Capítulo XII

El día siguiente amaneció gris y quieto, con la inacabada lluvia del verano. El cielo oprimía el valle con su carga de lluvia y las colinas estaban ocultas. Pero la madre se levantó temprano y se preparó para llevar a la hija a la ciudad. No podía esperar un día más para hacer cuanto fuera posible por aquella hija suya. Había aguardado muchos días, dejando que se alargaran hasta convertirse en altos, pero entonces, en su nueva maternidad, purificada por las lágrimas, toda ternura y toda rapidez le parecían pocas a su corazón.

En cuanto a la niña, temblaba de excitación, mientras se peinaba el largo cabello y lo trenzaba con un cordón rojo, y se ponía un vestido nuevo, azul con flores blancas pues jamás habíase alejado de aquella aldea. Al arreglarse habló a los demás.

—Quisiera que mis ojos estuvieran claros hoy, para ver las cosas extrañas de la ciudad.

Pero al oír eso, el hijo menor repuso aguda e inteligentemente:

—Sí, pero si tus ojos estuvieran claros, no tendrías necesidad de ir.

Tan apropiada era la observación, que la niña sonrió como siempre hacía ante las agudezas de su hermano, pero nada contestó, pues no era rápida su lengua, sino lenta y suave, como todo en ella, y tras pensar un rato habló.

—Incluso así, preferirla tener claros los ojos y tal vez nunca ver la ciudad. Creo que preferiría tener los ojos claros.

Pero lo dijo después de tanto rato, que el hermano menor había ya olvidado sus propias palabras, pues era de temperamento impaciente y rápido siempre en pasar de una cosa a otra, en el juego o en las pequeñas tareas que hacía, y de los tres el más parecido a su padre.

La madre no escuchaba la conversación de los hijos. Se vestía y se preparaba para la jornada. Un momento permaneció vacilante ante un cajón abierto, del que sacó un paquete, mirando su contenido tras desenvolverlo. Eran las joyas y pensó: «¿Debo guardarlas o convertirlas en monedas?». Dudó un rato y después se dijo: «Cierto es que no puedo volver a llevarlas, siendo tenida por viuda, pero aunque no lo fuera tampoco podría soportar ponérmelas. Sin embargo, podría guardarlas para la boda de mi hija». Así se decía a sí misma, teniendo las joyas en la mano y sin apartar los ojos de ellas. Pero de pronto, al recordar, todo su ser tembló y anheló verse libre de ellas y de todos los recuerdos que pudieran traerle. «No, no las guardaré, mi hombre, podría regresar a casa y si me viera con joyas extrañas, no me creería al decirle que las había comprado yo misma». Con gesto decidido escondió el paquete en su seno y gritó a la niña, diciéndole que era ya hora de marchar.

Salieron solas a la calle y cruzaron la aldea dormida aún. La madre caminaba fácilmente, fuerte y como no lo había estado en mucho tiempo, alta la cabeza, llevando de la mano a su hija que se esforzaba en andar rápidamente también. Pero la niña ignoraba cuán poco podía ver. Por el conocido interior de la casa sus pies movíanse fácil y seguramente, y no sabía que se guiaba por el tacto y el olfato y no por la vista, pero la carretera era desconocida para ella, con bruscos altibajos que a menudo la hubiesen hecho caer de no haber sido por la mano de su madre.

Al ver esto, la madre asustose y su corazón quiso enfrentarse con aquel nuevo mal.

—Temo que haya esperado demasiado —exclamó temerosa—, pero jamás me dijiste que no podías ver y yo pensaba que era el agua de tus ojos lo que te cegaba.

—También yo creía ver bastante bien madre —sollozó la niña—, y creo que veo, sólo que esta carretera sube y baja mucho y tú vas más de prisa de lo que yo estoy acostumbrada.

Entonces la madre aminoró su paso y nada más dijo. Anduvieron más lentamente, excepto cuando se acercaban a aquella botica, pues en aquel momento la madre apresurose nuevamente sin darse cuenta de ello, en su ansiedad. Era aún temprano y fueron los primeros compradores. El vendedor de medicinas quitaba en aquel momento las tablas que cubrían las puertas de su tienda y lo hacía despacio, deteniéndose a menudo para bostezar y pasarse las manos por la cabeza, rascándosela con los dedos. Cuando levantó la mirada y vio a la campesina y a la muchacha de pie ante su mostrador, asombrose y preguntó:

—¿Qué queréis a una hora tan temprana? La madre señaló a la niña al contestar: —¿Tienes algún bálsamo para ojos como éstos? El hombre miró a la niña, y luego observó sus ojos bordeados de rojo, que casi no podía abrir, tan inflamados estaban.

—¿Cómo se le han puesto así? —inquirió.

—Al principio creíamos que era por el humo —repuso la madre—. Mi hombre ha muerto y yo tengo que hacer su trabajo en el campo, y la niña alimentaba a veces el fuego, cuando yo llegaba tan tarde a casa. Pero estos últimos años parece que debe ser otra cosa, pues he evitado que el humo la toque y es como si algún calor le quemara los ojos. No sé qué fuego puede ser, siendo como es doncella muy recatada y jamás está de mal humor.

Entonces el hombre movió la cabeza, bostezando nuevamente, hablando luego como con descuido.

—Hay muchos que tienen ojos así por un fuego que en ellos arde. Los fuegos son de varias clases y no hay bálsamo alguno para curar esa fiebre. Subirá y subirá. ¡Ay! No hay nada para curar estos ojos.

Esas palabras cayeron como hierro en los dos corazones que las escucharon. Pero la madre habló con voz rápida y baja.

—Pero puede haber…, debe haber algún médico en alguna parte. ¿Sabes de algún médico que no sea caro, pues nosotros somos pobres?

El hombre meneó lánguidamente la despeinada cabeza y fue a buscar una droga que guardaba en una cajita de madera, diciendo entretanto:

—Nada puede hacerla ver y esto lo sé porque he visto muchos ojos enfermos, y todos los días viene aquí gente con ojos como los de la niña, quejándose de una fiebre interior. ¡Ay! Incluso esos médicos extranjeros nada tienen que los cure, pues cortan los ojos y los abren y frotan la parte interior con piedras mágicas y murmuran runas y plegarias, los fuegos interiores suben y vuelven a quemar los ojos y nadie puede apagar ese fuego, pues arde dentro del asiento de la vida. Sin embargo, aquí tienes unos polvos refrescantes, pero que no pueden curar.

Sacó unos polvos amasados y en forma de granos, del color del trigo maduro, y los puso en el cañón de una pluma de pato, cerrando el otro extremo con sebo, diciendo:

—Sí, está ciega, ama de casa.

Al ver la expresión de la cara de la niña al oír esa noticia y que parecía tambalearse como quien ha recibido un fuerte golpe que no esperaba, añadió con cierta bondad:

—¿De qué sirve pensar? Es su destino. En alguna otra vida debió haber hecho alguna cosa mala, tal vez mirando algo que no debía ver y así recibió esta maldición. O tal vez su padre haya pecado, o tú misma, ama de casa. ¿Quién conoce el corazón? Pero sea como fuere, la maldición ha caído sobre ella y nadie puede cambiar la voluntad del cielo.

Bostezó otra vez, cumplido ya su acto de bondad, aceptando las monedas de cobre que la madre le entregaba, pasando después a alguna habitación interior.

—¡No está ciega! —replicó la madre, airada—. ¿Quién ha dicho jamás que unos ojos irritados volvieran ciegas a las personas? Los ojos de la madre de mi hombre estaban irritados cuando ella era niña, pero no murió ciega.

Salió rápidamente antes de que el hombre pudiera contestar, apretando la mano de la niña para calmar su temblor, y fue a un platero, pero no al de la otra vez, sacando de su seno el paquete que entregó al barbudo propietario de la tienda.

—Cámbiame esto por monedas —díjole en voz baja— pues mi hombre ha muerto y no puedo ponérmelo más.

Mientras el hombre pesaba las joyas para ver cuánto valían en monedas, la madre esperaba y la niña empezó a llorar dulcemente, apoyando la cabeza contra su brazo. Luego dijo, entre sollozos:

—No creo que esté ciega de verdad, madre, pues me parece ver algo brillante en la balanza y si fuera ciega no podría verlo, ¿verdad? ¿Qué es eso que brilla?

Entonces la madre supo que la hija estaba ciega ciertamente, o casi ciega, pues las joyas estaban a menos de dos pies de su cara.

—Tienes razón, hija —repuso ella, gimiendo interiormente—. Es una sortija de plata que no puedo llevar ahora y por eso la cambia por monedas que podamos utilizar.

Cuando esa nueva pena cayó sobre ella, la mujer no pensó en las joyas ni en su significado. No, sólo pensaba en que a pesar de su argentado brillo, su hija no podía verlas. El hombre las cogió y púsolas en la cajita donde guardaba brazaletes y sortijas y cadenas para niños y otras cosas igualmente bonitas, olvidando cuanto habían significado para ella, excepto que en aquellos momentos eran una cosa brillante, que su hija ciega no veía.

Había otra cosa que hacer y ella sabía que debía hacerla, si la niña había de quedar completamente ciega. Cogiéndola de la mano, salió, protegiendo con su cuerpo a la niña, pues las calles estaban atestadas de gente, y muchos iban a comprar y a vender, campesinos y hortelanos que colocaban sus cestas de hortalizas y legumbres, y pescadores que ponían sus bateas de pescado a lo largo de las paredes de las casas. La madre siguió caminando hasta llegar a cierta tienda; dejó a la niña junto a la puerta y entró sola, y cuando el vendedor se acercó para saber qué quería comprar, ella señaló una cosa.

—Eso —dijo.

Era un pequeño batintín[2] de latón, con una macita de madera, que los ciegos emplean en la calle, para avisar a los demás que no ven. El vendedor lo golpeó una o dos veces, para demostrar su valor antes de envolverlo. Al oír aquel sonido, la niña levantó la cabeza rápidamente, diciendo:

—Madre, hay un ciego aquí, pues oigo un sonido claro como una campana.

El vendedor rió fuertemente entonces, pues veía que la doncella era ciega y empezó a decir:

—No hay ninguno sino…

Pero la madre le dirigió tan irritadas palabras, que el hombre calló y le entregó rápidamente el batintín, mirándola como un tonto mientras se alejaba, sin saber qué hacer.

Emprendieron el camino de regreso entonces. La niña estaba contenta de volver a su casa, pues a medida que la mañana avanzaba, la ciudad llenábase de ruido y ajetreo y temerosos sonidos que ella nunca había oído y chillonas voces que regateaban. Empujándola rudamente personas a quienes no podía ver y ella caminaba despacio, poniendo los pies en el suelo con cuidado, sonriendo inconscientemente en su dolor. Pero la madre penaba amargamente en secreto y sostenía en la otra mano lo que había comprado, que es el signo que distingue a los ciegos.

Pero aunque tenía el batintín, no podía dárselo a la niña. No podía admitir que los ojos de su hija estuvieran completamente ciegos. Esperó todo aquel verano y volvieron a segar el grano y fue medido al nuevo agente que mandó el terrateniente, un hombre viejo esta vez, primo o pariente lejano. Y llegó el otoño, pero aún no podía la madre entregarle aquello a la niña. No, había algo que debía hacer, una oración, quizá, pues al ver diariamente a la niña ciega, la madre recordó lo que el boticario dijera: Quizás algún pecado de sus padres ¿Quién conoce el corazón?

Se dijo a sí misma que iría a un templo que conocía —no a aquel altar a la vera del camino, ni a aquellos dioses cuya cara había cubierto— sino a un templo lejano, unas buenas diez millas y más, donde había oído decir que había una diosa poderosa y buena que escuchaba a las mujeres, cuando rezaban amargamente.

La madre dijo a los dos hijos varones por qué iba y ellos tornáronse graves y se apenaron al saber lo que sucedía a su hermana.

—Desde hace mucho tiempo temía que algo malo le estaba sucediendo —dijo el hijo mayor, con su aspecto de hombre hecho.

—Y yo —exclamó el hijo menor, asombrado— jamás pensé que hubiera algo malo en sus ojos, pues estoy acostumbrado a verla siempre así.

Y la madre se lo contó también a la doncella.

—Hija, voy al templo, al Sur, donde está la diosa viva, que es la misma que dio el hijo a la esposa de Li el Sexto, cuando había sido estéril toda la vida y se acercaba ya al fin de su tiempo de concebir y su hombre se impacientaba y quería tomar una concubina, pues estaba muy irritado por su esterilidad. Ella fue y oró y luego tuvo un hermoso hijo.

—Bien lo recuerdo, madre —repuso la doncella—. Ella hizo dos zapatos de seda para la diosa y se los dio cuando nació el hijo. Sí, madre, ve de prisa, pues es ciertamente una diosa muy buena.

La madre se puso en camino sola, y todo el día luchó contra el viento que soplaba incesantemente aquel mes llevando el frío consigo, pues venía del desierto del Norte. Las hojas se marchitaban en los árboles y la hierba al borde del camino se secaba y todo moría. Pero más fuerte que el viento, más amargo, era el temor de la madre, asustada de que su propio pecado hubiera caído sobre su hija. Cuando, finalmente, entró en el templo, no vio lo grande y hermoso que era, con sus paredes pintadas de color de rosa y los dioses dorados y tampoco vio la gente que entraba y salía después de adorar. Entró rápidamente, buscando aquella diosa, después de comprar un poco de incienso junto a la puerta.

—¿Dónde está la diosa vida? —preguntó al primer sacerdote de hábito gris que encontró.

Entonces él, suponiendo por su aspecto que era una de las muchas mujeres que a diario acudían allí para pedir hijos, señaló con un fruncimiento de la boca hacia un oscuro rincón, donde había una vieja, pequeña y deslustrada diosa, sentada entre diosas menores, que la atendían. Allí fue la madre y esperó mientras una mujer postrada murmuraba sus oraciones, rezando por un hijo que no podía moverse y estaba en cama hacía ya varios años, según le dijo a la diosa, tan enfermo, que ni siquiera podía volver a engendrar un hijo. Y la mujer rezaba diciendo:

—Si hay en mi casa un pecado que no hemos expiado, dime, ¡oh, diosa!, si por ese pecado sufre él, y yo lo expiaré… ¡Lo expiaré!

Luego se levantó y alejose tosiendo y suspirando y la madre se arrodilló y recitó también su plegaria. Pero no podía olvidar la de la otra mujer y pareciole que la diosa la miraba ásperamente y que aquel rostro dorado permanecía impasible y sin conmoverse ante el alma pecadora que rezaba, cuyo pecado no había sido expiado.

Finalmente la madre se levantó y suspiró profundamente sin saber si su plegaria era válida, encendió el incienso y salió. Cuando hubo recorrido las diez millas y encontrose nuevamente ante la puerta de su casa, aterida y fatigada, se dejó caer en el taburete, contestando tristemente cómo había escuchado la diosa su plegaria.

—¿Cómo puedo yo saber cuál es la voluntad del cielo? No podía hacer más que recitar mi plegaria y esperar a que el cielo manifieste su voluntad.

Pero con todo su corazón deseó no haber pecado. Cuanto más lo deseaba, más se preguntaba cómo había podido hacerlo y todo su ser se erguía contra aquel hombre de cara suave y le odiaba por su pecado y porque ella no podía deshacer lo que había sido hecho. En aquella hora de profundo odio se curó de todo su calor y juventud y nunca más fue joven. Para ella no había ya en el mundo hombre alguno, sino tan sólo sus tres hijos, uno de los cuales estaba ciego.