Durante todo aquel día la mujer esperó el regreso del hombre a la casa. Era un día en que les campos podían dejarse solos, pues el arroz estaba ya sembrado y en la poco profunda agua y a la cálida luz las jóvenes plantas verdes movían sus incipientes cabezas, inclinándose ante la suave brisa. No había necesidad de ir a los campos aquel día.
Por tanto, la madre se sentó bajo el sauce, hilando, y la vieja fue a sentarse a su lado, satisfecha de escuchar lo que ella dijera y mientras ella misma hablaba, se desabrochó el vestido y estiró sus brazos delgados, viejos y arrugados al sol. Pero la madre permanecía silenciosa, moviendo el huso con movimiento seguro, entre el pulgar y el dedo que se humedecía en la lengua, y el hilo salía bien retorcido y blanco. Cuando hubo preparado alguna cantidad, lo enrolló en un pedazo de bambú pulido, para hacer un carrete. Hilaba de la misma manera que lo hacía todo, firmemente y bien. El hilo quedaba fuerte y duro.
Lentamente, el sol se levantó en el firmamento hasta llegar al cenit y, entonces, ella dejó de hilar y pusose en pie.
—Pronto volverá hambriento, con su túnica azul —dijo secamente.
Y la vieja contestó, riendo con su risa fácil y pequeña:
—Oh, sí; lo que hay sobre el vientre de un hombre no es la mismo que lo que hay en él.
La madre fue y sacó, con una calabaza, arroz del cesto en que lo guardaba, y rasó la calabaza con la mano para no derramar ni un solo grano; después lo vertió en una cesta hecha con tiras finas de bambú, yendo por el sendero hasta el borde del estanque y al ir hacia allí miró a lo largo de la calle. Pero no vio la túnica azul. Bajó cuidadosamente el talud y empezó a lavar el arroz, metiendo el cesto en el agua y revolviendo el grano con sus manos atezadas y fuertes, una y otra vez hasta que el arroz brilló, limpio y blanco, como perlas húmedas. Al regresar se agachó para arrancar una col, y arrojó un puñado de hierba al búfalo amarrado a un árbol, a la sombra, y luego anduvo hasta la casa.
En aquel momento, el hijo mayor llegaba de la calle llevando a su hermana de la mano y la madre le preguntó quedamente:
—¿Has visto a tu padre en la calle o en la posada o en la puerta de alguien?
—Esta mañana estuvo bebiendo té en la posada durante un rato —contestó el muchacho, pensativo—. Y vi su túnica, nueva y azul, y era bonita. Nuestro primo, cuando supo lo que le había costado, dijo a mi padre que la había pagado muy cara.
—¡Si, la pagó cara, lo juro! —repuso la madre con la voz súbitamente dura.
Y la niña habló, imitando a su hermano:
—Sí, su túnica era azul. Hasta yo pude ver que era azul.
Pero la madre no volvió a hablar. El último hijo empezó a llorar, al despertar en el cesto colgante, y ella le cogió y se abrió el vestido y le dio de mamar, mientras se disponía a preparar la comida. Pero primero llamó a la vieja.
—Vigila, vieja madre, y avísame cuando veas el azul nuevo de su túnica, y entonces pondré la comida en la mesa.
—Lo haré hija —gritó la vieja, alegremente.
Sin embargo, cuando el arroz estuvo cocido, blanco y seco, como al hombre le gustaba, todavía no había llegado. Cuando la col estuvo tierna y la mujer incluso hizo un poco de salsa dulce y amarga, para verterla sobre el cogollo, como a él le gustaba, tampoco llegó.
Esperaron un rato. La vieja se sintió hambrienta y a punto de desmayarse con el aroma de la comida en la nariz y gritó, súbitamente irritada por el hambre que sentía:
—¡No esperes más a ese hijo mío! ¡La boca se me hace agua, tengo el vientre tan vacío como un tambor y todavía no viene!
Así, pues, la madre dio su escudilla a la vieja entonces y también llenó las de los niños e incluso les dejó comer col, guardando el cogollo para el hombre. Después comió ella, pero poco, pues parecía menos hambrienta aquel día, con lo que quedó mucho arroz y bastante col, todo lo cual retiró, colocándolo en un sitio donde le diera el viento y se mantuviera fresco. Por la noche estaría tan bueno como entonces, si lo calentaba. Luego dio el pecho al hijo menor, que mamó hasta saciarse y quedó dormido. Aquel niño gordo y fuerte, al sol, tostado por su calor y los otros dos hijos se echaron a la sombra del sauce y durmieron. También la vieja cabeceó en su taburete y sobre toda la aldea descendió la paz del sueño y el silencio del calor del mediodía, con lo que incluso las bestias permanecían con la cabeza baja.
Sólo la madre no durmió. Cogió el huso y sentose a la sombra del sauce, que caía hacia la parte de poniente de la era, y retorció el hilo y lo ovillo. Pero un rato después no pudo trabajar. Toda la mañana había trabajado de firme sin descansar retorciendo e hilando, pero entonces no podía permanecer quieta. Era como si alguna extraña ansiedad se hubiera apoderado de su cuerpo, como una fuerza. Nunca había el hombre dejado de presentarse para comer.
—Debe de haber ido a la ciudad a jugar o por alguna otra cosa —murmuró para sí.
No había pensado en ello, pero cuanto más vueltas le daba, más parecíale verdad que lo había hecho. Después de un rato, su primo y vecino salió para ir a los campos y luego su esposa que había dormido sentada bajo un árbol, despertó y le gritó:
—¿Ha ido tu hombre a alguna parte hoy?
—Si, ha ido a la ciudad por una cosa suya —contestó la madre reposadamente.
El primo, que elegía un azadón y una pala para el trabajo que iba a hacer, dijo con su voz fina:
—¡Sí, le he visto muy alegre con su nueva túnica azul, preparado para ir a la ciudad!
—Sí —repuso la madre.
Su corazón se tranquilizó algo entonces y volvió a hilar con mayor celo, puesto que el primo habíale visto camino de la ciudad. Había ido a divertirse un día, sin duda, para vengarse de ella. Eso hacia, con su túnica nueva y la brillante sortija de cobre y con el cabello aceitado. La madre se irritó ante ese pensamiento, pero su ira estaba muerta y no pudo revivirla, porque estaba mezclada con alguna extraña ansiedad a pesar de las palabras del primo.
La tarde fue larga y calurosa. La vieja despertó y gritó que su boca estaba seca como la corteza de un árbol y la madre fue a buscarle té para beber. Los niños despertaron también y se refocilaron en el polvo, durante un rato. Asimismo el hijo menor despertó en su cesto, contento de haber dormido.
Pero la madre no podía descansar. Se hubiera sentido mejor si hubiera dormido. Cualquier otro día podría haberlo hecho fácilmente incluso al trabajar, puesto que era tan sana y robusta que el sueño se apoderaba de ella, profundo y dulce, sin necesidad de buscarlo. Pero aquel día algo le roía el corazón y la mantenía completamente despierta como si esperara oír algún sonido conocido.
Finalmente, se puso en pie, impaciente por la espera, y triste a causa de la calle solitaria, que estaría vacía para ella mientras no viera a aquél a quien buscaba.
Cogió al niño, apoyolo en la cadera, tomó su azadón y fue al campo, diciendo a la vieja:
—Voy a desyerbar el maíz en la colina del sur.
Al marchar se dijo que se sentiría más tranquila si no estaba en casa y las horas pasarían más rápidamente si cansaba su cuerpo en un trabajo duro. Trabajó en el maizal toda la tarde, protegiéndose la cara del sol con un pañuelo azul de algodón, moviendo incesantemente el azadón entre el maíz nuevo. No era más que un campo pequeño y pobre, pues todas sus buenas tierras estaban dedicadas al cultivo del arroz, formando terrazas incluso en las laderas de las montañas, hasta donde pudieran llevar el agua, porque el arroz es un alimento más sabroso que el maíz y se vende a mayor precio.
El sol caía sobre la colina sin sombras y pronto el vestido de la madre estuvo humedecido por el sudor, pero ella no quería descansar más que algunos momentos para dar de mamar al niño cuando lloraba. Entonces se sentaba en el suelo, le daba el pecho y se secaba la ardorosa cara y miraba la brillante tierra sin ver nada. Cuando el niño se saciaba, lo dejaba en el suelo y volvía a trabajar. Escardó hasta que le dolió el cuerpo y su mente estuvo nublada, no pensando en otra cosa que en aquellas hierbas que caían bajo su azadón y se secaban al calor del sol. Por fin el sol descansó al borde de la tierra y el valle se sumió en súbitas sombras. Entonces ella se enderezó, secose la cara ardiente y sudorosa con el vestido y dijo en voz alta:
—Seguramente estará en casa, esperando. Debo ir a prepararle su comida.
Y cogiendo al niño de la cama de suave tierra donde le había colocado, volvió a la casa.
Pero él no estaba allí. Cuando dobló la esquina de la casa, no estaba allí. La vieja miraba ansiosamente hacia el campo y los dos niños estaban sentados en el umbral, esperando entristecidos, y lloraron cuando la vieron.
—Vuestro padre…, ¿no ha venido aún? —preguntó ella, asombrada.
—No ha venido y nosotros estamos hambrientos —gritó el muchacho.
—No ha venido y estamos hambrientos —repitió la niña con su voz quebrada e infantil.
Y cerró los ojos ante los penetrantes últimos rayos dorados del sol. La vieja madre se puso en pie, renqueó hasta el borde de la era y gritó agudamente, dirigiéndose al primo, que regresaba a su casa:
—¿Has visto a mi hijo en alguna parte?
Pero la madre exclamó con súbita impaciencia:
—¡Calla, vieja madre! ¡No digas a todo el mundo que no ha vuelto!
—Pero no viene —dijo la vieja, mirando hacia la calle, turbada.
La madre no volvió a hablar. Cogió arroz frío para los niños y calentó un poco de agua y la vertió sobre el arroz para la vieja y buscó algo de comida pasada para el perro. Mientras ellos comían, fue con el menor apoyado en la cadera, hasta la posada. Había pocos huéspedes entonces y únicamente uno o dos que regresaban a sus casas, en algún pueblo cercano, pues era la hora en que los hombres están en su hogar y el trabajo del día ha sido hecho. «Si él estuviera allí —pensó—, sentaríase a la mesa más cercana a la calle, donde pudiera oír y ver lo que pasara, o estaría con un huésped, pues nunca permanecía solo si podía evitarlo. Si había una partida de algún juego, tomaría parte en ella». Mas aunque miró al acercarse, no vio el azul de ninguna túnica nueva ni percibió el ruido que hacen los jugadores. Miró desde la puerta, pero él no estaba allí. Sólo vio al posadero, descansando después de la cena, apoyado contra la pared junto a su fogón, negra la cara con el humo y la grasa de muchos días, pues en un oficio tan negro como el suyo parecíale inútil lavarse, ya que poco después volvería a estar negro.
—¿Has visto al padre de mis hijos? —preguntó la madre.
El posadero se hurgaba los dientes con su uña negra. Luego chupó y dijo perezosamente:
—Estuvo sentado aquí un rato esta mañana, con su nueva túnica azul, y luego fue a la ciudad para pasar el día.
Oliéndose alguna murmuración, preguntó:
—¿Ha sucedido algo, ama de casa?
—Nada…, nada… —repuso la madre, apresuradamente—. Tiene negocios en la ciudad y han debido ocuparle hasta tarde y, tal vez, pase la noche en alguna parte y regrese mañana.
—¿Qué negocios? —inquirió el posadero, súbitamente interesado.
—¿Cómo puedo yo saberlo, si sólo soy mujer? —replicó ella, alejándose después.
Pero al regresar a la casa, mientras sus labios contestaban a quienes le hablaban al pasar, la madre pensaba. Cuando llegó, entró, fue a la rendija de la pared y buscó en ella. Estaba vacía. Bien sabía que allí había habido un pequeño tesoro de monedas de cobre y un poco de plata, también. Él había vendido la paja de arroz a buen precio, uno o dos días antes, pues era listo para estas cosas y llevó a casa una buena parte de las monedas. Ella las había contado y guardado en la hendidura y allí deberían estar. Pero no estaban.
Entonces supo ciertamente que se había marchado. Pensó, temblorosa, que se había ido para siempre. Sentose súbitamente en el piso de tierra de la casa y, sosteniendo al niño en brazos, balanceó el cuerpo hacia delante y hacia atrás, lentamente y en silencio. ¡Se había ido! ¡Y allí quedaba ella con los tres niños y la vieja! ¡Y él se había ido!
El hijo menor empezó a agitarse de pronto y ella, sin saber lo que hacia, diole el pecho. Los dos niños entraron, la niña gimoteando y frotándose los ojos. La vieja apareció, apoyándose en su bastón, repitiendo una y otra vez:
—¿Dónde estará mi hijo? Hija, ¿dijo mi hijo dónde iba? Es muy extraño que mi hijo se fuera. Entonces la madre se puso en pie.
—Mañana estará aquí, seguramente, vieja madre —dijo—. Acuéstate y duerme. Mañana estará de vuelta.
La vieja madre escuchó y repitió, tranquilizada:
—¡Oh, sí! Mañana seguramente.
Y luego fue a su jergón, tanteando su camino por la oscurecida habitación.
Después la madre llevó a los dos niños al patio y los lavó, como solía hacer las noches de verano, antes de que se acostaran. Vertió una calabaza de agua sobre cada uno de ellos frotando con la mano su atezada piel, hasta dejarla limpia. Pero no oyó lo que decían ni tampoco prestó atención a los quejidos de la niña acerca de sus ojos. Sólo cuando fueron a la cama y el muchacho gritó, asombrado, que su padre no había vuelto: «¿Dónde dormirá mi padre, pues?», sólo entonces habló la madre, como saliendo de un sueño:
—Seguramente en la ciudad, pues vendrá a casa mañana o dentro de uno o dos días —añadiendo amargamente—: ¡Y su túnica nueva sin duda estará ya sucia y tendré que lavarla!
De algún modo, se alegraba de poder enfadarse con él y se aferraba a su enfado, porque le parecía que así él estaba más cerca. Siguió aferrándose a esta idea mientras conducta al búfalo al interior de la casa y atrancaba la puerta, murmurando:
—¡Juro que me haré la dormida, cuando esta noche llegue él, aporreando la puerta!
Pero en la oscura noche, en la quieta y calurosa noche, en el silencio de la habitación cerrada, la ira la abandonó y tuvo miedo. ¿Qué haría ella, mujer sola y joven, si él no volvía? La cama era enorme y estaba vacía. No necesitaba ir con cuidado aquella noche; podía acostarse y estirar brazos y piernas cuanto quisiera. Él se había ido. De pronto, se apoderó de ella el más ardiente anhelo por aquel hombre suyo. Durante los seis últimos años habíase acostado a su lado. Podía irritarse contra él durante el día, pero por la noche volvía a estar cerca de él y olvidaba la pereza y la infantilidad del hombre. Recordaba, entonces, lo apuesto y agradable que era: no tenía los dientes malos ni le olía el aliento como sucedía en la mayor parte de los hombres; era agradable de ver y sus dientes eran blancos como el arroz. Sentía anhelo por él y toda su ira desapareció del cuerpo, no quedando sino el anhelo.
Cuando llegó la mañana, despertó entristecida por su insomnio y nuevamente se sintió dura. Al levantarse y no haber regresado él, después de sacar los animales de la casa y dar de comer a los niños y a la vieja, murmuró casi en voz alta:
—Volverá cuando se le acabe el dinero. ¡Entonces volverá!
Su hijo mayor miró la cama vacía.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó.
—Se ha ido por uno o dos días, y si alguien te pregunta en la calle, debes decir que marchó para uno o dos días —repuso ella con voz seca y súbitamente fuerte.
Sin embargo, aquel día, cuando los niños marcharon a jugar, ella no fue a los campos. Colocó su taburete de forma que pudiera ver la corta y única calle de la aldea, por si alguien llegaba por allí y, mientras contestaba descuidadamente a las preguntas de la vieja madre, pensaba que aquella túnica era de un azul tan claro, que podría verle aun estando muy lejos. Se puso a hilar, mirando de vez en cuando hacia la carretera, a hurtadillas. Mentalmente, contaba el dinero que el hombre se había llevado y el tiempo que le duraría y le pareció que no podía alcanzarle por más de seis o siete días; pero poseía aquellos dedos ágiles y afortunados en el juego, con lo que tal vez podía ganar y permanecer ausente más tiempo. Hubo momentos aquella mañana en que creyó no poder soportar más el incesante parloteo de la vieja madre, pero hizo un esfuerzo, con la esperanza de que tal vez vería regresar al hombre.
Cuando los niños se acercaron a la casa al mediodía, hambrientos, y el muchacho vio la escudilla de col preparada para su padre y pidió un poco, ella no quiso darle. Le dio un cachete cuando insistió, diciendo en voz alta:
—No; es para tu padre. Si vuelve esta noche estará hambriento y lo querrá todo para él.
La larga y quieta tarde de verano transcurrió lenta y él no regresaba: el sol se ocultó como siempre, cande y lleno de dorada luz. El valle se inundó con sus rayos durante un rato y la noche llegó y fue profunda y oscura. Entonces puso la escudilla ante los niños, desengañada.
—Comed lo que queráis, pues se estropeará si lo guardáis un día más, y quién sabe…
Le echó un poco de salsa dulce y amarga y le dio a la vieja, diciendo:
—Cómelo, mañana prepararé más, si él viene.
—¿Vendrá mañana, pues? —respondió la vieja.
—Sí, mañana, quizá —respondió la madre sombríamente.
Aquella noche se acostó muy apenada y asustada, y dijo abiertamente a su propio corazón que nadie sabía si el hombre regresaría jamás.
Sin embargo, le quedaba la esperanza de los siete días, tras los cuales, de seguro, habría gastado ya el dinero. Transcurrieron uno tras otro, y en cada uno de ellas, durante su espera, parecíale que aquél era el de su regreso. Nunca le había gustado visitar las demás casas de la aldea ni charlar mucho con las demás mujeres; pero entonces, una tras otra, las veinte mujeres de la aldea se acercaron a su casa para ver y preguntar dónde estaba su hombre, y exclamaban:
—¡Todos formamos una misma familia en esta aldea, y, de una forma u otra, estamos emparentados con él!
Finalmente, impelida por su orgullo, la madre inventó una historia y habló osadamente, dando voz a una idea que había aparecido en su mente.
—Tiene un amigo en una ciudad lejana y el amigo dijo que había allí un sitio donde podría trabajar y que el jornal era tan bueno que no tendríamos ya que matarnos cultivando la tierra. Si el trabajo no le gusta, regresará pronto a casa, pero si le agrada, sólo volverá cuando su amo le dé fiesta.
Dijo eso con la misma calma que si fuese verdad, y la vieja se sintió asombrada y gritó:
—¿Y por qué no me dijiste una cosa tan buena y afortunada a mí, que soy su madre?
Y la madre siguió inventando:
—El hombre me dijo que no hablara, vieja madre, porque afirmó que tienes la lengua suelta en la boca, como si fuera un guijarro, y toda la calle se enteraría, y si no le gusta el trabajo, no tendría por qué explicarles nada.
—¿Eso dijo? —preguntó la vieja madre, con su voz cascada, inclinándose hacia delante para mirar la cara de su nuera, con la boca abierta, y entonces prosiguió, sintiéndose herida—: Es verdad que siempre me ha gustado mucho hablar, hija, pero no tengo la lengua tan suelta en la boca como si fuera un guijarro.
Una y otra vez, la madre repitió la historia, a la que añadía luego detalles, para darle más visos de realidad.
Había una mujer que a menudo pasaba frente a la casa, una viuda que vivía en la casa de un hermano mayor que no tenía mucho quehacer, siendo viuda y sin hijos. Estaba todo el día sentada, bordando florecillas de seda en unos zapatos que hacía para sí misma, por lo que tenía mucho tiempo para pensar en las cosas que oía. Y, así, pensó en aquella extraña circunstancia de la marcha del hombre, y un día se le ocurrió algo y corrió por la calle lo más de prisa que pudo, con sus pequeños pies, y gritó astutamente a la madre:
—¡Pero hace mucho tiempo que no ha llegado una carta a esta aldea y no he sabido que tu hombre recibiera alguna!
Luego fue en secreto al único hombre de la aldea que sabía leer y escribir las pocas cartas que recibían, añadiendo así algo a sus medios de vida. A ese hombre preguntole secretamente la viuda:
—¿Llegó alguna carta para Li, el Primero, que fue hijo de Li, el Tercero, en la pasada generación?
Y cuando el hombre dijo que no, la murmuradora gritó:
—¡Pues hubo una carta, o así lo dice su mujer, y hace tan sólo pocos días!
Entonces el hombre sintió celos, creyendo que habrían llevado la carta a otra aldea, y negó una y otra vez, diciendo:
—Muy bien sé yo que no ha habido carta alguna, ni tampoco ninguna contestación, ni ha venido nadie para que le leyera o escribiera una carta, ni tampoco a comprar ningún sello, y yo soy el único que tiene esos sellos. Y ni siquiera ha venido ningún cartero a esta aldea hace veinte días o más.
La viuda se olió algo extraño y habló en todas partes, diciendo que la mujer de Li, el Primero, mentía, que no recibió ninguna carta y que el esposo había abandonado a la esposa. ¿No habían disputado fuertemente por la túnica nueva, acaso, de forma que toda la aldea les oyó maldecir y él la había derribado al suelo e incluso pegado? Por lo menos, eso decían los niños.
Pero cuando la murmuración llegó hasta la madre ella contestó firmemente asegurando que no había mentido y que ella había hecho la túnica nueva precisamente para que el hombre fuera a la lejana ciudad y que la disputa fue por otra cosa. En cuanto a la carta, no había habido ninguna y las noticias fueron traídas por un buhonero, que había llegado de la costa.
Así mintió la madre firmemente y con seguridad y la vieja creyó la historia y, a menudo, hablaba a gritos de su hijo y lo rico que sería; la madre conservaba el rostro tranquilo y no lloraba como las mujeres hacen cuando el esposo las abandona, avergonzándolas así. Finalmente, la historia les pareció verídica a todos e, incluso, la murmuradora viuda se silenció, musitando sólo a sus flores de seda: «Ya veremos… Cuando pase el tiempo, ya veremos si manda dinero o escribe una carta, o si siquiera regresa algún día a su casa…».
Y, así, murió la pequeña agitación en la aldea y las mentes de la gente ocupáronse en otras cosas, olvidando a la madre y su historia.
Entonces la madre se acostumbró a su nueva vida. Los siete días habían transcurrido sobradamente y el hombre no regresaba Entretanto, el arroz había madurado y se inclinaba, pesado y amarillo, esperando la cosecha, pero el hombre no llegaba. La mujer tuvo que segarlo sola, excepto durante dos días, en que el primo la ayudó, cuando su propio arroz estuvo segado y agavillado. Estaba contenta por su ayuda, pero al mismo tiempo le temía, pues el primo era hombre de pocas palabras, pocas y sinceras, y sus preguntas eran sencillas y muy difíciles de no contestar con la verdad. Pero él trabajaba en silencio y nada le preguntaba, no pronunciando sino las pocas palabras que imprescindiblemente había de decir hasta que se fue. Entonces dijo:
—Si no ha venido cuando llegue el momento de dividir el grano con el terrateniente, yo te ayudaré, pues el nuevo agente es hombre astuto y malicioso y es poco conveniente que una mujer se entienda con él, sola.
Ella le dio las gracias reposadamente, satisfecha de su ayuda, pues conocía muy poco al agente, ya que hacía escasos años que se encargaba de aquellos lugares. Era un hombre de ciudad, de falsa cordialidad en cuanto hacía y decía.
Los días se convirtieron en un mes. Día tras día, la mujer habíase levantado antes del amanecer, dejando a los niños y a la vieja durmiendo, y preparaba su comida para cuando despertaran. Llevando en brazos al hijo menor y con la hoz en la mano libre, marchaba a los campos para segar. El hijo pequeño abultaba ya bastante y sabía sentarse solo; la madre le dejaba en el suelo, para que jugara como quisiera, y él se llenaba las manos de tierra y se la llevaba a la boca y comía de ella, escupiéndola después por su mal sabor, pero se le olvidaba y volvía a comer y a escupir, hasta que tuvo la cara cubierta de tierra y babas. Pero hiciera lo que hiciera, la madre no podía preocuparse por él. Debía hacer el trabajo de dos personas, y lo hacía, y si el niño lloraba, dejábale llorar hasta que ella sentíase fatigada y podía sentarse para descansar; entonces daba el pecho a aquella boca terrosa y le dejaba beber. La madre se sentó demasiado entristecida para fijarse en las manchas que el niño le dejaba.
Segó todo el grano, manojo a manojo, inclinándose cada vez y lo apiló en gavillas. Cuando los rebuscadores iban a su campo para recoger lo que a ella pudiera caérsele, como hacen los mendigos y los espigadores en tiempo de siega, volvíase hacia ellos, con la cara sudorosa, sucia y atirantada por la dureza del trabajo y les echaba maldiciones.
—¿Venís a rebuscar en el campo de una mujer sola, que no tiene hombre que la ayude? ¡Yo soy más pobre que vosotros, mendigos, más pobre que vosotros, malditos ladrones!
Y les maldecía tan violentamente a ellos y a las madres que los habían llevado en su seno y a sus hijos, que finalmente dejaron tranquilos sus campas, asustados de tan poderosas maldiciones.
Luego, gavilla a gavilla, llevó el arroz a la era y lo trilló, unciendo el búfalo a la burda rueda de piedra. Azuzó al animal durante los calientes días del otoño. Después de que el grano estuvo trillado, reunió la paja y la amontonó y aventó aquél, cuando soplaba un poco de viento.
Entonces hizo que el muchacho trabajara también y, si se detenía o jugaba, le daba alguna bofetada, debido a la tristeza y desesperación de su agotado cuerpo. Pero no podía hacer las hacinas, pues ese trabajo habíalo siempre hecho el hombre, porque era uno de los que menos odiaba. Lo hacía siempre bien y cubría, con acierto, la parte superior con barro, alisándolo finalmente. Por tanto, aquel año, pidió al primo que le enseñara cómo se hacía para que ella pudiera realizar aquel trabaja, en adelante, con el muchacho, si el hombre tardaba más de un año en regresar. El primo le enseñó y ella erguía el cuerpo arrojándole la paja, mientras él sentábase en lo alto de la hacina y la extendía. Y así, terminaron los trabajos de la cosecha del arroz.
Estaba delgada hasta los huesos, debido al trabajo y el cansancio; hasta la última onza de carne había desaparecido de ella y su piel aparecía requemada, excepto en los labios y mejillas. Sólo la leche permanecía en sus pechos, grandes y llenos. Hay algunas mujeres cuya comida se convierte en gordura para ellas y no en alimento para tener hijos y su maternidad robaba implacablemente a su cuerpo lo que el hijo necesitaba.
Llegó el día en que había que medir la parte de la cosecha para el terrateniente, pero el propietario de la aldea y de los campos que la rodeaban jamás iba en persona en busca de lo suyo. Era un hombre rico que vivía en alguna lejana ciudad, pues la tierra le llegó de sus padres, y mandaba a un agente en su nombre. Aquel año el agente era nuevo. El anterior se había despedido después de enriquecerse durante veinte años. El nuevo agente llegó y fue a la casa de cada habitante de la aldea; la mujer le esperaba en su propia puerta, con el grano apilado en la era. Y el agente llegó.
Era un hombre de ciudad, de la cabeza a los pies, alto y suave, que vestía su túnica de seda gris y calzaba zapatos de cuero. De vez en cuando, se llevaba una mano a la barbilla y, al moverse, de él se desprendía un perfume. La madre se encogió cuando llegó el agente, preguntando:
—¿Dónde está el granjero?
La mujer calló, dejando que hablara la vieja madre.
—Mi hijo trabaja en la ciudad ahora, y nosotras nos ocupamos de la tierra.
Entonces la mujer mandó al muchacho en busca del primo, y esperó en silencio, acercándose para ofrecer té a aquel hombre, pero sin hablar más que para los saludos de costumbre, sintiendo, al mismo tiempo, los ojos de él fijos ya en sus pies desnudos, ya en su cara. Permaneció cerca cuando el primo medía el grano y separaba la parte que el agente tomaba como suya. Sintiose contenta de no tener que decir nada, ni siquiera comprobar el peso, pues el primo era muy honrado. Pero vio el grano dividido y le causó dolor, pues era penoso dar a aquel hombre de la ciudad su propia parte de lo que los granjeros habían cultivado con tanto trabajo. Mas lo daban sin protestar y así también lo dio ella, sabiendo que si no lo hacía sufriría; además de la parte del terrateniente, daban al agente una o dos gallinas gordas o una medida de arroz o algunos huevos e incluso plata para él particularmente.
Cuando todo el grano estuvo medido, la aldea tenía que dar un banquete al agente y cada casa había de contribuir con un plato. Incluso, en aquel año, la mujer cogió una gallina y la mató y la cocinó para el banquete, cociéndola largamente hasta que estuvo hecha, de forma que aunque seguía estando entera y la piel no aparecía rota, la carne era tan tierna que se desmenuzaba cuando los palillos la tocaban. El sabor y el aroma de aquella gallina, después de tantas horas de preparación, eran más de lo que los niños podían soportar y el muchacho gritó:
—¡Ojalá fuera para nosotros! ¡Ojalá pudiéramos comer una gallina nosotros!
Pero la madre estaba amargada con su tristeza y cansancio.
—¿Quién puede comer esa carne, sino un hombre rico? —repuso.
Sin embargo, cuando el banquete acabó fue a la mesa a la que habían comido los hombres y cogió un hueso de su gallina, del cual colgaba aún un poco de piel y carne, y se lo llevó al muchacho para que lo chupara, diciendo:
—Crece pronto, hijo, y también podrás comer con ellos.
Entonces el muchacho preguntó, inocentemente:
—¿Crees que mi padre me dejará?
Y la madre contestó con amargura:
—Si él no está aquí, tú comerás en su lugar. Lo juro.
Se acercaba ya el invierno. Los niños habían casi olvidado que jamás hubiera en la cama otra persona más que ellos y la madre. Incluso la vieja raramente pensaba en preguntar por su hijo, porque los frías vientos llegaron, trayendo dolor a sus viejos huesos, y bastante trabajo tenía buscando un lugar soleado y protegido; se quejaba de continuo porque los vientos cambiaban de dirección y porque cada año el sol parecía menos cálido que el anterior.
El muchacho trabajaba diariamente en alguna pequeña tarea y lo tomaba como obligación. Cada día, cuando no había nada más que hacer, llevaba al búfalo a las colinas y le dejaba que paciera la corta hierba, pasándose el día entero sobre su lomo, o yendo hacia alguna tumba, cazando grillos entre la hierba y tejiendo pequeñas jaulas para ellos. Cuando llegaba a la casa por la noche, colgaba la jaula de la puerta y los grillos chirriaban y aquel sonido complacía a los niños.
Pero, pronto, la hierba de las colinas se secó y las flores silvestres de verano desprendieron su simiente y los senderos se alegraron con jarillas púrpura y pequeños crisantemos silvestres amarillos, que son las flores del otoño, siendo ya tiempo de cortar la hierba que serviría de combustible durante el invierno. Entonces el muchacho iba con su madre y ella segaba todo el día, con su pequeña hoz, y él trenzaba cuerdas de hierba y agavillaba la que ella cortaba. Por todas partes, en la montaña, veíanse puntos azules; eran gentes como ellos, cortando y agavillando hierba. Al atardecer, cuando el sol se ponía y de las montañas llegaba un viento frío, las gentes regresaban a sus casas por los tortuosos senderos, cargadas todas con dos grandes gavillas sujetas a una pértiga sobre el hombro; y así hacía la madre también, como el muchacho, que llevaba dos gavillas pequeñas.
Cuando llegaron a la casa, lo primero que la madre hizo fue coger al hijo pequeño y aliviar sus pechos de la carga de leche; el niño mamó ávidamente, pues sólo había tomado papilla de arroz durante el día. Aquellos primeros días fríos, la vieja se acostaba, para calentarse, apenas se ocultaba el sol, y la niña tanteaba su camino, cerrando los ojos incluso a aquella pálida luz, y se sentaba en el umbral, alegrándose con la llegada de su hermano, a quien echaba en falta desde que tenía que trabajar.
Así pasó el otoño. La tierra tenía que ser arada para el trigo y sembrada luego; la madre enseñó al muchacho a desparramar el grano, de forma que el viento le ayudara, y a vigilar el viento y procurar que el grano no cayera en demasía en un sitio y en poca cantidad en otro. Luego llegó el invierno, cuando el trigo había ya brotado y los campos se encogieron y endurecieron con el frío. Entonces la madre sacó los vestidos de invierno de debajo de la cama, donde los guardaba, y los soleó, preparándolos para su uso. Pero el duro y áspero trabajo del verano y el otoña habíanle estropeado las manos de tal forma, que, incluso el rudo tejido de algodón se cogía de las grietas que en ellas tenía y sus dedos eran rígidos y duros.
Sin embargo, trabajó, sentándose junto a la puerta para recibir el calor del sol y resguardarse del frío viento. Primero, cuidose de las ropas de la vieja, puesto que sentía tanto el frío. Hizo que se quedara en cama uno o dos días y que se quitara la roja mortaja que llevaba y entre la tela y el forro colocó el almohadillado que había sacado a la llegada del verano. La vieja estaba a gusto en cama y charlaba contenta:
—¿Crees que alcanzaré a romper esta mortaja, nuera? Durante el verano me parece que si, pero, cuando el invierno llega, ya no estoy segura, porque la comida no me calienta como antes.
Y la madre contestaba con aire ausente:
—Me atrevo a asegurar que vivirás para romperla, vieja madre, pues jamás he visto una mujer vieja como tú, cuando las demás se han ido.
Entonces la vieja rió de contento y siguió parloteando, entre risas y toses:
—¡Sí, duraré mucho, lo sé!
Y permanecía acostada, contenta, esperando que arreglara su mortaja para protegerla del frío.
La madre remendaba los trajes de los niños; tendría que dar los de la niña al hijo menor y los del muchacho a la niña, pues todos habían crecido mucho aquel año. Entonces se presentó la cuestión de la ropa de abrigo para el muchacho. Había una chaqueta acolchada del hombre y los pantalones, que había llevado en tres inviernos pasados. Él la había roto, habiéndola ella remendado el cuello y los puños, y, en la parte de delante, tenía un largo desgarrón, donde el cuerno del búfalo se había cogido un día y, estando el hombre enfadado, tiró de la cuerda, pasada por el tabique de la nariz del animal, y éste hizo un brusco movimiento con la cabeza.
Pero no podía resignarse a cortar aquellas ropas para el muchacho. Les daba vueltas, pensando, dolorida, murmurando finalmente:
—¿Y si viniera aún? Todavía no arreglaré estas ropas.
Pero el muchacho no tenía vestido para el invierno y temblaba con el frío de la mañana y el atardecer. Por fin, la madre apretó los labios y cortó la chaqueta y los pantalones para él, consolándose interiormente, diciendo a su corazón:
—Si viene, venderemos un poco de arroz y compraremos ropas nuevas. Si viniera para el año nuevo, se alegrará de tener vestido nuevo.
Transcurría el invierno, pareciéndole a la mujer que el hombre llegaría para el año nuevo, cuando todos los hombres van a sus casas, si viven y no son mendigos.
Por tanto, cuando alguien le preguntaba, ella empezó a contestar:
—Vendrá a casa para la fiesta de año nuevo. Y la vieja madre dio en repetir:
—Cuando mi hijo venga, pronto, para el año nuevo…
También los niños esperaban aquel día. De vez en cuando, la viuda murmuradora sonreía.
—Es extraño que no llegue ninguna carta de ese hombre tuyo —decía maliciosamente, mientras se hacía un bonito par de zapatos nuevos para la fiesta—; y yo sé que no llega ninguna, porque el hombre que escribe las cartas me lo dice.
Pero la madre contestaba con una aparente calma:
—He tenido varias veces noticias de él, que me han traído viajeros que por aquí han pasado. Mi hombre y yo nunca hemos gustado mucho de escribir, por el buen dinero que cuesta, y nunca se sabe, tampoco, lo que los hombres que escriben las cartas olvidan poner y deseas esté escrito y toda la calle sabe lo que dice la carta que llega para mí. Estoy contenta de que no mande cartas.
Así acalló a la murmuradora, y repitió tantas veces que el hombre regresaría para el año nuevo, que verdaderamente llegó a parecerle que así sería.
Se acercaba la fecha y todos en la aldea preparábanse para la fiesta. La madre tenía que prepararse también, no sólo para los niños, haciéndoles zapatos nuevos y lavándoles la ropa y confeccionando un gorro nuevo para el hijo menor, sino también para el hombre. Llenó dos grandes cestas con el arroz de que osó desprenderse y las llevó a la ciudad, donde las vendió un poco más baratas que el precio que el hombre obtenía, lo cual estuvo muy bien, teniendo en cuenta que era una mujer sola, regateando con hombres. Con el dinero compró dos velas rojas e incienso para quemar ante el dios y letras rojas de la suerte para pegar en las herramientas y el arado y los útiles de la granja que ella utilizaba. Compró también un poco de manteca y de azúcar para hacer pasteles para aquel día. Entonces, con lo que le quedó, entró en una tienda de telas y adquirió unos veinte pies de buena tela azul, de algodón, y en otra tienda, cinco libras de algodón cardado, para almohadillar.
Estaba tan segura de que el hombre vendría, que empezó a cortar la tela, y despacio y con mucho cuidado hizo una chaqueta y unos pantalones y los acolchó, poniéndoles finalmente los botones, que hizo con pedazos de tela muy retorcida y cosida firmemente. Entonces guardó las prendas, esperando su llegada, y a todos les pareció que aquéllas ropas acabarían trayendo al hombre más pronto a casa.
Pero amaneció el día y el hombre no llegó. No. Todo el día esperaron con las ropas limpias, aseados los niños, y procurando no ensuciarse, cuidando la vieja de que no le cayera comida en la falda. La madre forzábase continuamente en sonreír todo el día.
—Todavía es de día —decíales—, y puede aún llegar hoy.
A su puerta, acercáronse los que habían sido buenos amigos de su hombre, para desearle suerte, si había llegado, y ella les ofreció té y pequeños pasteles.
—En verdad puede venir hoy —contestaba ella cuando le preguntaban—, pero tal vez su amo no puede pasarse sin él, pues sé que le quiere bien y confía en él.
Y al día siguiente, cuando fueron las mujeres, les repitió lo mismo, sonrioles y aparentó tranquilidad.
—Puesto que él no ha venido —díjoles—, pronto tendré noticias suyas, de seguro, diciéndome por qué no ha regresado.
Y entonces habló de otras cosas.
Pasaron los días; la madre hablaba reposadamente y los niños y la vieja creían lo que ella decía y confiaban en ella para todo.
Pero por la noche, en la oscura noche, lloraba silenciosa y amargamente. En parte, lloraba porque él se había ido, pero algunas veces por la vergüenza que aquello representaba para ella. También, porque era una mujer sola y la vida parecíale demasiado dura, con aquellos cuatro seres que dependían de ella.
Cierto día, mientras pensaba en sus lágrimas, se le ocurrió que por lo menos podría evitarse la vergüenza. Cuando pensaba en el dinero que había gastado para sus vestidos nuevos sin que él viniese, y en los pasteles que había hecho y el incienso quemado para rezar por él, sin que él viniese, y en las insidiosas miradas de la viuda murmuradora y sus susurradas insinuaciones e, incluso, las dudosas miradas de su buen primo, cuando el tiempo pasaba y el hombre no venía aún, entonces le parecía que debería evitarse la vergüenza.
Se secó las lágrimas y pensó en lo que haría. Llevó a la ciudad todo el arroz de que podía desprenderse y lo vendió. Cuando tuvo la plata en la mano, pidió un papel que fuera tan bueno como la plata y, con él, fue a un escritor de cartas, un hombre extraño en aquella ciudad, a quien ella no conocía. Lo encontró sentado en su pequeña caseta junto al templo de Confucio.
La madre tomó asiento en un banquillo, frente a él, y le dijo:
—Tengo que escribir una carta para un hermano que está trabajando, así que di lo que yo te diré. Está enfermo en cama y yo escribo por él.
Entonces el viejo sacó las gafas y dejó de mirar a los peatones. Cogió una hoja de papel nuevo y humedeció el pincel con el bloque de tinta.
Dijo:
—Habla, pues, pero dime primero el nombre de la esposa del hermano y dónde está su casa y cuál es tu nombre también.
La madre le contestó:
—Es mi cuñado quien me encarga que escriba la carta a su esposa. Él vive en una ciudad de la que yo acabo de llegar y mi nombre no importa.
Le dio el nombre de su marido, como si fuera el hermano y el de una lejana ciudad que sabía que estaba cerca del lugar en que viviera durante su niñez. Después, como nombre de la esposa de su cuñado, dio el suyo propio y le indicó también dónde estaba su aldea, añadiendo:
—He aquí lo que tiene que decir a su esposa. Dile: «Estoy trabajando mucho, y tengo un buen trabajo y como lo que quiero. Tengo un amo bueno y todo lo que he de hacer es prepararle su pipa y el té y llevar recados a sus amigos. Me da la comida y tres piezas de plata al mes, además, y de mi sueldo he ahorrado diez piezas que he cambiado por un papel que ahora vale tanto como la plata. Usa esas piezas para mi madre y para ti y para los niños».
Entonces esperó que el hombre escribiera, despacio y durante largo rato, y finalmente él preguntó:
—¿Eso es todo?
Pero ella contestó:
—No, tengo que decir más afín: «No pude venir por el Año Nuevo porque mi amo me quiere tanto que no puede pasar sin mí, pero si puedo vendré otro año. Si entonces tampoco pudiese, te mandaría mi dinero una vez al año, tanto como pueda ahorrar».
Nuevamente el viejo escribió y ella dijo, después de pensar un rato:
—Una cosa más quiere él decir. Di: «Dile a mi vieja madre que le traeré tela roja para su tercera mortaja cuando yo venga, tela fuerte de la mejor clase».
Así quedó completa la carta y el viejo la firmó y la selló.
Escribió después la dirección y escupió en un sello y lo pegó. Dijo que la pondría en el correo en un lugar que él sabía. Y ella le pagó sus honorarios y fue a su casa, pues eso era lo que había ideado cuando se secó las lágrimas.