La madre no era ya joven. Estaba en su año cuarenta y tres, y, cuando a veces por la noche contaba los años desde que el padre de sus hijos marchó, usaba los dedos de sus manos y dos más. Incluso, los pasados desde que hiciera creer a la aldea que él estaba muerto eran más que los dedos de una mano.
Sin embargo, caminaba erguida y ágil como de costumbre y en su cuerpo no nacía más carne. Otras podían empezar a encogerse o engordar, como la esposa del primo, y también la viuda murmuradora, pero la madre permanecía delgada y fuerte, como había sido en su juventud. Mas sus pechos se reducían y secaban y, a la luz, cuando se le veía plenamente la cara, tenía arrugas junto a las ojos, de trabajar bajo el ardiente sol en los campos, durante tantos años. Se movía también algo más despacio, sin la antigua ligereza, pues jamás volvió a ser como era desde que arrancó aquella salvaje vida que crecía en ella. Cuando en la aldea la llamaban para atender a alguna parturienta, como sucedía a menudo, viendo que era viuda y se contaba entre las no jóvenes ya, le era a veces difícil moverse con la rapidez necesaria y, en una o dos ocasiones la propia madre cogió al hijo e, incluso, en una dejó caer un recién nacido al piso de ladrillo, causándole una herida en la cabeza. Era un niño. Afortunadamente, de aquello no resultó mal alguno, pues el muchacho creció fuerte y con todos sus sentidos.
A medida que crecían, los hijos encontraban vieja a la madre. El mayor insistía siempre en que descansara y no se afanara tanto con los grandes terrones después de que los campos estaban arados, que dejara que él lo hiciera, pues le era fácil, al encontrarse en la plenitud de fuerzas de su joven virilidad. Procuraba que ella se ocupara de los trabajos menos pesados. Nada le complacía más que verla sentada a la sombra, en su taburete, durante el verano, cosiendo, y dejando que él fuera solo a los campos.
Sin embargo, la madre no era, en verdad, tan vieja como el hijo mayor pensaba. Le gustaban los trabajos del campo más que ningún otro y le encantaba trabajar la tierra y, luego regresar a la casa, empapada en sudor, que secaba la brisa con su frescor, y con el cuerpo dulcemente cansado. Sus ojos estaban acostumbrados a los campos, las colinas y los grandes espacios y no se acomodaban con facilidad a cosas pequeñas como las agujas.
En aquella casa hacía mucha falta una mujer joven, con ojos buenos, pues todos sabían ya que los de la doncella estaban ciegos. También ella lo sabía; desde el día en que fuera a la ciudad con su madre, lo sabía en su corazón, igual que su madre, y ninguna de ellas tenía mucha fe en la diosa, por alguna razón: la madre por lo que temía como consecuencia de aquel viejo pecado suyo, y la doncella, porque la ceguera le parecía un destino.
—¿Has usado ya todo el polvo del cañón de la pluma de ganso? —gritó un día la madre.
Y la hija contestó quedamente desde el umbral de la puerta, donde estaba sentada, pues la luz no le causaba ya dolor, desde que no podía verla.
—Hace mucho tiempo que lo acabé.
—Debo comprar más —repuso la madre—. ¿Por qué no me avisaste antes que no quedaban ya?
Pero la hija meneó la cabeza y el corazón de la madre se paralizó al ver su expresión. Y, entonces, de aquellos suaves labios salieron unas tristes palabras.
—¡Oh, madre, estoy ciega! ¡Bien sé que estoy ciega! Ya no puedo ver tu cara y, si saliera a la era, no vería tampoco el camino. ¿No ves que nunca salgo de la casa ahora ni siquiera para ir al campo?
Y lloró, encogiéndose y mordiéndose los labios, pues le era aún doloroso llorar y evitaba hacerlo a menas que no pudiera contenerse.
La madre nada contestó. ¿Qué podía decirle a su hija ciega? Después de un rato, se levantó, entró en la habitación, y del cajón en que antes guardaba las joyas, sacó el pequeño batintín, hablando a su hija mientras se acercaba a ella.
—Hija, compré esto para el día que…
No pudo acabar. Lo puso en las manos de la doncella, que lo cogió, tocándolo para ver qué era y luego lo apretó fuertemente, diciendo en su quejosa manera:
—Si, lo necesito, madre.
Cuando el hijo mayor volvió a la casa aquella noche, su madre le encargó que hiciera un bastón con una rama de madera dura y lo puliera, para su hermana, para que con el batintín en una mano y el bastón en la otra, pudiera moverse con mayor facilidad y menor temor, como hacen los ciegos. De esa forma, si algo le sucedía o alguien la empujaba o la derribaba nadie culparía a su madre, porque habría colocado el signo de los ciegos en la doncella, para que todos lo vieran.
Desde aquel momento la muchacha llevaba esas dos cosas cuando salía, el bastón y el pequeño batintín, y aprendió a hacer sonar este última suave y claramente, caminaba con paso menudo y seguro, con su cara pequeña y dolorida, en la que se reflejaba la expresión fija en los ciegos.
Sin embargo, la doncella ciega era maravillosamente inteligente, a su manera, en la casa. No necesitaba allí ni batintín ni bastón y podía lavar el arroz y cocerlo, aunque la madre no le dejaba ya encender el fuego, pero barría la habitación y la era y sacaba agua del estanque y buscaba los huevos, si las gallinas los ponían en algún lugar desacostumbrado. Por el sonido y el olfato sabía dónde estaban los animales y les llevaba la comida, pudiendo hacerlo casi todo, excepto coser y trabajar en el campo. Además, para trabajar en el campo, carecía de fuerzas pues sus sufrimientos desde la niñez parecían haber retrasado su crecimiento.
Al ver a la doncella moverse así por la casa, el corazón de la mujer se derretía y sufría por el destino que le aguardaba cuando debiera casarse con alguien, pues de alguna forma tenía que casarse, ya que cuando la madre muriera tal vez nadie querría cuidar de la doncella, ni nadie había a quien ella pudiera verdaderamente pertenecer, puesto que la mujer pertenece primero a la casa del esposo y no a aquélla en la que nació. A menudo, la madre pensaba en eso y se preguntaba quién querría una doncella ciega. Si nadie la quería, qué sería finalmente de ella. Cuando hablaba de esto, el hijo mayor contestaba:
—Yo cuidaré de ella, madre, mientras haga su parte.
Eso complacía algo a la madre, aunque sabía que no podía conocerse completamente al hombre hasta ver quién es su mujer y se decía: «Debo encontrarle una esposa que cuide de mi doncella ciega y sea buena con ella. Al buscar esa esposa, debo encontrar una que cuide a dos personas: su hombre y su hermana».
Era ya tiempo de que la madre buscara una esposa para su hijo mayor, que se encontraba ya en su año diecinueve, aunque ella casi no se daba cuenta. Sin embargo, nunca el hijo mayor habíale pedido esposa, ni demostraba necesitar ninguna. Siempre había sido el hijo mejor y el más cariñoso que una madre pudiera tener, trabajando mucho sin jamás pedir nada, y, si alguna vez iba a la casa de té, o a la ciudad en un día de fiesta, aunque nunca lo hacía a menos que debiera ir allí por alguna cosa, jamás tomaba parte en ninguna picardía, ni siquiera en un juego de azar, excepto para mirarlo desde lejos, y guardaba siempre silencio en presencia de sus mayores.
Era un hijo perfecto; sólo tenía un defecto después de haber perdido los de la niñez, y era que no le perdonaba nada a su hermano. Era la cosa más extraña, pero aquel hijo mayor suyo, tan bueno y gentil con todo el mundo, incluso con los animales, y tan silencioso que casi ni siquiera decía de qué color quería su vestido nuevo, cuando era su hermano obraba duramente con el menor y le maldecía si era perezoso y jugaba, haciéndole trabajar con ahínco la tierra. La casa se llenaba de discusiones. Ruidoso y pletórico de palabras airadas el hijo menor y conteniéndose y guardando silencio el hijo mayor, hasta que no podía más, cayendo entonces sobre su hermano con lo que tuviera en la mano, o con los puños desnudos, pegándole hasta que el menor huía corriendo entre los árboles, buscando después refugio en casa del primo. Y toda la aldea culpaba al hermano mayor por su dureza y corría a salvar al hermano menor. Así, animado, el pequeño creció osado y huía del trabajo, viviendo mayor tiempo en casa del primo, perdido allí entre los muchachos y doncellas que en aquella casa había, volviendo libremente a su casa sólo cuando veía que su hermano había marchado al trabajo.
Pero, algunas veces, el hermano mayor sentía tan amargo su corazón, que regresaba a casa antes de hora y encontraba allí a su hermano. Entonces, le sujetaba la cabeza bajo el brazo y le pegaba hasta que la madre llegaba corriendo y gritaba:
—¡Quietos, quietos! ¡Deberías avergonzarte, hijo, de pegar a tu hermano menor así y asustar a tu hermana!
Pero el joven contestaba amargamente:
—¿No debo castigarle, siendo yo su hermano mayor y habiendo muerto nuestro padre? Es un patán perezoso, que juega ya cada vez que puede, y tú bien lo sabes, madre, pero le quieres más que a nosotros.
Era cierto que la madre amaba más a aquel hijo menor que le llegaba al corazón como los otros no sabían hacer. Parecíale que el hijo mayor se había convertido en hombre muy pronto y era muy silencioso, sin nada que decir jamás a nadie. Pero ignoraba que era así, porque, a menudo, estaba muy cansado. Le creía arisco cuando sólo estaba fatigado. En cuanto a la hija, la madre la amaba, pero siempre con dolor, pues aquellos ojos ciegos eran un continuo reproche; jamás podía olvidar que la diosa no había escuchado su plegaria, ni tenía la madre corazón para volver a orar, temiendo que su pecado cayera más duramente sobre la doncella. Así, mientras el corazón de la madre estaba siempre ablandado por la conmiseración, la doncella no constituía nunca ningún gozo para ella. Incluso cuando se le acercaba cariñosa y sonriente y se sentaba para oír la voz de su madre, ésta levantábase con alguna excusa y se ocupaba en algo, porque no podía soportar aquellos ojos cerrados y vacíos.
Sólo su hijo menor era saludable y alegre, y muchas veces le parecía ver en él a su padre. La madre le amaba más cada día, volcando en él el amor que sintiera por el padre. Le amaba y, a menudo, se interponía entre él y el hermano mayor y cuando éste cogía al muchacho, ella recibía los golpes al intentar separarles, obligando a su hijo mayor a aquietarse, por temor a pegar a su madre. Entonces el menor huía de la casa.
De este modo, después de algún tiempo, el hijo menor, desde su escondite en la casa del primo, iba vagabundeando de un lado a otro, e incluso, a la ciudad, desapareciendo durante un día o dos. Regresaba después a la casa del primo, de la que salía como si en ella hubiera estado todo el tiempo, no sin dejar de fijarse cuidadosamente en el humor de su hermano mayor aquel día. Y si no aparecía, la madre esperaba hasta que el hijo mayor marchaba al trabajo y, entonces, iba a la casa del primo e incitaba al muchacho a que regresara con ella, preparándole algún plato especialmente apetitoso. Pero la madre temía algo al hijo mayor aquellos días y, algunas veces, iba con él al campo, regresando la primera a la casa para dar la comida al pequeño antes de que el otro volviera guardándole la mejor comida. Dejábale hacer su gusto, pues le amaba tiernamente. Le amaba por sus palabras y modales alegres, por su fina cara redonda y por el mismo cuerpo sutil y flexible que su padre tenía. El hijo mayor caminaba ya encorvado por el duro trabajo y su mano era dura y lenta; pero el menor era rápido y atezado, de piel suave y ligero con los pies, como un gato joven.
El desmañado hijo mayor observó ese cálido amor que su madre tenía por su hermano y caviló sobre él. Recordaba todos sus días de trabajo y cuánto le había evitado a ella y le pareció que su madre era el ser más cruel que jamás viviera, sin reconocer lo que él había dado de su niñez por ella. Y, así, la amargura, concentrándose lenta y profundamente en su corazón, le hizo odiar a su hermano.