Capítulo XIV

Todo ese odio se iba concentrando en el hijo mayor. Ni siquiera la madre sabía lo profundo que era, hasta cierto día en que estalló, reventando como un río contenido tras una presa e hinchado por las aguas de fuentes secretas que los hombres ignoran, con lo que cuando rompe se asombran, porque ninguno sabía qué le había sucedido a aquel río aquellos días en que parecía siempre igual.

Fue en el tiempo de la cosecha de arroz, al final de un verano, cuando ha de trabajarse dura y penosamente la tierra desde la amanecida hasta la anochecida, todos cuantos no son lo bastante ricos para que otros trabajen para ellos. El hijo menor lo había hecho aquel día, también, aunque generalmente pensando en alguna lejana cosa. La madre le había incitado a ello, diciéndole en secreto, acariciando la mano del muchacho mientras hablaba:

—Trabaja bien estos pocos días, hijo mío, mientras dura la cosecha y demuéstrale a tu hermano lo bien que sabes hacerlo. Si trabajas así y le complaces, entonces yo te compraré algo bonito cuando la labor haya terminado, algo que tú anhelas.

El muchacho prometió hacerlo, frunciendo sus rojos labios y sintiendo que abusaban de él trabajó bastante bien, aunque no demasiado, pero sí lo suficiente para salvar su piel cuando los ojos de su hermano se fijaban en él.

Pero aquel día, en que amenazaba la lluvia antes de que las gavillas fueran recogidas, todos trabajaron hasta más tarde de lo acostumbrado y la madre laboró hasta sentirse agotada, pues jamás había vuelto a ser tan incansable como lo fuera antes de tomar la amarga medicina para salvar su honor, aquella noche.

Suspiró y enderezó el dolorido cuerpo.

—Hijo mío, iré a casa, para tener la comida caliente cuando tú llegues, pues estoy cansada y dolorida.

—Ve, pues —repuso el hijo mayor algo rudamente.

No había querido ser rudo, pues jamás pedía a su madre que trabajara más de lo que ella quisiera. Ella marchó, entonces, dejando a los hermanos juntos, pues hacíase demasiado tarde incluso para los espigadores que les habían seguido durante el día.

Acababa de poner la cena a hervir, cuando la doncella gritó desde donde estaba sentada en el umbral de la puerta, diciendo que oía llorar a su hermano menor y, cuando la madre salió corriendo de la cocina, vio que así era en efecto, y fue rápidamente al campo, donde el hijo mayor pegaba implacablemente al menor con el mango de la guadaña. Éste gritaba y devolvía los golpes con los dos puños, forcejeando para librarse de la dura presa de su hermano mayor en el cuello. Pero el mayor le agarraba fuertemente y le golpeaba. La madre corrió con todas sus fuerzas y se cogió del irritado hijo mayor y suplicole:

—¡Oh, hijo mío, hijo mío! Todavía es un niño… ¡Oh, hijo, hijo!

Y mientras sujetaba al mayor, el menor librose de la mano de su hermano y corrió velozmente por el campo, como una liebre joven, desapareciendo en la penumbra. Y allí quedaron los dos, la madre y el amargado hijo mayor.

—Es un niño todavía, hijo —dijo la madre—. Sólo está en su año catorce y no piensa sino en jugar.

—¿Era yo niño en mi año catorce? —replicó el otro—. ¿Jugaba yo en tiempo de cosecha, en mi año catorce entonces, prometiéndome una sortija y una túnica nueva, que no había ganado?

La madre supo que el tonto hijo menor habíase jactado de lo que tendría. Se quedó sin habla, cogida en falta, mirando, silenciosa, a su hijo, que siguió gritando, con toda su amargura saliendo de él.

—Sí, tú guardas el dinero y yo te doy cuanto ganamos. Nunca cojo una moneda para mí, ni siquiera para fumar una pipa de alguna clase o beber un poco de vino o comprarme algo que cualquier otro joven como yo consideraría como derecho propio. ¡Y tú le prometes a él todo lo que yo jamás tuve! ¿Y por qué? ¡Para que haga el trabajo que debe hacer por nada y para pagar lo que come y viste!

—Yo no le prometí sortijas y túnicas —dijo ella en voz baja y turbada, algo asustada por aquel irritado hijo suyo, tan grave y callado en otros días que en aquel momento no le conocía.

—¡Lo prometiste! —exclamó él, apasionadamente—. ¡Y si no fue así, peor aún, pues él dijo que tendría lo que quisiera cuando hubiéramos cobrado el dinero de la cosecha y después de pagar los impuestos! ¡Dijo que tú se lo prometiste!

—Quería decir algún juguete, que costara una moneda de cobre o dos —contestó ella, avergonzada ante aquel buen hijo suyo. Y entonces, haciendo acopio de valor, ¿pues acaso no era él su hijo?, añadió—: Y si le prometí algún juguete, fue para compensarle por tu continua irritación contra él, haga lo que haga, pues nunca dejas de mirarle con ojos duros y dirigirle crueles palabras. ¡Y ahora, golpes!

Pero el hijo mayor no quiso hablar. Volviose a las gavillas y trabajó, como si algún diablo se hubiera apoderado de él, rápida y duramente. La madre quedó mirándole, sin saber qué hacer, sintiendo que el hijo mayor era duro con el pequeño, pero sabiendo asimismo que ella estaba equivocada. Entonces vio que el joven estaba a punto de llorar y apretaba firmemente las mandíbulas para contener los sollozos. Al observar aquella señal de tristeza en él, como jamás viera, ya que siempre parecía contento y sin deseo alguno, su corazón se ablandó, como sucediera antaño, después de pegar a un hijo suyo, aunque él no lo sabía, y se suavizó más que nunca.

—Hijo, ya sé que estoy equivocada —dijo quedamente—. No me he portado lo bastante bien contigo últimamente; no he visto que te has convertido en un hombre. Pero hombre eres y, ahora lo veo, ocuparás el lugar del hombre en nuestra casa; tú tendrás el dinero, y serás el jefe de la familia, de nombre también, igual que lo has sido en el trabajo, veo que eres hombre ahora, y haré lo que he estado aplazando demasiado tiempo. Buscaré una esposa para ti. No lo había visto, pero ahora lo veo.

Así reparó ella. El hijo mayor murmuró algo entonces, que ella no pudo oír, y volvió la espalda sin decir nada más, y siguió trabajando. Pero ella se sintió tranquilizada por las palabras que había dicho a su hijo y regresó a la casa, gritando vivamente:

—¡Se me quemará el arroz!

Dijo esto para cubrir el sentimiento del momento y convertirlo en algo natural.

Pero cuando llegó a la casa, ocupose en una cosa y en otra, olvidando toda su fatiga.

—¿Qué pasaba madre? —preguntó la doncella.

—Poca cosa, hija —contestó ella rápidamente—, excepto que tu hermano menor no quería hacer su parte, o por lo menos eso dijo tu hermano mayor. Pero los hermanos siempre disputan.

Corrió y preparó un plato con unos rábanos que arrancó, cortolos en rebanadas, y les puso vinagre y aceite de sésamo y salsa de soya, como sabía le gustaba a su hijo. Y mientras trabajaba, meditaba la reparación que había hecho y pareciole cierto que su hijo pronto se casaría, reprochándose haberse apoyado en él como en un hombre, que no tenía aún la recompensa del hombre, y decidió hacer cuanto había ofrecido.

Finalmente, llegó su hijo mayor, más tarde que de costumbre, pues había oscurecido ya por completo y no pudo verle la cara hasta que dio sobre él la luz de la vela que había encendido y colocado sobre la mesa. Le miró con atención, entonces, sin que él la viera, y observó que volvía a ser el mismo de siempre, satisfecho con lo que ella habíale dicho, desaparecida la ira. Y viendo aquella paz en el hijo mayor, llamó al hijo menor, que estaba cerca de la puerta, no osando entrar basta conocer el humor de su hermano a pesar del hambre que sentía.

—¡Entra, hijo pequeño! —gritó la madre.

Y él entró, fijos los ojos en su hermano. Pero el mayor no le prestó atención, pues no estaba irritado ya, y la madre sintiose contenta y supo que había decidido bien, por lo que se dispuso a cumplir totalmente su promesa.

Como siembre hacía cuando había de decidir algo, fue a ver al prima y a la mujer del primo, pues ella no conocía doncella alguna, puesto que no podía elegirse ninguna de la aldea, dado que todos eran parientes por sangre o matrimonio; ni tampoco conocía doncella alguna en la ciudad, pues sólo trataba con tiendas pequeñas, donde le compraban lo poco que tenía que vender. Fue, por la noche, ya que el tiempo era cálido aún, aunque el otoño se acercaba, y se sentaron y hablaron, mientras la esposa del primo daba el pecho a su último hijo. La madre expuso su necesidad.

—¿Conoces tú alguna doncella, hermana mía, en aquel pueblo donde tú vivías antes de casarte? —preguntó. Una doncella como tú me gustaría mucho, de buen carácter, diligente y buena para el trabajo. Yo puedo seguir cuidando la casa aún durante muchos años, y, si ella no es muy buena en los trabajos del hogar, podré soportarlo.

La buena esposa del primo rió alegremente y miró a su hombre.

—No sé si mi hombre diría que tu hijo considerarla una bendición o una maldición tener una mujer como yo —gritó.

Entonces el hombre levantó lentamente la cabeza, como era su costumbre. Tenía en la boca un tallo de arroz, que mascaba mientras escuchaba.

—Sí…, bastante buena… —dijo pensativamente.

Su esposa volvió a reír al oír esas palabras.

—Puedo ir allá, hermana —siguió diciendo la mujer del primo— y ver lo que hay. Doscientas familias, más o menos, viven en aquel pueblo, que es pueblo de mercado, y sin duda habrá alguna doncella en disposición de casarse.

Siguieron hablando de ello y la madre dijo claramente que el coste no podía ser muy grande.

—Sé muy bien que no puedo esperar la doncella mejor en todo —añadió—, puesto que soy pobre y mi hijo no tiene mucha tierra y debemos tomar en arriendo más de la que tenemos.

El hombre habló entonces, contestando las palabras de la madre.

—Pero tienes alguna tierra, y eso es algo hoy, cuando muchos no tienen nada, y de mejor grado casaría yo una doncella mía con un hombre que tuviera alguna tierra y poca plata, que con otro que tuviera mucha plata y ninguna tierra en la que afirmar los pies. Un buen hombre y buena tierra seria la mejor promesa para una doncella mía.

—Pues, entonces, padre de mis hijos —dijo su esposa—, si me dejas puedo ir a aquel pueblo un día o dos, y hacer averiguaciones.

—Sí, te dejo —respondió él—. Las doncellas son ya lo bastante mayores para hacer su trabajo de vez en cuando.

Poco después, la esposa del primo púsose un vestido limpio y cogió al hijo menor y a uno o dos de los pequeños, para mostrárselos a la familia de su padre y uno o dos de los mayores, para que la ayudaran con los pequeños. Alquiló una carreta para los hijos y ella cabalgó el asno gris de su marido, que él no necesitaba aquellos días, pues la cosecha había acabado ya y podía emplear su buey para trillar el grano. Pusiéronse así en camino y estuvieron ausentes más de tres días. Cuando regresó, hablaba de todas las doncellas que había visto y dijo a la madre, que corrió a su casa al conocer su regreso:

—Las doncellas abundan mucho en aquel pueblo, pues nunca las matamos como hacen en algunos otros lugares, cuando nacen niñas, y se les permite vivir sin que importe cuántas tenga una madre. Así el pueblo está lleno de ellas. Vi una docena que yo conozco, hermana, todas crecidas y llenas de carne y color, y cualquiera de ellas serviría para un hijo mío. Pero sólo se necesitaba una y estreché los ojos y miré a ésta y aquélla, y elegí tres. A las tres volví a mirar y vi que una tosía y tenía la nariz arremangada y que los ojos de otra estaban algo irritados y la tercera era la mejor. Te aseguro que es una doncella inteligente, muy cuidadosa en todo lo que dice y hace, y aseguran que es la costurera más rápida del pueblo. Hace sus propios vestidos y también los de todos los de la casa de su padre y algunos para otra gente. Gana un poco de plata. Algo vieja es quizá para tu hijo, porque una vez estuvo prometida y el hombre murió. De lo contrario, estaría casada ahora. Pero eso tampoco es malo, pues el padre ansía casarla de alguna forma y no pedirá mucho por ella. No es tan bonita como las otras; tiene la cara un poco amarilla de tanto coser, pero sus ojos están limpios.

—Bastantes ojos malos tenemos en nuestra casa —repuso la madre rápidamente— y los míos tampoco son lo que eran. Necesitamos a alguien que cosa y le guste coser. Arréglalo, pues, hermana, con ésa, y si sus años no son más de cinco que los de mi hijo, estará bien.

Así se hizo, y el día del mes y el año y la hora del nacimiento de ambos fueron comparados en la mesa de un geomántico en el pueblo y resultaron favorables. El joven había nacido bajo el signo del caballo y la doncella bajo el signo del gato, que no se devoran el uno al otro, y así se predijo la armonía en el matrimonio. Como todas las cosas del destino concordaban, los regalos que debían hacerse fueron hechos.

De sus pequeños ahorros, la madre sacó piezas de plata y algunas monedas de cobre y compró buenas telas de algodón. Ella misma hizo dos prendas para la doncella. Como era costumbre en aquellas partes, quiso que una mujer afortunada, alguna cuya vida fuera completa con hombre e hijos, las cortara. ¿Qué mujer más afortunada había en la aldea que la esposa del primo? La madre llevole las buenas telas.

—Pon tu mano aquí, hermana, para que tu suerte caiga sobre la esposa de mi hijo.

Así lo hizo la mujer del primo y cortó las prendas anchas y completas en la cintura, para que, cuando la doncella concibiera, pudiera seguir llevándolas y no tuviera que descartarlas.

La madre sacó más plata y alquiló la roja silla de boda y la corona de cuentas y los aretes de perlas falsas y cuanto se necesitaba para el día: especialmente los pantalones rojos que toda desposada debe llevar en aquellos lugares. Así, se fijó el día de la boda, que finalmente amaneció, claro día frío de invierno de aquel año.

Fue un día extraño para aquella madre aquél en que se debía dar la bienvenida en su casa a una mujer nueva y más joven, pues durante muchos años había ella sido ama y dueña. Cuando vistió sus mejores ropas y quedó esperando junto a su puerta, al ver acercarse la silla roja de bodas que llevaba a la desposada en su interior, pareciole súbitamente que poco tiempo había transcurrido desde el día en que ella misma llegara en aquella silla, y la vieja muerta estaba donde ella se encontraba en aquellos momentos, y su propio hombre esperaba en el mismo lugar en que esperaba entonces su hijo. Raramente pensaba aquellos días en su hombre, pero un extraño anhelo se apoderó de ella mientras esperaba. No era el anhelo de la carne, que había muerto y desaparecido ya, sino otro, distinto: el fuerte deseo de compañía propia de su edad, pues se sentía sola.

Miró, suavemente, a su hijo, no sólo ya hijo para ella, sino esposo de otra. Allí estaba, muy quieto, con la cabeza caída, rígido en la nueva túnica negra que ella había hecho para él y calzando zapatos en pies generalmente descalzos. Parecía tranquilo, o así lo creyó ella hasta que vio cómo le temblaban las manos colgantes, que resaltaban contra el negro de la túnica. Volvió a suspirar y, otra vez, pensó en su propio hombre y cómo había ella atisbado entre las cortinas de la silla, y en el vuelco que le dio el corazón al ver lo guapo que era y su agradable aspecto. Sí, había sido mucho más guapo que aquel hijo suyo lo era entonces y ella se dijo que el suyo era el hombre más guapo que jamás había visto.

Pero antes de que tuviera tiempo de recordar más, llegó el principio del cortejo, con los pequeños frutos de la boda, el gallo que ella había mandado a la casa de la novia y que, según la tradición, le devolvían con una gallina que él había montado; después, la silla fue colocada delante de la puerta y la esposa del primo y la viuda murmuradora y otras mujeres mayores de la aldea cogieron la mano de la desposada y trataron de hacerla salir de allí. Y ella se resistió debidamente, saliendo al fin, pero muy a desgana, y, cuando salió, lo hizo con la mirada baja, sin levantar los ojos ni una sola vez. Entonces la madre se retiró a la casa del primo, como era también costumbre en aquellos lugares, donde se decía que la esposa del hijo no debía ver demasiado fácilmente a la madre del esposo, para que no le perdiera el respeto. Y todo aquel día la madre permaneció en la casa del primo.

Pero quedó junto a la puerta, para oír lo que la gente decía de aquella nueva esposa y oyó que algunos gritaban: «Es una doncella que parece muy dispuesta» y otros decían: «Aseguran que cose bien y si es verdad que ella misma hizo los zapatos que lleva, entonces, te aseguro que tiene diez buenos dedos». Algunas de las mujeres se acercaron a la desposada y tocaron las rojas galas matrimoniales y levantaron la túnica para ver la ropa interior, toda muy bien y cuidadosamente hecha, y los botones de tela retorcida duros y bien cosidos, y después fueron en busca de la madre.

—Es una doncella decente y dispuesta, ama de casa, y de buen aspecto —dijéronle.

Pero entre los hombres algunos hablaban rudamente, y uno dijo:

—¡Te aseguro que para mi gusto es demasiado delgada y amarilla!

—Sí, pero unos meses curarán la delgadez, hermano —repuso otro—. ¡Nada hay como un hombre para hinchar a una doncella!

Y entre esa charla alegre y atrevida, la doncella trasladose recatadamente a su nuevo hogar y así estuvo casada.

Entonces, la madre debió dejar el lecho en que había dormido durante muchos años y, cuando la nuera entró para hacer la cama de la madre aquella noche, pues tal era la costumbre en aquellos lugares, preparó la yacija en la que la difunta vieja había dormido tras las cortinas y que el hijo mayor había ocupado después. La doncella ciega tenía un jergón a su lado y el hijo menor dormía en la cocina, cuando lo hacía en la casa. Si, en la verdadera cama dormía entonces el hijo mayor con su nueva esposa.

No le fue fácil a la madre ceder a aquella nueva pareja el lugar que había sido suyo y de su hombre. Le hacia sentirse vieja por la noche acostarse en la yacija, de la madre de su esposo. Durante el día, era como siempre, ocupada en todas partes, disponiéndolo todo, viva la lengua para corregir y mandar, pero por la noche era vieja. A menudo, despertaba pareciéndole que no era ella quien estaba acostada allí y la otra pareja en la cama, y pensaba, asombrada: «Ahora imagino que aquel viejo ser que era madre cuando yo vine a esta casa sentía lo mismo que yo en estos momentos, cuando llegué como desposada y la saqué de su cama, y yací en ella con su hijo a mi vez. Y ahora otra yace con mi hijo».

Parecía tan largo e inacabable, aquel giro de alguna oculta rueda, aquel pase de uno a otro eslabón de una infinita cadena, que se sentía aturdida sólo de pensar en ello ligeramente, pues nunca pensaba en el significado de lo que sucedió antes que ella, sino que aceptaba cuanto venía. Pero se sintió menoscabada a sus propios ojos desde aquel día Aunque de nombre fuera la mayor y la primera dueña de todo, no era primera para sí misma.

Vigilaba a la esposa del hijo. Era respetuosa y día tras día hacía su reverencia ante la madre de su esposo, hasta que la madre se cansó.

—¡Basta! —gritole.

Pero la madre no podía encontrar falta alguna en ella. Y después esa misma impecabilidad constituyó una falta. La madre murmuraba:

—Sin duda tiene alguna secreta falta interior, que yo no alcanzo a ver.

Pues la esposa del hijo no mostró, como hacen algunas doncellas, todas sus cualidades de una vez. Era diligente y de índole suave y rápida en el trabajo y, cuando lo había terminado, sentábase y cosía algo para su esposo, pero todo lo realizaba a su manera.

No hay dos mujeres en este mundo que hagan la misma labor de igual forma y eso no lo sabía la madre, creyendo que todas lo hacían igual que ella. Pero no; la esposa del hijo tenía su propia manera de hacer las cosas. Cuando cocía el arroz, poníale demasiada agua, o así le parecía a la madre, y quedaba más blando que a la madre le gustaba. Se lo dijo a la esposa del hijo, pero la otra cerró suavemente sus pálidos labios y repuso:

—Pero así lo hago siempre yo.

Y no quiso cambiar.

Y así era en todo. Cambió una cosa y otra en la casa, a su propio gusto, no rápidamente ni de mal humor, sino en forma pequeña, cuidadosa, gradual, sin dar a la madre lugar a que descargara su ira. Había otra cosa también. A la joven esposa, no le gustaba el olor de los animales por la noche y se quejó, pero no a la mujer mayor, sino tan sólo al hombre, hasta que aquel mismo invierno él se puso a trabajar para añadir una habitación a la casa, donde podrían llevar la cama y dormir solos. Y la mujer mayor contemplaba asombrada aquellas nuevas costumbres.

Al principio, dijo a la doncella ciega que no se enfadaría con la esposa del hijo. Y, en verdad, no era fácil enfadarse, pues la joven esposa trabajaba bien y cuidadosamente, con lo que no podía decirle: «Esto está mal», o «No hiciste aquello bien». Había cosas que madre odiaba, aunque lo que más detestaba era el arroz blando, refunfuñando muchas veces, hasta que finalmente lo hizo en voz alta.

—Nunca me siento llena y alimentada con ese arroz blando; esa cosa aguada pasa por mi vientre como viento, y no se detiene en él como buen alimento sólido.

Cuando vio que la esposa del hijo no hacía caso de sus palabras, fue secretamente a su hijo, cierto día, cuando trabajaba en el campo.

—Hijo, ¿por qué no le ordenas que cueza el arroz más seco y duro? —díjole—. Creía que te gustaba más así.

El hijo se detuvo en su trabajo y apoyose un momento en el mango de su azadón, hablando en su acostumbrada forma reposada.

—Me gusta mucho como lo cuece ella.

—No te gustaba así —repuso la madre, sintiendo que la ira se apoderaba de ella—, y ello significa que te pones de su parte, en lugar de la mía. Es vergonzoso que te guste ella tanto y vayas contra tu propia madre.

Las mejillas del hijo se sonrojaron y dijo simplemente:

—Si, me gusta mucho.

Y volvió a su trabajo.

Desde aquel día, la madre supo que había dos amas en la casa. El hijo mayor no era menos bondadoso que antes y hacía su trabajo bien y guardaba el dinero. Cierto es que no lo gastaba, ni tampoco su esposa, pues los dos eran ahorrativos, pero eran hombre y mujer y aquéllas eran su casa y sus tierras, y para ellos la madre no era sino la mujer vieja de la casa. En verdad que si ella hablaba del campo o de las simientes y de todo el trabajo que ella conocía tan bien, porque lo había hecho, la dejaban hablar, pero cuando había acabado era como si no hubiera dicho nada, y ellos hacían sus planes y sus cosas como mejor les gustaba.

Parecíale que ella no significaba nada ya, que su sabiduría no era casi nada en aquella casa que había sido suya.

Muy amargo de soportar era todo ello, y, cuando la nueva habitación estuvo terminada y la pareja se trasladó a ella, la madre murmuró a la hija ciega, que dormía a su lado:

—¡Nunca he visto tantos remilgos como los de éstos! Parece como si el buen olor de los animales fuera veneno. Te aseguro que han hecho esa habitación para estar separados de nosotros y poder hablar de sus planes sin que les oigamos. Nunca me dicen nada. No son los animales…, sino que tu hermano la ama vergonzosamente. Si, ellos no se preocupan por ti ni por tu hermano menor, ni siquiera por mi; lo sé. —Y al ver que la doncella no contestaba, preguntó—: ¿No lo crees tú también así, hija mía? ¿No tengo yo razón?

La doncella vaciló y unos momentos después habló en la oscuridad.

—Madre, es cierto que tengo algo que decir. Lo diría, pero no quisiera hacerlo, pues temo herirte.

—Dilo, hija —repuso la madre—. Creo que ya estoy acostumbrada a que me hieran.

—¿Qué harás conmigo, madre, conmigo que soy ciega? —preguntó la doncella dulcemente.

Durante todo aquel tiempo, la madre había pensado que aquella doncella viviría con ella por lo menos durante algún tiempo.

—¿Qué quieres decir, doncella mía? —preguntó, sorprendida.

—No quiero decir que la esposa de mi hermano no sea bondadosa; no es cruel, madre. Pero creo que piensa que no tardarás en casarme. Hace pocas días, le oí preguntarle a mi hermano menor con el hijo de qué casa estaba yo prometida y cuando él le dijo que no lo estaba, se sorprendió: «Una doncella tan crecida sin suegra aún», dijo.

—Pero tú eres ciega —repuso la madre— y no es fácil casar a una doncella ciega.

—Ya lo sé —contestó la hija, dulcemente.

Unos momentos después volvió a hablar y esta vez lo hizo como si tuviera la boca muy seca y ardiente el aliento.

—Pero tú sabes que yo puedo hacer muchas cosas, madre, y puede haber algún hombre muy pobre, un viudo, quizás, u otro que se contentaría con lo poco que puedo hacer, si no tuviera que pagar nada por mí. Entonces yo estaría en mi propia casa y habría alguien, cuando tú murieras, a quien yo podría querer. Madre, no creo que mi hermana me quiera.

Pero la madre contestó violentamente:

—¡Hija, no quiero que vayas a cuidar de la casa de un hombre de esa forma! Somos pobres, lo sé, pero podemos alimentarte. Los viudos, a menudo, son los esposos más duros y lascivos, hija. Duerme, y no pienses más en eso. Todavía estoy fuerte y probablemente viviré mucho tiempo aún, y tu hermano nunca fue cruel contigo, ni siquiera cuando era niño.

—Entonces no estaba casado, madre repuso la hija, suspirando.

Pero calló y después pareció dormir.

La madre no pudo dormir durante un rato, aunque solía hacerlo profunda y fácilmente. Pensaba, examinaba los días pasados, uno tras otro, para ver si lo que la hija había dicho era verdad, y aunque no pudo recordar ni una sola cosa, pareciole que la esposa del hijo no era afectuosa. No, tampoco lo era con el hijo menor, ni siquiera con aquella hermana ciega en la casa de su esposo. Y ésa era otra amargura que la madre había de soportar.