La madre estaba atontada por el dolor cuando desmontó del asno gris, aquella noche, frente a la puerta de su propia casa. Había llorado durante todo el camino de regreso, ya a voces, ya suavemente, y el hijo menor estaba fuera de sí con el llanto de su madre.
—¡Cesa ya en tu llanto, madre, o no podré soportarlo! —había gritado.
Pero cuando se hubo calmado durante algún tiempo para no afectar a su hijo, volvió a estallar en llanto y, finalmente, el joven apretó los dientes y murmuró salvajemente:
—¡Si el día hubiera llegado ya, si no fuéramos tan miserablemente pobres y los menesterosos tuvieran lo que les corresponde y pudieran defenderse, entonces podríamos pleitear por la vida de mi hermana! Pero ¿de qué nos servirá intentarlo, si somos tan pobres y no hay justicia en la tierra?
—Cierto es que de nada nos sirve recurrir a la ley, puesto que no tenemos dinero para obtener justicia —dijo la madre entre sollozos—. Pero ni todo el dinero ni toda la justicia bajo el cielo me devolverían a mi doncella ciega.
Finalmente el hijo menor lloró también, pero no por su hermana ni tampoco por su madre, sino porque le dolían mucho los pies y estaba terriblemente cansado y todo su mundo estaba desquiciado.
Así llegaron finalmente ante su propia puerta. Cuando hubo desmontado del asno, la madre llamó a su hijo mayor con voz tan aguda y penetrante, que él salió corriendo.
—¡Tu hermana ha muerto! —gritole.
Y mientras él la miraba casi sin comprender, la madre le hizo el relato de lo sucedido. Al oír su voz, otros salieron apresuradamente, para enterarse de las noticias, y así, en la oscuridad de la noche, se reunió casi toda la aldea. El hijo menor estaba medio desvanecido, apoyándose en el asno y, mientras su madre hablaba, apartose del animal y se echó en el suelo, yaciendo en él desconcertado y apabullado por lo que había sucedido aquel día. Guardaba silencio mientras su madre lloraba y gritaba:
—Allí estaba mi doncella, muerta e ida para siempre —decía, mirando a los demás con ojos arrasados por las lágrimas—. Yo no la hubiera dejado ir, de no haber sido por esa esposa de mi hijo, de corazón frío, que le escatimaba un poco de carne y una florecilla en los zapatos. Temía lo que pudiera suceder a mi doncella ciega cuando yo muriera y ella estaba temerosa también, esa niña dulce y tierna, que jamás se hubiera separado de mí por su propia voluntad. ¿Qué le importaba un hombre o el matrimonio, a ella que tenía un corazón de niña y no deseaba sino estar en casa conmigo? ¡Oh, hijo, tu esposa ha hecho caer esta desgracia sobre mi! ¡Maldito el día en que llegó y no me extraña que no conciba hijos, teniendo tan duro corazón!
Así gritaba la madre. Al principio todos la escuchaban en silencio, o lanzando pequeñas exclamaciones cuando comprendían lo sucedido por lo que ella decía en su llanto y entonces trataban de consolarla, pero no quería ser consolada. El hijo mayor nada decía y estaba con la cabeza caída, mirando al suelo, hasta que ella maldijo a su esposa y habló de los hijos que no concebía.
—No, madre —dijo con voz pausada y razonable—, ella no te pidió que mandaras a mi hermana a aquella casa. Lo hiciste tú misma rápidamente y sin decir una palabra a nadie, por lo que nos extrañó que no hubieses ido a ver por tus propios ojos la casa con la que la casabas. —Volviose hacia su primo, preguntándole—: ¿No lo pensaste tú también así, primo? ¿Recuerdas que te dije lo sorprendidos que estábamos de que mi madre obrara tan rápidamente en este asunto?
El primo apartó la mirada, murmurando, con desgana, mientras mascaba una brizna de paja:
—¡Oh, sí, demasiado rápidamente!
Entonces su esposa, que tenía el hijo de un hijo en brazos, dijo tristemente a la madre:
—En verdad, hermana, que tú siempre eres algo precipitada y nunca preguntas a nadie si esto o aquello está bien hecho. No; antes de que cualquiera de nosotros sepa o imagine lo que vas a hacer, lo haces todo y luego quieres que digamos que has obrado bien. Siempre, toda la vida, has sido así.
La madre no podía soportar el reproche aquella noche, por lo que volvió su cara irritada hacia la esposa de su primo.
—Tú…, tú estás acostumbrada a ese despacioso hombre tuyo y si todos tenemos que ser considerados demasiado precipitados por alguien como él.
Durante un momento pareció que aquellas dos mujeres, que habían sido amigas toda su vida, se dirigían amargas palabras, pero el primo era hombre tan bueno y pacífico, que cuando vio que la cara de su esposa enrojecía y buscaba palabras para contestar muy amargamente, le gritó:
—¡Calla, madre de mis hijos! Ella está abrumada por el dolor de esta noche, y fuera de sí. —Y después de haber seguido chupando la brizna de paja durante un momento, añadió—: Cierto es que soy hombre reposado y así me lo han dicho muchas veces desde que nací y también me lo has dicho tú misma, madre de mis hijos… Si, soy despacioso.
Después de hablar paseó la mirada por sus convecinos, uno de los cuales habló animadamente:
—Si, buen hombre, eras en verdad hombre muy despacioso, lento de mente y lento en el hablar.
—Sí —contestó el primo, suspirando ligeramente y escupiendo después la mordisqueada brizna de paja que chupaba, cogiendo luego otra del montón de gavillas cerca del que se encontraba.
Así se evitó la disputa. Pero la madre no se tranquilizó. De pronto sus ojos se posaron en la vieja murmuradora, que se encontraba entre la gente, con la boca abierta y la mirada fija, escuchando lo que se hablaba.
Al verla, la ira de la madre y su dolor renacieron y cayó sobre ella, pegándole en la cara y tirándole de los cabellos.
—¡Tú conocías a esa gente y sabías que su hijo es tonto y nunca lo dijiste! ¡Nos engañaste asegurando que era gente campesina como nosotros! ¡Y tampoco dijiste que mi doncella debería ir por aquel sendero pedregoso para recoger agua para todos ellos! ¡Tú tienes la culpa y juro que no descansaré hasta habértelo hecho pagar todo!
Siguió pegando y tirando del cabello a la vieja murmuradora, que no podía librarse de la agresión de la enfurecida madre, y nadie sabe lo que hubiera podido suceder, si el hijo mayor no se hubiera interpuesto entre ambas, ayudándole el hijo menor a sujetar a su madre, dando así lugar a que la vieja murmuradora pudiera huir, aunque cuando hubo recorrido alguna distancia se detuvo, para no quedar en entredicho, pero lo bastante lejos para sentirse segura.
—¡Sí! —gritó Pero tu doncella era ciega, y, ¿qué hombre sensato la hubiera querido? Te hice un favor, ama de casa, y ésas son las gracias que me das.
Se golpeó el pecho al hablar, mostrando los arañazos que tenía en la cara, y empezó a llorar, preparándose para una disputa de la que saliera mejor librada.
Pero los aldeanos la hicieron retirarse y los hijos llevaron a la madre a la casa, obligándola suavemente, mientras seguía aún llorando. Estaba deshecha y finalmente les dejó que la condujeran a la habitación. Después de hacerla sentar, la esposa del hijo le llevó una escudilla de agua muy caliente y calmante, que había puesto al fuego mientras se desarrollaba la pelea. Mojó un trapo en ella y enjuagó la cara de la madre y las manos, preparó té y dispuso la cena.
Poco a poco, la madre se calmó y lloró más silenciosamente, suspiró, sorbió un poco de té, cenó y finalmente miró a su alrededor.
—¿Dónde está mi hijo menor? —preguntó.
El joven se acercó entonces, y la madre vio la mortal palidez de su rostro, por su gran fatiga. Le hizo sentar a su lado en el banco, para que comiera y descansara.
—Duerme a mi lado, hijo mío, esta noche, en el jergón donde dormía tu hermana. No podría soportar verlo vacío esta noche.
El hijo menor obedeció, durmiéndose pesadamente en el momento mismo en que se echó.
Pero ni siquiera cuando la casa estaba en silencio pudo la madre dormir mucho rato. Estaba terriblemente fatigada por el largo viaje y la enorme pesadez de su corazón, y lo único que la consolaba era oír la profunda respiración de su hijo, durmiendo a su lado. Y pensó en él entonces con nuevo amor. «Debo hacer más por él. Es lo último que me queda. Debo casarle y construiremos una nueva habitación en esta casa. Tendría una habitación para él y su esposa, y entonces, cuando lleguen los niños… Si, debo encontrarle una esposa buena y lozana, para que tengamos niños en la casa».
Y ese pensamiento de niños que no habían nacido aún era el único consuelo que podía ver en la vida que le quedaba.
Sin duda, ni siquiera pudo vivir tranquila con aquel consuelo, pues su vieja fluxión volvió a apoderarse de ella, y la dejó débil como la muerte…, demasiado débil para condolerse. Permaneció muchos días en su yacija, purgado el corazón y el cuerpo, yacentes toda su pena y su consuelo, porque no era lo bastante fuerte para afligirse o esperar. Muchos fueron a animarla, sus vecinos y la esposa del primo.
—Ama de casa, después de todo, la doncella era ciega —decían unos.
—Ama de casa, lo que el cielo nos manda no puede ser cambiado por nosotros y de nada sirve afligirse en esta vida —decían otras.
—Recuerda a tus buenos hijos —insistían unos terceros.
Cierto día, cuando la esposa del primo le dijo estas palabras, la madre contestó débilmente:
—Sí, pero la esposa de mi hijo mayor no concibe y mi hijo menor no quiere casarse.
—Dale un año o dos a la esposa del hijo mayor —repuso animadamente la esposa del primo—, pues algunas veces, prima, cuando han pasado siete años de esterilidad, la mujer vuelve a su verdadera naturaleza y pare muchos buenos hijos, pues así lo he visto yo. Si tu hijo menor dice que no quiere casarse, debe tener un amor en alguna parte, y nosotras hemos de averiguar quién es y si es conveniente que se case con ella o no. Si, ciertamente ha encontrado un amor, como sucede a los hombre jóvenes en estos tiempos, pues juro que jamás ha habido un hombre en todo el mundo que no quisiera casarse.
Entonces la madre habló en un susurro:
—Acerca tu oreja a mis labios, hermana —cuchicheó, y cuando la esposa del primo lo hubo hecho añadió: Puesto que la pena no me abandona y todo me sale mal, algunas veces creo que es por aquel viejo pecado mío, que los dioses conocen. ¡Quizás el cielo no quiere darme nietos!
Cuando pensó esto, cerró los ojos y dos grandes lágrimas asomaron entre sus cerrados párpados. Pensó en todos sus pecados, no sólo en aquél que la esposa del primo conocía, sino en las muchas veces que había dicho que era viuda y en las cartas que ella misma mandaba escribir y en todas las mentiras. No consideraba esas mentiras como verdaderos pecados, puesto que todo el mundo debe mentir un poco de vez en cuando para salvaguardar el honor, pero el pecado estaba en que había mentido, diciendo que su hombre había muerto. Al pensar en ello, parecíale como si hubiera levantado la mano, haciendo que la muerte cayera sobre él y había utilizado la mentira de su muerte esperando que otro hombre quisiera tomarla. Así todos aquellos pecados suyos, tan viejos que los olvidaba durante muchos días seguidos cuando estaba bien, volvían a ella, más pesados que nunca en aquellos momentos en que se encontraba débil y llena de dolor, porque no podía hablar de ellos; sino que debía sobrellevarlos, y también más pesados porque era mujer bien considerada por sus vecinos.
Apenose tanto que nada la alegraba, excepto tener al hijo menor cerca de ella. Sí, aunque la esposa del hijo mayor la cuidaba cumplidamente y le llevaba la comida caliente cuando la pedía, e incluso andaba una o dos millas hasta otro pueblo para buscar una cuajadura que hacían allí con habas y aunque la madre se apoyaba en ella para todo y la llamaba incluso cuando quería cambiar de posición en la yacija, a pesar de todo ello la esposa del hijo no era consuelo alguno para la madre. A menudo, cuando la esposa del hijo más se esforzaba, la madre la regañaba porque sus manos estaban frías o su cara era muy amarilla y la miraba con ojos hostiles, como un niño enfadado. Sin embargo, lo único que la madre reprochaba a la esposa del hijo era que no diera niños a la casa. Pero no volvió a hablar de ello, creyendo que en sus propios pecados se encontraba tal vez la causa de aquello.
Finalmente se levantó de su yacija, y cuando el otoño hubo pasado, la agudeza de su dolor desapareció con él. Estaba triste todo el día, pero no frenética ya, y podía pensar en su doncella sin sentir tan terrible pena. Y por fin incluso dijo a su propio corazón. «¡Ay, tal vez lo que dicen sea verdad! ¡Quizá sea mejor que mi doncella haya muerto! Hay muchas cosas peores que la muerte».
Y se aferró a ese pensamiento.
Toda la aldea la ayudó. Nadie hablaba más de la doncella en su presencia y posiblemente en ninguna parte, pues nada hay que deba ser recordado en una doncella ciega y hay muchas cosas en otros sitios. Al principio no hablaban de ella delante de la madre, para ahorrarle ese dolor y luego no lo hacían en ninguna parte, porque no había nada nuevo que decir y porque llegaron noticias de otras cosas y gentes y la vida de la doncella había acabado.
Durante algún tiempo la viuda murmuradora acercose a donde estaba la madre, cuidando de no quedar a solas con ella, pero cuando vio lo débil que estaba después de levantarse del lecho, animose entonces y la saludaba como siempre había hecho.
Y la madre dejó que el pasado guardara silencio, excepto en su propio corazón.