Unos siete días después, un hombre que llevaba cartas en una bolsa colgada del hombro, pasó por allí. Era una cosa nueva, pues en tiempos antiguos no había tales hombres. Para las gentes de aquella aldea era un mágico milagro que llegaran cartas de tal modo, pero así llegaban, sin embargo. Aquel hombre sacó una carta de la bolsa, la sostuvo en la mano, miró a la madre y dijo:
—¿Eres tú la esposa de uno llamado Li?
Entonces, ella supo que su carta había llegado y contestó:
—Si, soy yo.
Y él dijo:
—Entonces, esto es para ti y te lo manda tu hombre, desde donde se encuentra, pues su nombre está escrito aquí.
Y le entregó la carta.
Ella gritó y fingió falsa alegría y dijo a voces a la vieja:
—¡He aquí una carta de tu hijo! —Y a los niños dijo—: ¡Ha llegado una carta de vuestro padre!
Casi no podían esperar a que la leyeran. La mujer se lavó y se puso un vestido limpio y se peinó el cabello. Mientras lo hacía, oyó a la vieja madre que gritaba a la esposa del primo:
—¡Ha llegado una carta de mi hijo!
Cuando lo hubo dicho, rió y tosió y volvió a reír, hasta que la esposa del primo se asustó de lo que le pasaba a aquel cuerpo viejo y débil y corrió y le frotó la espalda, mientras gritaba con su buen corazón:
—¡Vieja madre, no dejes que la alegría te mate! Y cuando la madre salió limpia y sonriendo, añadió también bondadosamente:
—¡Aquí está esta vieja ahogándose, porque ha llegado una carta!
Y la madre sonrió diciendo:
—Si, y aquí está.
Y sacó la carta, para que la otra pudiera verla.
Cuando iba por la calle, todo el mundo la seguía, pues el muchacho sonreía, diciendo a cuantos preguntaban que la carta de su padre había llegado. La niña caminaba a su lado, cogida de su vestido, y, puesto que era invierno aún y había poco que hacer, hombres y mujeres seguíanle. Se apiñaron todos en la casa del hombre que escribía cartas. Éste se asombró al ver llegar a tanta gente de pronto. Pero cuando supo de qué se trataba, cogió la carta y la estudió un rato y la miró fijamente, diciendo por fin, gravemente, lo primero que debía decir:
—Es de tu esposo.
—Eso pensé yo —contestó la madre.
Y la viuda murmuradora, que estaba entre la gente, gritó:
—¿Y de qué otro hombre podía ser, buen hombre?
Y todos rieron gozosamente.
Entonces el escritor de cartas empezó a leérsela lentamente a la madre. Se hizo el silencio y la madre escuchaba, así como los niños y la gente. A cada palabra, hacia una pausa el hombre para explicar su pleno significado, en parte porque es cierto que las palabras escritas y las palabras habladas no son las mismas, y en parte, también, para demostrar lo sabio que era. La madre escuchaba como si nunca hubiese oído aquellas palabras antes. Asentía a cada una de ellas y, cuando el hombre llegó a aquel punto donde hablaba del dinero mandado, el hombre levantó mucho la voz y dijo claramente aquello tan importante. Los que escuchaban exclamaron:
—Pero ¿ha mandado dinero?
La mujer asintió y abrió la mano, mostrando el papel por el que había entregado su propia plata. Se lo dio al escritor de cartas para que lo viera y el hombre dijo, en tono grave y solemne:
—Ciertamente, veo un diez y debe ser que este papel vale diez piezas de plata.
Todos quisieron ver aquel papel en el que había el retrato de un general gordo y bigotudo y, cuando la vieja murmuradora lo vio, gritó sorprendida:
—¡Cómo ha cambiado tu hombre, ama de casa!
Pues la viuda suponía que era el retrato del hombre. Ninguno de ellos estaba seguro de que no lo fuera, excepto la mujer, la cual dijo:
—No es mi hombre; lo sé.
Entonces el escritor de cartas hizo una suposición y afirmó:
—Es su amo, sin duda alguna.
Todos lo volvieron a mirar y lanzaron exclamaciones, acerca de lo rico y gordo que parecía. Así la muchedumbre guardó silencio de maravilla y envidia. Todos miraron, mientras la madre doblaba aquel papel y lo guardaba en su puño.
La carta fue leída y cuando el viejo hubo acabado y la dobló, dijo a la mujer:
—Eres una esposa muy afortunada pues no todas las mujeres campesinas tienen hombres que puedan ir a una ciudad tan grande y encontrar un trabajo tan bueno; y tampoco no todos ellos mandarían a sus casas el dinero así, pues tengo sabido que hay muchos lugares en las ciudades donde gastar el dinero.
Entonces, aquellas gentes sintieron respeto por la mujer. Ella regresó orgullosamente a su casa, seguida de sus hijos que compartían la gloria de la madre. Y cuando la madre llegó a la casa, se lo contó a la vieja madre, la cual rió de placer al oír lo que su hijo decía de la tercera mortaja, y lanzó exclamaciones con su vieja voz cascada, golpeándose las huesudas rodillas, llena de gozo.
—¡Ese hijo mío! ¡Te aseguro que nunca ha habido ninguno como él! Y sin duda esa tela de la ciudad debe ser tela muy buena. —Luego tornose algo grave, y añadió sosegadamente—: ¡Ay, hija! Si es tan buena como dice, dudo que pueda yo romperla antes de morir. Tal vez sea mi última mortaja.
También el muchacho tornose serio al ver la gravedad de su abuela y exclamó lealmente:
—¡No, abuela, no será así, porque ya has roto dos y ésa no puede ser tan fuerte como dos!
Al oír estas palabras, la vieja animose nuevamente y rió al ver que su nieto era tan inteligente y dijo a la madre:
—Recuerda muy bien todo lo que le dije, hija, casi como si tú misma hubieras leído las palabras.
—Sí —asintió la madre, quedamente—. Recuerdo cada palabra.
Luego entró sola en la casa. Quedó detrás de la puerta donde lloró silenciosamente, y la carta y aquel papel que era igual que plata sólo fueron cenizas para su orgullo. Ningún valor tenían para ella cuando estaba sola; no tenían significado alguno.
Sin embargo, la trama de la madre salió bien. Desde entonces, no hubo nadie en la aldea que se burlara de ella o insinuara que su esposo la había abandonado. Más bien, tuvo que endurecer su corazón para con ellos, porque después que se supo que tenía el papel que valía plata y que el año siguiente recibiría otro como aquél, algunos fueron a pedirle secretamente préstamos, siendo uno de ellos el viejo escritor de cartas. Además de él, uno o dos hombres perezosos mandaron a sus mujeres a pedirle en su nombre y la mujer temía negarse, puesto que todos en la aldea estaban emparentados de alguna forma y todos se apellidaban Li, pero les dijo esto y aquello, que ella debía el dinero por un préstamo que había pedido y que lo había ya gastado, o algo parecido. Algunos le gritaban, cuando hablaban en algún patio frente a una casa. La viuda murmuradora dijo significativamente delante de ella cuánto costaba un pedazo de tela en aquellos tiempos, e incluso una aguja o dos costaban mucho, o unos hilos de seda para bordar una flor en un zapato como adorno, y todos se cuidaban de decir, cuando ella estaba presente:
—Tu destino es muy afortunado, pues no tienes que pensar tres veces antes de gastar una moneda pequeña de cobre, mientras tu hombre está lejos ganando plata, que después te manda, y tú tienes esa plata además de lo que le sacas a la tierra.
Y algunas veces un hombre comentaba:
—Dudo que sea bueno tener una mujer tan rica en nuestra aldea, pues los ladrones pueden venir. ¡Ay, los ladrones van a dónde hay riquezas, como moscas a la miel!
Finalmente, le pareció que todos los días aquel pedazo de papel la turbaba más, no sólo por lo que la murmuradora decía, y porque éste y aquél entre los hombres le pedían que se lo enseñara para contemplarlo de cerca, sino porque no estaba acostumbrada a que el dinero fuera de papel. Llegó a odiarlo, ya que siempre temía que el viento se lo llevara o las ratas lo royeran o los niños lo encontraran y, creyendo que no era nada, lo rompieron jugando. Todos los días miraba si estaba seguro en la cesta de arroz donde lo escondía, porque temía que se humedeciera y pudriera en la hendidura de la pared. Aquel papel se convirtió en algo tan abrumador, que cierto día, cuando vio que el primo se disponía a ir a la ciudad, corrió a él y le susurró:
—Cambia este papel por plata dura, te ruego, para que yo pueda sentirla en la mano, porque este pedazo de papel no me parece nada cuando lo cojo.
El primo lo cogió y, como era hombre honrado, lo cambió en buenas piezas de plata. Cuando regresó a la casa de la mujer de su primo golpeó las piezas una contra otra, para demostrar que todas eran buenas. La madre le estaba agradecida y le dijo, aunque con desgana, porque no deseaba parecer mezquina:
—Toma una pieza por tus molestias, primo, y por tu ayuda en la cosecha, pues bien sé que la necesitas y el vientre de tu esposa se redondea con otro hijo.
Pero aunque él miró fijamente la plata contuvo el aliento sin darse cuenta y parpadeó una o dos veces deseando tener aquel dinero, no quiso tomar la moneda. Habló rápidamente, antes de que su deseo fuera demasiado fuerte, pues era hombre bueno y honrado.
—No, esposa de mi primo, pues tú eres mujer sola y yo puedo trabajar aún.
—Pues si alguna vez necesitas pedirla prestada… —dijo ella, guardando la plata rápidamente, pues bien sabía que ningún hombre puede mirar largamente la plata, por bueno que sea, sin que el deseo le debilite.
Aquella noche, mientras los niños y la vieja dormían, la madre se levantó y encendió la vela y cavó un hoyo con el azadón en el duro suelo de tierra. Allí escondió las diez piezas de plata, no sin antes envolverlas en un trapo, para que la tierra no las tocara. El búfalo volviose y la miró con sus ojos grandes y tristes y las gallinas despertaron de su sueño bajo la cama y la miraron primero con un ojo y luego con el otro. Cacarearon débilmente, asombradas de aquella cosa extraña en la noche. Pero la mujer cubrió el hoyo y lo pisó para que no se notara. Luego, volvió a acostarse en la oscuridad.
Ocurrió algo extraño: mientras yacía despierta pero soñando, casi olvidó que era su propia plata la que había enterrado, la plata ganada en la cosecha que ella misma había segado, doblándose, abrumada de fatiga, para cada puñado de grano. Sí, lo olvidaba, y parecíale que el hombre ciertamente se la había mandado, que era algo que tenía además de lo suyo, y murmuró en su corazón:
—Va por las piezas de plata que él cogió y gastó en aquella túnica azul, y mejor, pues son más piezas.
Y le perdonó por aquello que había hecho, durmiéndose luego.
Desde entonces, cuando alguien le pedía que le mostrara el papel, la mujer contestaba tranquilamente:
—Lo he cambiado por plata y lo he gastado ya. Cuando la murmuradora se enteró, exclamó, asombrada:
—Pero ¿la has gastado toda?
La madre contestó tranquilamente, sonriendo:
—Si, la he gastado en una cosa y en otra, y una nueva olla o dos y tela para estoy aquello y, ¿por qué no había de gastarla, si tiene que llegar más?
Acto seguido entró en la casa y sacó las prendas nuevas que había confeccionado para que el hombre las llevara si volvía a casa, diciendo:
—He aquí alguna de la tela que he comprado con la plata.
Todas la miraron y la tocaron, gritando que era una tela muy buena y fuerte, y la viuda murmuradora dijo a regañadientes:
—Puedo asegurarte que eres una mujer muy buena, gastando el dinero en parte para ropas para él y no todo en ti y tus hijos.
Entonces, la madre repuso con voz firme:
—Estamos muy contentos el uno con el otro mi hombre y yo. Gasté algo para mi, ya que di plata a un platero y le encargué que me hiciera unos pendientes y una sortija, pues mi hombre siempre dijo que quería que los tuviera, cuando pudiéramos ahorrar algo.
La vieja había estado escuchando esas palabras y entonces gritó:
—¡Mi hijo es el hombre que ella dice y me comprará mi tercera mortaja, que será de la mejor tela de la ciudad! Es un hijo muy bueno, vecinos, y a todos os deseo une igualmente bueno, y especialmente a ti, esposa del primo, pues veo que tu vientre está hinchado como un melón maduro.
Entonces las amas de casa rieron y se alejaron, una tras otra, pues atardecía ya. Pera cuando hubieron marchado, la mujer gimió interiormente ante la historia que había contado, reprochándosela, diciendo en su propio corazón:
—¿Por qué he tenido que contar semejante historia, no contentándome con lo que había dicho? ¿Dónde encontraré dinero para los pendientes y la sortija? Sin embargo, debo hacerlo de alguna manera para probar que es verdad.
Y suspiró al pensar en la carga que se había impuesto.