo Cara—. Las piernas del bebé no nos lo han dejado ver. Pero a Richard le gustaría una niña.

Richard la miró. Al entrar ella en la sala, él vio que le había cambiado la cara, que la palidez pecosa y la fatiga de las últimas semanas había dado paso a un rubor y a un lustre de excitación que podían deberse a la felicidad o bien a la aprensión.

—Venga —dijo Nordell—. ¿No quieres un hijo que crezca y acabe siendo como tú?

—Eso estaría bien —dijo Richard.

Cara cerró los ojos. Se acarició la barriga con las manos. Se meció sobre los talones y se desplomó al suelo. Nordell dejó sus pinzas de sutura y se quitó los guantes. Se agachó junto a Cara y le puso una mano en el hombro.

—Vamos, cariño, sé que has estado tomando clases de respiración. Así que respira. Vamos.

—Oh, Richie.

Richard se sentó en la mesa y miró cómo Cara empezaba a parir. No había asistido más que a la primera de las clases de parto y no tenía ni idea de qué se esperaba de él ni de qué le correspondía hacer. Esto no solamente era aplicable al proceso de alumbramiento, sino a todos los deberes y detalles principales de la paternidad en sí. La violación, la concepción, el crecimiento de la placenta, la alimentación y el cobijo de la criatura en la oscuridad, en su hamaca de vasos sanguíneos entretejidos, nutriéndose de un brebaje secreto… todo aquello había tenido lugar sin que él tuviera nada que ver. Hasta aquel momento se había tomado increíblemente a pecho el hecho simple e inalterable de aquella violación. Así era como había impedido que surgieran en su mente las preguntas y dudas habituales de los futuros padres. Durante una temporada, es cierto, había mantenido una tenue esperanza que la criatura fuera niña. Se imaginaba vagamente un par de piernecitas flacas y unos pies calzados en zapatillas deportivas altas de color rosa, sujetándose del revés de una barra horizontal y con el dobladillo del vestido tapando convenientemente la cara. Cuando Dorothy había declarado con tanta seguridad que el bebé era niño, sin embargo, Richard había sentido una especie de alivio funesto. En aquel momento la criatura había dejado de existir para él: ya no era más que el hijo del violador de Cara, con la sangre enturbiada por la misma zarza corrosiva de cromosomas. En los últimos diez meses ni una sola vez se había imaginado sosteniendo a todo un ser humano con el antebrazo, no había sopesado las profundidades y los enigmas de su relación con su propio padre, no había sufrido el temor nocturno al futuro que acosa a un hombre cuya mujer embarazada duerme a su lado con respiración pesada. Ahora que se acercaba el momento del nacimiento, no tenía ni idea de qué hacer consigo mismo.

—Ven aquí —le dijo Nordell—. Cógele la mano a esta pobre chica.

Richard se bajó deslizándose de la camilla y se arrodilló junto a Cara. Se la llevaron en silla de ruedas a admisiones, con el bolso sobre las rodillas. Cuando Richard la alcanzó, un voluntario la estaba metiendo en el ascensor.

—¿Adónde vamos? —dijo Richard.

—A partos —dijo el voluntario, un hombre mayor con un aparato para la sordera y el bulto de un paquete de cigarrillos en el bolsillo—. Cuarta planta. ¿No ha visitado el sitio?

Richard negó con la cabeza.

—Este no es nuestro hospital —dijo Cara—. Hicimos la visita en el Cedars.

—Ojalá la hubiera hecho —dijo Richard sorprendiéndose a sí mismo.

Cuando la enfermera de entrada de partos examinó a Cara, se encontró con que tenía la cerviz abierta al cien por cien y estaba casi ocho centímetros dilatada.

—Guau —dijo—. Vamos a sacarle a ese bebé.

—¿Aquí? —dijo Cara, consciente de que estaba hablando de forma infantil—. Pero es que yo…

—Nada de peros —dijo la enfermera—. Ya tendrá el siguiente en el Cedars.

A Cara le pusieron a toda prisa un camisón de color verde alga y la llevaron en camilla a lo que tanto ella como la enfermera se refirieron como la sala de partos. Se trataba de una sala amplia decorada para parecer una suite júnior de un hotel de aeropuerto, de color gris claro y lavanda, con muebles laminados en roble y pósters en las paredes que anunciaban plácidamente sesiones pasadas del Festival de Música de Cámara de Santa Fe. El sitio olía a aire acondicionado de hospital, sin embargo, y la cama estaba tan rodeada de equipo de diagnósticos, y había tantos cables y brazos y monitores, que la sala acababa pareciendo pequeña y el efecto de pseudolujo se echaba a perder. Con todos los aparatos y los cables rodeando a Cara, a Richard la sala le pareció casi idéntica a un plató.

—Nos hemos olvidado de traer una cámara —dijo—. Tendría que sacar fotos de esto, ¿no?

—En la segunda planta hay una máquina expendedora —dijo la enfermera de partos, levantándole las piernas a Cara hasta el pecho y separándoselas. Los labios externos estaban hinchados y se habían puesto tan oscuros como una mancha de tabaco, y la raja de en medio era de color rosa y brillante como un chicle—. Vende cosas como peines y pasta de dientes. Y creo que tienen cámaras de esas que se tiran.

—¿Tengo tiempo?

—Es probable. Pero nunca se sabe.

—Cara, ¿quieres fotos de esto? ¿Voy? Puedo volver enseguida. ¿Cara?

Cara no contestó. Se había sumergido en el mundo de sus contracciones, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y la frente brillante por el dolor y la concentración como la frente de Cristo en una escena de crucifixión.

La enfermera había perdido interés en Richard y en la cuestión de la cámara. Con una mano tenía agarrada la mano de Cara y con la otra le estaba acariciando el pelo. Sus caras estaban muy juntas y la enfermera le estaba susurrando algo. Cara asintió, se mordió el labio y soltó una risotada furiosa. Richard no se movió. Sentía que tenía que estar ayudando a Cara, pero la enfermera parecía tenerlo todo bajo control. No había nada que él pudiera hacer y no había sitio junto a la cama.

—Ahora vuelvo —dijo.

Se perdió de camino a la segunda planta y cuando llegó se volvió a perder buscando la máquina expendedora. La encontró zumbando en un pasillo delante de la cafetería, junto al lavabo de hombres. Tenía un panel alto de cristal y un carrusel que giraba cuando uno pulsaba un botón. Contenía un surtido de artículos de higiene íntima, además de unos cuantos juegos y artículos para niños aburridos. Quedaba una sola cámara. Richard metió un billete de veinte dólares en la máquina y no recibió nada de cambio.

Cuando regresó a la sala se quedó con los dedos en el pomo. Estaba frío y seco y le dio una descarga de estática al cogerlo. A través de la puerta oyó a Cara decir «Mierda» con una tranquilidad que lo asustó. Soltó el pomo.

Se oyó un chirrido de suelas de goma, rápido y firme. Dorothy Pendleton se le acercaba corriendo por el pasillo. Se había puesto una bata de quirófano rosada encima de la ropa de calle. Le quedaba prieta en el pecho y de la cintura le colgaba un faldón con la etiqueta de la lavandería. Mientras corría hacia donde él estaba, Dorothy se iba recogiendo el pelo detrás de la cabeza, llenándoselo de horquillas por el camino.

—Ha venido —dijo—. Bien por usted.

A Richard le sorprendió descubrir que se alegraba de ver a Dorothy. Parecía concentrada pero no nerviosa, tenía las mejillas ruborizadas y estaba plenamente alerta. Despedía un olor agradable a café con azúcar. Echada al hombro llevaba una bolsa grande de piel forrada de un patchwork gastado de trozos viejos de kilims. Embutido entre los tubos de aceite de jojoba y los instrumentos médicos, vio un ejemplar enrollado de Racing Form.

—Sí, bueno, me alegro, ya sabe, de que mi esperma finalmente sirviera para algo —dijo.

Ella asintió y se inclinó hacia la puerta.

—Buen esperma —dijo.

Dorothy se daba cuenta de que él necesitaba algo de ella, alguna revelación de su sabiduría de comadrona, un par de manos que lo arrancaran de nalgas e hipóxico de vuelta al resplandor y el clamor del mundo. Pero ya había desperdiciado suficiente atención en él, así que buscó a tientas el pomo de la puerta.

En aquel momento vio la cámara de cartón de veinte dólares que él llevaba en la mano. Por alguna razón la conmovió el que él hubiera encontrado una cámara detrás de la cual esconderse.

Se detuvo. Se lo quedó mirando. Le puso un dedo en el pecho.

—Mi padre era sheriff en el condado de Bowie, Texas —le dijo.

Él dio un paso hacia atrás y se quedó mirando el dedo. Luego volvió a levantar la vista.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que entre usted en la puñetera sala, ayudante —dijo, y abrió la puerta.

Lo primero que oyeron fueron los rápidos latidos del corazón del bebé en el monitor fetal. La simpleza de su mensaje inundaba la sala, retumbando como martillazos sobre hojalata.

—Llega justo a tiempo —dijo la enfermera de partos—. Está asomando la cabeza.

—Dorothy. Richie. —Cara torció la cabeza hacia ellos, con las mejillas cubiertas de lágrimas y de rizos mojados, los ojos rojos, la cara hinchada y con aspecto amoratado. Era la misma cara que había tenido después del ataque en el lago Hollywood, aturdida por el dolor, buscando la mirada de él—. ¿Adónde has ido? —le preguntó en tono furioso—. ¿Adónde has ido?

Él sostuvo la cámara en alto con expresión bovina.

—¡Joder! ¡No vuelvas a marcharte!

—Lo siento —dijo él. Entre las piernas de Cara había aparecido un círculo oscuro de pelo, rodeado del anillo rosado y llameante de sus labios vaginales dilatados—. ¡Lo siento!

—Ponedle una bata —le dijo Dorothy a la enfermera—. Él va a coger al bebé.

—¿Qué? —dijo Richard. Sentía que tenía que tranquilizar a Cara—. Mejor que no.

—Mejor que sí —dijo Dorothy—. Póngase una bata.

La enfermera cambió de sitio con Dorothy al pie de la cama y cogió a Richard del codo. Le quitó la cámara envuelta en plástico de la mano.

—¿Por qué no me da eso? —dijo ella—. Usted póngase la bata.

—Ya me he lavado las manos —dijo Richard, un poco presa del pánico.

—Eso está bien —dijo Dorothy—. Ahora puede hacerlo otra vez.

Richard se lavó las manos con un jabón marrón que le escoció en la nariz y regresó a la sala. Dorothy estaba manipulando los controles de la cama, levantando el respaldo, ayudando a Cara a adoptar una posición más erguida. Cara susurró algo.

—¿Qué pasa, cariño? —dijo Dorothy.

—He dicho: «Richard, yo también lo siento».

—¿Qué es lo que sientes? —dijo Dorothy—. Buen Dios.

—Todo —dijo Cara. Y luego—: Oh.

Gruñó, gimió con la boca cerrada y movió bruscamente la cabeza de un lado a otro. Se puso a emitir entre dientes bocanadas sibilantes de aire. Dorothy miró el monitor.

—Es grande —dijo—. Vamos allá.

Le hizo un gesto a Richard para que se pusiera a su lado. Richard vaciló.

Cara agarró las barandillas de los lados de la cama. Con el cuello arqueado hacia atrás. Un gemido se inició en lo más hondo de su pecho y se fue volviendo agudo a medida que ascendía hasta emerger de sus labios en forma de chillido breve, entrecortado y seco.

—¡Ups! —dijo Dorothy, retirando los brazos—. ¡Viene boca arriba! ¡Atención! —Se volvió hacia Richard, sosteniendo en las manos algo sucio y purpúreo que sobresalía del cuerpo de Cara—. Venga, muévase. Encárguese de esto.

Richard se acercó a la cama y vio que Dorothy tenía la cabeza del bebé apoyada en las anchas palmas de las manos. La criatura tenía una espesa mata de pelo negro. Los ojos muy abiertos, grandes y oscuros, con las pupilas invisibles, mirándolo directamente a él, o eso le pareció a Richard. No tenía los ojos adormilados, ni tampoco los párpados hinchados. Richard no creía que nadie lo hubiera mirado así nunca, sin emoción, sin juzgarlo. Lo invadió la conciencia de un evento enorme e irrevocable. Diez meses de miedo y añoranza lo abrumaron de golpe. En su vida le habían pasado cosas terribles. Otras veces, remontándose a las tardes interminables de su infancia, había experimentado una sensación de calma optimista que no parecía del todo infundada en la naturaleza de las cosas. En los días venideros no le esperaba más que la misma progresión desigual de desastre y satisfacción. Y ahora le pareció que todos aquellos momentos, pasados y futuros, se concentraban en aquella mirada diminuta, negra y sin pupilas.

Dorothy colocó los dedos a ambos lados de los hombros del bebé. Sus movimientos eran bruscos, firmes y nada delicados. A Richard le recordaron a los movimientos de un cocinero o de un alfarero. La mujer respiró hondo, miró a Cara y luego le dio media vuelta al niño, haciéndolo girar noventa grados.

—Ahora —dijo—. Deme sus manos.

—No hay que cogerlo al vuelo ni nada, ¿verdad? —dijo él—. Supongo que es fácil de sostener.

—Qué más quisiera usted —dijo Dorothy—. Póngase aquí, ande.

Ella le cambió el sitio y dio un paso atrás. Cogió las muñecas de Richard y le puso las manos sobre la cabeza del bebé. La cabeza estaba caliente y pegajosa.

—Espere la siguiente contracción, papá. Aquí viene.

Él esperó, mirando la cabeza del bebé, después Cara gruñó y el último trozo de tallo que unía al bebé con el útero pareció partirse. Con un ruido húmedo de succión, el niño entero salió despedido a las manos de Richard. Él lo cogió, casi sin pensarlo. La enfermera y Dorothy aplaudieron. Cara rompió a llorar. La piel del bebé era del color de la leche desnatada, sucia, reluciente y salpicada de motas de color rojo oscuro. Tenía los hombros y la espalda cubiertos de un vello fino, apelmazado y reluciente. Movió la mandíbula diminuta, husmeando y aspirando con voracidad las primeras bocanadas crudas de aire.

—¿Qué es? —dijo Cara—. ¿Es niño?

—Guau —dijo Richard, sosteniendo al bebé en alto para enseñárselo a Cara—. Mira.

Dorothy asintió.

—Tienes un hijo, Cara —dijo. Cogió al bebé de las manos de Richard y lo colocó en la tienda recién hundida que era la barriga de Cara. Cara abrió los ojos—. Un hijo grande y peludo.

Richard rodeó la mesilla para ponerse junto a su mujer. Se inclinó hasta tener la mejilla apoyada en la de ella. Los dos examinaron al hijo del hombre lobo y él los examinó a ellos.

—¿Crees que tiene una pinta rara? —dijo Richard en tono dubitativo.

Luego la enfermera les sacó una foto a los tres y ellos se la quedaron mirando, parpadeando, cegados por el flash.

—Precioso —dijo la enfermera.