Capítulo XV

Todos los días la madre observaba para comprobar si lo que la hija había dicho era cierto; y lo era. La joven esposa no era brusca: sus palabras salían de ella dulcemente y siempre con aparente y cuidadosa cortesía, pero hacía víctima a la doncella de cien pequeñas mezquindades. No llenaba de alimento la escudilla de la ciega, o así se lo parecía a la madre, por lo menos, y si había alguna exquisitez en la mesa, no le daba a ella, y la doncella, al no verla, no sabía que estaba allí. Ciertamente, todos lo hubieran pasado por alto, no preocupándose de ello debido a su propia hambre, de no haber sido aguzada la mirada de la madre.

—¿No te gusta este plato de bofe de cerdo, hija, que hemos preparado en sopa hoy? —preguntaba la madre.

La doncella contestaba dulcemente, sorprendida:

—No sabía que hubiera, madre, pues me gusta mucho.

Entonces la madre alargaba el brazo y con su propia cuchara servía carne y sopa en la escudilla de la hija, procurando que la esposa del hijo viera cómo lo hacía.

La esposa del hijo hablaba suave y cortésmente, casi sin mover los pálidos labios, que en su palidez eran demasiado gruesos, además, diciendo:

—Te pido perdón, hermana. No había visto que no tenías.

Pero la madre sabía que mentía.

Y algunas veces, cuando la esposa del hijo cosía zapatos para la doncella, y era deber suyo hacer zapatos para todos ellos, no dedicaba mucho tiempo a los de la ciega, y poníales suelas delgadas y se evitaba el trabajo de una flor en la puntera. Cuando la madre lo vio, exclamó:

—¡Cómo! ¿No ha de tener mi doncella una florecilla en los zapatos, como tú tienes en todos los tuyos?

La esposa del hijo abrió sus pequeños ojos oscuros sin brillo.

—Las haré si tú lo dices, madre, sólo que pensé que como es ciega y no puede ver los colores… y tengo tantos zapatos que hacer, y el hermano menor gasta un par cada mes o dos, con sus viajes a la ciudad a jugar…

Cuando la doncella, sentada al sol junto a la puerta, oyó esas palabras y la queja que la hermana hacía contra el hermano menor, habló apresuradamente:

—No me importan las flores, madre, mi hermana tiene razón. ¿Qué son las flores para los ciegos?

Y así no hubo motivo de discusión, como tampoco parecía haberlo en las muchas pequeñeces. Sin embargo, un día el hijo mayor fue a su madre, cuando ella se dirigió a echar basura al cerdo.

—Madre —díjole—, tengo que hablarte de algo. No se trata de que yo quiera que mi hermana salga pronto de esta casa, ni le reproche nada, pero el hombre debe pensar en los suyos, y ella es joven, madre, y tiene toda su vida por delante. ¿Tengo yo que darle de comer mientras viva? Nunca he sabido que así fuera en ninguna casa, que el hombre debiera alimentar a su hermana, a menos que sea la casa de un rico, donde la comida es abundante y nunca falta. El deber del hombre es dar de comer a sus padres, a su esposa y a sus hijos. Pero ahí está ella, joven que seguramente vivirá como yo, y será malo para ella también no casarse. Es mejor que las mujeres se casen.

La madre miró a su hijo, irritada contra él, y habló, acusándole.

—Esa esposa tuya te ha metido este pensamiento en la cabeza, hijo. Yaces solo con ella en aquella habitación y allí habláis, vosotros dos, y ella te envenena contra tu propia madre, con todo lo que te dice por la noche. Y tú eres como todos los hombres: blando como el barro en una zanja, cuando yaces en la cama con una mujer.

Se alejó de él rápidamente, echó los desperdicios al cerdo y quedó allí, viendo cómo metía el hocico en ellos y los engullía, pero realmente no lo vio, aunque por lo general le causaba placer contemplar a los animales comiendo.

—¿Y qué clase de hombre querrá a tu hermana? —preguntó con tristeza—. ¿Quién podemos esperar que la quiera, excepto alguno demasiado pobre para ser bueno, o uno cuya esposa haya muerto y él sea demasiado pobre para volver a casarse con una mujer sana?

—También yo pienso en ella —contestó el hijo apresuradamente—. Pienso en ella y creo que es mejor que tenga un hombre suyo, aunque no pueda tener uno tan bueno como si estuviera sana.

—Es tu esposa quien habla, hijo mío —repuso la madre, más tristemente aún.

Pero el hombre insistió tercamente:

—Somos de un mismo corazón en esto —dijo.

—Temo que lo seáis en todo —murmuró la madre.

El hijo no volvió a hablar y regresó al campo, sin haber cambiado de pensamiento.

Sin embargo, durante mucho tiempo la madre no quiso hacer nada para casar a la doncella. Se decía a sí misma y a la doncella y a su hijo y a la esposa de su primo y a cuantos quisieran oírla que no era tan vieja aún que no pudiera hacer lo que quisiera, ni tan vieja tampoco que nada importara en la casa, ni lo bastante vieja para que pudieran mandarle como un niño que hiciera lo que no le gustara. Se puso contra su hijo y la esposa de su hijo. Guardaba debidamente a la doncella, vigilando que nada se hiciera que la perjudicara y que tampoco se la privara de lo que los demás tenían.

Pero a medida que la esposa del hijo se acostumbraba a la casa, más clara era en su hablar y más se quejaba y su cortesía desapareció. A menudo, decía, donde otras podían oírla o cuando las mujeres se sentaban juntas al sol, en algún portal, para coser o hablar como las mujeres:

—No sé lo que haré cuando tenga hijos, viendo cómo tengo que coser para todos cuantos hay en la casa ahora. Mi madre envejece y yo sé que es mi deber trabajar para ella y ser sus ojos y manos y pies y todo cuanto ella necesite. Así me lo enseñaron y así lo hago, y espero ser cuidadosa siempre con mi obligación. Pero está también ese hambriento hermano menor, que no trabaja, aunque algún día se casará y su esposa trabajará para alimentarle y vestirle, y la doncella ciega sin casar. Me pregunto si tendré que cuidar de ella toda mi vida, pues su madre no quiere casarla.

Decía palabras como éstas y a las demás les gustaban. Quienes las oían miraban a la doncella ciega, si estaba cerca, de tal forma, que ella sentía su mirada y agachaba la cabeza avergonzada de vivir siendo un ciega. Algunas veces una u otra hablaba, diciendo:

—Hay muchos ciegos y algunas familias enseñan a los suyos a decir la buenaventura. Así ganan alguna moneda de vez en cuando. Sí, los ciegos a menudo tienen un ojo interior y pueden ver cosas que nosotros no vemos, y su ceguera es incluso un poder para ellos, por lo que muchos les temen. A la doncella, podría enseñársele a adivinar el porvenir, o algo parecido.

—Pero también hay casas pobres —decían otras— que tienen un hijo y les falta dinero para casarle y están dispuestos a tomar una doncella tonta o ciega, o una coja o muda, creyendo que es mejor que ninguna, si pueden obtenerla por nada para su hijo.

La esposa del hijo habló con descontento:

—Quisiera saber de alguna casa así y, si vosotras sabéis de una, vecinas, tomaré como bondad que me lo digáis.

Y como eran buenas, se lo prometieron a la joven esposa y convinieron en que ciertamente era duro, cuando el dinero escaseaba tanto y los tiempos eran tan malos, tener que alimentar a aquella boca, que en verdad pertenecía a otra parte.

Cierto día la viuda murmuradora fue a la madre y díjole:

—Ama de casa, si quieres casar a tu doncella ciega, yo conozco una familia en las montañas al Norte, que tiene un hijo que está ahora más o menos en su año diecisiete. Llegaron en tiempos de hambre, desde una provincia del Norte, y se asentaron en terrenos comunales, no en nuestro pueblo al pie de la montaña, sino un poco más alto, y después de un tiempo llegó un hermano, y allí viven. La tierra es pobre y pobres son ellos, pero también lo eres tú, ama de casa, y ciega tu doncella. Si tan sólo quieres pagar mi viaje, yo iré a verlo por ti. La verdad es que hace mucho tiempo que quiero ir a ver la casa de mi padre, pero me repugna pedir al hermano de mi esposo lo poco que necesito para ello. Es muy duro ser viuda en la casa de otro.

Al principio, la madre no quería escucharla.

—¡Yo quiero cuidar de mi doncella ciega, ama de casa! —gritó.

Después se lo contó a la esposa del primo y al prima también, pero el primo permaneció grave durante un rato y finalmente habló.

—Es cierto que podrías cuidarla tú si vivieras siempre, hermana, pera cuando tú hayas muerto y nosotros hayamos muerto también, quizás, o seamos muy viejos y ya no amos ante nuestros hijos, excepto de nombre, ¿quién la cuidará entonces? ¿Y si llegan años malos y los padres deben pensar primero en sus hijos, y tú faltas?

Entonces, la madre guardó silencio.

Pero no tardó en comprender que no podría vivir siempre; en cualquier momento, su vida podía acabar, y pronto, quizá, porque jamás, desde aquella noche secreta, había vuelto a tener su antiguo vigor.

En el verano de aquel año, una fluxión salió del aire y se apoderó de ella. Siempre le había gustado comer de lo que había, hasta saciarse. Pero aquel verano llegó más caluroso que de costumbre y había grandes nubes de moscas, que eran tantas en todas partes que el viento las echaba a la comida y se mezclaban con ella, quisiérase o no, hasta que la madre finalmente gritó que no les hicieran caso, pues de nada servía matarlas, sino para perder el tiempo, ya que muchas más llegaban después. También fue un verano de grandes sandías y melones, que cuando los rajaban eran de color rojo oscuro o claro amarillo, según su clase, no habiendo jamás habido un año tan bueno para los melones y sandías como aquél.

Mucho le gustaba a la madre esa fruta y comía de ella cuanto no podía venderse o maduraba súbitamente demasiado bajo el sol; comía hasta saciarse y, cuando estaba llena, seguía comiendo para que no se desperdiciara. Fuera por los muchos melones o por un mal viento que la cogió, o que alguien la maldijera, aunque no conocía a nadie que realmente la odiara, excepto tal vez aquella pequeña diosa que había sospechado de su pecado, lo cierto es que una fluxión se apoderó de ella, y parecía arrancarle las entrañas. Estuvo enferma durante muchos días, purgada y vomitando incluso una simple taza de té que tragara para asentar su vientre.

Aquellos días, cuando estaba tan dolorida y débil, la esposa del hijo hizo cuanto pudo por la madre del esposo y no dejó de cumplir ninguna de sus obligaciones. La doncella ciega esforzábase en hacer algo por su madre, pero era lenta y no alcanzaba a prever una necesidad a tiempo. A menudo, la esposa del hijo la empujaba y decíale:

—Siéntate en alguna parte, buena hermana, y apártate de mi camino, pues te aseguro que me serás de más ayuda así.

Incluso, contra su voluntad, la madre se apoyó, al sentirse débil, en aquella mujer más joven, rápida y cuidadosa, demasiado decaída para defender a su doncella ciega. El hijo menor, aquellos días, acercábase sólo algunas veces para ver cómo seguía, porque su madre estaba demasiado débil para decir una palabra en su favor y contra su hermano. En semejante debilidad, era una fuerza para la madre observar a la joven esposa, mañosa y cuidadosa, en torno a su yacija. Cuando por fin la fluxión la abandonó para pasar a otra persona a quien estuviera destinada, y la madre se levantó, se apoyó en la esposa del hijo, aunque no la amaba y sí, sólo, la necesitaba.

Mucho tiempo tardó la madre en volver a ser, en parte, lo que fuera, y nunca gozó completamente de total salud. No podía comer las ásperas coles que le gustaban, ni melones ni sandías, ni tampoco los cacahuetes que le encantaba mascar crudos, cuando eran arrancados de la tierra, pues había de ser cuidadosa con lo que comía, para ver si sentaba bien a sus entrañas. Si se impacientaba con semejantes remilgos y gritaba que comería lo que le gustara y que su vientre habría de soportarlo, entonces la fluxión reaparecía. Incluso, si trabajaba demasiado o se sentaba al fresco, aquella maligna enfermedad volvía a atacarla y la tornaba desvalida nuevamente.

Entonces, en su impotencia, comprendió que había que casar a la doncella ciega, para que tuviera su propia casa, pues cierto era que en aquélla no estaba bien considerada. Cuando la madre se sentía demasiado enferma para protestar por ello, vio que la doncella se encontraba incómoda allí y no querida. Cierto día, la doncella acercósele, cuando la madre estaba sola.

—Madre, no puedo permanecer en la casa de mi hermano —díjole—. ¡Oh, madre! Preferiría casarme, pues así podría estar donde me quisieras.

La madre no se opuso ya. Consoló a su hija y, un día, durante el invierno de aquel año, en que se encontró mejor que nunca, pues desde aquella enfermedad sentíase mejor en tiempo frío que en el cálido, salió para hablar con la viuda murmuradora. La encontró sentada ante su puerta, bordando flores en una tela, aunque su hilo era muy burdo aquellos días y las flores risibles, pues no podía ver como antes las viera y nunca lo decía.

—Lo que dijiste era verdad —díjole la madre tristemente—. Comprendo que mi doncella debe casarse. Que sea con ése que tú conoces, pues yo estoy demasiado cansada para buscar aquí y allá, y siempre me fatigo ahora, desde que la fluxión se apoderó de mí hace uno o dos años.

Entonces, la murmuradora se sintió contenta al tener algo nuevo que hacer, que no le costara nada, y alquiló una carreta, y en ella viajó las diez millas hasta el valle donde estaba la casa de su padre y el pueblo, permaneciendo allí un día o dos más. La noche en que regresó fue a la casa de la madre y la llamó para que saliera:

—La cosa fue muy bien, ama de casa, y en un mes puede estar terminada. Estoy muy cansada yo también, pero aún recuerdo que lo hice todo por ti, y ahora somos viejas amigas.

La madre sacó del seno una pieza de plata que guardaba allí para aquel momento y la puso en la mano de la murmuradora. Pero ésta apartó la mano de la madre y juró que no la tomaría, que aquello no era necesario entre dos amigas, y dijo una cosa y otra, pero finalmente la aceptó.

Cuando todo estuvo hecho y la mujer lo pensó bien, o intentó hacerlo así, se lo dijo a la esposa del hijo y ésta sintiose complacida y lo demostró, aunque cuidó de decir:

—No debiste haberte apresurado tanto, madre, pues yo no tengo mala voluntad para la doncella, y ella puede quedarse aquí un año o dos más, por mi, y no me importaría que se quedara incluso toda mi vida, si no fuera que somos tan pobres que contamos las bocas que alimentamos.

Pero fue más bondadosa algún tiempo, y se ofreció espontáneamente para coser prendas nuevas para la doncella, tres en total, una túnica nueva, unos pantalones azul oscuro y otros rojos para el día de la boda, como la más pobre doncella, incluso, debe tener. Además de esto, uno o dos pares de zapatos, en los que bordó una florecilla y una hoja con hilo rojo. Pero no celebraron un gran día de bodas, pues no dieron nada por la doncella y no se hicieron regalos, porque no era ninguna ganga para el hombre con quien había de casarse.

En cuanto a la doncella, nada dijo. Escuchó cuando su madre le contaba lo que se hacía y no habló sino una vez por la noche, cuando alargó la mano para sentir el rostro de la madre cerca de ella, murmurándole:

—¿Qué haré yo allí, madre? ¿Está muy lejos para que tú vengas a verme algunas veces? Estoy tan ciega que no podré venir a ti por una carretera que no conozco, cruzando colinas y valles.

Entonces, la madre alargó la mano asimismo y sintió que la hija temblaba; lloró secretamente y, en la oscuridad, secose las lágrimas con el cobertor.

—Iré, doncella mía —repitió una y otra vez—. Estate segura de que iré, y cuando yo vaya me lo contarás todo, y si no te tratan bien, yo me ocuparé de ello. No serás tratada mal. —Y entonces añadió, cariñosamente—: Pero no has dormido todavía.

—No, y todas las noches me pasa lo mismo —repuso la doncella.

—No debes asustarte, hija —dijo la madre, con voz cariñosa—. Eres la mejor y la más rápida doncella ciega que he visto, y ellos saben que tú eres ciega y no pueden reprocharte que lo seas, ni decir que se lo ocultamos.

Hasta mucho después que la doncella se sumió en ligero sueño, la madre permaneció despierta, reprochándose a si misma, pues, de alguna forma, sentía que algo que ella había hecho caía como castigo sobre la doncella y, entonces, deseaba haber sido mejor. Se reprochaba también no haber buscado un lugar más cercano donde casar a su hija, un pueblo al que pudiera ir cada mes, o incluso no haber tratado de encontrar un hombre pobre, que hubiese accedido a trasladarse a la aldea, por el poco precio que ella podía prometer. Al pensar en esto, gemía en su corazón, dudando que su hijo y la esposa de su hijo hubieran accedido a pagar este pequeño precio, pues ellos eran quienes guardaban el dinero ahora. Se dijo pesadamente: «Sin embargo, no puedo esperar que nunca la peguen. Pocas casas hay como la nuestra, en las que ni el hombre ni su madre pegan a la doncella recién llegada. Me desgarraría el corazón saber que pegan a mi doncella ciega, o que ella pudiera correr a mí para decírmelo; y yo nada podría hacer una vez casada ella, y tampoco lo soportaría. Es preferible que esté lejos, donde yo no pueda verla, ni tampoco saber si le pegan. Así evitaré el dolor porque no lo veré, y podré esperar que no la maltraten».

Después de yacer así un rato más, sintiendo lo dura que era la vida para ella, pensó en algo que podía hacer: dar a la doncella algunas monedas de plata para ella, como su propia madre había hecho. En la oscuridad, antes de amanecer, se levantó y con cuidado, para no asustar al búfalo ni a las gallinas, fue al hoyo y sacó de él el trapo en que envolvía sus ahorros, eligiendo cinco piezas de plata, que guardó en su seno, cubriendo el hoyo después. Entonces, con la plata en el pecho, sintió cierto consuelo y pensó: «Por lo menos no todas las doncellas de una casa pobre se casan teniendo un poco de plata. ¡Mi hija tendrá ésta!».

Y aferrose a este pequeño consuelo; finalmente se durmió.

Así transcurrieron los días, ninguno de ellos demasiado alegre. No; la madre no sentía alegría ni siquiera en su hijo menor y se preocupaba poco por sus idas y venidas, excepto cuando veía que estaba bien y sonriente, con algunos negocios suyos que ella ignoraba. Y así, finalmente, llegó el día en que la doncella debía partir. La madre esperaba con el corazón pesado, para ver cómo era el que iría a buscarla.

Si, se estrujaba el corazón para averiguar qué clase de hombre iría en busca de su doncella, para llevársela.

Llegó un día a principios de la primavera antes de que el año se hubiera abierto del todo, con lo que la primavera velase tan sólo en algunas tenaces hierbas que los niños de la aldea arrancaban para comerlas y en un matiz verdoso en las ramas del sauce y en los oscuros botones de los perales, ligeramente hinchados. Toda la tierra estaba aún yerma con el invierno, pues el trigo no crecía aún, salvo algunas pequeñas hojas entre los terrones, y el viento era trío.

Aquel día llegó un viejo montado en un asno gris, sin silla, sentado sobre una sucia y rota túnica doblado bajo él, sobre el lomo de la cabalgadura.

Fue a la casa donde estaba la madre y le dijo su nombre. El corazón de la madre se detuvo entonces en el pecho, pues no le gustaba el aspecto de aquel viejo. Él le sonreía, intentando hacerlo bondadosamente, pero no había bondad alguna en la afilada cara del viejo zorro: ojos agudos, rodeados de profundas arrugas, algunos vellos blancos alrededor de una estrecha boca sin labios, curvada demasiado rato para sonreír con sinceridad. Sus vestidos parecían andrajos, ni remendados ni limpios, y cuando desmontó del asno no viose cortesía alguna en él, como tendría cualquier hombre, sabio o no.

Cruzó la era cojeando, pues una pierna era más corta que la otra, con las ropas sujetas a la cintura.

—Vengo a buscar una doncella ciega —dijo duramente—. ¿Dónde está?

Entonces contestó la madre, pues súbitamente odió a aquel viejo:

—¿Cómo pruebas que eres tú quién ha de llevársela?

El viejo volvió a sonreír.

—Conozco a aquella gorda ama de casa que vino a decirnos que podíamos tener a la doncella por nada, para el hijo de mi hermano —dijo el viejo, sonriendo nuevamente.

—Espera hasta que la llame —repuso la madre, en tono muy seco.

Mandó en su busca al hijo menor, que estaba en la casa aquel día, y la viuda murmuradora llegó andando tan de prisa como sus viejas piernas la llevaban.

Miró al hombre y rió y gritó.

—¡Sí, es el tío del muchacho con quién ha de casarse! ¿Cómo estás, buen hombre, ya has comido hoy?

—Si —repuso el viejo, mostrando al sonreír sus encías desdentadas—, pero te aseguro que no estoy muy bien.

La madre le miraba fijamente y volviose después, hacia la murmuradora, diciéndole a bocajarro:

—¡No me gusta esto! ¡Esperaba algo mejor para mi doncella!

—Ama de casa, el novio no es él —contestó la viuda en voz alta, riendo—. El hijo de su hermano es un muchacho blando y suave como no hay otro.

La esposa del primo habíase acercado también, así como el hijo y la esposa del hijo y el primo y otros de la aldea, y todos quedaron mirando a aquel viejo, que ciertamente no tenía muy buen aspecto ni parecía muy bueno.

Sin embargo, la promesa había sido hecha y algunos decían:

—Ama de casa, debes recordar que la doncella es ciega.

—La promesa ha sido hecha, madre —observó la esposa del hijo—, y ahora sería difícil rehusar, pues traería malas consecuencias para todos, si lo hicieras.

Cuando su esposo la oyó hablar así, guardó silencio.

La mujer miró lastimeramente a su primo entonces; pero él volvió los ojos a otra parte y se rascó la cabeza, porque no sabía qué decir. Era un hombre sencillo y bueno y no confiaba demasiado en el viejo, tampoco; sin embargo, a veces es difícil decir si pobreza y maldad son la misma cosa y, acaso; debíase su mal aspecto a sus rotos vestidos; también era duro decir que no, cuando todo estaba convenido. Al no saber qué decir, volvió la cabeza, cogió una brizna de paja y la mordió, fuertemente.

Pero la viuda murmuradora vio que su honor estaba en entredicho.

—Pero éste no es el novio, ama de casa —repetía y, finalmente, gritó, pues le hubiese avergonzado mucho que la boda no se celebrara—: El hijo de tu hermano es tan blando como un niño, ¿no es verdad, viejo?

El viejo sonrió y asintió y rió levemente.

—Blando como un niño es, ama de casa. —Y, por último, dijo, con impaciencia—: Debo irme ahora, si he de llegar con ella a casa esta noche.

No sabiendo qué otra cosa hacer, la madre sentó a la doncella en el lomo del asno, vestida con sus nuevas prendas, y le puso secretamente el paquetito de la plata en la mano, susurrándole:

—Es para ti, doncella mía. No dejes que te lo quiten.

Y cuando el hombre dio un puntapié en las patas del asno para hacerlo caminar, la madre gritó, en súbita agonía:

—Antes de que pasen muchos meses, doncella mía, iré a ver cómo te tratan allí. Guárdalo todo en tu corazón y cuéntamelo entonces. No temeré traerte a casa, doncella mía, si en aquel lugar te tratan mal.

—Si, madre, y eso me alegra —repuso la doncella, con palabras que salieron de sus labios secos y temblorosos.

Pero la madre no podía dejar marchar a su hija aún; alocada, buscaba en su mente una última cosa que decir, para retenerla un poco más a su lado y gritó al viejo sin soltar a su hija.

—Mi doncella no tiene que alimentar el fuego, viejo…, no debe alimentar el fuego, porque el humo le daña los ojos…

El viejo volviose y miró y, cuando comprendió, sonrió.

—Si, bueno, así será… Se lo diré a ellos.

Y dio otro puntapié al asno, a cuyo lado empezó a caminar.

Así partió la doncella, llevando su signo de ceguera en la mano y el pequeño rollo con sus ropas, atado detrás de ella, en el lomo del asno. La madre contemplola mientras se alejaba, con el corazón desgarrado, y los ojos llenos de lágrimas, porque no sabía qué más podía haber hecho. Allí quedó hasta que la colina se interpuso y ocultó a su hija y no volvió a verla.