Una vez más llegó la primavera. La madre debió trabajar duramente la tierra e hizo trabajar al muchacho también, enseñándole cómo conducir el búfalo. No podía empujar el arado, pues era demasiado pequeño, pero podía correr tras el animal y golpearle en las ancas. El búfalo tenía la piel tan dura que él, con todas sus fuerzas, no podía perforarla. La madre ató una estaquilla afilada a un pedazo de bambú e hizo que el muchacho golpeara al animal con ella; para sacarlo de su pesada indolencia.
También a la niña encomendó la madre algunas sencillas tareas, pues la vieja volvíase más perezosa y olvidadiza con la edad. Sólo recordaba que tenía hambre o sed. Sólo se movía si el niño menor gritaba o quería algo, pues la abuela amaba a aquel pequeño. La madre enseñó a la hija cómo se lavaba el arroz del mediodía en el estanque, pero dejó que lo hiciera antes de irse ella a los campos, para evitar que la niña, con sus ojos casi ciegos, cayera en el agua y se ahogara. También le enseñó a cocer el arroz y tenerlo preparado cuando ella volviera, aunque era tan pequeña que casi no alcanzaba la tapa de la caldereta. Incluso le enseñó a encender el fuego y a conservarlo encendido, lo cual la niña hacía muy bien y era paciente cuando salía el humo y los ojos le escocían. No se quejaba, pues comprendía que la casa estaba sin padre, y la madre tenía que ocuparse de todos. Sin embargo, cuando la tarea estaba acabada, entraba en la casa, buscando un lugar oscuro y sentábase allí y se secaba los ojos con un pedazo de tela que guardaba para eso y aguantaba el dolor lo mejor que podía.
El hijo pequeño caminaba ya, con la llegada de la primavera. En el invierno no había intentado hacerlo, pues estaba tan envuelto en los vestidos acolchados que, si caía, no podía siquiera levantarse hasta que pasaba alguien y le ponía de pie. Comía lo que quería y engordaba, pero la madre le dejaba mamar aún, porque le producía una vaga satisfacción, aunque sus pechos estaban ya secos. Sin embargo, aquello le daba cierta oscura alegría, por la forma en que su hijo chupaba de su pecho y corría hacia ella cuando la veía regresar por la noche, gritando para beber lo poco que allí había para él.
La primavera avanzaba y la madre trabajaba pesadamente todo el día, con el muchacho a su lado, y los campos fueron arados, no tan recta ni tan profundamente como el hombre los araba, pues era lo que él siempre hiciera en las pasadas primaveras, mientras ella arrojaba la simiente. Sembraron las habas y las coles y los rábanos que serían llevados al mercado, y pronto las colzas florecieron nuevamente amarillas y doradas. Trabajaba tanto que casi olvidaba al hombre, y por la noche estaba tan cansada y el sueño la rendía tan pronto, que por la mañana costábale gran esfuerzo levantarse.
Pero amaneció un día en que le recordó.
Llegó la hora en que debía nacer el hijo de la esposa del primo y ésta mandó a la niña a que fuera a llamar a la madre, que era su amiga y su vecina más cercana. La niña fue al campo donde la madre trabajaba, mientras la dulce brisa de la primavera le hacía revolotear el vestido y le secaba el sudor.
La niña era pequeña y gritó:
—¡Buena tía, la hora de mi madre ha llegado, y dice que te apresures, pues tú sabes lo rápida que ella es y está sentada esperándote, para que cojas al niño!
La madre se enderezó entonces y contestó:
—Sí, dile que ya voy. —Luego volviose hacia el muchacho y añadió—: Coge mi azadón y desyerba las habas lo mejor que puedas, mientras yo estoy en la casa de la mujer del primo. Tardaré una hora o así, si es tan rápida como siempre.
Luego cruzó los campos y siguió a la niña, que corría delante de ella, y mientras andaba la mujer pensó que era un día muy dulce. Viviendo en aquel valle y debiendo trabajar como lo hacía, jamás pensaba en levantarla cabeza y mirar a su alrededor, pues todo su pensamiento estaba en la tierra o en la casa y se fijaba sólo en ellas. Pero al caminar, levantó la cabeza y vio los sauces que estaban llenos de brillantes hojas verdes y las blancas flores de los perales abiertos ya, inclinándose bajo su brisa. Acá y acullá los granados lucían sus nuevas hojas rajas. El viento era muy cálido y llegaba en súbitas bocanadas. La madre no sabía qué era más dulce, si el profundo y cálido silencio cuando el viento moría y el aroma de la tierra que salía de los campos arados, o la fragancia que las bocanadas de viento llevaban consigo. Pero al caminar de aquel modo en los silenciosos y en los súbitos vientos, sintió su cuerpo fuerte y pletórico y joven y se apodero de ella un gran anhelo por el hombre.
Casi cada primavera había ella dado a luz, casi cada primavera, desde que se casó, pero en aquélla su cuerpo era estéril. Antes habíale parecido cosa corriente y natural parir un hijo, como algo que había que hacer una y otra vez, pero entonces díjose que aquello era una alegría que hasta aquel momento no había comprendido. Su soledad le pesó como una pena y los pechos le dolieron, cuando pensó en ello. Jamás volvería a parir en primavera, a menos que su hombre regresara. De pronto voceó su anhelo en un grito:
—¡Oh, vuelve, vuelve!
Sí, oyó cómo su propia voz gritaba las palabras y se paró, asustada, temiendo que la niña las hubiera oído también. Pero cuando se detuvo, sólo oyó la voz del viento y el sonoro canto de un mirlo en un granado.
Al entrar en la oscura habitación y ver la cara redonda de la mujer de su primo atirantada por el dolor y sudorosa y no riente ya, el cuerpo de la madre pareció lleno y pesado, como si fuera ella quien pariera y no aquella otra. Cuando el niño llegó y ella lo cogió y lo envolvió en un pedazo de tela, sintiose sin ganas de volver al trabajo. Inquieta, fue a su casa.
—¡Cómo! ¿Es ya hora de comer? ¡Pero si todavía no tengo hambre! —gritó la vieja.
La niña salió corriendo de la casa gritando:
—¿Es ya hora de encender el fuego madre? Y la madre contestó con indiferencia:
—No; es demasiado temprano, pero hoy me siento extrañamente cansada y descansaré un rato.
Diciendo esto, entró y se echó en la cama.
Pero no podía descansar, y pronto se levantó y cogió al hijo pequeño, estrechándole fuertemente. Luego, quiso darle de mamar, pero el niño no tenía hambre aún y quería jugar, por lo que forcejó para soltarse y rechazar el pecho. La madre sintió entonces que en ella nacía una súbita y extraña ira y le pegó, haciéndole caer al suelo. El niño gritó asustado y dolido, mientras ella murmuraba:
—¡Siempre quieres mamar cuando yo no quiero y, ahora que quiero, no tienes hambre! Se sintió complacida de muy extraña manera, en parte amargamente, porque el niño estaba en el suelo y lloraba. Pero la vieja gritó al oír sus chillidos y la niña corrió a levantarle. Entonces, la madre volviose a llenar de ternura y no quiso que la niña lo levantara, sino que lo hizo ella misma, quitándole luego el polvo con la mano y secándole las lágrimas, reprochándose secretamente, avergonzada, por haber hecho sufrir al niño, a causa de su propia pena.
Pero el niño nunca volvió a querer con tanto ahínco el pecho de la madre, y, así, incluso aquella pequeña satisfacción le fue quitada.