Pero un día no llegó, a pesar de haberlo dicho. ¿Cómo sabría ella, con tanta seguridad, que llegaría? Porque tan sólo tres días antes habíase presentado secretamente en la casa, de noche, cruzando los campos en lugar de hacerlo por el camino vecinal, y arañó ligeramente la puerta de su madre, por lo que ella temió abrir, creyendo que podría tratarse de ladrones. Cuando se disponía a gritar, oyó su voz que hablaba bajo y rápidamente y por suerte las gallinas se agitaron junto a su jergón, donde dormían, evitando así que el hijo mayor y su esposa se dieran cuenta de lo que sucedía.
Levantose entonces lo más aprisa que pudo, vistiéndose a oscuras y buscando a tientas la vela y, cuando abrió silenciosamente la puerta pues sabía que su llegada a tal hora y de semejante forma deberíase a algo secreto, le vio con otros dos hombres de su misma edad, vestidos de negro, al igual que él en aquellos tiempos. Llevaban un gran paquete envuelto en papel y amarrado con una cuerda. Cuando ella abrió la puerta teniendo la vela en la mano, el hijo menor la apagó, pues había luna y se veía bastante sin necesitar otra luz.
La madre lanzó una suave exclamación de placer al verle.
—Hay algo mío que quiero dejar debajo de tu yacija, madre —dijo el hijo menor—, entre las ropas de invierno que guardas allí. No digas nada de ello, pues no quiero que nadie sepa que está aquí. Vendré a buscarlo.
El corazón de la madre se estremeció ligeramente al oír esas palabras, y mirole y habló quedamente, como él lo hiciera.
—Hijo, espero que no sea una cosa mala… Espera que no hayas cogido algo que no es tuyo…
—No, no, madre —repuso él apresuradamente—; no es nada robado, lo juro. Son algunas pieles de cordero que he tenido ocasión de comprar muy baratas, pero mi hermano me lo reprocharía, como me lo reprocha todo y no tengo dónde guardarlas. Las compré muy baratas y tú tendrás una el próximo invierno para abrigarte. ¡Todos llevaremos ropas buenas el próximo invierno!
La madre sintiose grandemente complacida entonces y le creyó cuando él lo dijo que no era nada robado, constituyendo una alegría para ella compartir un pequeño secreto con aquel hijo suyo.
—¡Oh, si, confía en mí, hijo! —exclamó—. Hay muchas cosas en esta habitación que mi hijo y la esposa de mi hijo ignoran.
Entonces los dos hombres entraron el paquete y lo empujaron silenciosamente debajo de la yacija. Las gallinas cacarearon y el búfalo despertose y empezó a rumiar.
Pero el hijo no quiso quedarse y cuando la madre vio su prisa se extrañó, pero dijo:
—Ten la seguridad de que las guardaré bien, hijo mío; pero ¿no habría que airearlas y asolearlas para protegerlas de la polilla?
—Sólo es por un día o dos —repuso él con indiferencia—, pues nos trasladamos a un lugar mayor y entonces tendré una habitación grande sólo para mí.
Cuando oyó hablar de una habitación grande, acudió a su mente el pensamiento del matrimonio del hijo menor, que nunca la abandonaba, y le llevó algo aparte de los otros dos, mirándole con súplica en los ojos. Era la única cosa en él que no le gustaba. No quería que ella le casara. Bien sabía la madre que en el hijo había sangre ardiente, pues en él veía reflejarse los propios calores de su juventud y sabía que había de calmarlos de alguna manera. Mejor sería que se casara con una doncella limpia y que le diera nietos. Pero incluso en la prisa del momento, cuando él ansiaba marchar y los otros dos esperaban entre las sombras junto a la puerta, puso una mano en la del hijo y hablole en un susurro:
—Hijo, ¿por qué no dejas que te busque una doncella, si has de tener tanto sitio? Te buscaré la más bonita que encuentre. O si tú sabes una, dímelo entonces y pedirá a la esposa del primo que se encargue de tramitar la boda. Yo no te forzaría, hijo, la que te gustara me gustaría a mí también.
Pero el hijo movió la cabeza para sacudirse los largos mechones y miró hacia la puerta, tratando de soltarse de su mano. Mas la madre cogíale con firmeza.
—¿Por qué has de desperdiciar tus buenos calores en hierbajos aquí y allí, hijo mío, y no me das nietos? La esposa de tu hermano es tan fría que creo que nunca habrá niños sobre mis rodillas, a menos que seas tú quien los ponga en ellas. Eres como tu padre y bien sé yo cómo era él. Siembra tu simiente en tu propia tierra, hijo mío, y recoge la cosecha para tu propia casa.
El hijo menor rió silenciosamente y sacudiose otra vez los mechones de pelo de sus ojos brillantes.
—Las mujeres viejas como tú, madre —dijo suavemente— sólo piensan en bodas y nacimientos, y nosotros…, nosotros, los jóvenes de hoy, hemos descartado todo ese… ¡Hasta dentro de tres días, madre!
Se separó de ella entonces, y marchó, cruzando con los otros dos los campos débilmente alumbrados por la luna.
Pero pasaron los tres días y no llegó. Y tres más llegaron y pasaron, y tres más aún y la madre asustose, pensando que algún mal podía haberle ocurrido a su hijo. Durante aquel último año no había la madre ido mucho a la ciudad, y así esperó, malhumorada con cuantos se acercaban a ella, no osando hablar de sus temores, ni tampoco alejarse de su habitación, no fuera la esposa del hijo a descorrer las cortinas y viera el bulto debajo de la cama.
Una noche, al no poder dormir a causa de sus amiantos, se levantó, encendió la vela y miró debajo de la yacija. Allí estaba la cosa, envuelta en papel fuerte, grande y cuadrada, atada con una cuerda de cáñamo. La tocó, notando que había algo duro en su interior, que no parecía ser pieles de cordero.
—Habría que asolearlas, si son pieles de cordero —murmuró pensando que se estropearían si entraba la polilla y roía las buenas pieles.
Pero no osó abrir el paquete. Y su hijo no venía.
Así transcurrieron los días, hasta que pasó un mes. La madre estaba casi fuera de sí y lo hubiera estado completamente, de no haber sido porque algo sucedió que apartó aquellos temores de su mente. Era lo único que no hubiera imaginado en aquellos tiempos: la esposa de su hijo había concebido.
Sí, después de todos aquellos años fríos, la mujer fue lo que debía ser y cumplió con su deber. El hijo mayor se dirigió a su madre con aire de importancia, cierto día, y le dijo con amplia sonrisa:
—Madre, tendrás un nieto.
La madre salió del profundo ensimismamiento en que pasaba sus días, y le miró con ojos algo opacos.
—Hablas como un tonto —contestó la madre desabridamente—. Tu esposa es fría y estéril como una piedra. Y yo no sé dónde está mi hijo menor, que derrama su buena semilla en cualquier parte y no quiere casarse y ahorrarla.
Entonces el hijo mayor tosió.
—La esposa de tu hijo ha concebido —afirmó claramente.
Al principio, la madre no quería creerle. Miró a aquel hijo mayor suyo y luego gritó apoyándose en su bastón para levantarse.
—¡No ha concebido! ¡Nunca lo creeré!
Pero por la cara del hijo vio que era verdad y se levantó, caminando después lo más rápidamente que le era posible, hasta encontrar a la esposa del hijo, que estaba cortando puerros en la cocina.
—¿Tienes por fin algo en tus entrañas? —preguntó, mirando a la mujer.
La esposa asintió, sin abandonar su trabajo, enrojecidas las mejillas, y la madre supo entonces que era verdad.
—¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?
—Dos lunas y más —contestó la joven esposa.
Entonces la madre se irritó profundamente al pensar que no se lo habían dicho antes y gritó, golpeando el suelo con el bastón.
—¿Por qué no me has dicho nada, a mí que he pasado todos esos años anhelando, desfalleciendo y codiciando semejante noticia? ¡Dos lunas! ¿Habrá habido alguna vez una mujer tan fría como tú, que no me hubiese dado la noticia el mismo día en que lo supo?
La esposa cesó por un momento en su trabajo y habló con su acostumbrado cuidado.
—No lo hice por temor a estar equivocada y causarte un dolor mayor que si no te diera esperanza alguna.
Pero la madre no quería aceptar las palabras de la esposa del hijo, y escupió al suelo, al replicar:
—¿Y crees que con los hijos que yo he tenido no hubiese podido decirte si estabas equivocada o no? Tú crees que la edad me ha vuelto niña y estúpida. Yo sé lo que tú piensas, si, lo demuestras continuamente.
La esposa del hijo no contestó. Apretó los labios, aquellos labios plenos y pálidos y sirvió una taza de té de una jarra de tierra que estaba allí, sobre la mesa y condujo a la madre a su lugar acostumbrado, junto a la pared.
La madre no podía sentarse y guardar para sí aquella noticia. No; había de ir a contárselo al primo y a la mujer del primo, que estaban en su casa sentados, pues en aquellos tiempos los hijos hacían el trabajo —los tres que habíanse quedado en la tierra, pues los otros marcharon a otras partes para ganarse la comida— y el primo hacía lo que podía aún, siempre ocupado en alguna pequeña tarea: Pero ni siquiera él podía trabajar como antes lo hiciera. En cuanto a su esposa, dormía pacíficamente todo el día, excepto cuando despertaba, alarmada por el llanto de algún nieto.
La madre cruzó la calle y la despertó rudamente, gritándole:
—¡Juro que tú no serás la única abuela! ¡Unos meses más y también yo tendré un nieto!
La esposa del primo despertó lentamente entonces, sonriendo y humedeciéndose los labios, que el sueño había secado, y abrió sus ojos pequeños y plácidos.
—¿Si, prima? ¿Se casará tu hijo menor?
—No, no es eso —repuso la madre, cuyo corazón se encogió ligeramente.
El primo la miró desde donde estaba sentado en un bajo taburete de bambú, retorciendo cuerdas de paja, para que los gusanos de seda hicieran en ellas sus capullos, puesto que era la temporada en que los hacen.
—¿La esposa de tu hijo, pues, prima? —preguntó con voz seca.
—Si —asintió la madre, satisfecha, recobrando su alegría.
Sentose para contarlo, pero no quería aparecer demasiado alegre y ocultaba su placer con quejas.
—Ya era tiempo también. He estado ocho años esperando, y si hubiera sido rica, le hubiese buscado otra mujer, pero pensé que mi hijo menor tendría su oportunidad antes de que yo le diera otra mujer a mi hijo mayor y el matrimonio cuesta mucho hoy, incluso para una segunda esposa, si es decente y no procede de un lugar malo. La esposa de ese hijo mío ha sido siempre una mujer muy lenta y llena de un temperamento frío como el de una serpiente.
—Pero no es malo su temperamento, ama de casa —repuso el primo con justicia—. Ella ha trabajado siempre bien y cuidadosamente. Ahora tienes los patos y gansos en el estanque, y antes no los tenías, y apareó el búfalo y tienes ahora uno joven además y tus gallinas son el doble, ya deben ser diez o doce, además de las viejas que has vendido todos los años.
—No, no es mala —admitió la madre a regañadientes—, pero hubiese preferido que no hubiera utilizado otros calores que los de las bestias y las gallinas.
La esposa del primo habló bondadosamente, pero siempre llena de sueño, y bostezó al hablar:
—Sí, es diferente de ti, prima; mujer plenamente ardiente has sido tú, y muy trabajadora. Cuando no tienes la fluxión, me maravilla la manera como caminas tan rápidamente; me asombra porque yo sólo puedo ir del banco a la mesa y de la mesa a la cama, estos días.
Y el primo observó, con admiración:
—Sí, y yo no puedo comer ni la mitad de lo que comía y a ti te veo sentada allí, gritando para que te vuelvan a llenar la escudilla.
—Sí, como siempre —repuso con modestia—. Tres escudillas y a veces cuatro, y puedo comer todo lo que no sea muy duro, pues los dientes de delante se me cayeron, y estoy muy bien cuando no tengo la fluxión.
—Una mujer vieja muy sana —murmuró la esposa del primo.
Y luego durmió un poco más y despertó nuevamente y vio que la madre estaba allí aún.
—¿Un nieto, dijiste? —preguntó, sonriendo somnolienta—. Nosotros tenemos siete ahora, sin contar las nietas.
Luego quedó dormida una vez más.
La noticia llenó los días que habían estado vacíos, porque el hijo menor no llegaba y calmó la espera de la madre, que pensó que su hijo llegaría algún día.
Pero no todo era gozo, tampoco. La madre pensó que en cada una de las alegrías había siempre algo que la estropeaba. Temió que el nieto que esperaba fuera niña, y al pensar en eso murmuraba: «Sí mi destino malo podría hacer que fuera niña». En su ansiedad hubiera querido ir a pedirle a la poderosa diosa que hiciera que fuera niño lo que había de llegar, sobornándola con una túnica roja nueva o unos zapatos, pero no osaba ir, temiendo que la diosa recordara aquel viejo pecado suyo. Asustábale pensar que su viejo pecado no hubiera sido expiado aún, y que si la diosa la veía y le oía hablar de nietos, pudiera recordar todo aquello, y en su ira matar al ser que crecía en las entrañas de la esposa del hijo. «Será mejor que no vaya y no me deje ver —pensó—. Si no voy a decirle que llegará un nieto, puede olvidar que durante mucho tiempo no he ido a ver a los dioses y entonces será tan sólo el nacimiento de otro mortal y no el de mi nieto y puedo esperar que sea niño». Volviose intranquila y llena de pesadumbre y se dijo que si el nieto era una alegría, asimismo era una nueva puerta por la que podría entrar el dolor, como lo son todos los niños. Al pensar en eso o en que el nieto podía nacer muerto o mal formado o tonto o ciego o niña, o cualquiera de esas cosas, odiaba a los dioses y diosas que tenían poder para mutilar a los mortales. «¿No he sido ya más que castigada por los pecadillos que pude cometer? ¿Quién hubiera podido pensar que los dioses sabrían lo que hice aquel día? Sin duda aquel viejo dios en el templete olió el pecado y se lo dijo a la diosa, aunque le cubrí los ojos. Permaneceré alejada de los dioses, vieja pecadora que soy, pues aunque quisiera no sabría cómo expiar aquello más que lo he hecho ya. Juro que si pesaran las alegrías y penas que he tenido en toda mi vida, las penas harían caer el platillo de la balanza como si fueran piedras, y las alegrías no serian más que cardos, pues tan pocas son las que he tenido. No alumbré el hijo y he visto morir a mi doncella, ciega aún. ¿No sirven las penas para expiar? ¡Ay! He estado muy llena de penas toda mi vida, y siempre he sido pobre. Pero los dioses no conocen la justicia».
Tristemente pensaba que tenía que soportar dos penas entonces: el temor de que su nieto no fuera sano o naciera niña y la continua espera de aquel hijo menor que no llegaba. Algunas veces pensaba que su vida no estaba ya compuesta sino de espera: había esperado el regreso de su hombre inútilmente, y ahora esperaba a su hijo y a su nieto.
Sin embargo, debía albergar esperanzas. Cuando alguien iba a la ciudad, a su regreso preguntábale:
—¿Has visto a mi hijo hoy en alguna parte? E iba de una casa a otra, en la aldea, inquiriendo:
—¿Quién fue a la ciudad hoy?
Y cuando alguien le decía que había ido, ella volvía a preguntar:
—¿Has visto a mi hijo hoy, buen hombre? Los hombres y mujeres de la aldea se acostumbraron, durante aquellos días de espera, a esa pregunta, y cuando levantaban la vista y la veían apoyada en el bastón que su hijo había hecho con una rama de sus propios árboles y oían la vieja y temblorosa voz preguntar: «¿Has visto a mi hijo hoy, vecino?», le contestaban con bondad: «No, no, buena madre. ¿Cómo podríamos verle en el mercado a dónde vamos, si él es como dices que es, que vive de los libros?».
Entonces ella alejábase, despojada una vez más de su esperanza, murmurando:
—No lo sé… Creo que tiene que ver con libros en alguna parte.
Los otros reían, y para seguirle el humor contestabas:
—Si algún día pasamos por un lugar donde vendan libros, miraremos para ver si está detrás del mostrador.
Y así regresaba la madre a la casa para esperar y preguntarse si las polillas habrían comido las pieles de cordero.
Pero un día, después de muchas lunas, llegaron noticias. La madre estaba sentada junto a la puerta, como siempre, sosteniendo su larga pipa en la mano, pues acababa de dar fin a su comida de mañana. Contemplaba cómo el sol se levantaba sobre las redondeadas colinas y esperaba que su calor llegara hasta ella, pues las mañanas de otoño eran frescas. Entonces llegó un hijo de su primo, el mayor, y se dirigió a su propio hijo mayor, que se ataba la correa de la sandalia, y le dijo algo en voz baja.
Preguntose qué sucedería. Había visto al hijo mayor dirigirse a la ciudad al amanecer, pues no se encontraba a gusto en la cama cuando estaba bien, acostumbrado a levantarse con el alba toda su vida. Le había visto marchar a la ciudad con unas cargas de hierbas recién cortada. Había regresado muy pronto y se disponía a llamarle para preguntarle si había vendido ya toda la hierba, cuando vio que su hijo mayor levantaba la cabeza y gritaba:
—¿Mi hermano?
Sí, los agudos oídos de la madre percibieron aquellas dos palabras, pues no estaba sorda.
—¿Qué le pasa a mi hijo menor? —preguntó rápidamente.
Los dos hombres seguían hablando excitadamente, mirándose con ansiedad.
La madre no pudo soportar aquello y se levantó, yendo hacia ellos renqueando y golpeando el suelo con el bastón.
—¡Háblame de mi hijo! —gritó.
El hijo del primo se alejó sin pronunciar palabra alguna, mientras el hijo mayor decía, con voz vacilante.
—Madre, pasa algo. No sé lo que es…, pero, madre, debo ir a la ciudad para averiguarlo y decírtelo después…
La madre no quería dejarle ir. Agarrábase a él y gritaba:
—¡No irás hasta que me lo digas!
Al oír los gritos, la esposa del hijo salió de la casa.
—Díselo —observó—, pues de lo contrario enfermará de irritación.
—Mi primo dijo —empezó el hijo mayor, lentamente— que esta mañana vio a mi hermano con muchos otros y que tenía las manos atadas a la espalda con cuerdas de cáñamo y que sus vestidos eran harapos y que pasó junto a la plaza del mercado a donde mi primo había llevado la hierba para vender y que había una larga hilera de unos veinte o treinta. Cuando mi hermano le miró volvió los ojos a otra parte, pero mi primo preguntó y los guardias que caminaban junto a ellos dijeron que eran comunistas que mandaban a la cárcel, para matarlos mañana.
Entonces los tres se miraron mutuamente y la barbilla de la madre empezó a temblar.
—He oído esa palabra —dijo—, pero no se qué significa.
—Yo se lo pregunté a mi primo, que se lo había preguntado al guardia, el cual había contestando que es una nueva clase de ladrones que existe hoy —repuso el hijo mayor, hablando lentamente.
La madre pensó entonces en aquel paquete escondido tanto tiempo debajo de su yacija y empezó a gemir y cubriose la cabeza con el vestido.
—Debí haberlo sabido aquella noche —dijo—. ¡Oh! ¡El paquete debajo de mi cama es lo que robó!
El hijo y la esposa del hijo la cogieron al oír esas palabras, miraron a su alrededor y la llevaron precipitadamente al interior de la casa.
—¿Qué quieres decir, madre?
La esposa del hijo levantó la cortina que ocultaba la cama y miró al hombre, que se acercó a ella, mientras la madre señalaba el paquete con el dedo, gimiendo:
—No sé lo que contiene…, pero él lo trajo una noche… y me dijo que lo guardara secretamente una día o dos… y no ha vuelto…, no ha vuelto…
El hombre cerró la puerta entonces y la atrancó, y la mujer cubrió la ventana con una tela. Juntos sacaron el paquete y soltaron las cuerdas.
—Dijo que eran pieles de cordero —murmuró la madre.
El hijo y la esposa del hijo nada dijeron y nada creían tampoco de lo que ella decía. Podía contener cualquier cosa aquel paquete y casi esperaban que fuera oro, cuando vieron lo pesado y duro que era.
Pero al abrirlo, sólo vieron libros, todos pequeños e impresos con tinta negra y muchas hojas de papel, algunas con las más extrañas pinturas de sangre y muerte y gigantes aporreando a hombrecillos o acuchillándolos. Cuando vieron esos libros, los tres se miraron, sin saber qué significaba aquello, ni comprender por qué un hombre habría de robar y ocultar simple papel marcado con tinta.
Por más que miraban, no alcanzaban a comprender su significado. Ninguno de ellos sabía leer y casi ni siquiera podían interpretar aquellos dibujos, excepto que eran de cosas sangrientas, de hombres apuñalados y agonizando y otros despedazados y que todo ello representaba odiosas cosas sangrientas, que únicamente ocurren donde hay ladrones.
Los tres se sintieron presos del terror, la madre por su hijo y los otros dos por ellos mismos, no fuera alguien a saber que aquellas cosas estaban en su casa.
—Vuelve a atarlo hasta la noche, y entonces los llevaremos a la cocina y los quemaremos todos —dijo el hombre.
Sin embargo, la mujer era más cautelosa.
—No —objetó—; no podemos quemarlos todos a la vez, pues los demás podrían ver el humo y preguntarse qué hacemos. Debo quemarlos poco a poco, todos los días, como si fuera la hierba para cocer nuestra comida.
La vieja madre no escuchaba estas palabras. Sólo sabía que su hijo había caído en malas manos.
—¡Oh, hijo! ¿Qué harás por tu hermano menor? —preguntó—. ¿Cómo le encontrarás?
—Sé dónde está —repuso el hombre lentamente y con desgana—. Mi primo dijo que los llevaron a una cárcel cerca de la puerta sur, donde se encuentra el campo de ejecución.
Gritó entonces al ver el terrible aspecto de su madre, y junto con su esposa acostó a su madre en la yacija, donde quedó con la cara terrosa y respirando afanosamente, susurrando:
—¡Oh, hijo! ¿No irás…, tu hermano…?
El hijo mayor olvidó el miedo que sintiera por si mismo y habló, compadeciendo a su madre:
—Sí, madre, iré…, iré…
Se cambió de vestidos entonces y calzó zapatos. El tiempo se hacía eterno para la madre, mientras tanto.
Cuando finalmente el hijo mayor estuvo dispuesto, le llamó a su lado, y haciéndole bajar la cabeza, le cuchicheó al oído:
—Hijo no escatimes el dinero. Si está verdaderamente en la cárcel, debemos gastar dinero para sacarle de allí. El dinero puede hacerlo, hijo. ¿Quién ha oído jamás hablar de una cárcel que no abriera sus puertas por dinero, para libertar a un hombre? Hijo, tengo un poco… en un hoyo aquí… Lo guardaba para él…, empléalo todo…, todo el que tenemos…
La cara del hombre no cambió. Miró a su esposa y ella mirole a él y el hijo dijo:
—Escatimaré todo el que pueda, madre, pensando en ti.
—¿Qué importo yo? —gritó ella—. Soy vieja y estoy dispuesta a morir. Has de salvarle a él.
El hijo fue en busca de su primo, y los dos marcharon hacia la ciudad.
¿Qué podía hacer la madre entonces, sino esperar? Aquélla fue la espera más larga de su vida. No podía permanecer echada en la yacija y sentía mareos si se levantaba. Finalmente la esposa del hijo se asustó al ver el aspecto de la madre y su mirada fija y al oír sus murmuraciones y los golpes que con las manos se daba en sus delgados muslos. Entonces fue a buscar al viejo primo y a la esposa del primo y los tres se sentaron junto a la yacija de la vieja madre.
Ciertamente la madre se sintió algo consolada al tener a los primos juntos a ella, pues eran las dos personas con quienes más francamente podía hablar. Y entonces lloró, diciendo una y otra vez:
—¿No he tenido ya bastantes penas por los pecados que he cometido? ¿Por qué no moriré y acabará así toda para mí, si he pecado? ¿Por qué he perdido a mi doncella y ahora a mi hijo menor, y seguramente también perderé a mi nieto? Nunca veré a mi nieto. Sé que nunca lo veré, pero no será porque yo haya muerto.
Se irritó al pensar en las muchas penas que ha sufrido en su vida, y gritó, sin dejar de llorar:
—¿Hay alguna mujer perfecta que esté sin pecado? ¿Por qué he de sufrir yo tanto?
Entonces la esposa del primo habló apresuradamente, temiendo que la madre dijera demasiado en su dolor.
—Ten por seguro que todas hemos pecado —díjole—, y si debiéramos ser juzgados por nuestros pecados, ninguna de nosotras tendría hijos. Mira a mis hijos y a los hijos de mis hijos, y, sin embargo, soy una vieja mala, que nunca se acerca a un templo, ni nunca se ha acercado. Cuando una sacerdotisa me gritaba que tenía que aprender el camino del cielo, estaba yo demasiado ocupada con los hijos pequeños, y ahora, cuando vienen a decirme que debo aprender el camino del cielo, soy demasiado vieja ya y habrán de aceptarme en el cielo tal como soy o pasarme sin mí.
Así consoló a la desconsolada madre.
—Espera, buena prima, hasta que sepamos qué noticias hay —dijo entonces el primo—. Tal vez no debas afligirte, después de todo, pues quizá le pongan en libertad por el dinero que tu hijo y mi hijo llevan para ello, o quizá mi hijo se equivocó y no fue tu hijo a quien vio amarrado.
La esposa del primo pidió a la esposa del joven que fuera a vigilar algo en su casa, pues quería que la esposa del hijo no estuviera cerca, por si la madre, aquella pobre vieja decía más de lo debido en aquellos momentos de angustia, lo cual sería lamentable, después de guardar silencio durante tantos años.
Así esperaron el regreso de los dos hombres, pues era más fácil la espera para tres que para uno solamente.
La noche cayó antes de que la madre les viera llegar. Habíase levantado de la yacija, por la tarde, y teniendo a su lado al primo y a la esposa del primo, sentose bajo el sauce, y allí quedaron los tres, mirando hacia la calle de la aldea. La esposa del primo descabezaba sus sueños, que ni siquiera el dolor y la pena podían alejar.
Por fin, cuando el sol habíase ya casi ocultado, la madre les vio llegar. Púsose en pie, apoyándose en el bastón, protegiéndose los ojos con la mano.
—¡Son ellos! —gritó, yendo hacia la calle lo más de prisa que sus piernas querían llevarla.
Tan fuerte había sido su grito, tan rápidos sus pasos, que todos salieron de sus casas, pues en la aldea nadie ignoraba la noticia, pero ninguna osaba acercarse directamente a la casa de la madre, por temor de comprometerse a causa del hijo menor y sufrir terribles consecuencias ellos también quizá. Durante todo el día habíanse ocupado todos en sus tareas, comidos por la curiosidad, pero temerosos, también, como sucede a los campesinos cuando se habla de cárceles y gobernadores. Salieron de sus casas, pero no se acercaron, contemplándolo todo desde lejos. El primo levantose asimismo y siguió a la madre, e incluso la esposa del primo hubiéralo hecho también, pero nunca caminaba, a menos que debiera hacerlo, y se dijo que poco después se enteraría de todo. Estaba convencida de que sucederla lo mejor, por lo que no quiso molestarse y quedó sentada en el banco, esperando.
La madre corrió al encuentro de su hijo y le cogió del brazo, gritando:
—¿Y mi hijo menor?
Pero al hacer la pregunta, mientras sus viejos ojos escrutaban la cara de los dos hombres, supo que la desgracia estaba escrita allí.
Los dos primos se miraron, y finalmente el hijo habló sobriamente:
—Está en la cárcel, madre.
Los dos hombres volvieron a mirarse. El hijo del primo se rascó la cabeza un rato y apartó los ojos como si no supiera qué decir.
—Dudo que podamos salvarle, madre —prosiguió el hijo—. Él y otros veinte más encontrarán la muerte por la mañana.
—¿Muerte? —gritó la madre—. ¿Muerte? Hubiérase derrumbado, de no haberla sostenido los dos hombres.
La llevaron a la casa más cercana y la hicieron sentar, intentando calmarla, pero ella empezó a llorar como un niño, temblándole la barbilla, con las lágrimas cayéndole por las mejillas y se golpeaba el pecho con los puños, gritando, acusadora contra su hijo:
—No les ofreciste bastante dinero. Te dije que yo tenía un poco, pero no muy poco, sino que son cuarenta piezas de plata y otras dos pequeñas, que él me dio.
Cuando vio que su hijo permanecía de pie, con la cabeza caída y el labio superior cubierto de sudor y también la frente, le escupió en su ira:
—¡No será para ti! ¡Si él muere, no será para ti esa plata! ¡Primero la arrojaré al río!
Entonces habló el hijo del primo, con la cara contraída en tan dolorosa hora.
—No, tía —dijo—, no le culpes a él. Ofreció más de dos veces la plata que tú tienes. Ofreció piezas por su hermano e intentó sobornar a los personajes más altos. Mostró plata a uno y a otro, pero ni siquiera quisieron dejarle ver a tu hijo menor.
—¡No ofreció bastante! —gritó la madre—. ¿Quién ha oído jamás hablar de guardianes de una cárcel que no se dejen sobornar? Pero yo iré a buscar ese dinero ahora mismo. Sí, lo sacaré del hoyo, aunque soy vieja, e iré a buscar a mi hijo menor y lo traeré a casa y nunca más se separará de mí.
Los dos hombres miráronse nuevamente. La cara del hijo pedía a la de su primo que volviera a hablar por él y el primo habló.
—Buena tía, ni siquiera te dejarán verle. No nos dejaron entrar, te lo aseguro, aunque mostramos plata, porque dijeron que el gobernador estaba airado por un crimen como el suyo. Es un nuevo crimen, muy odioso.
—¡Mi hijo jamás ha cometido crimen alguno! —gritó la madre con orgullo—. Hay aquí un enemigo que paga más de lo que nosotros tenemos, para que siga en la cárcel.
La madre miró a su alrededor, a la muchedumbre que estaba mirando, bebiendo las noticias que oían, con los ojos casi salidos de las órbitas y abierta la boca y ella les gritó:
—¿Sabéis vosotros de algún crimen que mi hijo cometiera?
Nadie habló, apartando todos la mirada. La madre vio su gesto y su corazón se quebró.
—Vosotros le odiabais porque era más agradable de ver que vuestros hijos negros, que sólo saben trabajar la tierra, si, vosotros odiáis a quien es mejor que vosotros mismos…
Levantose y fue hacia la casa, renqueando y llorando amargamente.
Pero cuando llegó nuevamente allí y estuvieron solos, con el primo y la esposa del primo, la madre secose los ojos y habló a su hijo más reposadamente, aunque con fiebre en la voz aún.
—Estamos perdiendo el tiempo. Cuéntamelo todo, porque acaso todavía podamos salvarle. Tenemos la noche aún. ¿Cuál fue su verdadero crimen? Cogeremos cuanto tenemos y le salvaremos.
Una mirada cruzose entre el hijo y la esposa del hijo al oír esas palabras, no maligna, pero como si la paciencia se agotara en ellos y entonces el hijo habló.
—No sé exactamente cuál es su crimen, pero dijeron de él que era lo que te dije: un comunista. Es una nueva palabra; la he oído a menudo y cuando pregunté qué significaba, pareció ser una especie de banda de ladrones. Se lo pregunté al guardián en la cárcel, que está de pie con un fusil al brazo y me contestó: «¿Qué es? Nada menos que uno que te quitaría tu tierra para él, buen hombre, y uno que conspira contra el Estado y por eso debe morir con sus compañeros». Si, ése es su crimen.
La madre escuchaba atentamente. La luz de la vela le caía en la cara mojada por las lágrimas y dijo, asombrada, temblándole la voz, mientras se esforzaba en conservarla firme.
—No creo que pueda ser eso. Nunca le oí decir una palabra así, ni jamás he oído hablar de semejante crimen. Matar a un hombre, robar una casa, dejar morir de hambre a los padres, eso son crímenes. Pero ¿cómo puede robarse la tierra? ¿Puede enrollarse como si fuera tela y ocultarla en alguna parte?
—No lo sé, madre —repuso el hijo, con la cabeza caída y los brazos colgando entre las rodillas, pues estaba sentado en un taburete.
Llevaba su túnica aún, pero con el extremo anudado a la cintura, pues no estaba acostumbrado a semejante vestido.
—No sé qué más se dijo; oímos muchas cosas en la ciudad, porque muchos son los que morirán mañana y todos se preparan como si fuera una fiesta. ¿Qué más dijeron, primo?
El hijo del primo se rascó la barbilla y tragó saliva mirando a todos cuantos encontrábanse en la habitación, antes de hablar.
—Mucho hablaba la gente de la ciudad —dijo—, pero no me atreví a hacer demasiadas preguntas, pues cuando pregunté a qué venía aquel bullicio, los guardianes de la cárcel se volvieron hacia mí y me dijeron: «¿Eres tú uno de ellos, también? ¿Qué te importa a ti, pues, si les matan?». No osé decir que era primo de uno de los que habían de matar. Pero encontramos un jefe de carceleros y le dimos algunas monedas rogándole fuera con nosotros a un lugar aislado para hablar y nos condujo a una esquina de la cárcel, detrás de su propia casa, y allí le dijimos que éramos campesinos honrados y que teníamos un poco de tierra y algo más arrendada y que entre los condenados a morir había uno que era pariente lejano nuestro, y que queríamos salvarle por nuestro honor, puesto que nadie que llevara nuestro apellido había jamás muerto bajo la espalda del verdugo, si no costaba mucho dinero, pues somos pobres. El carcelero cogió la plata y preguntó cómo era nuestro pariente, y se lo dijimos. Entonces contestó: «Creo que sé quién es el muchacho que decís, pues ha estado muy inquieto en la cárcel. Creo que diría todo lo que sabe, si no fuera por una doncella que con él está, valiente como el que más, que le mantiene animado. Si, algunos son duros y osados y no les importa morir. Pero este muchacho está asustado. Dudo que sepa lo que ha hecho, o por qué muere, pues parece un sencillo campesino a quien han utilizado para sus fines habiéndole hecho grandes promesas. Creo que su crimen consiste en que le encontraron ciertos libros que distribuía gratuitamente a la gente, y en esos libros se dicen muchas cosas malas de derribar el Estado y distribuir por igual todo el dinero y toda la tierra».
Entonces la madre miró a su hijo mayor y volvió a gemir y a llorar.
—Siempre supe que debíamos darle alguna tierra. Podíamos haber arrendado alguna más y darle una parte… Pero no; ese hijo mayor mío y su esposa la querían toda para ellos y se lo escatimaban todo…
El hijo mayor abrió la boca para hablar, pero el primo viejo habló quedamente.
—No digas nada, hijo mío. Deja que tu madre te culpe y se desahogue. Todos sabemos lo que tú eres y lo que era tu hermano y cuánto odiaba el trabajo en el campo o cualquier otro trabajo.
Y el hijo mayor calló.
—Le preguntamos al carcelero cuánta plata se necesitaría para libertar al muchacho —prosiguió el hijo del primo—, pero el carcelero meneó la cabeza y dijo que si el muchacho fuera de buena casa e hijo de algún hombre rico y poderoso, entonces indudablemente pudiera liberársele con plata. Pero tratándose de un campesino pobre, nadie arriesgaría la vida por cuanto pudiéramos dar, por lo que el muchacho tendría que morir.
—¿Y ha de morir porque es mi hijo y yo soy pobre? —gritó la madre—. Tenemos aquella tierra que poseemos y la venderemos para libertarle. Sí, la venderemos esta misma noche. Hay algunos en esta aldea…
Pero el hijo mayor la interrumpió al oírle hablar de su tierra.
—¿Y de qué viviremos? Casi no podemos vivir ahora, y si arrendamos más tierras y con la enorme parte que hay que dar al terrateniente, seremos mendigos. Cuanto tenemos es esa pequeña parcela de tierra y no la venderé, madre. No, la tierra es mía y no la venderé.
Luego habló su esposa, por primera vez, pues había permanecido sentada, escuchando, con aspecto grave y sin dejar traslucir su pensamiento.
—Ahora tenemos que pensar en el hijo que está en mi.
—Si, en él pienso —dijo el hombre, pesadamente.
La vieja madre guardó silencio entonces. Se quedó silenciosa y lloró un rato y, después, toda la noche. Cuando se pronunciaron nuevas palabras no hubo más que esa respuesta para todas.
Cuando se acercaba el alba, pues habían permanecido levantados toda la noche, la madre reunió las pocas fuerzas que le quedaban.
—Iré yo misma —dijo—. Una vez más iré a la ciudad, para ver a mi hijo menor, si debe morir.
Los otros la cogieron del brazo, suplicándole que no fuera.
—Madre, yo iré a buscarle… después… pues si tú presencias su muerte, tú misma morirás —repuso el hijo.
—¿Qué importa que yo muera? —replicó.
Lavose la cara y peinó los pocos cabellos grises que le quedaban, vistiendo después ropas limpias, como acostumbraba hacer cuando iba a la ciudad.
—Ve a buscar el asno de mi primo —dijo simplemente—. ¿Querrás dejármelo, primo?
—Si —repuso el otro, tristemente.
El hijo y el hijo del primo fueron a buscar el asno, y luego sentaron a la madre en el lomo del animal y ellos caminaron hasta la ciudad, uno a cada lado, el hijo con una linterna en la mano, pues el alba era aún muy débil para caminar a su luz.
La madre estaba débil y silenciosa y lavada por sus lágrimas y casi no sabía lo que hacia al agarrarse al asno. Le colgaba la cabeza y no levantó la mirada una sola vez para contemplar la amanecida.
Sus ojos estaban fijos en la polvorienta carretera, que casi no se veía en la oscuridad. Los hombres callaban, también, en hora tan grave, y recorrieron la carretera hacia el Sur, llegando a la puerta de la ciudad, que no estaba abierta aún, pues todavía era muy temprano.
Muchos esperaban ya, pues se había anunciado por la campiña que habría numerosas decapitaciones y las gentes iban a presenciarlas como si se tratara de una fiesta y llevaban a sus hijos. Apenas se abrieron las puertas, todos entraron en la ciudad, la madre montada en el asno, y los dos hombres, dirigiéndose al descampado cerca de las murallas. A la leve luz de la mañana, había allí ya una gran multitud, silenciosa al pensar en el gran espectáculo de muerte que se avecinaba. Los niños se aferraban a sus padres, temiendo algo desconocido y otros gritaban, pero la muchedumbre guardaba silencio, esperando con afán, gozándose en el horror que anhelaban contemplar y odiándolo también.
Pero la madre y los dos hombres no se quedaron con aquellas gentes.
—Vayamos a la puerta de la cárcel y quedémonos allí —susurró la madre, pues en su pobre corazón albergaba todavía la esperanza de que cuando viera a su hijo ocurriría algún milagro que le salvara.
El hombre volvió la cabeza del asno hacia la cárcel, junto a cuya puerta, abierta en el alto muro rematado con cristales, esperaron. Un guardián se desperezaba y junto a él ardía un farol, la llama de cuya vela derretía un sebo rojo como la sangre, hasta que una bocanada de viento frío sopló de pronto y apagó la vacilante llama. Los tres esperaron en la polvorienta calle y la madre desmontó del asno. Pronto oyeron ruido de pasos y un grito.
—¡Abrid la puerta!
Y la puerta se abrió.
Los guardianes se pusieron en pie y quedaron junto a la puerta, erguidos, con el fusil al hombro. Y la puerta se abrió.
La madre se esforzó para ver a su hijo. Se acercaban muchas personas, jóvenes amarrados el uno al otro, de dos en dos, con las manos sujetas a la espalda con cuerdas de cáñamo y cada dos atados a los dos de delante. Al principio todos parecían hombres jóvenes, y, sin embargo, acá y acullá había algunas doncellas, difíciles de identificar como tales, porque sus cabellos largos habían sida cortados y vestían igual que los hombres y nada había para demostrar lo que eran hasta que, mirando fijamente, se veían sus pequeños senos y su talle estrecho, pues sus caras eran tan fieras y osadas como la de cualquier muchacho.
La madre miraba todos los rostros y de pronto vio a su hijo. Si, allí estaba, caminando con la cabeza caída, atado a una doncella, mano con mano.
La madre corrió hacia delante y cayó a sus pies, y agarrose a sus piernas, gritando:
—¡Hijo mío!
Miró su cara, pálida como jamás la viera, sus labios descoloridos y terrosos y sus ojos apagados. Cuando vio a su madre, el muchacho palideció más aún y hubiera caído, de no haber estado unido a la doncella, que tiró de él, no dejándole caer, ni tampoco detenerse. Al ver a la vieja de cabellos blancos a los pies del muchacho, la muchacha rió sonoramente y gritó:
—¡Camarada, recuerda que no tienes ni madre ni padre, ni nadie que te sea querido, excepto nuestra causa común!
Y tiró de él hacia delante.
Acercose corriendo un guardián, que cogió a la madre y la arrojó a un lado de la calle, donde quedó ella, entre el polvo. Los prisioneros siguieron su marcha y desaparecieron hacia la puerta del Sur y así fueron a la muerte.
Finalmente se acercaron las dos hombres para levantar a la madre, pero ella no quiso que la tocaran. Yació en el polvo un rato, gimiendo y escuchando alelada aquella extraña canción, sin comprender nada, sólo gimiendo.
Sin embargo, tampoco pudo gemir mucho rato, pues un guardián salió por la puerta de la cárcel y la empujó rudamente con el fusil, gritándole:
—¡Largo de aquí, bruja!
Los dos hombres se asustaron y la pusieron en pie, a la fuerza, y luego la montaron en el asno y emprendieron el regreso a la casa, despacio. Pero antes de que llegaran a la puerta del Sur, se detuvieron un rato junto a una pared y esperaron.
Esperaron hasta que oyeron un enorme rugido. Entonces los dos hombres se miraron mutuamente y luego a la madre. Pero ella no demostró haber oído o saber a qué se debía aquel espantoso grito. Estaba sentada en el lomo del asno, con la cabeza caída, mirando fijamente el polvo de la calle.
Prosiguieron su camino, después de haber oído el rugido, y encontraron a la muchedumbre que se desparramaba, gritándose los unos a los otros. Los hombres nada dijeron, y la madre parecía no oír nada, pero alguien gritó:
—¡Fueron alegres a la muerte y murieron llenos de valor! ¿Visteis a aquella doncella que cantó hasta el fin? Cuando su cabeza rodó, juro que cantó durante un segundo.
—¿Visteis al muchacho cuya sangre roja saltó tan lejos que manchó la bota del verdugo y le hizo soltar un juramento? —gritó otro.
Algunos reían y sus caras estaban rojas, y otros estaban pálidos. Cuando los dos hombres y la madre cruzaban la puerta de la ciudad, un muchacho cuyo rostro estaba tan pálido como la cal, volviose, se apoyó contra la pared y vomitó.
Pero si la madre vio u oyó esas cosas, no lo dijo. No; ella sabía que su hijo menor había muerto ya y que de nada serviría la plata. Los reproches eran asimismo inútiles, si algo había que reprochar. Ansiaba llegar a su casa e ir junto a aquella tumba y llorar. En su corazón recordó amargamente que ni siquiera tenía una tumba de sus propios muertos sobre la que llorar, como tenían otras mujeres, y que había de ir a la vieja sepultura de un desconocido para desahogar su corazón. Pero incluso ese dolor pasó y sólo anhelaba llorar y desahogarse.
Cuando llegaron ante la puerta de su casa, la madre desmontó, suplicando a su hijo mayor:
—Llévame detrás de la aldea. Debo llorar un rato.
La esposa del prima estaba en la casa y oyendo las palabras de la madre habló bondadosamente, meneando su vieja cabeza y secándose los ojos con la manga.
—Sí, dejad que la pobrecilla llore un rato…, es lo mejor…
Y así, en silencio, el hijo llevó a la madre a la sepultura y alisó la hierba para que se sentara. La madre se sentó y apoyó la cabeza sobre la tumba.
—Vete y déjame sola un rato, para que pueda llorar —díjole ella, con mirada desvariada. Y cuando el hijo vaciló, añadió con firmeza—: ¡Déjame, pues si no lloro moriré!
—Volveré pronto a buscarte, madre —repuso el hijo, pues le disgustaba dejarla allí, sola.
La madre quedó contemplando cómo el día gris se aclaraba y tornábase brillante. Miró cómo el sol alumbraba con su luz dorada toda la tierra, como si nadie hubiese muerto aquel día. El grano había madurado en los campos, aguardando las manos que lo recogerían. Y la madre esperaba que su dolor se convirtiera en lágrimas, para calmar su corazón destrozado. Pensó en toda su vida y en toda su muerte y el poco bien de que había gozado durante todos sus años y su pena aumentó. Dejó que aumentara, no enfadada ya, ni resistiéndose, sino cediendo. Consintió en que el dolor la aplastara después de haberla llenado, aceptándolo plenamente y luego volvió los ojos al cielo y gritó en su agonía:
—¿Es esto expiación? ¿He sido ya castigada?
Entonces las lágrimas surgieron, abundantes, y ella apoyó su vieja cabeza en la tumba y ocultó la cara entre la hierba, y así lloró.
Lloró toda aquella brillante mañana. Recordaba todas las penas, las pequeñas y las grandes y cómo su hombre habíase disgustado con ella, abandonándola después. Recordó que no había doncella alguna en la casa que fuera a buscarla para que dejara de llorar y que su hijo estaba atado a aquélla fiera doncella y aquel día lloró por toda su vida.
Mientras lloraba, llegó su hijo corriendo. Sí, corría por la tierra, inundada de sol, y al correr hacía gestos con el brazo y le gritaba algo, pero ella no podía oírlo en su inmenso dolor. Levantó la cabeza y entonces le oyó decir:
—Madre, madre…
Y luego le oyó gritar:
—¡Mi hijo ha nacido! ¡Tu nieto, madre!
Sí, oyó ese grito suyo tan claramente como había oído toda llamada durante toda su vida. Sus lágrimas cesaron, sin darse ella cuenta. Levantose y se tambaleó, y fue a su encuentro, gritando:
—¿Cuándo? ¿Cuándo?
—Ahora mismo —gritó él, riendo—. En este momento. ¡Es un hijo! ¡Nunca he visto ninguno tan grande como él! ¡Grita como si hubiera nacido hace un año o dos, lo juro!
La madre apoyó una mano en su hijo y empezó a reír un poco, sin dejar de llorar. Y cogida de él, apresuró sus viejos pies y se olvidó de sí misma.
Así los dos fueron a la casa y entraron en aquella habitación donde la nueva madre yacía en la cama. La habitación estaba llena de mujeres de la aldea, que aparecieron al saberse la noticia, e incluso aquella vieja murmuradora, la más vieja de ellas, muy sorda y encorvada por los muchos años, estaba allí también.
—Mujer afortunada eres, ama de casa —dijo con su voz cascada—. Pensé que el fin de tu suerte había llegado, pero aquí está otra vez, en un hijo de tu hijo, y aquí estoy yo sólo con mis viejos huesos…
Pero la vieja madre no contestó a esas palabras de la vieja murmuradora, pues a nadie veía. Entró en la habitación y acercase a la cama y miró. Allí estaba el niño, un muchacho, gritando como su padre habíale dicho que hacía, con la boca completamente abierta. Era el niño más robusto y hermoso que jamás había ella visto. Inclinose y lo cogió en sus brazos y lo sostuvo contra su pecho, sintiendo que su calor y su fuerza le daban nueva vida.
Le miró de la cabeza a los pies y rió y volvió a mirarle, y por fin buscó en la habitación a la esposa del primo, viéndola con uno o dos de sus nietos cogidos de ella, contemplando al recién nacido.
Cuando encontró la cara que buscaba, la vieja madre sostuvo en alto al niño para que la otra lo viera y olvidando que la habitación estaba llena de gente, gritó, riendo, con los ojos hinchados por sus viejas lágrimas:
—¡Mira, prima! ¡Dudo haber estado alguna vez tan llena de pecado como creí! ¡Mira mi nieto!
F I N