Capítulo XVI

La madre debía entonces llenar sus días de alguna forma, para aliviar sus temores y olvidar la partida de la doncella ciega. Silenciosa parecía la casa, y silenciosa la calle, donde no podía oír ya el claro y quejumbroso sonido del pequeño batintín, que la hija golpeaba cada vez que salía. La madre no podía soportarlo. Fue al campo otra vez, contrariando la voluntad del hijo mayor, quien, cuando la vio coger el azadón, díjole:

—Madre, no necesitas trabajar. Me avergüenza que trabajes en el campo y que otros te vean aquí en tu vejez.

—No soy tan vieja —replicó ella con su antigua ira—. ¿No ves que debo desahogarme?

Pero el hombre fue terco como siempre.

—Me parece que te dueles por algo que no existe, madre mía, y no tienes que dejar que tu corazón se adelante en busca de males que tal vez jamás sucedan.

—Tú no comprendes —insistió la madre, con aquella pesada inquietud que no la abandonaba—. Tú, que eres joven, nada comprendes.

El joven miró a su madre, desconcertado, sin saber qué quería decir, pero ella no quiso hablar más, sino que cogió su azadón y cruzó los campos en silencio.

Era cierto que no podía ya trabajar como antes, pues cuando lo hacía sudaba copiosamente y cuando el viento soplaba, aunque fuera cálido, sentía temblores y pronto volvía a estar enferma con la fluxión. Así tuvo que soportar su ociosidad y no volvió a trabajar cuando estuvo bien, sino que se sentaba, sin hacer nada, junto a la puerta. No tenía necesidad de levantar la mano para nada en la casa, puesto que la esposa del hijo lo hacía todo y lo hacía bien y cuidadosamente.

Lo hacía todo bien, pensaba la madre de mala gana, pero no paría ningún hijo. Sentada sin hacer nada, la madre miraba, inquieta, aquel umbral donde antes viera a sus hijos en la niñez jugando y brincando. Todo el día permanecía sentada y recordaba los tiempos idos, cómo había estado antes en aquel umbral, joven y llena de vida y de trabajo, con su hombre y sus hijos, siendo ella la joven esposa y otra la vieja madre. Después su hombre marchó y nunca más tuvo noticias de él… Apartó de su mente aquellos recuerdos, diciéndose que la casa parecía vacía con el hijo mayor en el campo todo el día, o discutiendo sobre la cosecha con el agente del terrateniente, un hombre nuevo, un arrugado y pequeño primo del terrateniente, según decían en la aldea, sin su doncella ciega, y el hijo menor siempre ausente en la ciudad.

Sin embargo, aún tenía a su hijo menor y mientras ella sentábase en el umbral, pensaba en él a menudo, pues aún le amaba más que a sus otros hijos. De vez en cuando aparecía en su vaciedad y su llegada constituía su única dicha. Cuando se acercaba, la madre salía de su ensimismamiento, sonriendo al ver su buen aspecto. Era el más hermoso de sus hijos, tan parecido a su padre como un pollo se parece al gallo. Llegaba tranquilamente, no temiendo ya a su hermano mayor como antaño, pues tenía algún trabajo en la ciudad, con el que ganaba un sueldo.

Nada dijo nunca claramente sobre la naturaleza de su trabajo, excepto que le iba bien en él, que algunas veces tenía mucho dinero y otras ninguno, aunque jamás enseñaba lo que ganaba a su hermano, excepto las buenas ropas que vestía. Pero había ocasiones en que era liberal y, excitado, ponía secretamente un poco de plata en la mano de la madre.

—Tómala, madre, y gástala para ti.

La madre cogía la plata y alababa al muchacho y le amaba. El hijo mayor nunca pensaba en poner un poco de dinero en su mano. Desde que era amo, guardaba todo la plata para sí. Siempre iba bien alimentada y comía con apetito cuanto quería, pues le gustaba la comida. Con la esposa del hijo estaba mejor de lo que jamás estuviera, dado que ella le hacía los vestidos y cuanto necesitaba, e incluso su mortaja estaba preparada y dispuesta, aunque ella no pensaba morir durante mucho tiempo aún. Le daban cuanto pedía, una pipa para consolarla y buen tabaco y una sopa caliente de vino amarillo. Pero ellos no pensaban en poner un poco de plata en su mano, diciéndole: «Gástalo en lo que quieras»; y ella sabía que si la hubiese pedido, el hijo y su esposa miraríanse el uno al otro, diciendo uno de ellos: «Pero ¿qué quieres comprar? ¿No te damos todo lo que quieres?». Y así, cuando el hijo menor le daba la plata, le amaba por ello más que por cuanto los otros dos hacían por ella, y la guardaba en el seno y al llegar la noche la escondía en el hoyo.

Pero no lo veía a menudo. En la vacía era sentábanse las dos mujeres, la madre y la esposa del hijo. A la madre parecíale que la casa estaba llena de soledad. Sentábase y suspiraba y fumaba su pipa, pues cuanto aquellos días tenía que hacer era pensar en su vida. Pero había una cosa en la que no quería pensar. Cuando lo hacía, el recuerdo de su doncella ciega aparecía en su mente y jamás estaba segura de que ambas no estuvieran unidas, de alguna manera, en las manos de los dioses. Algunas veces hubiera ido a un templo en busca de alguna clase de consuelo, aunque no sabía cuál, pero existía el viejo pecado y le parecía tarde entonces para buscar el perdón. Dejaba que las cosas siguieran igual y suspiraba y algunas veces hablaba tristemente de su doncella ciega. Cuando lo hacía, la esposa del hijo contestaba siempre acremente.

—Sin duda está bien. Fue muy afortunado para todos que encontraras a alguien que la quisiera para su hijo.

—Es una doncella lista, nuera —replicaba la madre, acaloradamente—. Nunca quisiste creer cuánto podía ella hacer, lo sé, pero antes de que tú vinieras hacía muchas cosas que a tu llegada no le dejaste hacer y nunca supiste lo bien que las hacía.

—Sí, tal vez sí —decía la esposa del hijo, acercándose más a los ojos la tela que cosía, para ver si lo hacia bien—. Pero yo estoy acostumbrada a trabajar y a acabar lo que hago, y una doncella ciega lo hace todo muy despacio.

La madre volvía a suspirar, mirando el vacío umbral.

—Quisiera que parieras un niño, hija. Una casa debiera tener un hijo o dos o tres. No estoy acostumbrada a una casa vacía como ésta. Quisiera que mi hijo menor se casara, si no has de tener hijos, pero no quiere hacerlo, por alguna razón.

Ésa era la pena de la joven esposa, que aunque estaba ya casi en su quinto año de matrimonio, no había concebido hijo alguno todavía y no había señales de que concibiera. Una vez había ido secretamente a un templo para orar, y había hecho cuanto sabía, pero su cuerpo permanecía tan estéril como antes. Mas era demasiado orgullosa para demostrar la pena que aquello le causaba.

—Sin duda tendré hijos a su tiempo —dijo reposadamente.

—¡Ay! Pero ya es tiempo —repuso la madre con enojo—. Jamás supe de ninguna mujer en nuestra aldea que no tuviera hijos si tenía esposo. Nuestros hombres son padres tan pronto se casan y las mujeres son siempre fértiles: buena simiente, buena tierra. Debe ser que haya alguna enfermedad oculta en ti, en alguna parte, que te hace estéril y anormal. ¡Hice estos vestidos grandes y holgados para ti y mira para qué han servido!

Y a la esposa del primo quejábase, diciéndole al oído:

—Yo sé muy bien lo que le pasa: no hay calores en esa esposa de mi hijo. Es una cosa pálida y amarilla y un día es siempre igual al otro. No hay ninguna floración dentro de ella y toda su suerte al cortar sus vestidos de boda no puede prevalecer contra su frigidez.

—Cierto es que esas mujeres pálidas y sin sangre son siempre lentas en concebir —repuso la esposa del primo asintiendo y riendo. La mirada de sus ojos volviose significativa y volvió a reír—. Pero no siempre puede una mujer estar tan llena de calores como tú lo estuviste en tu tiempo, buena hermana, y bien sabes que eso no es siempre cosa buena en una mujer.

La madre contestó entonces rápidamente:

—Si, ya sé que… —Y guardó silencio durante un momento; luego dijo a regañadientes—: Verdaderamente es mujer cuidadosa y limpia, casi demasiado limpia. Rasca tanto la olla que juro que desperdicia los alimentos, y siempre está lavando la jarra del aceite. Se lava muy a menudo; puede ser que a eso se deba su esterilidad. No siempre es bueno lavarse demasiado.

Pero no volvió a hablar de calores, pues temía que la esposa del primo recordara otra vez aquel viejo pecado, aunque era el ser más bondadoso y jamás, durante aquellos años, había hablado de ello. La madre nunca supo si tan siquiera se lo había contado a su hombre. De no haber sido por aquellas dos penas —la doncella ciega y que su nuera no le daba nietos— tal vez hubiera olvidado ella misma, tan lejanos parecíanle entonces los días de su carne. Sí, hubiera podido olvidarlo, de no haber temido que las dos penas fueran el castigo de su pecado.

Pero allí estaba su vida y la doncella estaba ciega y casada y no había niños, sólo los animales y el perro, a quienes ni siquiera osaba dar de comer.

Sólo había una cosa buena aquellos días y era que sus dos hijos no disputaban tanto, pensó la madre. El mayor estaba contento y era el amo de la casa y el menor vivía en alguna parte y cuando iba a la casa y marchaba nuevamente, lo más que el hijo mayor hacía era decir, en tono burlón:

—Me pregunto de dónde saca mi hermano los buenos vestidos que lleva y cuál es el trabajo que hace. Yo no puedo llevar ropas así y trabajo muy duramente. Mi hermano parece tener dinero. Espero que no esté en alguna banda de ladrones de la ciudad o algo que nos cause perjuicio si le apresan.

Pero la madre defendía bravamente a su hijo menor, como siempre hiciera.

—Es un muy buen hermano menor, hijo mío, y tú debieras alabarle y sentirte contento de que haya marchado para encontrar algo que hacer y que no haya permanecido aquí, para compartir la tierra contigo.

—¡Oh, sí! Juro que él haría cualquier cosa con tal de no trabajar la tierra —replicó burlonamente el hijo mayor.

Su esposa nada decía. Estaba contenta aquellos días, porque la casa era toda para ella y no le importaba lo que el hermano menor hiciera y tampoco se quejaba, porque se compraba sus vestidos en otra parte y ella no tenía que hacerlos.

Transcurrió el tiempo y llegó la primavera y pasó y luego llegó el verano y la madre no podía olvidar a su doncella. Un día estaba sentada, contando con los dedos los días pasados desde aquél en que la colina le ocultó la doncella y era más de doce veces todos los dedos de sus manos, por lo que perdió la cuenta. Entonces pensó tristemente: «Debo ir a verla. He dejado que esa vieja pesadez se apodere de mí, pero debí haber ido antes. Si hubiera sido una doncella sana, ya hubiera ella hecho la visita que las esposas hacen a sus viejos hogares y yo podría haberle preguntado cómo estaba, haberle tocado las manos, los brazos y las mejillas, haber visto incluso el color de su cara».

La madre permaneció sentada, mirando hacia las colinas, y vio cómo el verano llegaba a su plenitud y las laderas estaban verdes y el grano alto en los campos y pensó: «Debo ir a ver a mi doncella e iré a verla en seguida, ya que no me necesitan en los campos aquí y estoy ociosa. Iré antes de que llegue el gran calor, no sea que la fluxión caiga otra vez sobre mí. Si; iré mañana mismo, pues no hay ni una sola nube en el cielo azul…».

Levantó los ojos al cielo y vio cuán azul era y recordó súbitamente un pedazo de su vida, mucho tiempo ido ya, y la túnica azul que su hombre había comprado y que llevaba cuando marchó. Suspiró, pensando con sordo y viejo dolor: «En un día como éste compró la túnica y peleamos… en un día tan bonito, pues recuerdo que la túnica era del color del cielo aquel día». Suspiró y se puso en pie, para alejar aquel pensamiento.

—Creo que iré a ver a tu hermana mañana —dijo a su hijo mayor cuando regresó del campo—. Iré a ver cómo está en la casa en que se casó, ya que ella no puede venir a mí.

—No puedo ir contigo ahora, madre —repuso el hijo, ansiosamente— pues tengo trabajo que hacer mañana. Espera hasta que la cosecha haya sido recogida y el grano esté trillado y medido, cuando yo tendré algún tiempo libre.

Pero la madre no podía esperar. Había muchas fuerzas todavía en ella cuando había decidido hacer algo y estaba aburrida de su ocio.

—No; iré mañana —dijo.

El hijo mayor estaba preocupado, como siempre que ocurría algo que no era corriente y no pudo pensar rápidamente lo que deberla hacer.

—Pero ¿cómo irás, madre?

—Cabalgaré en el asno del primo, si quiere prestármelo. Manda a uno de los hijos del primo que vaya a buscar a tu hermano, para que camine a mi lado y conduzca el asno, y estaremos seguros los dos, pues no hay ladrones cerca estos días, excepto esa nueva clase que en la ciudad llaman comunistas y, según dicen, no hacen daño a los pobres…

Por fin, el hijo accedió, aunque no con facilidad y sólo después de que su esposa dijo:

—No veo peligro alguno, si el hermano menor va con ella.

Finalmente consintieron que la madre hiciera su gusto y un hijo del primo fue mandado a la ciudad para buscar al hermano menor, hasta que le encontrara, y así lo hizo, regresando asombrado.

—Mi primo y segundo hijo tuyo vendrá, tía. —Y después de pensar un rato, retorciendo un botón del vestido, añadió—: Es un lugar extraño y secreto aquél donde vive y muy difícil de encontrar. Habita en una gran habitación llena de camas, veinte camas o más sobre una tienda, y la habitación está llena de libros y papeles. Pero no trabaja en la tienda, pues se lo pregunté. No sabía que mi primo supiera leer, tía. Si lee todos aquellos libros, debe ser muy sabio.

—No sabe leer —repuso la madre asombrada—. Nunca me ha dicho que viviera de los libros, lo cual es una cosa muy extraña. Deberé preguntárselo.

Al día siguiente, cuando montada en el asno, recorría sus valles con su hijo, aprovechó la oportunidad de estar sola con él.

—¿Qué son esos libros y papeles que el hijo de mi primo dice que tienes en la habitación dónde vives con todos los demás? Nunca me dijiste que supieras leer o que vivieras de los libros. Jamás te he visto leer una palabra, hijo.

El hijo menor interrumpió la canción que cantaba al caminar, pues tenía buena voz y le gustaba cantar.

—Sí, he aprendido un poco —repuso.

Pero la madre le apremió para que le explicara.

—No me preguntes ahora, madre —contestó—, pues algún día lo sabrás, cuando la hora llegue. Un gran día, madre, y yo lo estaba cantando ahora. Es la canción que cantarnos donde yo trabajo y ese día todos seremos felices y no habrá más ricos ni más pobres y todos tendremos lo mismo.

Era la cosa más tonta que la madre había jamás oído, pues bien sabía ella que el cielo había dispuesto quiénes habían de ser ricos y quiénes pobres, y los hombres no pueden oponerse a ese designio, sino sólo aceptar su destino y soportarlo.

—¡Espero que no vayas con malas compañías, hijo mío, con ladrones o gente así! —gritó la madre, asustada—. Hablas de la misma manera que hablan los ladrones, hijo mío. No hay otra forma para que los pobres se vuelvan ricos que ésa y es malo ser rico así y perder la vida si te apresan.

El hijo menor se irritó ante esas palabras y dijo:

—Madre, no comprendes. He jurado guardar silencio, pero algún día lo sabrás. Sí, no te olvidará ese día. Pero sólo a ti. No compartiré con quienes no hayan compartido conmigo.

Dijo estas últimas palabras con voz tan airada, que la madre supo que el hijo menor odiaba a su hermano y guardó silencio durante un rato para no excitar su ira.

Pero no podía dejar de pensar en él. Estaba sentada en el lomo del asno, agarrándose a la peluda piel y pensaba en su hijo y le miraba a hurtadillas. Caminaba delante de ella, llevando de la mano el ronzal y cantaba nuevamente una canción que ella jamás había oído, cuyas palabras no captaba, y la madre se dijo que debería saber más de su vida. Sí, tenía que unirle más firmemente a su casa y a todos ellos. Le casaría y traería a su esposa a la casa y así iría a menudo y viviría allí, tal vez, para no estar alejado de su esposa. Buscaría y encontraría a una doncella bonita y agradable, a quien él pudiera amar. La esposa del hijo mayor podría hacer el trabajo y la mujer que encontrara para su hijo menor sería de otra clase. Al pensar en eso, su corazón se tranquilizó bastante y no pudo guardar sus pensamientos para sí.

—Hijo, te acercas ya a tu año veintiuno y creo que pronto deberías casarte. ¿Qué te parece?

Pero ¿quién puede decir cómo es el corazón de un hombre joven? En lugar de un sonriente silencio, se detuvo y habló intencionadamente.

—Estaba esperando que dijeras esto, que es lo único en que las madres parecéis pensar. Mis camaradas aseguran que lo que los padres dicen a sus hijos más a menudo es: «cásate, cásate, cásate». ¡No quiero casarme, madre! ¡Y si me casas contra mi voluntad, jamás volverás a verme! ¡Nunca volveré a la casa!

Caminó más rápidamente tras estas palabras y la madre no osó hablar, sintiéndose desconcertada y asustada por su ira. El hijo menor no volvió a cantar.

Sin embargo, ella olvidó todo eso, con lo que luego sucedió. El sendero que recorrían desde la amanecida se estrechaba cada vez más al llegar al mediodía y aquellas colinas que en torno a su valle aparecían tan delicadamente formadas, tan suaves sus curvas al recortarse contra el cielo y verdes con la hierba y el bambú, se erguían ahora en líneas más secas. Cuando el sol caía verticalmente sobre ellos, las colinas habían desaparecido y en su lugar se levantaba una cordillera de montañas desnudas y rocosas, cruelmente erguidas contra el cielo. Parecían más agudas también, porque el cielo estaba sin nubes aquel día y era duro y brillante y azul, sobre el color terroso de las montañas desnudas.

El sendero retorcíase bajo grandes farallones pálidos, y las piedras no eran sino pálidas como la luz y muy extrañas. Nada crecía allí, pues no había agua en ninguna parte. El sendero culebreaba al ascender y cuando pasó una hora o dos del mediodía, llegaron a un valle redondo y profundo en las cimas de las montañas. Había agua allí, y un pueblecito cuadrado, encerrado tras un muro rocoso, a cuyo alrededor aparecía el verde de unos pocos campos. Pero cuando la madre y el hijo se detuvieron a la puerta del pueblo y preguntaron por el lugar que buscaban, uno que estaba allí señaló hacia un lugar más alto en las colinas aún.

—Allí donde acaba el verde, al pie del farallón, están las dos casas. Sobre ellas sólo hay rocas y cielo.

Todo aquel rato la madre había contemplado con asombro, las montañas y sus extrañas formas y palidez y el pequeño espacio verde. Su vida había transcurrido en los valles, y mientras el sendero seguía culebreando al ascender, miraba temerosa aquella pobre tierra y pensaba en lo parco de sus cosechas.

—No me gusta el aspecto de este lugar, hijo —dijo—. Temo que sea un sitio muy duro para tu hermana. Si, la llevaremos a casa. Es demasiado duro para ella estar aquí. Yo puedo caminar y a ella la montaremos en el asno y dejaremos que ellos digan lo que quieran. Nada pagamos por ella y nada les pediré, excepto que me la devuelvan.

Pero el hijo menor no contestó. Estaba cansado y hambriento, pues sólo habían tomado un poco de comida fría que llevaron consigo y ansiaba llegar a la casa de su hermana, donde pensaban pasar la noche.

Tiró del ronzal del asno, pero la madre no pudo soportarlo y disponíase a desafiar su ira y reprocharle aquel gesto, cuando de pronto llegaron.

Si, allí estaban las dos casas, a un lado de la cordillera y como pegadas a la roca. La madre supo que ahí estaba su doncella, pues el viejo de aspecto desagradable aparecía junto a una puerta y cuando él la vio, miró como si no pudiera creer lo que sus ojos contemplaban. Entró corriendo en la casa, de la que salieron más personas: otro hombre, moreno, delgado y de aspecto salvaje, y dos mujeres y un joven de porte perezoso, pero no la doncella.

La madre desmontó y se acercó, mientras los demás la miraban en silencio; devolvioles la mirada y sintió miedo. Jamás había vista gente como aquélla; las mujeres estaban desgreñadas y sus caras aparecían ajadas y ennegrecidas por el sol y vestían mugrientas ropas. Los hombres presentaban parecido aspecto. Formaban un grupo. De la otra casa salieron dos niños de aspecto enfermizo, amarillentos por alguna fiebre, apergaminados y agrietados los labios, plagados de miseria sus cuerpos. Todos miraban en silencio; no dieron ninguna bienvenida, y sus ojos eran tan salvajes e inexpresivos como los de las bestias.

El corazón de la madre fue presa del miedo, y corrió hacia delante, gritando:

—¿Dónde está mi doncella? ¿Dónde habéis escondido a mi doncella?

Corría hacia ellos, mientras el hijo menor, vacilante, sostenía el ronzal del asno.

Entonces una mujer habló hoscamente y sus palabras no fueron comprendidas con facilidad, pues hablaba algún dialecto del Norte, y los sonidos se agarraban a sus dientes rotas, y nada de cuanto decía parecía claro.

—Has llegado a tiempo, ama de casa —dijo—. Ella ha muerto hoy.

—¡Muerta! —susurró la madre.

No dijo más. Su corazón se detuvo, paralizose su respiración y desapareció su voz. Pero entró en la casucha más cercana y, allí, sobre una esterilla de carrizos, echada sobre el suelo, estaba su doncella ciega. Sí, allí yacía la doncella, quieta y muerta, vestida con las mismas ropas con que salió de su casa, pero no limpias, y remendadas ya. De sus vestidos nuevos no aparecía traza alguna, pues la habitación estaba vacía, exceptuando un montón de juncos y uno o dos toscos taburetes.

La madre se arrodilló junto a su doncella y miró la cara quieta y los ojos hundidos y la paciente boca. Y de pronto estalló en sollozos y se echó sobre la doncella, cogiole las manos, subiendo las rotas mangas y le miró los brazos. Luego recogió las perneras de los pantalones, mirando para ver si aparecían señales de golpes o heridas.

Pero nada había. No, la suave piel de la doncella estaba intocada, sus delgados huesos parecían intactos, y nada delator vio. Estaba pálida y lastimeramente delgada, pera siempre había sido delgada y la muerte es pálida, Entonces la madre inclinose y olió la boca de su hija, intentando percibir el olor de algún veneno, mas no había olor alguno, excepto el de la muerte.

Sin embargo, la madre no podía creer que aquella muerte fuera natural. Volviose hacia quienes desde la puerta la miraban en silencio y vio sus toscos y salvajes rostros, ninguno de los cuales conocía y gritoles entre grandes llantos:

—¡La habéis matado! ¡Bien sé que la habéis matado! Si no lo hicisteis, decidme por qué murió mi doncella tan pronto después de haberse separado de mí llena de salud.

Entonces el maligno viejo a quien había odiado desde el primer momento en que le vio, sonrió y dijo:

—¡Cuida lo que hablas, ama de casa! No es cosa pequeña decir que nosotros la hemos matado y…

Pero la tosca mujer desgreñada interrumpió gritando:

—¿Cómo murió? ¡Murió de un frío que cogió, siendo tan encanijada! ¡Así murió! —Escupió al suelo, y añadió, chillando—: ¡Era una doncella inútil y no sabía hacer nada! ¡Ni siquiera aprendió a coger el agua en el manantial sin tropezar y caerse o perder el camino!

La madre miró entonces y vio un pedregoso sendero que bajaba hasta un pequeño estanque al pie de un manantial, y gimió:

—¿Ése es el camino que dices? —Y al no contestarle nadie, gritó, presa de dolor—: ¡Le pegabais! ¡Sin duda todos los días pegabais a mi doncella!

—Busca y averigua si hay señales en su cuerpo. ¡Una sola vez le pegó mi hijo, porque se le acercó demasiado lentamente, pero sólo una vez! —replicó rápidamente la mujer.

—¿Dónde está tu hijo? —preguntó la madre con voz débil.

Los otros empujaron hacia delante al hijo y allí quedó, con los brazos colgantes, mirando, y la madre comprendió que era casi tonto.

Entonces la madre apoyó la cabeza en el pecho de la doncella muerta y lloró desenfrenadamente y con más vehemencia lloró aún cuando pensó en lo que la doncella había sufrido, debía de haber sufrido, en aquellas manos. Y mientras lloraba, la ira la rodeaba, la ira de aquéllos que la miraban. Finalmente sintió que alguien la tocaba y levantó los ojos, viendo que era su hijo, que se inclinó sobre ella.

—Madre, corremos peligro aquí —susurrole—. Tengo miedo. No debemos quedarnos. Ya está muerta, madre; ¿qué más puedes hacer? Nos miran tan fieramente que no sé lo que nos harán. Apresurémonos a ir al pueblo para comprar algo de comer y luego seguiremos viaje a casa, esta misma noche.

La madre levantose entonces sin ganas, pero al mirar vio que era cierto que aquella gente formaba compacto grupo y que había en ella algo inquietante también. No le gustó su aspecto ni las miradas que le echaban a su hijo. Sí, debía pensar en él. Que la mataran a ella, si querían, pero no a su hijo.

Miró una vez más a su doncella muerta, alisole los vestidos y le colocó los brazos a los lados. Luego salió a la tarde que moría ya. Cuando la vieron más tranquila y disponiéndose a montar en el asno, el hombre, que no había hablado aún y que era el padre del hijo tonto, dijo:

—Mira, ama de casa; si no crees que seamos gente honrada, mira el ataúd que hemos comprado para tu hija. Diez piezas de plata nos ha costado, que eran todas las que teníamos. ¿Crees que le hubiéramos comprado el ataúd si no la hubiéramos apreciado?

La madre miró entonces y allí, junto a la puerta, ciertamente había un ataúd, pero bien sabía ella que no valía diez piezas de plata, pues era tosco y estaba hecho de tapas sin pintar. Era un ataúd delgado como el papel, como el que cualquier pobre tiene. Abrió los labios, para contestar irritadamente y decir: «¿Ese ataúd? ¡Pero si la plata que yo misma di a mi doncella hubiera bastado para pagarlo!».

Pero no pronunció las palabras. Como si una nube fría ocultara el sol, su cuerpo todo se estremecía y comprendió que debía temer a aquella gente. Sí, aquellos dos hombres malignos, aquellas salvajes mujeres… Pero su hijo le tiraba de la manga, dándole prisa y por ello contestó con voz firme:

—Nada diré ahora. La doncella ha muerto y ni todas las iras del mundo, ni todas las palabras pueden devolverla a la vida. —Hizo una pausa y los miró a todos, añadiendo—: Ante el cielo y todos los dioses estáis; ¡que ellos juzguen lo que habéis hecho, sea lo que fuere!

Miró a uno y a otro, pero ninguno de ellos dijo nada y ella se volvió entonces y montó sobre el asno y el hijo se apresuró y condujo el animal por el sendero rocoso, volviéndose, tembloroso, para ver si les seguían.

—No descansaré hasta que volvamos a estar cerca de ese pueblo en el que hay tanta gente, pues tengo miedo.

Pero la madre no contestó. ¿Qué necesidad había de contestar? Su doncella había muerto.