En la noche de aquel mismo día, levantose el viento súbitamente y llegó como el rugido de un tigre de las distantes colinas y sopló las nubes fuera del firmamento, donde habían pendido pesadas y llenas de lluvia, desaparecida ya la argentada luz de sus bordes. Y una repentina lluvia cayó, apagando los calores de aquel día. Cuando finalmente desaparecieron las tinieblas, la aurora, pura y clara, aquietose, naciendo en un cielo gris y tranquilo.
Pero de aquella tempestad y de aquel frescor súbitamente llegó del cielo, por fin, la muerte de la vieja. Había dormido sentada demasiado tiempo, desnudo su viejo cuerpo para que el viento soplara sobre él cuando el sol se ocultó. Cuando la madre llegó a la casa a la anochecida, silenciosa, como si regresara de un honrado trabajo en el campo, encontró a la vieja en su yacija, presa de escalofríos y dolores.
—¡Algún mal espíritu se ha apoderado de mí, hija! —gritó—. ¡Algún viento malo ha caído sobre mí!
Gemía cuando alargó la mano, que la madre cogió, encontrándola seca y ardiente.
Casi se alegró de que así fuera. Casi complaciole que aquello apartara su mente de su propio corazón y de la dulce y maligna cosa que había hecho.
—Era un mal cielo negro —murmuró—, y casi estuve a punto de venir a casa para ver si estabas sentada bajo un cielo tan negro, pero pensé que observarías su color y te cobijarlas de él.
—Me dormí —gimoteó la vieja—. Dormí y dormí y todos dormíamos y cuando desperté el sol se había ido ya y yo estaba fría como la muerte.
Entonces la madre se apresuró a calentar agua para la vieja, poniendo en ella un poco de jengibre y hierbas, y la vieja lo bebió. Sin embargo, durante la noche creció su fiebre seca, y se quejó de que no podía respirar, porque algún diablo se sentaba sobre su pecho y le clavaba el cuchillo en los pulmones. Un rato después dejó de hablar y yació respirando fatigosamente con sus oprimidos pulmones.
La madre sentíase contenta de no poder dormir. Durante toda la noche complaciole tener que estar sentada junto a la yacija de la vieja para vigilarla y darle agua cuando gemía pidiéndola y cubrirla cuando se destapaba, gritando que le ardía el cuerpo, pera temblando a la vez. Afuera, la noche habíase tornado negra y grandes lluvias caían sobre el techo de bálago, penetrando en algunos lugares a través de él, por lo que la madre debió sacar la yacija de la vieja del rincón que ocupaba, y sobre la cama en que dormían los niños puso una estera de junco, para que el agua que se filtraba por el techo no la mojara. Sin embargo, alegrase de tener que hacer todas esas cosas y de estar ocupada toda la noche.
Cuando llegó el día, la vieja estaba peor. La madre mandó al hijo mayor a llamar al primo, y éste y la mujer del primo llegaron, y también algunos vecinos. Todos miraron a la vieja que casi no se daba cuenta de lo que a su alrededor sucedía, atontada por la fiebre y los dolores que sentía al respirar. Todos gritaron lo que debía hacerse y la madre apresurose a probar los remedios que le indicaban. Una vez recobró la vieja plenamente el sentido y viendo a aquella gente a su alrededor, habló, respirando penosamente:
—Un diablo se sienta sobre mi pecho y me oprime… Mi hora… mi hora.
La madre corrió a su lado y vio que la vieja quería decir algo, sin poder hacerlo, agarrando entonces la mortaja que llevaba, muy remendada, ya que era la misma de la que se había burlado, cada vez que la nuera le cosía un remiendo, diciendo que ella duraría más que aquella mortaja. Pero en aquel momento la agarraba con ambas manos y tiraba de ella, y entonces la madre inclinó la cabeza para oír el susurro de la vieja.
—Esta mortaja… remendada… mi hijo…
Todos se miraron, sin comprender el significado de aquellas palabras, pero el hijo mayor habló rápidamente.
—Yo la entiendo, madre. Quiere su tercera mortaja, la que mi padre dijo que mandarla, para ponérsela, pues siempre aseguró que la que ahora lleva duraría menos que ella.
La cara de la vieja se animó entonces débilmente, y cuantos estaban allí exclamaron:
—¡Qué animosa vieja! ¡He aquí una mujer valiente, que se pondrá su tercera mortaja, como dijo que haría!
Una muriente alegría se reflejó en la marchita cara de la vieja, que volvió a hablar entrecortadamente.
—No moriré hasta que esté hecha y…
Entonces se compró la tela apresuradamente. El primo se encargó de ello, cuando la madre dijo:
—Compra la mejor tela de algodón que encuentres, si tienes ahora la plata necesaria, y mañana yo te la pagaré.
La mujer había súbitamente dispuesto que la vieja tuviera la mejor mortaja que fuera posible adquirir y, aquella noche, cuando todos en la casa dormían, sacó la plata que había ocultado en el hoyo en el suelo, cogiendo la necesaria para que la vieja muriera contenta.
Entonces guardó el recuerdo de aquella hora en lo más recóndito de si misma, como si no quisiera pensar en ello, satisfecha de tener en qué ocuparse, pareciendo como si aquel oculto recuerdo le hiciera verter toda su bondad en los suyos. Durante dos noches no durmió, fatigándose voluntariamente. Tampoco se enfadó con sus hijos y fue muy amable con la agonizante vieja. Cuando el primo trajo la tela y la mujer la sostuvo para que aquellos murientes ojos la contemplaran, hablando en voz fuerte, pues la vieja volvíase más sorprendida y ciega a cada hora, díjole:
—¡Aguanta, vieja madre, hasta que la haya acabado!
—Sí… no moriré —repuso bravamente la agonizante, aunque casi no podía respirar ya, pues el aire que aspiraba penetraba penosamente en sus pulmones.
La madre se apresuró con la aguja y confeccionó la prenda con aquella buena tela, roja como el vestido de una desposada. La vieja la miraba desde su yacija, fijos los ojos en la tela, que parecía fulgir en el falda de la madre. No podía tragar ni comida ni bebida, ni siquiera la cálida leche humana que una buena mujer exprimió de su propio pecho, vertiéndola en una escudilla, puesto que algunas veces esa buena leche puede salvar a los agonizantes. Pero la vieja sosteníase sólo por el poco aire que aspiraba en sus pulmones, esperando.
La madre cosía y cosía y los vecinos le llevaban comida, para que no tuviera que cesar en su labor y siguiera cosiendo. En un día y parte de la noche la mortaja quedó terminada y el primo y la mujer del primo la admiraron y también uno o dos vecinos. Mientras tanto, la aldea estaba despierta, para ver si sería la madre o la muerte quien ganarla aquella guerra.
Pero finalmente la roja mortaja quedó terminada y el primo levantó el cuerpo de la vieja y la madre y la esposa del primo pasaron por las mangas aquellos flacos y marchitos brazos, oscuros y secos como viejas ramas de un árbol muerto. La vieja supo que todo terminaba ya. No podía respirar. Forzó una o dos ansiosas bocanadas de aire a sus agotados pulmones, abrió los ojos y sonrió con su boca desdentada, sabiendo que había vivido hasta ponerse su tercera mortaja, que era su mayor deseo, y luego murió triunfalmente.
Sin embargo, cuando hubo transcurrido el día del entierro y no había ya necesidad de afanarse, la madre seguía haciéndolo ansiosamente. Trabajaba la tierra sin descansar, gritando cuando el hijo mayor quería hacer algo que ella había empezado ya.
—¡Ya lo haré yo! Echo mucho en falta a la vieja madre, más de lo que nunca pensé y me reprocho no haber regresado a la casa aquel día, para ver si ella estaba abrigada, cuando llegó la tempestad y el sol desapareció.
Todos en la aldea creían que penaba por la muerte de la vieja, culpándose a sí misma, y muchos la alababan por su dolor.
—¡Qué buena nuera la que se lamenta así! Y la consolaban, diciéndole:
—No te aflijas, ama de casa. Ella era muy vieja y su vida acabó, pues cuando llega para nosotros la hora que nos ha sido fijada ya antes de que sepamos caminar o hablar, de nada sirve lamentarnos. Tú tienes a tu hombre vivo aún y a tus dos hijos varones. No te aflijas, ama de casa.
Pero a ella le era conveniente tener motivos para ocultar su temor y su melancolía. Tenía motivos para sentirse temerosa, y mientras trabajaba duramente la tierra, intentaba sacar de su corazón el miedo que había estado escondido allí, desde aquella hora antes de la tormenta. Sentíase contenta aquellos días por haber estado tan ocupada, contenta incluso por la muerte de la vieja y decíase a sí misma, pesadamente: «Es mejor que la vieja haya muerto y no pueda saber lo que vendrá si ha de venir».
Pasó un mes y se asustó. Dos meses pasaron, y luego tres, y llegó la época de la cosecha. El grano fue trillado, y lo que pretendía ocultarse a si misma todos los días, trabajando incesante y duramente, se convirtió en certeza. No había ya duda alguna, y supo que le había sucedido lo peor, a ella, madre de hijos, ama de casa honrada en su aldea y entonces maldijo el día de la tormenta y sus propios y estúpidos calores. Bien debió saber que con su cuerpo cálido y abierto y expectante, como lo estuviera, y con el corazón roído por aquella hambre, aquél habría de ser uno de los momentos fructíferos. Y el cuerpo del hombre, también tan fuerte y lleno de su propia fuerza… ¿Por qué pudo pensar que habría de ser de otra manera?
Presentábase una extraña maternidad que había de ser secreta y esperaba con desaliento en la soledad de la noche mientras los niños dormían. Ni siquiera podría demostrar el malestar que le causara. Extraño era que cuando gestaba los hijos de su hombre no se sintió enferma nunca, mientras que entonces devolvía la comida tras haber ingerido el primer bocado. Era como si aquella simiente en sus entrañas fuera tan fuerte y lozana, que crecía como una mala hierba, haciendo implacablemente lo que se le antojaba con su cuerpo, y ella no podía dejar traslucir el menor indicio.
Noche tras noche sentábase en la cama, demasiado molesta para yacer en ella, y en su interior gemía: «¡Ojalá volviera a estar sola y no tuviera esa cosa en mí! ¡Ojalá estuviera sola como antes, y me sentiría satisfecha!». Y a menudo pensaba que se ahorcaría del poste de la cama, pero no podía hacerlo. Estaban sus buenos hijos y ella contemplaba su rostro mientras dormían, y no podía hacerlo. Tampoco soportaba el pensamiento de que los vecinos escudriñarían su cuerpo muerto tratando de averiguar por dónde escapó la vida. Nada podía hacer, sino seguir viviendo.
Sin embargo, a pesar de todo ese dolor, la mujer no estaba curada de su deseo por el hombre de la ciudad, aunque a menudo le odiaba al mismo tiempo que le anhelaba. Parecía como si él hiciera presa en ella mediante aquel secreto que crecía en sus entrañas. Arrepentíase de haber cedido a él, a pesar de lo cual suspiraba por el hombre a menudo, de día y de noche. En su vergüenza y su deseo de habérsele resistido, suspiraba por él. Pero le abochornaba buscarle y temía ser vista. Sólo podía esperar a que él llegara, porque le parecía que si iba tras él estaría ciertamente perdida, convirtiéndose después en algo que cualquier hombre podría utilizar.
Pero sucedió algo extraño. Para el hombre ella había terminado. No llegó aquel verano sino en su momento preciso, cuando el grano estaba trillado ya y llegó duro y discutidor como solía ser, exigiendo su medida de grano.
—¿En que le habremos irritado, madre, a él que fue tan bueno con nosotros el año pasado? —exclamó el hijo mayor, sorprendido.
Y la mujer contestó con tristeza:
—¿Cómo puedo yo saberlo?
Pero lo sabía. Cuando él no quiso ni siquiera mirarla, lo supo.
Ni siquiera el día de la fiesta de la cosecha quiso él mirarla, aunque ella se lavó, peinose el cabello y lo alisó con aceite, poniéndose después ropas limpias y su único par de medias y los zapatos que confeccionó para el día del entierro de la vieja. Así dispuesta y con las mejillas coloreadas por enfermiza esperanza y apocamiento, y brillantes los ojos por sus desesperados temores secretos, se apresuró al lugar de la celebración, ocupándose ante él con los preparativos de la fiesta, hablando con todo el mundo y esforzándose por aparecer alegre. Las mujeres miraban asombradas sus flamantes mejillas y su risa, en ella que acostumbraba ser tan recatada cuando había hombres.
Pero a pesar de todo eso, el hombre no la miró. Bebió del nuevo vino de arroz y al probarlo gritó a los campesinos:
—Llevaré un par de jarras para mí, si podéis dármelas, amigos. Tapadlas bien para que el vino no pierda su dulzor.
Pero en ningún momento la miró y si ella se acercaba, los ojos del hombre la miraban con indiferencia, como si fuera la mujer de algún campesino, cuyo nombre ni siquiera conociera.
La mujer no supo soportarlo; aunque sabía que debiera alegrarse de que él no la quisiera ya, su actitud le era intolerable. Regresó a su casa durante la fiesta y sacó de su escondrijo las joyas que él le había regalado, temblando al hacerlo. Se puso los aretes en las orejas, después de quitarse los alambres que durante años llevara para evitar que se le cerraran los agujeros, y en sus dedos fuertes lució las sortijas. Regresó al lugar de la fiesta, queriendo que él la viera una vez más y para lograrlo situose delante de las mujeres que servían a los hombres. La viuda murmuradora estaba entre ellas, alegre con sus zapatos nuevos.
—¡Ahí estás tú, ama de casa! —exclamó—. Veo que te has comprado verdaderamente las joyas y que las llevas puestas, aunque tu hombre no ha regresado todavía.
Habló en voz tan alta que todas las mujeres miraron a la madre y rieron, y los hombres volviéronse, sonriendo al ver la alegría de las mujeres.
Entonces el agente, al oír las risas y las agudezas dirigidas a la mujer, levantó la mirada descuidada y altaneramente, masticando al mirar, pues tenía la boca llena de comida.
—¿Qué mujer es? —preguntó con desgana, pero en voz lo bastante alta para que ella le oyera.
Y sus ojos se posaron en la cara sonrojada, apartándose de ella después, como si jamás la hubiera visto, mirando nuevamente su escudilla. Y la mujer, sintiendo que el calor le desaparecía de la cara demasiado aprisa, abriose paso entre las otras y alejose corriendo y todos rieron al verla avergonzada ante sus bromas.
Desde aquel día la madre evitó a las demás mujeres y permaneció sola con sus hijos, escondiendo lo que en ella crecía. Sin embargo, meditaba, de día y de noche, lo que habría de hacer. Trabajaba como siempre había hecho, almacenando el grano y disponiéndolo todo para el invierno, y cuando llegó la fiesta de otoño, y la aldea la celebró y en todas las casas había jolgorio y la calle estaba alegre y las gentes se regocijaban por tener abundante grano y comida, la madre a pesar de que en ella no había gozo alguno, hizo también unos pequeños pasteles para sus hijos. Cuando la luna se levantó la noche de la fiesta, comieron los pasteles en la era y bajo el sauce, mientras la luna llena brillaba casi tanto como el sol.
Pero comieron gravemente, como si los hijos sintieran la falta de alegría de la madre y la suya propia, y finalmente el hijo mayor habló con solemnidad:
—Algunas veces creo que mi padre debe haber muerto, porque nunca viene.
Entonces la madre se sobresaltó.
—¡Mal hijo es quien habla de la muerte de su padre! —exclamó.
Pero al hijo mayor se le había ocurrido algo.
—A veces pienso ir en busca de mi padre. Quizá lo haga cuando hayamos segado el trigo este año, si me das un poco de plata. Puedo sujetarme las ropas de invierno a la espalda, en caso de que tarde en encontrarle.
La madre asustose entonces y habló para desanimar a su hijo.
—Come otro pastel, hijo, y espera otro año más. ¿Qué haría yo si tú partieras y tampoco regresaras? Espera hasta que el hijo menor sea lo bastante grande para ocupar tu lugar.
Pero el hijo menor gritó con decisión, como cuando tenía un capricho:
—¡Mi hermano va, yo también iré!
Y frunció los labios, mientras miraba irritadamente a su madre. Entonces la madre volviose hacia el hijo mayor.
—¿Ves lo que haces al decir tales cosas? —observó en tono de reproche—. Ahora tu hermano también piensa en marchar.
Tras estas palabras, no quiso volver a oír hablar de aquel asunto.
Pero el pensamiento quedó aferrado a su mente, y después lo meditó. Hacía ya cinco años que estaba sola. Cinco años… Si su hombre hubiese pensado en regresar, lo hubiera hecho ya. Cinco años. Debía haber muerto… Seguramente era viuda ahora y lo había sido durante algunos años, sin saberlo. Y el agente del terrateniente no estaba casado. Ella era viuda y él no estaba casado, pues le había oído decir que su esposa murió el año anterior, pero entonces no había prestado atención a aquello, pues, ¿qué podía importarle, si ella no era viuda entonces? Si, seguramente era viuda.
Aquella noche contempló la luna suspendida en lo alto del firmamento, mientras los niños dormían y todo estaba silencioso en la aldea, excepto por algún perro que ladraba a la enorme luna. A cada momento que pensaba en ello parecíale que debía ser viuda. Y si lo era…, si se casara tan pronto como él dijera, ¿sería lo bastante pronto?
Aquella idea se afirmó en ella de la forma más extraña. El hijo mayor no quería olvidar sus planes y se afanaba arando los campos y sembrando el trigo, dispuesto a partir en busca de su padre el mismo día en que diera fin a aquellos trabajos. Casi tan alto como su padre era entonces el hijo mayor, ágil y fuerte como el bambú e igualmente sutil. Había pasado ya la edad en que sus ideas podían ser refutadas. Era de naturaleza reposada y terca y no olvidaba jamás un plan trazado.
—Déjame ir ahora en busca de mi padre —dijo—. Dame el nombre de la ciudad donde vive y de la casa donde trabaja.
—Quemé las cartas, y ahora deberemos esperar hasta que llegue el año nuevo y él vuelva a escribir —repuso la madre, desesperada, para aplazar la ejecución de aquella idea de su hijo.
—¡Pero dijiste que lo sabías!
—Eso pensaba yo —contestó ella apresuradamente—, pero con una cosa y otra y con la muerte de la vieja madre lo he olvidado. Cuando la vieja madre estaba muriendo, yo le hubiese mandado una carta a tu padre y no pude hacerlo, porque lo había olvidado.
El hijo mayor mirola entonces con reproche, como si no la creyera, y la madre gritó irritada:
—¿Cómo podía yo saber que querrías marchar y dejarme todo el trabajo a mí, ahora, cuando empiezas a ser de alguna utilidad? Jamás pensé que abandonarías a tu madre y sé que una carta llegará por Año Nuevo, como siempre ha llegado.
Así tuvo que conformarse el hijo mayor por el momento, y enfurruñose, pues estaba decidido a ir en busca de su padre. Casi no le recordaba, pero parecíale que las memorias que de él tenía eran de un nombre alegre y bueno, por lo que el muchacho le echaba mucho en falta, pues aquellos días no amaba mucho a su madre porque siempre parecía irritada con él e incapaz de comprender sus palabras, y el hijo mayor quería a su padre.
Finalmente la madre no supo qué hacer, pero pensó que debía discurrir algo rápidamente, pues si el hombre no escribía efectivamente por Año Nuevo, el muchacho volvería a su idea y tarde o temprano ella tendría que contarle la verdad. ¿Cómo podría entonces hacerle comprender que lo que al principio sólo fue una pequeña mentira para salvar su orgullo de mujer, había ido creciendo y afirmando sus raíces en los años y era muy difícil de cambiar?
Intentó consolarse nuevamente a sí misma, diciéndose que el hombre debía haber muerto. ¿Quién había sabido jamás de un hombre que no regresara a su tierra y a sus hijos y a su viejo hogar, si vivía aún? Había muerto. Estaba segura de ello y, al repetírselo a sí misma tantas veces, la firmeza de su convicción se apoderó de su corazón y le creyó muerto, no necesitándose sino un signo exterior para satisfacer al hijo mayor y a la aldea.
Una vez más fue a la ciudad, buscando a un nuevo escritor de cartas, a quien jamás había visto antes.
—Escribe a la esposa de mi hermano y dile que su hombre ha muerto —suspiró al dirigirse a él—. ¿Cómo murió? Fue sorprendido en una casa incendiada, pues aquélla donde vivía se quemó al derribar un esclavo una lámpara encendida. Y el fuego le mató mientras dormía e incluso sus cenizas se han perdido y su cuerpo no puede ser enviado a su casa.
Y el hombre escribió el nombre de la madre como si fuera el de la hermana y ella le dio un nombre falso, como si fuera una persona extraña quien mandaba la carta para comunicar la noticia. Por un poco de plata el hombre escribió el nombre de una ciudad que no era aquélla, pensando que había algo raro, pero lo dejó pasar, pues nada le importaba a él y ella le había pagado su silencio.
Así se salvó la mujer. Pero no podía esperar para acabar su salvación. No; tenía que hacer que el agente del terrateniente lo supiera, de alguna forma, y fue de un lugar a otro, preguntando dónde vivía el agente, pues tenía que ser indudablemente conocido. Corrió a donde le dijeron y le pareció que los dioses eran buenos con ella aquel día y la ayudaban, pues le vio solo y se acercó a él en la puerta de su casa, cuando el hombre se disponía a entrar. Entonces ella gritó y le puso una mano en el brazo y el hombre fijó sus ojos en ella, primero, y en la mano después.
—¿Qué sucede, mujer? —preguntó.
—Señor, he enviudado —susurró ella—. Este mismo día he sabido que he enviudado.
El hombre sacudió la mano de la mujer, posada en su brazo.
—¿Qué me importa? —exclamó en voz alta. Y cuando ella le miró dolorosamente, añadió, con rudeza—: ¡Te pagué! ¡Te pagué muy bien!
De pronto, alguien a quien el agente conocía gritó desde la calle.
—¿Qué es eso, buen amigo? ¡Bonita y lozana es el ama de casa que te coge del brazo!
Pero el agente contestó, casi sin levantar sus pesados párpados.
—Si, si te gustan las bastas y atezadas —dijo fríamente—. Yo las prefiero de otra clase. Y siguió su camino.
Ella quedó delante de la casa, aturdida y avergonzada, sin comprender nada. Pero ¿cómo la había pagado él? ¿Qué le había dado? Y de pronto recordó las joyas. ¡Ésa era su paga! Si, con aquellas pobres joyas librábase de lo que había hecho.
¿Qué podía hacer ella, entonces, ella, que nada sabía? Regresaba a su casa caminando de prisa, con el corazón muerto, diciéndose una y otra vez; «No es momento de llorar. La hora en que yo pueda llorar no ha llegado aún». Y no dejó que las lágrimas asomaran a sus ojos, no, sino que las contuvo en su ser, abundantes y trémulas, sin querer derramarlas. Silenció su corazón durante uno o dos días, hasta que llegó la noticia, la carta que ella misma había mandado y se la llevó al hombre que las leía en la aldea, diciéndole en tono firme al alargársela:
—Temo que traiga malas noticias, tío. Ha llegado fuera de tiempo.
Entonces el hombre la cogió y la leyó, sobresaltándose.
—Son malas noticias, ama de casa —exclamó—. ¡Prepárate!
—¿Está enfermo? —preguntó ella, con voz firme. El viejo dejó la carta, quitose las antiparras, y contestó solemnemente, mirándola:
—¡Muerto!
La madre se cubrió la cabeza con el delantal entonces y lloró. Si, ya podía llorar y lo hizo, como si ciertamente supiera que su hombre había muerto. Lloró por todos los años de soledad y porque su vida había sido tan retorcida y triste. Lloró porque su destino había sido tan malo y el hombre habíala abandonado. Lloró porque no osaba traer al mundo al hijo que tenía en sus entrañas y finalmente lloró porque era una mujer burlada. El llanto que había temido dejar que la arrasara, por miedo de que sus hijos o sus vecinos lo observaran, fluyó libremente, pues nadie podía saber cuáles eran las causas por las que lloraba.
Las mujeres de la aldea corrieron a consolarla cuando supieron la noticia, y le dijeron que procurara no enfermar con tanto llanto, pues tenía sus propios hijos todavía, dos buenos muchachos, y fueron en busca de ellos para que sintiera consuelo al verlos. Los dos muchachos permanecieron junto a su madre, silencioso el mayor y pálido como si hubiese enfermado súbitamente, y llorando el menor, porque su madre lloraba.
De pronto, entre aquella confusión oyose un alarido y un llanto más fuerte que el de la madre. Era la viuda murmuradora, a quien súbitamente aplastó la pena que la rodeaba. Grandes lágrimas le caían por las mejillas.
—¡Mírame, pobrecilla! —gritaba—. ¡Lo mío es más doloroso que lo tuyo, pues yo no tengo hijo alguno! ¡Soy más digna de lástima que tú, más que cualquier otra mujer!
Su vieja pena apoderose nuevamente de ella, asombrando a todas las mujeres, que se volvieron para consolarla. Y entonces la madre regresó a su casa, seguida por los dos hijos, Llorando al caminar, pues no podía contener su llanto. Se sentó en el umbral de su puerta y lloró y el hijo mayor también lloró algo entonces, silenciosamente, secándose las lágrimas con el dorso de la mano; y el pequeño lloró asimismo, sin comprender lo que significaba que el padre muriera, puesto que no podía recordarle. Y la niña lloró y se oprimió los ojos con las manos.
—Debo llorar porque mi padre ha muerto —decía—. Las lágrimas me queman, pero debo llorar por mi padre muerto.
Pero la madre no podía poner fin a su llanto y supo que no podría hacerlo hasta que hiciera lo que debía. Por el momento contuvo sus lágrimas y consoló algo a sus hijos con su propio silencio, mientras pensaba lo que haría.
Imaginaba que no había para ella otro camino que la muerte, aunque ciertamente le quedaba otro: arrancar de su cuerpo aquella vida anhelante que en él sentía crecer. Pero no podía hacerlo sola. Alguien debía ayudarla y nadie había a quien pudiera dirigirse, excepto la mujer del primo. Mucho deseaba la madre no tener que decir a nadie lo que debía hacer, pero ignoraba cómo podría hacerlo sola. La esposa del primo era un ser rudo y bueno, que conocía la tierra y a las hombres y el cuerpo terrenal de la mujer fértil, que debe fructificar de alguna forma. Pero ¿cómo decírselo?
Sin embargo, fue fácil; uno o dos días más tarde las dos mujeres estaban solas, en un sendero, hablando, pues habíanse encontrado accidentalmente.
—Prima, come y deja que tu pena cese —dijo la esposa del primo con su voz fuerte y bondadosa—, pues juro que tu cara es tan amarilla como si tuvieras gusanos en el cuerpo.
El pensamiento acudió entonces a la mente de la madre, y ella habló, en voz baja y amarga.
—Ciertamente hay un gusano en mí, que me come la vida.
Y cuando la mujer del primo la miró con asombro, la madre se llevó la mano al vientre, y habló, vacilante.
—Algo crece en mí, prima —dijo—, pero no sé lo que puede ser, a menos que sea un viento malo de alguna clase.
—Déjame verlo —repuso la mujer del primo.
La mujer se abrió el vestido y la mujer del primo puso la mano donde el vientre había empezado a hincharse.
—¡Cómo, prima! —exclamó asombrada—. ¡Parece como si hubiera un niño aquí y si tuvieras esposo, diría que eso es lo que tienes!
Entonces la madre calló y bajó la cabeza, avergonzada, y no podía levantar los ojos. La prima observó un movimiento en el vientre y gritó asustada.
—¡Juro que es un niño! Pero ¿cómo puede ser, a menos que haya sido concebido por un espíritu, puesto que tu hombre ha estado ausente tantos años? Sin embargo, he oído decir que esto sucede algunas veces a ciertas mujeres y que en los tiempos viejos ocurría a menudo, si ellas eran de naturaleza santa, que los dioses bajaran y las visitaran. Pero tú no eres ninguna gran santa, prima, sino una muy buena mujer, a quienes todos respetan, aunque a veces te irritas y eres de naturaleza viva. ¿Has sentido alguna vez la visita de un dios?
Hubiérale gustado entonces a la madre decir otra mentira, y anhelaba asegurar que había realmente sentido la visita de un dios cierto día, al encontrarse en un altar al borde del camino, para protegerse de una tormenta, pero cuando abrió los labios para dar forma a esa mentira, las palabras no salieron de su boca. En parte asustábale proferir semejante falsedad de aquel viejo dios cuya cara cubrió, y en parte sentíase tan cansada y triste que no podía seguir mintiendo más. Levantó la cabeza y miró tristemente a la mujer del primo. La sangre afluyó a sus pálidas mejillas, formando dos rosetas en ellas. Hubiera dado la mitad de su vida con tal de haber podido decir una mentira convincente; pero no podía hacerlo. Y la buena mujer que la miraba comprendió cómo había sido y no le hizo pregunta alguna acerca de ello, limitándose a decir:
—Cúbrete, hermana; no vayas a coger frío. Las dos caminaron un rato en silencio.
—Nada importa quien lo engendró —dijo finalmente la madre— y nadie jamás lo sabrá. Si tú me ayudas en esto, prima y hermana, cuidaré de ti mientras haya vida en mi cuerpo.
—No he vivido tan pocos años que no haya jamás vista a una mujer librarse de algo que no quería —murmuró la esposa del primo.
Por vez primera la madre entrevió una leve esperanza.
—Pero ¿cómo…? Pero ¿cómo…?
—Hay que comprar algunas cosas, si se tiene el dinero para ello —prosiguió la esposa del primo—, medicinas fuertes que a veces matan a la madre y al hijo y siempre es más duro que el nacimiento, pero si tomas bastante, servirá.
—Que me mate, con tal de que mate también a esa cosa —repuso la madre— y evite el conocimiento a mis hijos y los demás.
Entonces la mujer del primo miró fijamente a la madre y se detuvo.
—Sí, prima —dijo—, pero ¿volverá a sucederte eso, ahora que tu hombre ha muerto?
—¡No! —exclamó angustiada—. Juro que me arrojaré al estanque para enfriarme si vuelvo a sentir tanto calor como en el verano.
Aquella noche sacó del hoyo en el suelo la mitad de la plata que allí guardaba y, cuando se presentó la oportunidad, se la dio a la esposa del primo, para comprar las medicinas.
Una noche, cuando todo fue comprado y la infusión estuvo preparada, la esposa del primo llegó en la oscuridad y susurró a la madre:
—¿Dónde lo beberás? No puede ser en ninguna casa, pues se producirá mucha sangre.
La madre recordó entonces el templete junto al camino, y lo solitario que estaba, pues pocos caminantes había entonces, y ninguno por la noche. Las dos mujeres fueron allí y la madre bebió la infusión, echose después en el suelo y esperó.
Al poco rato la medicina le causó dolores tan grandes como jamás había sentido y creyó morir. A medida que se aumentaba aquella agonía, lo olvidaba todo menos el dolor, pero a pesar de él recordó que no debía gritar para aliviarlo, ni tampoco osaron encender antorcha ni luz alguna, para evitar que incluso de lejos pudiera verse un desacostumbrado resplandor en aquel templete.
No. La madre tenía que aguantar el dolor lo mejor que pudiera. El sudor le cubría el cuerpo como si fuera lluvia, y ella era insensible a todo, excepto a aquel terrible atenazamiento, como si alguna fiera quisiera arrancarle las entrañas, pareciendo que se las arrancaban. Y lanzó un grito.
Entonces la prima se acercó con una esterilla en la mana y recibió lo que había que recibir, tocolo y murmuró tristemente:
También hubiera sido un niño. Eres una madre afortunada, que tienes tantos hijos en tus entrañas.
Pero la madre gimió al contestar.
—No habrá ningún otro ya.
Luego se echó en el suelo y descansó un poco. Cuando pudo caminar regresaron a la casa, apoyándose la madre en el brazo de la esposa del primo, conteniendo sus gemidos. Cuando pasaron junto a un estanque, la prima arrojó a él la esterilla enrollada.
Durante varios días la madre permaneció en cama, débil y enferma. La prima le ayudaba en lo que podía, pero ella permaneció medio enferma todo aquel invierno, siendo una tortura levantar una carga y llevarla al mercado, como había de hacer de vez en cuando. Sin embargo, algunos días sentíase mejor y se levantaba y se sentaba un rato al sol. Llegó la primavera y sintiose algo mejor, pero no como antes, y, a menudo, cuando la prima le llevaba un plato apetitoso para excitarla a comer, la madre se llevaba la mano al pecho.
—Parece como si no pudiera tragar —decía—. Tengo algo pesado aquí. Mi corazón pende entre los pechos tan pesado y lleno, que no puedo tragar. Parece lleno de un dolor que no puedo aliviar llorando. Si pudiera llorar una vez hasta el fin, sé que volvería a estar bien.
Así se lo parecía, pero no podía llorar. Durante la primavera no pudo llorar, ni tampoco trabajar como acostumbraba y el hijo mayor se esforzó en hacer lo que debía ser hecho, y el primo ayudó de lo que podía. La madre no podía ni llorar ni trabajar.
Así fue hasta que llegó el día en que la cebada estuvo barbuda. Ella estaba sentada al sol, inquieta, no habiéndose peinado el cabello aquella mañana, por lo muy entristecida que estaba. De pronto oyó un sonido de pasos y, cuando levantó la mirada, vio al agente del terrateniente. El hijo mayor se acercó a él.
—Señor, mi padre ha muerto y yo ocupo su lugar, pues mi madre ha estado enferma durante varios meses. Debo ir contigo para calcular la cosecha, si tienes tiempo para ello, pues mi madre no puede hacerlo.
Entonces el hombre, aquel hombre de la ciudad, de cabello liso, sin vello en el labio superior, miró a la mujer con aire preocupado y supo lo que le había sucedido. Y ella supo que él lo había comprendido. Agachó la cabeza, en silencio. Pero el hombre habló descuidadamente.
—Vamos, muchacho.
Y los dos se alejaron, dejándola sola.
Ella supo entonces que nada podía esperar de aquel hombre, pero ya no lo deseaba, pues su cuerpo había estado débil durante mucho tiempo. Pero verle aquella vez fue el último toque que necesitaba. Sintió que de alguna forma se derretía el nudo que había en su corazón y que las lágrimas fluían a sus ojos. Entonces se puso en pie y anduvo por un pequeño sendero poco utilizado, que cruzaba los campos hasta una tumba solitaria de algún hombre o mujer, tan vieja ya que nadie sabía quién yacía en ella, y se sentó allí, en el herboso montículo, esperando. Y finalmente, lloró.
Primero las lágrimas afluyeron a sus ojos lentas y amargas y libremente poco después. Entonces apoyó la cabeza en la tumba y lloró como hacen las mujeres cuando sus corazones están demasiado llenos de pena y su vida está perdida y nada les preocupa, excepto aliviar su corazón porque la vida es demasiado pesada para ellas. Llevado por la brisa, el sonido de su llanto llegó incluso hasta la aldea y al oírlo las madres en las casas y las esposas se miraron las unas a las otras, diciendo suavemente:
—Dejadla llorar, pobrecilla, y que se sosiegue. Durante esos meses de viudedad no ha conocido el reposo. Decid a sus hijos que la dejen llorar.
Y la dejaron llorar.
Pero después de mucho llorar, la madre oyó un suave rumor junto a ella y, al levantar la mirada en la penumbra, pues había llorado hasta que el sol se ocultó, vio acercarse a su hija, que caminaba tanteando el camino por el sendero, exclamando al acercarse:
—¡Oh, madre! La esposa del primo dijo que te dejáramos llorar hasta que te sosegaras. ¿No te has sosegado todavía, después de tanto llorar?
La madre miró a la niña y suspiró. Luego enderezó el cuerpo, alisose el cabello, secose los hinchados ojos y se puso en pie, mientras la niña alargaba la mano, buscando la de su madre, cerrando los ojos para protegerse del rojizo brillo del atardecer.
—Quisiera no tener que llorar nunca —dijo la niña—, porque cuando lloro los ojos me arden.
Al oír estas palabras la madre pareció volver en sí, sintiéndose súbitamente limpia. Sí, aquellas palabras, pronunciadas al fin de semejante día, aquella mano infantil que la buscaba, la hicieron salir de la desesperación en que había vivido durante muchos meses. Fue madre nuevamente y miró a su hija.
—¿Están tus ojos peor, hija mía? —gritó.
—Creo que estoy como siempre estuve —repuso la niña—, excepto que la luz parece producirme más escozor no veo las caras tan claras como antes. Y ahora que mi hermano ha crecido tanto nunca sé si eres tú o él quien se acerca, a menos que os oiga hablar.
Entonces la madre, llevando tiernamente a su hija de la mano, gimió para sí misma: «¿Dónde he estado yo todos estos días?», y en voz alta añadió:
—Hija, mañana, cuando el día amanezca, iré a comprar algún bálsamo que te ponga los ojos bien, como siempre dije que haría.
Aquella noche a todos les pareció como si la madre hubiera regresado de algún lejano lugar y volviera a ser la misma de siempre. Puso las escudillas llenas de comida en la mesa, con el rostro pálido y demacrado, pero tranquila y llena de desmayada paz. Miró a cada uno de sus hijos como si no les hubiese visto en un año o dos y, fijando los ojos en el menor, dijo:
—Hijo, mañana lavaré tu vestido. No había visto lo sucio y desgarrado que está. Eres un muchacho demasiado guapo para ir tan negro como vas, siendo yo tu madre. —Y volviéndose al mayor añadió—: Me dijiste el otro día que te habías cortado en un dedo y que te dolía. Déjamelo ver.
Cuando le hubo lavado la mano y tras colocar aceite en la herida, siguió hablando.
—¿Cómo te lo hiciste, hijo?
El hijo mayor abrió los ojos sorprendido.
—Ya te dije, madre, que me había cortado al afilar la hoz en la piedra, para que estuviera preparada cuando llegue el momento de segar la cebada.
Y ella apresurose a responder:
—Sí, ahora recuerdo que me lo dijiste.
En cuanto a los hijos, no alcanzaban a comprender lo que había sucedido, pero de pronto sintieron que volvía a haber calor en la casa, y que ese calor parecía emanar de su madre. Se sintieron entonces alegres y le hablaron de una y otra cosa.
—Tengo una moneda de cobre que he ganado hoy jugando a cara y cruz en la calle —dijo el hijo menor—. Siempre gano yo, pues tengo mucha suerte.
La madre le miró con avidez, viendo el hermoso hijo que tenía. Mientras se maravillaba de no haberlo visto hacía mucho tiempo, le contestó con súbito amor:
—Buen muchacho eres, que guardas la moneda y no la tiras comprando un caramelo.
Al oír estas palabras, el hijo menor turbose.
—Pero sólo la guardo hoy, madre, pues había pensado comprar el caramelo mañana y no tengo necesidad de guardar la moneda, porque puedo ganar otra casi cada día.
Después de hablar, esperaba que su madre le regañara, pero ella le contestó suavemente:
—Cómpralo, hijo, que tuya es la moneda.
Entonces el hijo mayor habló lo que tenía que decir.
—Madre, tengo una cosa curiosa que decirte. Hoy, cuando el agente del terrateniente y yo estábamos en el campo, me dijo que era el último año que vendría a la aldea, pues marcha a probar suerte a otra parte. Dijo que estaba ya cansado de recorrer caminos y de los campesinos y de sus esposas. Que siempre era lo mismo, año tras año, y que iba a una lejana ciudad.
Esto oyó la madre y casi no respiró mientras lo oía, sentada sin moverse y mirando al muchacho a la temblorosa luz de la vela que aquella noche había encendido, colocándola encima de la mesa. Luego, cuando el muchacho hubo hablado, esperó un instante para dar tiempo a que las palabras penetraran en su corazón. Y penetraron en él, como la lluvia en la sedienta tierra.
—¿Eso dijo, hijo mío? —preguntó después con voz cálida, añadiendo seguidamente—: Pero ahora debemos dormir y descansar, pues mañana, cuando nazca el día, iré a la ciudad para comprar bálsamo para los ojos de vuestra hermana y ponerla bien.
Su voz era entonces llana y tranquila, y cuando el perro se acercó, pedigüeño, le alimentó bien, y el animal comió feliz y sorprendido, tragándolo todo apresuradamente y suspirando de contento cuando estuvo lleno.
Aquella noche la madre durmió. Todos durmieron y el sueño les cubrió, a la madre y a los hijos, profundo y lleno de nuevas fuerzas.