Lo había conocido como bulldozer, como samurái, como androide programado para matar, como Hombre de Plástico y como Hombre de Titanio y como Devorador de Materia, como Buick Electra, como camión Peterbilt, e incluso, durante una semana, como el Puente de Mackinac, pero fue como hombre lobo que Timothy Stokes finalmente se pasó de la raya. Yo no estaba presente cuando sucedió. Estaba en el barranco que había al fondo del patio de la escuela, fundando la capital de un imperio de hormigas. «Y esto de aquí, claro está, esta maravillosa estructura, es el templo de El-bok», les explicaba a las hormigas, adoptando el mismo tono que adoptaba mi madre para hacer que los recién casados se sintieran cómodos mientras recorrían las habitaciones vacías del deprimido mercado inmobiliario en el que pasaba los días. Señalé una pirámide de arcilla roja en el centro de una plaza pavimentada con las caóticas tachaduras de las huellas de mis manos. «Y esto, naturalmente, es el palacio del Emperador de las Hormigas. Pero ja, ja, eso ya lo sabéis, claro. Muy bien, y esto de aquí —señalé una especie de corral circular que había construido clavando una serie de palitos afilados en el suelo— es para encerrar a vuestras hormigas esclavas. ¿Verdad que está bien? Y aquí es donde ordeñáis a vuestros pequeños afídidos». Encima de mi ciudad había el montículo de un poblado ordinario de hormigas. A mi alrededor la tierra fría y roja estaba adornada con un bordado negro de hormigas. Recurriendo al transporte forzoso y al precio de no pocos abdómenes y tórax seccionados, conseguí que algunas hormigas siguieran la Autopista Formícida Imperial, un amplio surco en la arcilla que salía de los pórticos de la ciudad, subía la abrupta pendiente del barranco y desde allí desembocaba a la inmensidad del mundo. Con mi aprovisionamiento de partes arrancadas de cuerpos de hormigas encastré los ojos negros de El-bok el Despiadado, un ídolo en forma de hormiga moldeado en la cúspide de la pirámide. Acababa de empezar a describir, para mí mismo y para las hormigas, los complejos ritos sagrados del dios cuyo culto les estaba imponiendo cuando oí los primeros gritos procedentes del patio.
—Oh, no —dije poniéndome de pie— Timothy Stokes.
Las chicas chillaban a Timothy como siempre que él las perseguía: a la vez y con unos gorjeos que parecían casi placenteros, como si estuvieran viendo pasar al gato de la casa con algo ensangrentado en la boca. Trepé por la ladera del barranco y emergí justo cuando Timothy, con la espalda encorvada, los brazos extendidos y gruñendo con gran realismo, manifestaba su ansia de morder gargantas de débiles humanos. Timothy decía aquello o algo parecido cada vez que se convertía en hombre lobo, y a mí no me habría preocupado mucho si en el curso de su primera transformación no hubiera llegado al punto de morder a Virginia Pease en el cuello. Era del dominio público en la escuela que después de aquello los padres de Virginia le habían escrito una carta al director y que la próxima vez que Timothy Stokes hiciera daño a alguien lo iban a expulsar. Timothy tenía, en palabras de nuestra maestra la señora Gladfelter, un pie fuera de la escuela, y existía la esperanza generalizada aunque no manifiesta entre sus compañeros de clase, sus padres y todos los profesores de la escuela elemental Copland Fork de que un día nada lejano les proporcionara a las autoridades la excusa que necesitaban para mandarlo a la escuela especial. Me quedé un rato allí, junto a mi ciudad en miniatura, toqueteando una partícula de hormiga con las yemas de los dedos y mirando cómo Timothy seguía su curso lupino y gruñidor sobre las pistas de rayuela. Yo sabía que alguien tenía que hacer algo para tranquilizarlo, pero era la única persona de nuestra escuela que podía tener alguna razón para querer salvar a Timothy Stakes de la expulsión, y lo odiaba con todas mis fuerzas.
—¡Llevo trescientos años con esta maldición! —declamó.
Llevaba su uniforme estándar consistente en unos vaqueros blancos y una camiseta blanca y lisa, aunque era una tarde fría de octubre y ya hacía mucho que el resto de nosotros había sido enfundado con vistas al otoño en pana y plumón. Entre los rasgos extraños de la especie alienígena de la que supuestamente procedía Timothy Stokes según la opinión popular, había una aparente inmunidad al frío. En medio de una tormenta de nieve de febrero aparecía en la puerta de tu casa, respondiendo a las preguntas de tu madre solamente cuando ésta se dirigía a él como Untivak, lleno de planes para construir iglús, beber sangre de foca y masticar grasa cruda, vestido solamente con los vaqueros blancos y la camiseta de siempre, además de un par de enormes botas negras que le llegaban hasta las caderas y que debían de haber sido de su padre, víctima no discutida de la guerra de Vietnam. Timothy acababa de cumplir once años pero ya era tan alto como la señora Gladfelter y su fuerza corporal era famosa. En aquel mismo año, en el curso de un período de dos semanas durante el cual Timothy creyó ser una grúa electromagnética, en varias ocasiones lo vimos balancear una tapa de alcantarilla de hierro por encima de su cabeza.
—Mi maldición es rondar por las noches hasta el fin de los tiempos —continuó en tono grandilocuente, y su voz resonó por todo el patio.
Cuando se trataba de temas que le gustaban tanto como la licantropía y los aviones de alas rotatorias, usaba palabras altisonantes, tenía datos y cifras debidamente memorizados y hablaba como el cerebrito por el que algunos lo tomaban, pero yo sabía que no era tan inteligente como sus modales serios y sus gruesas gafas negras hacían creer a la gente. Sus notas siempre estaban entre las peores de la clase.
—¡He estado buscando presas tan encantadoras como vosotras!
Se abalanzó contra la pared más cercana de la jaula de chicas que lo rodeaba. Las chicas se alejaron de él como si las hubieran rociado con una manguera, chocando entre ellas y agarrándose las unas a las mangas de las otras entre chillidos. Algunas estaban cantando la canción que cantábamos sobre Timothy Stokes:
Timothy Stokes,
Timothy Stokes,
vas a acabar
loco de atar.
Y la que cantaba más alto era la mismísima Virginia Pease, vestida con su abrigo negro afelpado y sus medias de color rojo brillante. Estaba parapetada detrás de Sheila y Siobhan Fahey, sus mejores amigas, balanceando una pierna flaca hacia Timothy y apartándola bruscamente cuando Timothy la atacó con una de sus zarpas de hombre lobo. Virginia tenía el pelo rubio, era la única niña de quinto curso que tenía las orejas perforadas y las uñas pintadas y Timothy Stokes estaba enamorado de ella. Yo lo sabía porque los Stokes vivían en la casa de al lado de la nuestra y estaba al corriente de toda clase de secretos sobre Timothy que no me apetecía en absoluto saber. Me prohibía a mí mismo, con una severidad casi religiosa, mostrarle a Timothy ninguna clase de amabilidad. Nunca le dejaba sentarse a mi lado, ni en el almuerzo ni en clase, y si intentaba hablar conmigo en el patio yo no le hacía caso. Ya era bastante malo tener que ser vecino suyo.
Fue hacia Virginia que Timothy se dirigió ahora con un gruñido sordo saliéndole de la garganta. Ella se retiró detrás de sus amigas y sus gritos se volvieron menos melodiosos, menos puramente formales. Timothy se puso a cuatro patas. Puso en blanco los ojos feroces y echó un último vistazo a su alrededor. Fue entonces cuando me vio, a medio camino del otro lado del campo amarillo de fútbol. Se quedó mirándome, pensé yo, como si esperara que tuviera algo que decirle. Lo que hice fue tirarme al suelo boca abajo, con el corazón latiéndome igual que cuando alguien me pillaba mientras yo estaba espiando un partido de béisbol o una fiesta de cumpleaños. Volví a bajar por el barranco desrizándome hacia atrás, lo cual infligió daños considerables a mi ciudad y aplastó un ala del palacio imperial. Durante los diez minutos siguientes de gruñidos y gritos alarmados que siguieron permanecí allí tumbado, sin moverme. Con la mejilla sobre la tierra del suelo. Al principio oí a las niñas llamar a gritos a la señora Gladfelter, luego oí a la señora Gladfelter en persona, con voz muy enfadada, y luego me pareció oír la voz del señor Albert, el profesor de educación física, que siempre intervenía para parar las peleas cuando ya era demasiado tarde y algún abusón ya te había hecho caer las gafas de un guantazo y te había tirado todos los libros por el suelo del gimnasio. Luego el timbre señaló el final del recreo y todo quedó en silencio, pero yo me quedé en el barranco, a las puertas de la ciudad de las hormigas.
Mientras intentaba reparar los daños que les había causado a sus paredes, me dije a mí mismo que no me daba ninguna lástima el estúpido de Timothy Stokes, pero entonces recordé su mirada confusa cuando yo lo abandoné a su suerte, a todas las cosas inimaginables que le harían en los pasillos de la escuela especial. No podía quitarme de la cabeza algo que había oído que le decía la madre de Timothy a la mía, hacía solamente un par de días. Tendría que explicar que en aquella época de mi infancia yo había adquirido el vergonzoso hábito de escuchar las conversaciones de los adultos, sobre todo de mis padres, y, lo que es peor, de husmear en sus cajones, un pasatiempo o una compulsión que en los meses recientes me había llevado a descubrir fotografías de mi madre desnuda sacadas con la Polaroid de mi padre, documentos escolares e informes médicos que explicaban mis problemas de aprendizaje, mi obesidad juvenil, mi hiperactividad y mi tendencia a la soledad. Y más recientemente, una carta del abogado de mi madre avisando en tono jovial de que si mi padre continuaba con su actual tendencia de comportamiento violento se le podría impedir legalmente que volviera a acercarse a mi madre, posibilidad que yo me había pasado algunas noches especialmente malas rezando desesperadamente para que se hiciera realidad, pero que ahora que era probable que sucediera me parecía el más milagroso de todos los prodigios espantosos que se habían desatado sobre el mundo en el curso del año anterior. En la carta del abogado no se mencionaba para nada si a mi padre le permitirían acercarse a mí. En todo caso, yo me había asomado la otra mañana a la barandilla de las escaleras del vestíbulo cuando la señora Stokes —que se llamaba Althea— vino a casa a recuperar unos prismáticos Zeiss de doscientos dólares que Timothy me había cambiado el día anterior por tres cómics ajados de Míster Miracle y una moneda de un dólar de 1794 que él creía que era de verdad pero que yo sabía perfectamente que era un obsequio que le habían hecho a mi padre hacía unos años por suscribirse a la revista American Heritage.
—Ya sabes —le dijo Althea Stokes a mi madre con aquella voz grave y triste de burro que tenía— que tu Paul es el único amigo de Timothy.
Decidí pasar la tarde en el barranco. El sol empezó a ponerse detrás del terraplén y la luna, elevándose temprano, emergió de entre los tejados de las casas que alguien estaba levantando delante de la escuela, unas casas de dos plantas totalmente nuevas que a mi madre y a su empresa les estaba costando mucho vender. La luna, por lo que vi, todavía no estaba llena. Mientras trabajaba para reconstruir la ciudad fantasma que había hecho, tuve la poderosa sensación de que mi incapacidad para ayudar a Timothy no era más que el último capítulo de una historia de inadaptación e impotencia que abarcaba toda mi vida. La última línea de aquella carta que yo había encontrado entre los papeles de mi madre era: «Creo que deberíamos tener todo esto solucionado para el 15 de noviembre». Si aquello era cierto, yo tenía menos de un mes para propiciar una reconciliación entre mis padres, una meta que, aunque la deseaba, no había hecho nada para hacer realidad. Ahora parecía que a mi padre ni siquiera le permitían que viniera más a casa. Yo tenía los dedos embadurnados de tierra y acartonados, la nariz me moqueaba y llevaba un rato llorando, luego dejé de llorar, y seguía pareciendo que nadie notaba mi ausencia de la clase. Sentí una gran lástima por mí mismo. Al cabo de un rato abandoné la construcción de mi ciudad y me quedé simplemente tumbado de espaldas, mirando la luna. No oí el susurro de los pasos hasta que estuvieron junto a mi cabeza.
—¿Paul? —dijo la señora Gladfelter, asomándose al borde del barranco con los brazos enjarras—. Paul Kovel, ¿qué demonios estás haciendo ahí?
—Nada —dije—. No he oído el timbre.
—Paul —dijo ella—. Escúchame. Paul, necesito que me ayudes.
—¿Con qué?
No me pareció enfadada, pero tenía la cara del revés y era difícil verlo con claridad.
—Bueno, con Timothy, Paul. Creo que está muy nervioso. Ya sabes. Bueno, hoy está fingiendo que es un hombre lobo, y aunque no pasa nada por eso, y todos sabemos cómo es a veces Timothy, tenemos asuntos serios que discutir con él y nos gustaría que dejara de fingir durante un ratito.
—Pero ¿y si no está fingiendo, señora Gladfelter? —le dije—. ¿Y si realmente es un hombre lobo?
—Bueno, tal vez lo sea, Paul, pero si quisieras venir y hablar con él un momento, creo que podríamos convencerle de que volviera a convertirse en Timothy. Eres su amigo, Paul. Le he preguntado si le gustaría hablar contigo y me ha dicho que sí.
—No soy su amigo, señora Gladfelter. Lo juro por Dios. No puedo hacer nada.
—¿No podrías intentarlo?
Negué con la cabeza. Confié en no volver a ponerme a llorar.
—Paul, Timothy tiene problemas. —De pronto su voz se volvió cortante—. Necesita tu ayuda, y yo también. Si te levantas del suelo y vienes ahora mismo, olvidaré que no has vuelto del recreo. Si no vuelves dentro, tendré que hablar con tu madre. —Extendió una mano—. Ahora ven, Paul, por favor.
Así que le cogí la mano y dejé que me sacara del barranco y me llevara por el patio desierto, consciente de que lo único que estaba consiguiendo con aquello era demostrar el corolario tácito que mi madre había dejado caer la otra mañana, cuando estaba con la señora Stokes. También había una canción sobre mí, me temo, una tonadilla popular que decía:
Pero ¿qué huele tan mal?
Es Paul, el gordo total,
el hipopótamo mundial.
Es un fisgón
y apesta mogollón.
Huele a sopa de mojón,
menudo cagón.
Y es que en algún momento de mi carrera yo había adquirido la reputación, inexplicable para mí, de exudar olor a sopa de tomate Campbell, una reputación de la que no conseguía librarme por mucho que me bañara o evitara escrupulosamente todas las marcas y variedades de sopa enlatada. Como si esto no fuera bastante, tenía que ir por ahí con un rollo entero de cinta adhesiva en la bisagra de las gafas y un enorme cinturón de cuero labrado estilo Oeste americano que me rodeaba con vuelta y media por las trabillas de los pantalones. Había pertenecido a mi padre y llevaba su nombre, Melvin, acuñado por toda su superficie, en grandes letras mayúsculas amarillas rodeadas de cactus de color verde brillante, como una jovial invitación fronteriza a que todo el mundo viniera y me metiera los calzoncillos por la raja del culo. A la hora de comer me sentaba solo bajo un manto misterioso e invisible de olor a tomate —un aroma peligrosamente parecido al olor acre del vómito—, volvía solo de la escuela a casa y figuraba en todos los dramas, ceremoniales y luchas épicas de mis compañeros de clase solamente en el rol improbable pero mitológicamente requerido de Rey de los Retrasados. Timothy Stokes, yo lo sabía, mientras seguía a la señora Gladfelter por el largo y silencioso pasillo que iba al despacho, odiándolo un poco más a cada paso, era mi único amigo.
Estaba sentado en un rincón del despacho, atrapado en un sillón de vinilo anaranjado. Tenía un arañazo en la mejilla izquierda en forma del número tres romano y su luminosa camiseta blanca y sus pantalones llevaban pintado un camuflaje de hierba, tierra y asfalto. Su pecho se hinchaba y se vaciaba profundamente, se hinchaba y se vaciaba. El señor Buterbaugh, el director, estaba de pie a su lado, con los brazos cruzados sobre el pecho. Miraba a Timothy con expresión asombrada, escéptica y algo ofendida. La señora Maloney, la secretaria de la escuela, que una docena de veces al mes escribía a máquina las crueles palabras «sopa de tomate» en los menús de la cafetería que mi madre pegaba cruelmente con un imán a nuestra nevera, se puso de pie detrás de su mesa cuando entramos y recogió su bolso y su jersey.
—Por fin he encontrado a la madre de Timothy, señora Gladfelter —dijo—. Estaba en el trabajo, pero me ha dicho que vendría lo antes posible. —Bajó la voz—. Y también hemos llamado al doctor Schachter. Me han dicho en su despacho que nos llamará. —Carraspeó—. Así que voy a hacer el descanso ahora.
Todos los días a las dos, yo lo sabía, la señora Maloney se escurría a la parte sin ventanas del edificio de la escuela y se ponía a fumar un cigarrillo Eve detrás del transformador eléctrico. Yo me giré, con el alma en los pies, y miré el reloj de encima de la puerta del despacho del señor Buterbaugh. Parecía que no me había perdido la tarde entera, al fin y al cabo, pese a haber estado tumbado en aquella zanja durante lo que me parecieron horas. Todavía había que aguantar noventa minutos más.
—Bueno, Timothy. —La señora Gladfelter me cogió de los hombros y me hizo girarme hacia ella—. Mira a quién he encontrado —dijo.
—Eh, Timothy —dije.
Timothy no levantó la vista. La señora Gladfelter me dio un empujoncito en la parte baja de la espalda para que fuera con él.
—¿Por qué no te sientas, Paul?
—No. —Me puse rígido y forcejeé en la dirección contraria.
—Por favor, siéntate, Paul —dijo el señor Buterbaugh enseñándome los dientes con una sonrisa.
Aunque su apellido le obligaba a adoptar unos modales distantes y a imponer una disciplina con el resto de los niños de Copland, el señor Buterbaugh siempre se esforzaba mucho conmigo. Al principio había atribuido aquella amabilidad al hecho de que era un poco grueso y probablemente también había sido un niño gordo, pero luego empecé a oír a mi madre decir que se había encontrado con Bob Buterbaugh en un bar de solteros o en una fiesta y que le había hablado muy bien de mí. Dejé de forcejear con la señora Gladfelter y me dejé llevar hacia la hilera de sillas de color naranja.
—Así. Siéntate y espera con Timothy a que llegue su madre. El señor B. y yo estaremos sentados en su despacho, Paul.
—¡No!
No quería que me dejaran a solas con Timothy, no porque le tuviera miedo, sino porque tenía miedo de que entrara alguien en el despacho y nos viera allí sentados, dos seres igualmente marginados en sillas idénticas de color naranja.
—Ya basta, Paul —dijo el señor Buterbaugh, y su sonrisa simpática empezó a parecer más falsa que de costumbre. Vi que estaba muy enfadado—. Siéntate.
—Tranquilízate —dijo la señora Gladfelter—. A ver qué puedes hacer para ayudar a Timothy a volver a convertirse en Timothy. Vamos a daros un poco de intimidad. —Siguió al señor Buterbaugh a su despacho y asomó la cabeza por la puerta—. Voy a dejar esta puerta abierta por si acaso nos necesitáis. ¿De acuerdo?
—Solamente esto —dije, indicando unos quince centímetros con las manos.
Había tres sillas al lado de la de Timothy. Cogí la más alejada y le di la espalda, para que si pasaba alguien al otro lado de las ventanas del despacho no pudiera sacar la conclusión de que estábamos teniendo una conversación.
—¿Te han expulsado? —dije. No hubo respuesta—. ¿Timothy? —Tampoco dijo nada, y yo no pude evitar girarme para mirarlo—. Timothy, ¿te han expulsado?
—No soy Timothy, profesor —dijo Timothy con solemnidad pero no sin cierto aire de satisfacción. No me miró al hablar—. Me temo que su precioso antídoto no ha funcionado.
—Vamos, Timothy —dije—. Corta el rollo. Ni siquiera hay luna llena.
Entonces giró el resplandor lobuno de su mirada hacia mí.
—¿Dónde estabas? —me dijo—. Te he estado buscando.
—Estaba en la zanja.
—¿Con las hormigas?
Asentí.
—Te he oído hablar con ellas antes.
—¿Y?
—Y bien, ¿eres el Hombre Hormiga?
—No, memo.
—¿Por qué no?
—Porque no soy nadie. Y tú tampoco eres nadie.
Nos quedamos un rato en silencio, sin mirarnos, dando con los pies en las patas de nuestras sillas. Oí que la señora Gladfelter y el señor Buterbaugh hablaban en voz baja en su despacho. El señor Buterbaugh la llamaba Elizabeth. Sonó el teléfono. Una luz parpadeó dos veces en el teléfono de la señora Maloney, luego se quedó encendida.
—Gracias por devolver la llamada, Joel —oí que decía el señor Buterbaugh—. Sí, me temo que sí.
—He ido un par de veces a ver al doctor Schachter —dije—. Tenía Micronauts y también Fembots.
—También tiene un Stretch Armstrong.
—Lo sé.
—¿Por qué has ido tú a verlo? ¿Te ha obligado tu madre?
—Sí —dije.
—¿Por qué?
—No lo sé. Ella me dijo que tenía problemas. De rabia, o no sé qué.
Lo cierto era que mi madre había dicho, y al principio el doctor Schachter se había mostrado de acuerdo, que yo necesitaba «controlar» mi rabia. Aquel era un diagnóstico que yo nunca había entendido, puesto que me parecía que yo no tenía ningún problema para controlar mi rabia. Me daba la impresión de que yo controlaba la mía mucho mejor de lo que mis padres controlaban la suya, y hasta el doctor Schachter tuvo que mostrarse de acuerdo con aquello. De hecho, la última vez que lo vi, me sugirió que intentara dejar de controlar tan bien mi rabia.
—No sé —le dije a Timothy—. Creo que estaba enfadado por lo de mi padre y todo eso.
—Lo metieron en la cárcel.
—Solamente una noche.
—¿Y por qué?
—Porque había bebido demasiado —dije con un encogimiento de hombros poco sincero.
Mi padre no bebía mucho, y cuando irrumpió en la fiesta que mi madre había organizado el fin de semana pasado para celebrar la firma de su primera venta realmente importante, rompió una ventana, tiró un hornillo portátil, lo cual incendió un batik de Jerusalén, y le hizo un chichón azul y sanguinolento a mi madre bajo el ojo derecho. La gente había tendido a atribuir aquello al botellín de Gilbey’s que se encontró más tarde en la guantera del coche de mi padre. Solo mi madre y yo sabíamos que en el fondo era un demente.
—¿Fuiste a visitarlo a la cárcel?
—No, idiota. ¡Joder! ¡Pero mira que eres retrasado! Tendrías que ir a la escuela especial, Timothy. Confío en que te hagan comer comida especial y te hagan llevar un casco especial o algo así. —Oí el portazo lejano de la puerta principal de la escuela, luego un par de zapatos duros claqueteando en el suelo del pasillo—. Aquí viene la retrasada de tu madre —dije.
—¿Qué clase de casco especial? —dijo Timothy. Resultaba difícil herir sus sentimientos—. El Hombre Hormiga lleva casco.
La señora Stokes entró en el despacho. Era una mujer alta y delgada, mucho mayor que mi madre, con el pelo largo y gris y unas manos rojas y venosas. Llevaba zuecos con calcetines blancos hasta la rodilla, y por las noches, después de la cena, salía a su porche y se fumaba una pipa. Por las mañanas le hacía tortitas a Timothy, lo cual no tenía nada de malo hasta que uno se enteraba de que les metía dentro cosas como zanahoria y sobras de maíz.
—Ah, hola, Paul —dijo, con su voz de Eeyore.
—Señora Stokes —dijo la señora Gladfelter, saliendo del despacho del director. Sonrió—. Me temo que Timothy ha tenido una tarde bastante larga.
—¿Cómo está Virginia? —dijo la señora Stokes. Todavía no había mirado a Timothy.
—Oh, se pondrá bien —dijo el señor Buterbaugh—. Solo está un poco conmocionada. La hemos enviado a su casa, por supuesto —añadió—. Y sus padres van a querer hablar con usted.
—Por supuesto —dijo la señora Stokes. Todavía llevaba el delantal blanco del trabajo con una plaquita donde tenía su nombre y su foto. Trabajaba en la fábrica de huesos del parque industrial de Huxley, donde fabricaban cráneos y esqueletos de plástico para las facultades de medicina. Su trabajo era ensamblar todas las piececitas delicadas de las manos y los pies—. Estoy dispuesta a hacer lo que le parezca a usted mejor para Timothy.
—No soy Timothy —dijo Timothy.
—Oh, por favor, Timmy, deja esas chorradas por un momento.
—Tengo una maldición —se inclinó hacia delante y acercó mucho su cara a la mía—. Hábleles de la maldición, profesor.
Miré a Timothy y por primera vez vi que le había crecido una pelusilla lobuna fina y negra en la mejilla. Luego miré al señor Buterbaugh y descubrí que me estaba mirando con un aire de expectación grave, como si pensara sinceramente que podía haber una maldición eterna e infligida mediante magia negra sobre Timothy y estuviera más que dispuesto a escuchar cualquier cosa que yo pudiera decir acerca del tema. Me encogí de hombros.
—¿Van a mandarlo a la escuela especial? —dije.
—Muy bien, Paul, gracias —dijo la señora Gladfelter—. Ya puedes volver a clase. Esta tarde vamos a ver una película con la clase de la señora Hampt.
La señora Maloney había vuelto a aparecer en la puerta, con las mejillas ruborizadas, los labios recién pintados, oliendo a cigarrillo.
—Ya lo acompaño yo a clase —dijo en un tono que me pareció poco caritativo.
—Te veo luego, Timothy —dije.
Él no me contestó. Había empezado a gruñir de nuevo. Mientras seguía a la señora Maloney fuera del despacho, miré atrás y vi al señor Buterbaugh, a la señora Gladfelter y a la pobre señora Stokes de pie formando un círculo apesadumbrado alrededor de Timothy. Me detuve a pensar un segundo, luego me giré hacia ellos y me llevé un rifle imaginario al hombro.
—Esto es un rifle de dardos —anuncié. Todo el mundo se quedó mirándome, pero ahora yo estaba hablando con Timothy. Me sentía casi avergonzado, pero no del todo—. Está lleno de dardos con mi antídoto especial, y lo he hecho más fuerte de lo normal, y esta vez va a funcionar. Y también le he puesto… hum… un tranquilizante.
Timothy levantó la vista, me enseñó los dientes y yo le apunté entre los ojos. Di un par de sacudidas con las manos y dije: «¡Fuup! ¡Fuup!». Timothy echó la cabeza hacia atrás y parpadeó. Todo su cuerpo se estremeció. Tragó saliva una vez. Luego extendió las manos hacia delante como si se estuviera maravillando de su palidez y su falta de pelo.
—Parece que ha funcionado —dijo con una voz tranquila, razonable y normal.
Todo el mundo podía ver que seguía jugando su juego interminable, pero los adultos, y sobre todo el señor Buterbaugh, parecían muy contentos con los dos.
—Muchas gracias, Paul. —El señor Buterbaugh me dio una palmadita en la cabeza—. Acuérdate de saludar a tu madre de mi parte.
—No soy Paul —dije, y todo el mundo se rió excepto Timothy Stokes.
Cuando llegué a casa de la escuela mi madre estaba en el sótano, junto a la mesa de trabajo de mi padre, vestida con unos vaqueros salpicados de pintura y una sudadera con capucha que se ponía siempre que era hora de hacer trabajo sucio. Se había recogido el pelo en una cola de caballo muy tirante. Normalmente me habría alegrado de ver que ya había vuelto a casa y estaba vestida de aquella manera. Una de las fuentes de fricción entre nosotros, y una de las clases de rabia que yo había estado supuestamente intentando controlar, era mi descontento con el aspecto con que se iba a trabajar todas las mañanas, con aquellas chaquetas de traje a cuadros, aquellas medias marrones, aquellas blusas con lacitos de seda y aquel casquete de pelo lacado. Antes de volver a ponerse a trabajar mi madre había sido una hippy verdadera: llevaba melena, las piernas sin depilar y vestidos enormes con dibujos indios. Estaba conmigo para prepararme cuencos de cereales integrales con leche caliente por la mañana y para darme una merienda de piña desecada con leche en la cocina cuando yo volvía a casa. Ahora, todas las mañanas, me tenía que preparar yo el desayuno con copos de maíz y café y cuando volvía a casa normalmente encendía el televisor y me comía el paquete de Yodels que me compraba en High’s todas las tardes al regresar de la escuela. Pero mi alegría al verla con sus viejos vaqueros gastados, con los parches hechos de una chaqueta Mao genuina que se había comprado cuando estudiaba en McGill, disminuyó cuando vi que se había vestido de aquella manera para poder ir a la mesa de trabajo de mi padre y tirar todo el delicado equipamiento de su laboratorio casero a un surtido de maltrechas cajas de cartón para botellas.
—Pero, mamá —le dije, viendo cómo tiraba con el dorso de la mano a una caja todo un soporte para tubos de ensayo en forma de S. Al romperse, el cristal emitió un tintineo festivo, como de campanillas, y el aire rancio del sótano se impregnó rápidamente de un áspero hedor químico a plátanos, a moho y a cerillas quemadas—. Son sus experimentos.
—Ya lo sé —dijo mi madre, con cara seria y la voz llena de entusiasmo vandálico.
Mi padre era químico investigador en la Food and Drug Administration. Era un hombrecillo con barba rala y gris y gruesas gafas. Se ponía cazadoras a cuadros con parches en los codos, llevaba los bolígrafos en una funda de plástico de bolsillo e iba a misa todos los sábados por la mañana. Estaba en el ranking nacional de ajedrez (en el puesto 173) y tenía la patente canadiense para un caldo de cultivo que todavía se usaba mucho en aquel país, donde él había nacido y se había criado.
—Y trabajó muy duro en todos ellos. —Levantó la gruesa carpeta negra en la que mi padre guardaba sus notas del laboratorio y la dejó caer en una caja que originalmente había contenido botellas de ron Captain Morgan. A un lado de la misma había el dibujo sonriente de un pirata—. Durante años. —La carpeta del laboratorio cayó con un crujido de cristales, rompiendo las gargantas de una docena de matraces Erlenmeyer que había debajo—. Le he pedido muchas, muchas veces que venga a recoger sus cosas, Paulie. Ya lo sabes. Ha tenido su oportunidad.
—Lo sé. —Al marcharse de nuestra casa, mi padre se había llevado únicamente una bolsa de viaje a cuadros llena de ropa de verano y el juego de ajedrez ruso de mi abuelo, cuyas piezas negras habían estado una vez en manos de Alexander Alekhine.
—Ya hace meses, Paulie —dijo mi madre—. Tengo que llegar a la conclusión de que no quiere nada de todo esto.
—Lo sé —dije.
Ella examinó los restos del laboratorio casero de mi padre (me pareció que un poco arrepentida) y luego me miró a mí.
—Supongo que te debe de parecer que estoy siendo mezquina, ¿no? —dijo.
No dije nada. Ella extendió la mano en mi dirección, yo se la agarré y la ayudé a ponerse de pie. Ella levantó la caja de Captain Morgan y la puso encima de una caja de Smirnoff llena de reactivos preparados comercialmente en sus frascos y jarras. Hubo otro crujido de cristales rotos al caer la caja de encima sobre la de abajo. Mi madre levantó la pila de cajas hasta la altura de sus caderas y la empujó ligeramente hacia arriba para cogerla mejor. Quedó una caja de cartón en el suelo junto a la mesa de trabajo. Los dos nos quedamos mirándola.
—Ya volveré a por esa —dijo mi madre, después de una pausa. Se giró y empezó a subir poco a poco la escalera.
Me quedé un minuto allí, con las manos metidas en los bolsillos, mirando las tenacillas de crisol de mi padre, sus rollos de tubo de plástico de color claro, sus varillas para remover, sus pipetas y las llaves de paso envueltas en papel blanco y duro como si fueran caramelo masticable. Me arrodillé, rodeé la caja con los brazos, bajé la cara hasta casi meterla dentro e inhalé aquel olor limpio y como a goma que recordaba al de las tiritas nuevas. Luego levanté la caja y cargué con ella por las escaleras, a través del cuarto de la lavadora y hasta el garaje, intentando luchar contra la sensación inquietante de que estaba tirando a mi padre a la basura. La portezuela del maletero de nuestro Datsun estaba abierta y los asientos traseros echados hacia delante.
—Gracias, cariño —dijo mi madre en tono amable, mientras yo le daba la última caja—. Ahora solo me falta cargar un par de cosas más y luego me llevaré todo esto al despacho del señor Kappelman. —El señor Kappelman era el abogado de mi padre. La abogada de mi madre era una mujer a quien ella llamaba Deirdre—. Tú puedes quedarte aquí, ¿vale? Ya no me tienes que ayudar más.
—De todas formas, no hay sitio para mí —dije.
La mayor parte del espacio del coche ya estaba ocupado por cajas de cartón de licor. Vi que la manga afelpada del jersey de angora verde de mi padre sobresalía de una caja y a través de los agujeros para los dedos de otra caja, distinguí los lomos negros y agrietados de sus libros de texto de química de la universidad. Embutidos entre las cajas y metidos en extraños rincones del interior del coche estaban el casco de ciclista de mi padre, la funda de su clarinete, su busto de Paul Morphy, su barómetro metálico de pared, su kit para lustrar zapatos, su vaporizador, el sombrero panamá que le gustaba llevar en la playa, la cuña de hospital de plástico beige que se había traído con él del hospital después de su operación de tabique desviado y que ahora servía para guardar todas sus cuchillas, peines y la panoplia de instrumentos brillantes que usaba para cortarse el pelo que le crecía de los diversos rasgos de la cara, una bolsa de supermercado con todas sus hormas, el trofeo del Campeonato Juvenil de Ajedrez de Montreal que ganó en 1953, su corbatero, sus orejeras y una sandalia Earth. Apenas quedaba suficiente sitio en el coche para las tres cajas que mi madre y yo acabábamos de subir del sótano. La ayudé a encajonarlas, causando audiblemente más daños a su contenido de olor rancio, y después mi madre agarró la portezuela del maletero y se preparó para cerrarla de un golpe.
—Apártate —me dijo.
Me estremecí. Supongo que cerré los ojos. Al cabo de un par de segundos me di cuenta de que mi madre todavía no había cerrado la portezuela, y cuando volví a mirarla me encontré con que me estaba examinando la cara, recorriéndola de un lado a otro con la mirada, como hacía cuando le parecía que yo tenía fiebre.
—Paul —dijo—, ¿cómo te ha ido hoy la escuela?
—Bien.
—¿Cómo va tu asma?
—Bien.
Soltó el borde de la portezuela y se puso en cuclillas delante de mí. Su cara, por lo que pude ver, seguía enterrada bajo la gruesa capa de glaseado beige que ella le aplicaba todas las mañanas.
—Paul —me dijo—, ¿qué ocurre, cariño?
—Nada —dije yo, apartando la vista de su cara irreconocible—. Enseguida vuelvo. —Hice amago de alejarme de ella.
—Paul… —Ella me agarró el brazo.
—¡Tengo que ir al baño! —dije, y me solté bruscamente de ella—. Estás feísima —le dije mientras corría a la casa.
Fui al teléfono y marqué el número de mi padre del trabajo. La secretaria del departamento dijo que estaba al otro lado del pasillo. Yo le dije que podía esperar. Me llevé el teléfono al sofá, donde había tirado mi parka, y saqué el paquete diario de Yodels de su escondrijo en el interior de la funda rota de color naranja. Cuando mi padre se puso al teléfono ya me había comido tres. Aunque comerse tres tampoco requería mucho tiempo, para ser sinceros.
—Soy el doctor Kovel —dijo mi padre cuando se puso al teléfono, precedido por un ruido de pasos.
—¿Papá?
—Paul, ¿dónde estás?
—Papá, estoy en casa. ¿Sabes qué, papá? Hoy me han expulsado de la escuela.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Sí, ejem, me he puesto muy furioso y he creído que era un hombre lobo, y, ejem, he mordido a una chica, Virginia Pease, ¿sabes? En el cuello. Pero no le he hecho sangre —añadí—. Así que me han expulsado. ¿Puedes venir a casa?
—Paul, estoy en el trabajo.
—Ya lo sé.
—¿Qué es todo esto? —Su respiración sonó pesada al otro extremo de la línea y provocó un traqueteo irritado en el receptor que yo tenía junto a la oreja—. Muy bien, escucha. Llegaré en cuanto pueda escaparme, ¿vale? —Ahora su voz se volvió pastosa, como si al otro lado de la línea, mientras sostenía el auricular en medio de su despacho pequeño y vacío de Rockville (Maryland), se le hubiera ruborizado la cara de vergüenza—. ¿Está ahí tu madre?
Le dije que esperara y volví a salir hasta el garaje.
—Mamá —dije—. Papá está al teléfono. —Dije estas palabras en un tono de voz tan normal y jovial que al oírlas me dolió en el corazón—. Quiere hablar contigo. —Sonreí con la sonrisita conspiratoria que le había visto usar a ella tan a menudo con sus clientes cuando insinuaba que el propietario podía estar dispuesto a hacer una rebaja—. Creo que quiere disculparse.
—¿Lo has llamado tú?
—Eh, hum… sí. He tenido que llamarlo —dije recordando mi historia—. Porque me han expulsado de la escuela. Ahora tendré que ir a la escuela especial. Probablemente a partir de mañana.
Mi madre dejó la azada que estaba intentando embutir en la parte trasera del coche y se acercó, me pareció que de bastante mala gana, al teléfono. Antes de entrar en la casa se volvió para mirarme con una sonrisa de indecisión. Yo me quedé allí, detrás del coche, mirando las pertenencias de mi padre. Mi madre había dicho que planeaba llevarlas al despacho de su abogado, pero yo no la creía. Lo que yo creía era que las iba a llevar al vertedero. Vacilé un instante, luego cogí el cuaderno del laboratorio de mi padre. Siempre había estado dispuesto a enseñarme partes del mismo cuando se lo pedía. Y como es natural, había echado vistazos furtivos a sus páginas más recónditas cuando él no estaba. Pero nunca había comprendido sus contenidos, ni el tenor de los experimentos que había estado llevando a cabo en nuestro sótano durante años, aunque me producían una sensación general de decepción, igual que todo su interés, profesional y avocacional, por la química del moho y el mildiu. Y sin embargo, a pesar de que no había nada de interés en sus apuntes —una posibilidad que yo todavía no podía aceptar del todo—, a pesar de todo yo sentía un anhelo repentino de poseer el cuaderno en sí. Tal vez algún día sería capaz de descifrar sus fórmulas crípticas y su escritura apretada, y de esa forma derivar toda clase de prodigiosas pomadas de invisibilidad y polvos para el control mental, vitaminas insólitas y polvos que cancelaban la gravedad. Cogí el cuaderno y luego decidí llevarme también dos de las cajas de instrumentos de laboratorio. Yo sabía quién podía guardármelas en un lugar seguro. Y esperé, como nunca había esperado antes, que todavía quisiera ser mi amigo.
Me asomé por un lado del garaje para asegurarme de que mi madre no estaba mirando desde las ventanas de la casa y luego corrí tan deprisa como pude hacia el grupo de arces jóvenes y arbustos espinosos que nos separaban de los Stokes. Las cajas pesaban mucho y los trozos de cristal roto de dentro tintineaban como monedas. Era la hora de cenar y ya casi estaba oscuro, pero en casa de Timothy no había ninguna luz encendida. Supuse que lo habían llevado a ver al doctor Schachter y de repente me preocupó que nunca más volviera a casa, que lo hubieran enviado a la escuela especial aquel mismo día. Había quien decía que la pequeña furgoneta amarilla que a veces se cruzaba con nosotros cuando estábamos de camino a la escuela por las mañanas, con las ventanillas llenas de caras joviales y aleladas de chicos a los que no conocía nadie, era el autobús que iba todos los días a la escuela especial. Pero también había quien decía que uno se trasladaba allí para siempre, como uno se traslada al reformatorio o a la cárcel, y que tus padres te visitaban los fines de semana.
Mi madre me estaba llamando.
—¡Paaaul! —gritó. Era una de esas mujeres a quienes les cuesta levantar la voz. Siempre que me llamaba para que volviera a casa le salía una voz ronca y hostil—. ¡Pauliiie!
Me escondí en las zarzas y examiné la fachada oscura de la casa de Timothy, intentando decidir qué hacer con las cosas de mi padre. Los brazos se me estaban cansando y tenía que ir al baño, así que decidí que de momento dejaría las cajas en la puerta del sótano. Ya volvería más tarde para pedirle a Timothy, que en ocasiones aparecía en el avatar del fiel robot de Perdidos en el espacio, que me los protegiera. Timothy dormía en el sótano de la casa de los Stokes, debajo de una pared cubierta de arriba abajo de su gigantesco arsenal de espadas y armas de fuego de juguete, en una habitación llena de teléfonos desmembrados y de huesos desperdigados de esqueletos de pega. Bordeé de puntillas la casa de los Stokes y me metí en su jardín invadido de maleza. Para entonces la luna ya estaba alta y brillaba en el cielo y se me ocurrió que, después de todo, estaba bastante llena. Me acerqué a la puerta del sótano, escrutando con cierta intranquilidad las sombras de los árboles, las sombras del porche de los Stokes y las sombras reunidas en los columpios de los juegos infantiles del jardín. Vi que después de mi última visita Timothy había marcado la entrada de su laberinto con dos pirámides de cráneos de plástico. La voz ronca de mi madre guardó silencio y solo se oyó el ruido de los coches de la carretera rural, el chirrido fantasmal de los columpios y el aullido triste de un dálmata ciego que vivía al final de nuestra calle. Dejé las cajas descuidadamente en los escalones, entre las pirámides sonrientes, y regresé corriendo por entre los árboles hacia mi casa, con el corazón latiéndome deprisa, rasgándome la ropa con los colmillos de la maleza, convencido de que algo rápido y terrible me estaba siguiendo a cada paso.
—¡Ya estoy en casa! —dije al entrar en la claridad y la calidez de nuestro recibidor—. Ya he llegado.
—Aquí estás —dijo mi madre, aunque no parecía en absoluto contenta de verme. Me puso una mano en el hombro con aplomo. La mano olía a ácido butírico, a sucrosa dextrorrotatoria y también un poco a colonia Canoe—. Acabo de hablar por teléfono con Bob Buterbaugh, Paul. Me ha contado lo que ha pasado realmente hoy en la escuela. —Se había soltado el pelo de la coleta y ahora le salían varios mechones formando arcos desgreñados alrededor de la cabeza, enredados como las varillas de un paraguas roto—. ¿Me quieres dar una explicación? ¿Por qué has mentido?
—¿Va a venir papá?
—Bueno, sí, Paul, sí que viene…
—Genial.
—… porque realmente cree que tiene que verte esta noche. Pero los dos vais a tener que sentaros fuera, en el coche, o ir a donde sea. No voy a dejarle entrar en casa.
Yo me quedé asombrado.
—¿Por qué?
—Porque, Paul, tu padre, lo sabes tan bien como yo, se ha convertido, bueno, ya sabes cómo se ha comportado últimamente. —Se cruzó de brazos y apretó la mandíbula como si estuviera furiosa. Pero me di cuenta de que estaba intentando no llorar—. Tengo que ponerle unos límites.
—¿Quieres decir que no puede volver a casa nunca más? ¿Nunca jamás?
A ella le brotaron lágrimas de los ojos.
—Nunca jamás —dijo.
Volvió a ponerse en cuclillas delante de mí y yo dejé que me abrazara, pero no le devolví el abrazo. En el ventanal del final del pasillo vi cómo su reflejo abrazaba al mío. Yo no quería que nadie me reconfortara por la pérdida inminente de mi padre. Lo que quería era no perderlo, y me parecía que si lo perdía sería por culpa de mi madre.
—Ha dicho que va a recoger sus cosas. Así que supongo que es una suerte que no me librara de ellas, ¿no? —Me dio un golpecito en las costillas—. Al final resultará que las quiere. Eh —dijo—. ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? —Siguió mi mirada hasta el ventanal, donde nuestros reflejos abrazados nos devolvieron la mirada con expresiones sobresaltadas.
—Nada —dije. Acababa de encenderse una luz en casa de los Stokes—. Tengo… Tengo que ir a casa de Timothy. Me he dejado algo allí.
—¿Qué?
—Mi Luger —dije, recordando un juguete que le había prestado a Timothy el verano anterior—. La pistola rosa que dispara agua.
—Bueno, es hora de cenar —dijo mi madre—. Puedes ir después.
—Pero ¿qué pasa si viene papá?
—¿Qué pasa si viene? Puedes ir mañana a casa de Timothy. De todas formas, es probable que no le dejen ver a nadie.
Tardé cinco minutos en engullir la cena —uno de esos extraños conglomerados de salsas de tomate embotelladas, guisos empaquetados y restos de menús chinos que por entonces eran los platos nacionales de nuestra tierra natal desordenada y falta de tiempo— y salí corriendo por la puerta principal en medio de la noche. Estaba seguro de que Timothy ya había encontrado las cajas. ¿Y si había creído que yo se las estaba regalando y ahora se negaba a devolvérmelas? Mi padre ya iba a estar bastante furioso por la forma en que mi madre había tratado su instrumental químico, pero sería peor cuando descubriera que faltaba la mayor parte del mismo, incluyendo su cuaderno. Crucé nuestro jardín corriendo todo lo deprisa que podía, teniendo en cuenta mi asma, y crucé estrepitosamente los arces en dirección a la casa de los Stokes. Hubo un estallido de luz roja cuando una rama fina me golpeó el ojo izquierdo, solté un chillido, me tapé la cara y seguí corriendo hasta chocar de cabeza con Timothy Stokes. Mi barbilla golpeó su pecho y me caí de culo.
Él sonrió y se arrodilló a mi lado.
—¿Se encuentra bien, profesor? —me dijo.
Llevaba los mismos vaqueros blancos y la misma camiseta manchada debajo de una chaqueta sin botones que le venía grande y que llevaba su apellido en el bolsillo de la pechera, impreso en mayúsculas sobre una tira de tela. Se sacó una linterna del bolsillo y la encendió. El haz de luz proyectó extrañas sombras en sus mejillas y su frente y los ojillos marrones se le iluminaron detrás de las gafas. Enseguida vi que se le había pasado el efecto del antídoto que yo le había administrado aquella tarde, y no mostraba señales de haber sido sometido a ninguna extraña terapia ni de haber llevado casco de electroshock. Su cara tenía el mismo aspecto estúpido y solemne de siempre. Llevaba un rifle colgado a la espalda y un cuchillo de comando de plástico en la bota y del cinturón de redecilla de su cantimplora le asomaban tres granadas de mano del Sargento Furia y sus Comandos. En la mano derecha, como si fuera otra arma, llevaba el grueso cuaderno negro encuadernado en piel.
—Es de mi padre —le dije—. Te lo puedes quedar.
—Ya he fotografiado todo su contenido con mi cámara espía —explicó—. Tengo todas las páginas microfilmadas. Además, las he sometido a un análisis informático exhaustivo. —Bajó la voz—. El padre de usted es un hombre muy peligroso. Mire esto.
Abrió el cuaderno e iluminó con la linterna un pasaje donde mi padre había escrito: «Myco. K. P889, L. 443, Tr. 23», y luego una fecha de hacía tres años. El resto de la página era un batiburrillo ilegible de números y abreviaturas, algunas de ellas conectadas mediante flechas vigorosas y afiladas. La anotación se prolongaba varias páginas con el mismo estilo, apretujada por culpa de las prisas y los añadidos al margen. Yo había visto bastantes como aquella y no me cabía duda de que se podían usar para librarse de algo que creciera entre los baldosines del cuarto de baño o en la piel de las peras.
—¿Lo ve usted? —dijo Timothy.
—¿El qué? —dije yo.
—Su padre es el Hombre Hormiga —dijo en tono grave—. Hacía tiempo que lo sospechaba. —Se soltó la cantimplora del cinturón. Estaba cubierta de lona verde e hizo un ruido líquido cuando él la agitó—. Este es el antídoto.
Se metió el cuaderno debajo de un brazo y con la mano que acababa de quedarle libre desenroscó el tapón. Yo incliné la cara ligeramente hacia la boca de la cantimplora, extendí los dedos y me atraje el aire de encima de la misma hacia la nariz, con delicadeza, tal como me había enseñado mi padre. Sin embargo, no pude detectar ningún olor. Así que él me la puso debajo de la nariz.
—Huele a Coca-Cola —le dije—. Y le has echado sal. —Timothy no dijo nada, pero me pareció vislumbrar un asomo de decepción en su cara iluminada por la linterna—. ¿Qué pasaría si me la bebiera? —añadí enseguida, pues no quería decepcionarlo.
Había algo en la forma en que Timothy jugaba a su juego, la rigurosidad con que funcionaba su imaginación, que siempre conseguía embelesarme.
—Eso me gustaría saber a mí —dijo Timothy—. ¿Y si en este cuaderno dijera que su padre le estuvo dando a usted la fórmula secreta para que la bebiera, una gota cada día en los cereales, desde que usted era un bebé? ¿Y si esa fuera la razón de que usted también pueda hablar con las hormigas?
—¿Qué pasaría? —dije. Siempre me había dado lástima el Hombre Hormiga, un superhéroe cuyos poderes lo condenaban a la lastimosa camaradería de los bichos—. Timothy, ¿qué te ha pasado hoy? ¿Qué te han dicho? ¿Estás expulsado?
—Chisss… —dijo Timothy. Extendió un brazo hacia mí, dejando caer el cuaderno al suelo en medio de un revuelo de páginas, me atrajo hacia él y me tapó la boca con su mano—. Viene alguien.
Oí el ruido de un coche que subía la colina. Un par de faros bañaron de luz la fachada de mi casa. Yo conseguí soltarme una mano.
—¡Es mi padre! —dije—. Timothy, necesito devolver estas cosas… ¡ahora mismo!
—Silencio. —Timothy aflojó un poco su presa y me llevó la cantimplora a los labios. Yo me alejé un paso de él—. Deprisa —me dijo—. Bébete el antídoto. No tenemos tiempo de probarlo. Tendrás que correr el riesgo. —Le dio un golpecito al cañón negro y deslucido de su rifle—. Ya he cargado a esta nena con dardos de antídoto.
Desde el porche lejano de nuestra casa oí que la puerta delantera chirriaba y luego las voces de mis padres, diciendo hola, el uno después del otro. Intenté entender sus murmullos, pero estábamos demasiado lejos. Al cabo de un rato se oyó otro chirrido y la puerta se cerró de un golpe, luego nuestra casa chirrió y resonó bajo los pasos que recorrían el pasillo.
—Oh, Dios mío —dije—. Creo que ella lo ha dejado entrar en casa.
—Venga —dijo Timothy—. Bébase esto.
—No pienso beberme eso —dije.
—Muy bien, pues —dijo él—. Me lo beberé yo.
Echó la cabeza hacia atrás y dio un trago largo. Luego me dio la cantimplora y yo me bebí el resto del antídoto. Era dulce y ácido y extremadamente amargo. Al principio estaba bastante seguro de que no era más que Coca-Cola mezclada con el cloruro sódico de toda la vida, pero después de dar un trago me di cuenta de que debía de haber mezclado otra cosa, algo que quemaba.
—Coja esto —dijo, y me dio el cuchillo de plástico de comando. Me dijo que era por si algo salía mal. El rifle era solamente para inyectar el antídoto. Me dijo—: Quédese agachado.
Me guió mientras salíamos de la arboleda, cruzábamos nuestro jardín iluminado por la luna y subíamos la pendiente corta y cubierta de hierba que iba hasta la parte trasera de nuestra casa: una forma gris plateada avanzando con un medio trote agachado de comando. Mientras yo corría, las mangas de la parka me rozaban contra los costados con un susurro. Solté un fuerte eructo de su fórmula y me salió una risita achispada. Timothy llegó a nuestro patio y se soltó el rifle del hombro. A través de la puerta corrediza de cristal emanaba una nube radiante de luz procedente de nuestra sala de estar, una luz que iluminaba los árboles, las sillas de jardín, la parrilla y la coronilla de la cabeza rapada de Timothy mientras este se arrodillaba, levantaba el rifle y esperaba a que yo lo alcanzara. Cuando llegué, estaba mirando el interior de la casa, con expresión atontada y asombrada detrás de los discos luminosos de sus gafas y con respiración pesada y regular.
—¿Notas algo? —dije, y me arrodillé a su lado—. ¿Está funcionando?
Él no dijo nada. Yo miré. Mi padre y mi madre estaban sentados en el sofá. Él la tenía cogida en brazos. Ella tenía la cara roja y surcada de lágrimas, y la boca pegada a la de él. Llevaba la sudadera subida hasta el cuello y uno de sus pechos colgaba libre y tembloroso y asombrosamente blanco. El otro pecho lo tenía cogido mi padre, toscamente, con su mano peluda, como si estuviera intentando aplastarlo.
—¿Qué están haciendo? —susurró Timothy. Dejó el rifle en el suelo del patio—. ¿Son tus padres?
Intenté pensar en algo que decir. La sorpresa me tenía mareado y la fórmula que nos habíamos bebido me daba la sensación de que iba a vomitar. Estuve allí sentado un minuto más o menos al lado de Timothy, observando el forcejeo de aquellas dos personas, que habían sido transformadas para siempre por una maldición verdadera y poderosa, y cuyo efecto mágico más insignificante era yo. Tuve la sensación de que me había pasado la vida entera espiándolos, y todo para nada. Al cabo de un momento tuve que apartar la vista. El arma de Timothy estaba en el suelo a mi lado. La cogí, la sostuve en las manos y descubrí que pesaba mucho más de lo que yo esperaba. El tapón de la recámara era frío y metálico.
—Timothy, ¿esto es de verdad? —dije, pero sabía que él nunca podría responderme.
Me puse de pie, con la cabeza dándome vueltas, y salí dando tumbos del patio hasta la hierba brillante de escarcha. Timothy se quedó un momento más, luego se alejó corriendo de la ventana y me adelantó de camino a los árboles. Debajo de los arces vomitamos lo que fuera que nos había dado a beber. Después de aquello él pareció perder algo de entusiasmo por nuestro juego, y cuando le dije que se fuera a casa y me dejara en paz él obedeció.
Aquella misma noche, mi padre y yo recogimos su cuaderno del montón de hojas muertas de entre los árboles donde lo había dejado caer Timothy, y fuimos juntos a casa de los Stokes a recuperar todos los trozos de su laboratorio hecho trizas. Mi padre tenía el brazo vigorosamente apoyado en mi cuello. Le conté lo del rifle a Althea Stokes y Timothy fue obligado a traerlo y entregárselo a ella. Había pertenecido al padre de Timothy, nos dijo ella. Yo ayudé a mi padre a llevar las cajas hasta el coche, luego los dos junto con mi madre sacamos en silencio el resto de sus pertenencias del maletero de ella y las metimos en el de nuestro viejo y enorme Chevrolet Impala. Luego mi padre se marchó.
A las ocho de la mañana siguiente un pequeño autobús amarillo lleno de chicos desconocidos paró delante de la casa de los Stokes, hizo sonar su furiosa bocina y Timothy salió de la casa.