Si hubiera podido olvidar al hombre, si él hubiese muerto, habiéndole ella vista sepultado en la tierra e inmóvil e ido para siempre; si hubiese podido ser una viuda sabiendo que su vida con el hombre había acabado, todo hubiese sido más fácil para ella. Si la aldea la hubiese reconocido como viuda y ella hubiera podido conservar pura y fuerte aquella viudedad, y si hubiera oído o sabido que las gentes decían, cuando ella pasaba: «Una viuda buena y fiel es la esposa de Li, ahora muerto. Yace él enterrado y ella es fiel; es mujer como aquéllas en cuyo honor, en los viejos tiempos, se levantaba un arco de mármol, o por lo menos un arco de piedra»; si ella hubiese oído palabras como ésas le hubieran servido de consuelo y dado fuerzas, constituyendo constante ejemplo de lo que debía ser, al pensar los hombres de ella en esta forma.
Pero no era viuda y, a menudo, tenía que contestar a quienes iban a su casa para preguntarle por su hombre y siempre había de mentir, alegremente, y pensar continuamente en él, por sus propias mentiras.
—Ahí estás tú, ama de casa —decíanle—. ¿Has tenido últimamente alguna carta o te han traído mensajes diciéndote cómo está tu hombre?
Y ella, llevando al hombro una carga para el mercado o regresando lentamente a la casa con cestas vacías debía contestar, esforzándose por vencer su fatiga:
—Si, de palabra, he tenido noticias de que sigue bien, pero él sólo me escribe una vez al año.
Mas cuando llegaba a la casa, sentíase partida en dos por todas sus mentiras. Algunas veces la abrumaban la tristeza y la soledad, y clamaban a su propio corazón:
—¡Qué triste y solitaria mujer soy, que tengo que hacerme a mi hombre con palabras y mentiras!
En tales momentos, sentábase y miraba fijamente a la calle pensando: «Esa túnica azul suya se vería desde muy lejos, si él quisiera regresar a casa, pues es tan claro y bonito el azul».
Cuando divisaba algo azul en la distancia, le saltaba el corazón y, si un hombre pasaba lejos con una túnica azul, tenía que dejar lo que estaba haciendo y contener el aliento mientras se acercaba, protegiéndose los ojos contra el sol, si estaba en el campo, soltando el azadón, observando el camino que tomaba. Y nunca era él quien pasaba, pues el azul es un color muy corriente y cualquiera podía llevar una túnica azul, aunque fuera pobre.
Pero había momentos en que sus mentiras le irritaban contra él y decíase que el hombre no valía aquello. Si hubiera él regresado a la casa en semejantes ocasiones, la mujer, aunque le amaba, hubiese dejado caer sobre él toda su ira, maldiciéndole profusamente, porque la hacía sufrir tanto. A veces, esa profunda ira duraba varios días y ella aparecía contrariada y seca con los hijos y la abuela. Empujaba rudamente al perro con el azadón. Aunque le dolía el corazón cuando estaba así.
Encontrábase en ese estado cuando llegó el momento de medir el grano, después de la cosecha. Una vez más habíase afanado en la recolecta, sola, exceptuando la ayuda que le prestan el muchacho y el primo que fue un día o dos para aliviarla en su trabajo. Llegó el día de la división del grano, que había sido ya trillado. Entonces pareciole a la mujer que su anhelo y su ira le habían dejado el corazón en carne viva, por lo que cuanto veía caía sobre ella como un golpe, y lo que de ordinario no hubiera visto, veíalo y sentíalo aquel día.
Mientras penaba, en la era, junto al grano apilado estaba el agente del terrateniente. Era un hombre alto, vestido con túnica gris de seda, de rostro cuadrado y grande, y hermoso en su expresión osada. Tenía sus modales acostumbrados, según recordaba la mujer, de aparente cortesía, pero sus ojos eran abultados y sus pesados párpados casi se cerraban sobre ellos. Por la forma en que la miraba por debajo de aquellos párpados, la mujer sabía que el agente conocía su historia y que su esposo había marchado a lejanas tierras y nunca regresaría. Sí, había algo aquel día en el corazón de la mujer que captó aquel conocimiento en él, que ciertamente era hombre que no podía mirar a ninguna mujer sola, sin preocuparse secretamente cómo era y cómo estaba hecha su alma y cuáles serían las formas de su cuerpo grande y de su cara cuadrada y llena y de su voz amable y franca. Pero no obstante su forzada cortesía y sus amables palabras, los aldeanos le odiaban y le temían, porque tenía un carácter excitable y un cuerpo grande y dos puños fuertes y rápidos, que apoyaba en la cadera cuando alguien argumentaba contra lo que él decía. Sí, entonces levantaba los semicerrados párpados y sus ojos eran terribles, brillantes, negros y crueles. Sin embargo, a menudo reían con él, pues si le entregaban sus honorarios sin discutir, contaba una o dos alegres historietas, para suavizar la situación y ellos no podían por menos que reír con sus palabras, aunque con amargura.
Y así bromeó un poco ese día, cuando llegó a la casa de la madre, donde ella vivía sin su hombre, diciendo animadamente al muchacho:
—Veo que tu madre no necesita a tu padre, teniendo un hombre como tú para trabajar los campos.
El muchacho balanceó su cuerpo pequeño y delgado, y se jactó, vergonzoso y osado a la vez, por el placer que sentía.
—¡Oh, sí; hago mi parte!
Y escupió como había visto hacer a los hombres, llevándose las manos a la huesuda cintura, sintiéndose crecido y mayor ya.
Entonces el agente rió y miró a la madre como si quisiera que le acompañara bondadosamente en su risa por aquel hijo suyo, pero la mujer sólo pudo sonreír, entregándole una taza de té, como hubiera hecho con cualquier pasante que hubiese llegado a su casa. Al estar tan cerca de los rientes ojos del hombre, no pudo menos que mirarlos, mientras a sus propios ojos asomaba, sin ella saberlo, su corazón grande, anhelante y hambriento.
El hombre la miró fijamente y sintió su calor y tornose serio y grave y cuando aceptó la taza tocó la mano de la mujer con la suya, como si no supiera que estaba allí. Pero la mujer sintió aquel toque y capto su significado en su sangre como una llama.
Entonces volviose, avergonzada y no quería oír lo que su propio corazón le decía. No; se ocupó del grano y mientras lo hacía se asustó de sí misma y dijo al muchacho en voz baja:
—Corre a casa del primo y pídele que venga a ayudarme.
Y a su corazón le decía, tratando de calmar su inquietud: «Si viene…, si nuestro primo viene…». Pero el muchacho era orgulloso y terco y arguyó.
—Yo estoy aquí, madre, y te ayudaré. ¿A quién más necesitas? ¡Mira, estoy aquí!
El agente rió sonoramente entonces, y se golpeó el muslo, aprovechándose secretamente del inocente muchacho.
—¡Cierto es que estás aquí, muchacho! —gritó—. ¡Y también es cierto que tu madre no necesita a ningún otro hombre!
Al oír esas palabras, el muchacho sintiose más atrevido y osado.
—Sería mejor que nuestro primo estuviese aquí —repitió su madre, débilmente.
—¡No! ¡No le llamaré, madre! —respondió el muchacho, captando aquella debilidad—. ¡Yo soy hombre bastante!
Diciendo esto, cogió la balanza y corrió para llenar la medida con el grano. La mujer rió nerviosamente y le dejó hacer su gusto, pues en verdad había algo en ella que le impelía a ceder ante su hijo.
Cuando el grano estuvo medido y ella preparó otra medida para dársela al agente para sí mismo, el hombre la alejó con ademán señorial, pasándose la mano por el labio superior y mirando ardientemente a la cara de la mujer. ¿Quién había allí, sino tan sólo aquellos niños y aquella vieja, cabeceando al dormitar junto a la puerta?
—No, no lo quiero —dijo—. Tú eres una mujer sola ahora, y tu hombre se ha ido de la casa y todo eso lo ha producido tu propio trabajo. No tomaré más grano que el que corresponde al terrateniente, pues de lo contrario me regañaría. No quiero nada de ti, ama de casa.
Entonces la mujer asustose súbitamente y el rubor habíase apoderado de ella. Se sintió confusa y quiso entregarle sus honorarios, pero él se negaba a aceptarlos. Alejó de si la medida de grano, poniendo su mano en la de la mujer al hacerlo y, finalmente, cuando la cogió, devolvió el arroz a la cesta donde ella lo guardaba, pues no quería aceptarlo.
Ella no tuvo fuerzas para suplicarle más. Bajo la suave cara y sonrientes modales de aquel hombre, bajo aquella rica túnica, había una fuerza extraña y secreta que emanaba de él y salía al brillante sol otoñal y se aferraba a ella y la acariciaba como una lengua de fuego. La mujer guardó silencio y bajó los ojos, como una doncella, y cuando él inclinó la cabeza y se alejó, riendo y acariciándose el labio superior, en el que no había vello alguno, la mujer no pudo pronunciar palabra. Permaneció allí en silencio, con los desnudos y atezados pies metidos en zapatos rotos, retorciendo con una mano el borde de su remendado vestido de algodón.
Cuando el hombre se fue, la mujer levantó la cabeza y fijó los ojos en él; en aquel instante el agente volvió y captó su mirada e inclinó la cabeza y rió nuevamente. Pero siguió su camino, y después ella deseó mil veces no haberle mirado de aquella manera al alejarse, aunque no pudo evitar hacerlo.
—¡Es un buen hombre, madre, que no quiere aceptar sus honorarios! —exclamó el muchacho entonces, alegremente—. ¡Nunca he oído decir de ningún agente que no cobrara sus honorarios!
Y cuando ella entró en la cocina, silenciosamente, medio soñando con lo que había pasado, el hijo mayor la siguió, diciendo en voz alta:
—¿No es verdad que es un hombre bueno, madre, al no querer nada para él?
Como ella siguiera guardando silencio, el muchacho murmuró, asustado:
—Madre… ¡Madre!
Entonces la madre salió súbitamente de su ensueño y contestó con extraña prisa:
—¡Oh…! Si, hijo…
El muchacho charló con animación.
—Es un buen hombre, madre; no ha querido recibir nada de ti, sabiendo que eres pobre, ahora que mi padre no está en la casa.
Pero la madre detúvose súbitamente, manteniendo en alto la tapa de la caldereta. Miraba fijamente al muchacho y su corazón repetía extrañamente, avergonzado, pero lleno, al mismo tiempo, de aquella fiebre extraña y dulce: «¿No quería nada de mí?». Aunque no le contestó nada al muchacho.
Tampoco podía el hombre olvidar el calor de la mujer. Con una y otra excusa volvía a la aldea, una vez para cerciorarse de cierta anotación que parecíale haber hecho mal, otra para quejarse de que alguien no le había dada la medida completa, diciendo que el terrateniente estaba enfadado con él. Iba sobre todo a la casa del primo, que estaba cerca de la casa de la mujer, con una u otra excusa, y una vez llevaba una nueva semilla de algodón que se consideraba muy bueno en algunas partes, o iba con un hombre que transportaba una carga de cal, para hacer más fértiles los campos y el primo se asombraba de tantas idas y venidas. Al principio temía que el agente hubiera concebido algún mal propósito contra él, y estaba intranquilo al ver que no le sucedía nada.
—Debe ser que tiene un propósito muy profundo y maligno, puesto que tanto tarda en salir de él —dijo el primo a su esposa.
Vigilaba al hombre ansiosamente y sentábase y miraba fijamente al agente, sintiéndose impaciente por volver al trabajo que le aguardaba y, al mismo tiempo, temiendo demostrar falta de cortesía a alguien que podía perjudicarle si quería.
Pero ni el primo ni la mujer del primo vieron cómo los ojos del agente volvíanse, bajo sus párpados, hacia la mujer al otro lado de la calle, ni observaron que, cuando ella no se encontraba ante su puerta, el agente permanecía allí sólo poco rato, mientras que si la veía quedábase allí largamente, mirándola, exclamando a menudo en fuerte y falso buen humor:
—No, buen hombre, no vengo por nada más. Yo también soy un hombre corriente y nada me gusta tanto como sentarme a la puerta de un hombre honrado, al calor del sol del otoño.
Y todo el rato miraba al otro lado de la calle, donde la mujer estaba hilando o cosiendo.
Era aquélla la estación en que la tierra se sumía en la quietud para el invierno. El trigo estaba sembrado y esperaba sólo la lluvia que lo hiciera germinar. La madre tomaba algún descanso y se sentaba ante su puerta para remendar las ropas de invierno y hacer zapatos nuevos, pues los ojos de la niña no eran lo bastante buenos para estas tareas, ni jamás lo serian. Sentábase allí, buscando el calor del sol, escuchando a medias la charla de la vieja y lo que le decían los niños, y soñando a ratos. Sus labios estaban tranquilos y su piel dorada recibía el calor del sol. Llevaba el cabello negro y brillante recién peinado, pues entonces tenía tiempo de peinarlo todos los días y parecía más joven de lo que era, aunque todavía no había cumplido los treinta y cinco años.
Bien sabía que aquel hombre sentábase al otro lado de la estrecha calle, pero no quería levantar la mirada y algunas veces sentía sus ojos fijos en ella. Entonces se levantaba y entraba en la casa y permanecía allí, hasta que le veía marchar. Pero sabía por qué iba allí, y que la miraba con un propósito y ella no podía olvidarle.
De una manera u otra, durante todo aquel invierno no pudo olvidarle. Finalmente el tiempo fue demasiado frío para que él fuera allí, incluso con aquel propósito. Cuando cayó la nieve y los secos y amargos vientos soplaron del Noroeste, pudo haberle olvidado. Pero no le olvidó.
Una vez más llegó el año nuevo y ella fue a la ciudad, como lo hacía todos los años, y vendió un poco de grano y cambió su plata por papel y buscó a un escritor de cartas distinto.
Una vez más, mandó escribir la carta, como si la mandara el hombre, y también una vez más la aldea se enteró de las noticias y supo que ella recibía dinero de su hombre.
Pero aquella vez la nueva envidia de la gente y toda su conversación y todos sus halagos nada pusieron en el vacío corazón de la mujer. Ni siquiera el orgullo pudo consolarla aquella vez. Escuchaba la lectura de la carta, con el rostro reposado e inexpresivo y la llevó a la casa y aquella noche la metió en el fuego con la hierba. Entonces fue a la mesa que tenía un pequeño cajón y, después de un rato, lo abrió y sacó las tres cartas que allí había, pues tanto tiempo hacía ya que el hombre marchara. Las llevó también al fuego, echándolas a las llamas. El muchacho lo vio y gritó desconcertado:
—¿Quemas las cartas de mi padre, pues?
—Sí —contestó la madre, fría como la muerte, sin apartar los ojos de las llamas.
—Pero ¿cómo sabremos dónde está? —gimió el muchacho.
—Yo lo sé muy bien. ¿Crees que puedo olvidarlo? —repuso la mujer.
Y así vació por completo su corazón, hasta dejarla limpio del todo.
Pero ¿cómo puede un corazón vivir vacío? Un día, poco después, fue a la ciudad para cambiar su papel por plata, pues entonces no molestaba a menudo al primo, habiendo ya aprendido a estar sola, y cuando tuvo las diez piezas en la mano, volviose para marchar. Entonces vio a un hombre junto a una puerta en la calle, y él sonreía y se acariciaba el labio superior: era el agente del terrateniente.
Desde fines de otoño no la había él visto tan de cerca, como entonces, y nadie había allí que les conociera, por lo que él, sonriendo, díjole:
—¿Qué haces aquí, ama de casa?
—Sólo cambié un poco de dinero…
Y calló entonces, pues había estado a punto de añadir: «que mi hombre me mandó», pero las palabras se le atragantaron de alguna forma y no las pronunció.
—¿Y después, qué? —preguntó él, levantando los párpados y mirándola fijamente.
Ella dejó caer la cabeza e intentó hablar como siempre hacía.
—Pensaba comprar una aguja de plata para el cabello, o una cubierta de plata. La que tenía se adelgazó por el mucho uso y se rompió ayer.
Cierto era que su aguja para sostener el cabello habíase roto de aquella manera y ella dijo la verdad sin darse cuenta. Volviose para marchar, avergonzada, incluso delante de gente que no la conocía, de que la vieran hablando con un hombre en una calle de la ciudad. Él era un hombre notable en su aspecto, puesto que era más alto que la mayor parte de los hombres, y de rostro cuadrado y muy pálido, con lo que la gente les miraba curiosamente al pasar.
Pero el hombre la siguió. La mujer sabía que iba detrás de ella, mientras caminaba sobria y modestamente por la calle, y temía no hacer lo que había dicho haría y así fue a una pequeña platería, y detúvose junto al mostrador del platero, pidiéndole le mostrara sus agujas de latón cubierto de plata. Mientras esperaba, jugueteó un momento con unos aretes de plata, que allí había. De pronto el agente entró mientras ella jugueteaba y fingiendo no conocerla preguntó al platero:
—¿Cuánto valen esos aretes?
—Los pesaré para ver cuánta plata hay —repuso el otro—, y entonces te los venderé honrada y justamente, según su peso.
El platero dejó la aguja, viendo que aquel hombre vestía seda y era mejor comprador, indudablemente, que aquella campesina de vestido azul de algodón. Y así quedó la mujer, volviendo la cabeza de ojos osados y secretos. El hombre esperó indolentemente, mientras el platero colocaba los aretes en una pequeña balanza.
—Dos onzas y media —dijo el platero en voz alta, pero luego, bajando la voz, añadió, insinuantemente—: Pero si compras los aretes para tu buena esposa, ¿por qué no le añades un par de sortijas? Aquí tienes dos que hacen juego con los aretes. Todo ello será un buen regalo, que complacerá el corazón de cualquier mujer.
El hombre sonrió al oír esto, y contestó descuidadamente:
—Añádelas, pues. —Y riendo, dijo—: Pero no son para una esposa, pues la que tenía murió hace seis meses.
El platero apresurose a añadir las sortijas, complacido por una venta tan buena.
—Pues que sean para la nueva esposa —observó.
Pero el hombre nada más dijo, y quedó mirando, mientras se acariciaba el labio superior. Ni una sala vez demostró darse cuenta de que la campesina estaba allí. Cogió las sortijas y los aretes, cuando el platero lo hubo envuelto todo, y salió. Pero cuando hubo vuelto la espalda, la madre suspiró y le miró algo celosa de aquélla para quien el hombre había comprado aquello, pues eran cosas que a ella hubiérale gustado poseer y que en su juventud soñó muchas veces tener. Además, eran precisamente las cosas que ella dijo que su marido habíale encargado se comprara con la plata que gastó y la viuda murmuradora, a menudo, preguntaba aquellos días:
—¿Dónde están los aretes y las sortijas que dices tener? Déjame ver cómo son.
La madre velase muchas veces en un apuro para contestar, y decía: «El platero los está haciendo», o «Los he guardado en un sitio y he olvidado dónde», y otras excusas parecidas, hasta que el año pasado la murmuradora había dicho con gran malicia:
—¿No te pones nunca los aretes y las sortijas?
—No tengo corazón para hacerlo —había contestado la madre—; me los pondré el día que él vuelva a casa.
Y así, cuando hubo comprado la aguja, poniéndosela en el moño, dispúsose a regresar a la casa, pensando en aquellas bonitas cosas de plata y suspiró y pensó que no tenía corazón para gastar la plata tan duramente ganada en algo para ella, pues, después de todo, indudablemente a nadie le preocupaba su aspecto entonces. Pensando así y algo tristemente, salió por la puerta de la ciudad y tomó por el estrecho camino vecinal, que se desviaba de la carretera principal hacia la aldea, pensando en la casa y en la tranquilidad que le daría la comida al llegar, única tranquilidad que su cuerpo tenía entonces.
De pronto, en la penumbra de la corta anochecida del invierno vio al hombre. Salió de la sombra, súbito y negro, y cogió la muñeca de la mujer con su mano grande y suave. Nadie más había allí. No. Era la hora en que los campesinos están en sus casas y hacía frío y el aire estaba lleno de la helada noche y nadie permanecía fuera a menos que se viera obligado a ello. Sin embargo, allí estaba él, y la tenía cogida de la muñeca. Ella sintió la mano del hombre en la suya y quedó quieta, como inmovilizada por un encantamiento.
Entonces el hombre sacó el paquete de plata y con su otra mano lo forzó en la mano de la mujer y le hizo cerrar los dedos sobre él.
—He comprado esto sólo para ti. Para ti sólo lo he comprado. Es tuyo —dijo.
Y desapareció en la creciente oscuridad, bajo los muros de la ciudad y ella quedó allí, sola, con los aretes y las sortijas de plata en la mano.
Entonces pareció volver en sí y corrió tras él, gritando:
—¡No puedo! ¡Pero no puedo…!
Pero él había desaparecido. Aunque cruzó la puerta corriendo y miró a la temblorosa luz que salía de las tiendas, no le vio. Avergonzábale correr más hacia el interior de la ciudad y mirar a la cara de aquel hombre, en la penumbra y así quedó, vacilante y confusa, hasta que los soldados que custodiaban la puerta de la ciudad dijéronle con impaciencia:
—Ama de casa, si has de cruzar esta puerta esta noche, debes hacerlo ahora, porque es llegada la hora en que debemos cerrarla para protegernos de los comunistas, que son los ladrones que tenemos en estos tiempos.
Entonces ella siguió nuevamente su camino y cruzó la pequeña colina y bajó al valle y, después de un rato, guardó las joyas en el seno. La luna había salido grande y fría y brillante, apenas el sol se ocultó, y cuando llegó a la casa, los niños estaban ya en la cama y la vieja abuela dormía. Sólo el muchacho estaba aún despierto.
—Temía por ti, madre mía —dijo cuando su madre llegó—, y hubiera ido a buscarte, pero me asustaba dejar solos a los niños y a la abuela.
Pero ella ni siquiera pudo sonreír al oírle hablar de aquella manera de sus hermanos, como si fuera un hombre.
—Si, aquí estoy ya, y muy cansada.
Y fue y sacó un poco de comida y la tomó fría, y durante todo aquel tiempo tenía aún las joyas en el seno.
Cuando hubo comido miró hacia la cama y a la luz de la vela vio que el muchacho habíase dormido también. Corrió las cortinas que ocultaban la cama y se sentó junto a la mesa y sacó el pequeño paquete del seno y abrió el suave papel que lo envolvía. Allí estaban los aretes y las sortijas, brillantes y blancos; y las sortijas eran muy hermosas. Cada uno de los aretes tenía tres cadenillas, de las cuales pendía un pequeño juguete. Los cogió en sus dedos duros, y los miró cuidadosamente, viendo que de una cadenilla pendía un pececito, de la segunda una campanilla y de la tercera una estrella, todo labrado con mucha finura, y agradable para el corazón de una mujer. Jamás había tenido cosas tan bonitas en la áspera palma de su mano. Miró un rato aquellos aretes y las sortijas, suspiró y envolviolo todo nuevamente, sin saber qué hacer con aquello, o cómo devolvérselo a aquel hombre.
Pero cuando se metió en la cama con los niños, no podía dormir. Aunque su cuerpo estaba frío con la fresca humedad de la noche, las mejillas le ardían y no pudo dormir durante largo rato. Finalmente cayó en ligero sopor. Y soñó con alguna brillante cosa extraña, y también con la caliente mano de un hombre sobre ella.