Capítulo X

No volvió a ver al hombre durante toda la primavera, aunque le recordaba. No le vio hasta un día a principios de verano, cuando el trigo estaba ya débilmente dorado y ella hubo sembrado el arroz en viveros y había brotado ya, nuevo y verde, en pequeños bloques de jade cerca de la casa, donde la vieja abuela podía vigilarlo, para protegerlo de los voraces pájaros que gustaban picotear sus tiernas hojas. Durante todo aquel tiempo, su corazón ardía y estaba solo.

Pero llegó un día a principios de aquel verano, un día sin viento y lleno de suave calor. Las cigarras gritaban sus agudos cantos de amor y, cuando la crisis había pasado, sus voces languidecían lentamente en el silencio. El sol dejaba caer su calor en el valle, como vino caliente, y las cálidas y alisadas piedras de la solitaria calle de la aldehuela reflejaban el calor, con lo que el aire rielaba sobre ellas y a través de aquellas olas corrían y jugaban desnudos los niños, brillantes los cuerpos de sudor.

No soplaba viento alguno. De pie en el umbral de su puerta, la mujer pensó que jamás habían sentido un calor tan fuerte y súbito como aquél a principios de verano. El hijo menor corrió al borde del estanque y se sentó en el agua, riendo y gritando a los otros niños que fueran allí con él, y el mayor se quitó la chaqueta y recogió las perneras de los pantalones hasta el muslo, poniéndose en la cabeza un ancho sombrero de bambú, que había sido de su padre, y fue al campo donde el nuevo maíz había brotado. La niña estaba sentada en el interior de la casa, buscando la oscuridad, y su madre la oyó suspirar allí. Sólo a la vieja gustábale aquel calor. Estaba sentada al sol, donde se quitó el vestido que cubría sus viejos huesos, para que el calor del sol penetrara en ellos y en sus pechos que colgaban como pedazos de piel seca. Cuando vio a la mujer de su hijo, gritó:

—¡Nunca temo morir en verano, hija! ¡El sol es como nueva sangre y nuevos huesos para una vieja seca como yo!

Pero la madre no podía soportar el calor de fuera. Había ya bastante dentro de su cuerpo y su sangre parecía aquel día correr frenéticamente por sus venas, con demasiado calor. Entonces se aleja de la casa.

—Debo ir a regar el arroz —dijo—. El sol de hoy lo seca todo, vieja madre.

Cogió el azadón y del hombro colgose los vacíos baldes para el agua, y así recorrió el estrecho sendero hasta un estanque que estaba algo más alto que los viveros de arroz. Caminaba agradecida, porque aunque el aire era caliente, no era tan quieto como lo había sido en la calle.

Caminó sin encontrar a nadie, porque era la hora después del mediodía en que los hombres descansaban. Si algunos habían ido al campo, buscaban la sombra, pues, después de todo, el calor era demasiado grande para trabajar y se cubrían la cara con el sombrero, para protegerse de las moscas. Junto a ellos estaban los animales, caída la cabeza y relajado el cuerpo por el calor y el bochorno. Pero la madre podía soportar el calor porque bajaba del cielo y no estaba encerrado entre paredes, ni en sus propias venas.

Trabajó un rato en sus viveros y con el azadón abrió una pequeña entrada en el borde superior y luego cavó un pequeño canal hasta el estanque. Después fue al estanque y con los baldes pendientes del palo, metió primero uno y después otro en el agua y los vació en el canal que había cavado. Una y otra vez vertió el agua y vio cómo la tierra se humedecía y oscurecía, pareciéndole que daba de beber a alguna sedienta cosa viva, transmitiéndole así nueva vida.

Mientras estaba ocupada en esta tarea, enderezose una vez y dejó los baldes en el suelo y fue y se sentó en el verde borde del estanque para descansar. Mientras estaba sentada miró hacia el Norte, en dirección a la aldea, y vio que un hombre se detenía para preguntarle algo a la vieja y luego volviese al estanque. Miró al acercarse él y le conoció. Era el agente del terrateniente y mientras se aproximaba, la mujer recordó que todavía tenía sus joyas y agachó la cabeza, no sabiendo cómo hablar de ellas sin devolverlas, no atreviéndose tampoco a ir a buscarlas y entregárselas a plena luz del día, cuando cualquiera que pasara podría verla. Además, la vieja estaba despierta, sentada al sol, y siempre rápida en ver lo que no debía.

Cuando llegó el hombre, la madre se levantó lentamente, siendo ella inferior a él, y mujer, además, frente a un hombre.

—Ama de casa —dijo él, hablando sencillamente— he venido para ver cómo está el trigo este año y calcular la cosecha de los campos.

Pero mientras hablaba, sus ojos recorrían su cuerpo, vestido para el calor con sólo una chaqueta y pantalones de remendada tela azul, desgastados y pegados a su cuerpo, y sus ojos se fijaron en sus descalzos pies. Temiendo por su propio corazón, la mujer murmuró rudamente:

—Los campos están más allá. ¡Míralos y ve!

El hombre los miró desde donde estaba y habló con su agradable voz:

—Son campos muy bonitos, ama de casa. Otros años ha habido peores cosechas que las que habrá este año.

Tras decir esto, sacó un pequeño libro doblado y escribió algo en él con una especie de palito que ella jamás había visto y que no había que mojar en tinta, como hacia el hombre que escribía cartas, pues dejaba trazos negros. Miró mientras él escribía y sintiose curiosa y conmovida, a la vez, y orgullosa, también porque un hombre tan sabio y bueno habíase fijado en ella, incluso cuando no debiera.

Y la mujer pensó entonces que no hablaría de las joyas aquella vez.

Cuando hubo acabado de escribir, el hombre sonrió y acariciose el labio.

—Si tienes tiempo —dijo— muéstrame aquel otro campo tuyo, que está sembrado de cebada, pues siempre olvido cuál es el tuyo y cuál el de tu primo.

—El mío es el que está al volver la colina —repuso ella, algo a regañadientes.

Los ojos del hombre estaban semientornados y la mujer hizo ademán de coger el azadón.

—¿Al volver la colina? —repitió el hombre. Entonces su voz se suavizó más aún, y acariciose el labio y sonrió—. ¡Pero muéstramelo, ama de casa!

El hombre fijó los ojos en la mujer, abiertamente, y su mirada tuvo el poder de conmoverla. Ella dejó el azadón y fue con él, siguiéndole como hacen las mujeres cuando caminan con hombres.

El sol caía sobre ellos al andar y la tierra era cálida bajo sus pies y cubierta de suave hierba verde. De pronto, mientras caminaba, la mujer sintió que la sangre se le endulzaba y languidecía en sus venas con el calor del sol. Y, sin saber por qué, producíale profundo placer mirar al hombre que caminaba delante de ella, posar los ojos en su nuca pálida, brillante de sudor, en su cuerpo que se movía en la larga y suave tónica de tela veraniega, en sus pies enfundados en limpios calcetines blancos y calzados con zapatos de tela. Ella caminaba silenciosamente con sus pies desnudos y se acercó a él y captó la fragancia que del hombre emanaba, demasiado fuerte para ser perfume, como una mezcla de la sangre y la carne y el sudor del hombre. Cuando lo percibió la agito el anhelo y era tan grande que se asustó de sí misma y de lo que ella pudiera hacer, y habló en voz alta y vacilante, deteniéndose en el herboso sendero.

—¡He olvidado algo para mi vieja madre!

Y cuando el hombre se volvió y la miró, habló tartamudeando, sintiendo de pronto el cuerpo ardiente y débil.

—He olvidado algo que tenía que hacer… Alejose de él y caminó lo más de prisa que podía, dejando al hombre allí, mirándola.

Fue directamente a su casa y entró sin que nadie se diera cuenta, pues todos dormían. El calor del día era más pesado, a medida que pasaba la tarde. Frente a la calle dormía la mujer del primo, con la boca entreabierta, con su hijo menor asimismo dormido en su regazo, con la boca pegada al pecho de su madre. También la abuela dormía, caída la cabeza, y el vestido bajado hasta la cintura, igual que cuando estaba sentada al sol. La niña habíase echado en el suelo apoyando la cabeza en una piedra y dormía, y el hijo menor estaba desnudo bajo el sauce, dormido a su vez.

El día había cambiado, habíase tornado más oscuro y más quieto y lleno de calor más profundo y ardiente. Sobre las colinas flotaban grandes nubes, negras y monstruosas, pero sus bordes brillaban, argentados, como si los alumbrara alguna extraña luz interior. Incluso el sonido de los insectos y los cantos de los pájaros quedaban apagados en el enorme y ardiente silencio de aquel día.

Pero la madre no estaba dormida. Entró suavemente en la oscura y silente habitación, y sentose en la cama. La sangre le golpeaba en los oídos, la sangre de su cuerpo caliente y hambriento. Entonces supo lo que le pasaba. Nada fingía ya consigo misma, como hubiera hecho una mujer de la ciudad, que hubiese achacado aquello a alguna enfermedad. No; era demasiado sencilla para fingir, sabiendo lo que en ella había, y sintiose más asustada que jamás en su vida lo estuviera, pues sabía que el hambre que en ella se agitaba tornaríase delirante si no era… Ni siquiera soñó que pudiera rechazar al hombre, al saber que su hambre era igual a la de él, y gimió y dijo a su propio corazón:

—Sería mejor que no me deseara. ¡Ojalá no me deseara para poder salvarme!

Pero incluso al gemir se levantó de aquella cama y salió de la dormida aldea a los campos, siguiendo el camino por el que había venido. Caminaba bajo las grandes nubes negras, de plateados bordes, y la rodeaban las colinas, verdes y claras contra la oscuridad. Bajo aquel cielo anduvo, doblando la pequeña vuelta del sendero. Cuando pasó frente a un pequeño y derruido templete, allí, en la puerta, estaba el hombre, esperando.

Y ella no pudo seguir adelante. No; cuando él entró y esperó, ella acercose a la puerta, mirando al interior, y él estaba allí en la penumbra del templete sin ventanas, esperando. Le brillaban los ojos en la semioscuridad, como los de un animal al acecho, y ella entró.

Se miraron en las sombras, como dos personas en un sueño, desesperadas, a quienes ninguna fuerza podía contener, y se prepararon para lo que tenían que hacer.

Pero la mujer se detuvo una vez. Miró en su sueño y vio a los tres dioses en el templete, el principal de las cuales era un anciano majestuoso que miraba fijamente al frente, y a su lado los dos dioses menores, pequeños dioses decorosos del camino, ante quienes se detenían en su viaje las gentes para adorar o buscar refugio. Cogió la prenda que se había quitado y se acercó y la arrojó sobre sus cabezas, cubriéndoles los ojos.