Desde su juventud, aquella mujer había sido siempre una criatura de profundos y quietos ardores. No era, como algunas, rápidas en mirar a los hombres, sino mujer de corazón muy profundo, y hasta que estuvo debidamente casada, incluso, cuando se encontraba sola, sus pensamientos no se volvían hacia los hombres por los hombres en sí, y si de lo más profundo de su ser nacían extraños anhelos, jamás les miraba para ver cómo eran o por qué venían, sino que seguía firmemente su tarea y sobrellevaba su anhelo pacientemente en expectante silencio. Sólo cuando estuvo casada y hubo conocido a un hombre comprendió la naturaleza de aquel sordo anhelo con lo que, incluso cuando regañaba con su hombre algunas veces y estaba irritada con él, sabía que no podría vivir sin él El impaciente anhelo que en ella había podía convertirse, como tempestuosas nubes, en infundada ira contra el hombre que amaba, hasta que desaparecía y ellos se aferraban el uno al otro y ella satisfacíase en la vieja y sencilla forma y, así, todo volvía a la tranquilidad.
Sin embargo, el hombre no era jamás bastante; en si mismo, jamás lo era. La mujer debía concebir por él y sentir cómo un hijo recibía vida en sus entrañas. Entonces, estaba el acto completo y, mientras el niño se movía y crecía, ella encontrábase en nebulosa felicidad, sintiéndose completa. Sí, incluso cuando gritaba sus pequeños enfados a sus hijos y ellos chillaban y gemían por algo y eran caprichosos y testarudos, como los niños deben ser, ella jamás observaba las señales de una nueva concepción sin una dulce alegría del cuerpo, como si hubiera comido y descansado y hubiese dormido y su cuerpo no deseara nada más.
Siempre había querido a los niños, incluso en los viejos tiempos, cuando era pequeña y estaba en la casa de su padre, en un pueblo algo mayor que aquella aldea, situado en las colinas. La casa de su padre estaba llena de niños. Ella era la mayor y como una madre para sus hermanos. Sin embargo, aun cuando estaba cansada por el trabajo diario y los niños, corriendo entre sus piernas, le agotaban la paciencia y ella les gritaba que se apartaran, ni siquiera entonces dejaba de quererles. Había siempre algo en su pequeñez que la enternecía y, a veces, cogía un niño, de su casa o de algún vecino, y lo estrechaba contra ella y lo olía y acariciaba, porque le causaba apasionado placer aquel contacto, aunque ignorara el porqué.
Y así, su corazón se inclinaba hacia todo lo joven que se apoyara en ella. En la primavera, amaba a los polluelos y los patitos que salían del cascarón y, cuando por alguna razón una clueca abandonaba su nido y dejaba los huevos a medio empollar, ella cogíalos y los metía en una bolsa que llevaba junto a su cálida carne, y caminaba cuidadosa y ligeramente, hasta que los polluelos nacían. Era ella, también, quien se preocupaba de alimentar a los pequeños gusanos de seda, y se complacía en verlos crecer, y los vigilaba de vez en cuando, desde que no eran casi más que vivientes pedazos de hilo hasta que crecían y engordaban. Cuando reventaban sus capullos y salían mariposas y se apareaban, mariposa con mariposa, ella sentía aquella búsqueda y aquella satisfacción en su propio cuerpo.
Cierto día, cuando los hijos de la casa de su padre salieron de la niñez y ella estaba ya casi en situación de casarse, le ocurrió algo que la excitó como ningún hombre habíala excitado aún. Había un niño, muy pequeño para andar, el hijo de un vecino, un niño gordo cuya hermana mayor habíale llevado todo el verano, desnudo y sujeto a la espalda con una tira de tela. Algunas veces soltaba esa tira de tela y cogía al niño, liberando de aquella carga a la niña que corría a sus juegos.
Y así sucedió que todos los días la muchacha, la madre, dio en buscar a aquel niño de cara alunada, el cual entre todos los del pueblo, era el que mayor gozo le producía, era su favorito. Ella le sostenía en brazos y olía sus gordezuelas manitas y se complacía contemplando sus redondas mejillas y su boca de rosados labios. Lo llevaba consigo, sosteniéndole en su fuerte cadera.
—¡Cómo! —gritaba su madre—. ¿No has tenido bastantes niños en esta casa, que cuando yo dejo de dar a luz tienes que buscar al hijo de otro?
—¡Creo que nunca me cansarán los niños! —exclamó ella, riendo.
Pronto, sin darse cuenta, aquel niño hizo nacer en ella un anhelo que jamás había conocido. Deseaba hijos, como todas las mujeres, y siempre consideró como derecho propio tenerlos algún día. Pero aquel niño robusto y de ojos tranquilos producía en ella un deseo mayor que el de tener hijos. Y lo que primero fuera juego con el niño, convirtiose en algo más, una profunda y secreta pasión, no sabía por qué.
Buscaba alguna excusa, cuando lo tenía en brazos, para estar sola con él, cuando los demás se hallaban ocupados en algún trabajo, en los campos o en la cocina, y entonces se sentaba, estrechando al niño contra su pecho. Le murmuraba y arrullaba en sus brazos y sentía aquel cuerpo pequeño, gordezuelo y redondo contra el suyo. Algunas veces, puesto que el pequeño casi no tenía dientes aún, ella mascaba arroz o un pedazo de tarta para él y le ponía después el alimento en la boca y, cuando él chupaba solemnemente asombrado por lo que de pronto sentía entre los labios, ella reía. Pero ignoraba por qué reía, pues no estaba alegre, al ver que en ella había un tan fiero, profundo y doloroso anhelo que no sabía calmar.
En cierta ocasión, poco antes del día de su matrimonio, la muchacha estaba sola con el niño en brazos. Se acercaba el mediodía y la niña no llegaba, como de costumbre, para llevárselo a su madre, que le diera el pecho, y el niño se agitaba y no quería estarse quieto. Entonces la muchacha, al verle hambriento, llevada por alguna incipiente y fiera pasión que no comprendía, pero que sentía en su sangre, entró en su habitación y atrancó la puerta y, con manos temblorosas, se soltó el vestido y ofreció su pecho joven y pequeño al niño, que lo cogió entre sus labios y chupó de él.
Mirando la cara de aquel niño, la muchacha sintió en su sangre una agitación que jamás soñara y, a sus ojos, acudieron lágrimas y sus labios exhalaron gemidos rotos que no eran palabras. Sostenía al niño contra ella y no sabía qué era aquello que sentía en su interior, aquello pletórico y anhelante y apasionado, mayor que el niño que tenía en sus brazos, mayor que ella misma.
Entonces el encanto se rompió. Su pecho pequeño estaba vacío y el niño lloraba desconsoladamente y ella abrochose el vestido, sintiéndose avergonzada por lo que había hecho. Salió rápidamente y la hermana del pequeño llegó corriendo, lo cogió y lo llevó apresuradamente a su madre.
Pero para la muchacha aquel momento fue un despertar y casi algo más que el matrimonio. Incluso después de casarse, amaba más a su hombre por ser el parte de su maternidad, que por el hombre en sí.
Así había sido en su juventud. Ahora, poseyendo un cuerpo maduro y conociéndolo todo y a sí misma en su femineidad plena, había sido abandonada, y cada día los hijos eran más altos y también cada día se alejaban más de su niñez y le parecían menos suyos.
El hijo mayor crecía alto, delgado y silencioso. Hablaba poco, pero se afanaba en trabajos pesados. Cuando la madre disponíase a coger el tosco arado de madera para llevarlo a la casa al terminarse el día, lo cogía él y lo colocaba como un yugo sobre sus propios hombros delgados, caminando dificultosamente con aquella carga sobre la tierra removida. Ella estaba tan cansada que le dejaba llevarlo. Era él quien sacaba los baldes de agua del pozo y daba de comer al búfalo y hacía su parte de trabajo y más aún, en el campo, como si fuera su propio padre.
Sin embargo, se alejaba de la mujer, su madre, de una forma secreta, compartiendo fielmente con ella los trabajos y caprichos, y le parecía a la madre que el hijo se distanciaba de su carne de algún modo que no alcanzaba a comprender. No le gustaba estar a su lado y permanecía alejado, como si ella desprendiese algún hedor insoportable. A menudo, disputaban por alguna tontería, como cuando ella le decía que cogiera el azadón de otra forma y él no quería, insistiendo en hacerlo a su propia manera, incluso siendo más difícil de manejar cuando lo cogía a su gusto. Disputaban por algo tan insignificante como esto y por muchas otras cosas iguales. Sin embargo, ambos sabían vagamente que aquello no era la verdadera causa de la disputa, que radicaba en algo más profundo, que ninguno de los dos lograba comprender.
Tampoco la hija era causa de alegría para ella, con sus pobres ojos medio ciegos. Pero la niña hacía pacientemente y lo mejor que sabía las cosas que se le encargaban y no se quejaba ya, como antaño hiciera. Como el hijo menor caminaba y corría ya y lo que más le gustaba era estar jugando y peleando con otros niños como él, en la calle, la niña podía algunas veces ir a los campos, donde trabajaban la madre y el hermano mayor. Pero incluso allí necesitaba más cuidados que ayuda podía prestar, especialmente si se trataba de algún campo con plantas jóvenes, pues estaba tan ciega que al arrancar las hierbas no las veía bien y a menudo tiraba de una planta creyéndola hierba, con lo que el muchacho gritaba con irritación:
—Vete a casa, muchacha, pues te aseguro que no nos sirves de nada aquí. ¡Ve y siéntate con la vieja abuela!
Y cuando ella se erguía al oír semejantes palabras, medio sonriendo, pero profundamente herida, su hermano volvía a gritarle chillonamente:
—¡Ten cuidado dónde pones los pies, estúpida, pues estás pisando las plantas!
Por tanto, ella se apresuraba a salir del campo demasiado orgullosa para permanecer allí, y la madre sentíase desgarrada entre aquellos dos, el hijo y la pobre hija medio ciega, y comprendía el corazón de ambos, el del muchacho entristecido por un trabajo demasiado duro para su edad y el de la niña, demasiado paciente en su dolor. Entonces suspiraba al alejarse de la niña.
—Cierto es, pobrecilla, que sirves para muy poco; ni siquiera puedes coser con los ojos que tienes. Pero ve a casa y barre el suelo y prepara la comida y enciende el fuego. Eso lo haces muy bien. Vigila al pequeño y procura que no caiga al estanque, pues es el más atrevido y caprichoso de vosotros tres y, de vez en cuando, sírvele un poco de té a la vieja.
Así consolaba a la niña, pero la niña era de poco consuelo para ella, sentada en silencio hora tras hora, secándose los mojados y doloridos párpados y sonriendo con su sonrisa fija y paciente. Al mirarla algunas veces, y al oír las irritadas palabras del muchacho y ver el ansia del menor para ir a jugar, la madre preguntábase amargamente cómo era posible que cuando eran pequeños fueran tan buenos y agradables, y que ahora no le sirvieran de consuelo alguno.
A menudo, al anochecer, la madre miraba al otro lado de la calle, a la casa del primo, y la envidiaba profundamente. Allí había un esposo bueno y honrado, un hombre sencillo y sucio de tierra, no limpio y guapo como el suyo había sido, que iba todos los días a su trabajo y regresaba a casa para comer y dormir, como era propio de hombres, y allí estaban los hijos que engendraba periódicamente, y allí sentábase la madre, calmada, y alegre, con la boca siempre abierta y chasqueando la lengua, pero bondadosa y buena vecina. A menudo, acercábase para compartir un pedazo de carne con la madre o daba a los niños un pedazo de fruta, o una florecilla de papel que había hecho para que la niña se la pusiera en el pelo. Era una casa buena llena de contento, y la madre la envidiaba, creciendo en lo más íntimo de su ser un anhelo profundo, triste e insatisfecho.