Pero allí estaba el hombre. Para él no había cambio en el tiempo ni esperanza de nada nuevo. Ni siquiera en la llegada de los hijos, que su esposa tanto amaba, había nada nuevo, pues para él todos nacían igual y uno era igual que el otro y todos tenían que ser vestidos y alimentados, cuando fueran mayores tendrían que casarse a su vez y volverían a nacer hijos y todo era lo mismo, todos los días siempre iguales, y no había nada nuevo.
En aquella pequeña aldea había nacido él, y excepto cuando iba a la ciudad, que se encontraba tras una curva de la colina junto al río, jamás había vista nada nuevo, ninguno de los días que había vivido. Cuando se levantaba por la mañana, allí estaba aquel círculo de bajas colinas redondas, colocadas contra el mismo cielo, y él trabajaba hasta la misma noche; y, cuando la noche llegaba, aquellas colinas seguían colocadas contra aquel cielo, y él entraba en la casa en que había nacido y dormía en la misma cama en que había dormido con sus propios padres, hasta que fue vergonzoso que lo siguiera haciendo, y sus padres mandaron preparar un jergón para él.
Sí, ahora él dormía allí, en la cama con su propia mujer y sus hijos, y su vieja madre dormía en el jergón; y era la misma cama y la misma casa; incluso no había nada nuevo en la casa, excepto las pequeñas cosas que se compraron cuando su boda: una nueva tetera, el cobertor azul para la cama, nuevas telas y un nuevo dios de papel en la pared. Era un dios de la abundancia y parecía como alegre anciano, vestido de rojo, azul y amarillo, pero jamás llevó la abundancia a aquella casa. No. El hombre miraba a menudo al dios y lo maldecía en su corazón, porque seguía contemplando alegremente, desde la pared de tierra, la pobre habitación, que seguía siendo tan pobre como siempre.
Algunas veces, cuando el hombre regresaba a su casa después de un día de fiesta en la ciudad o había pasado un día lluvioso en la pequeña posada y jugado un rato con los demás, cuando volvía junto a su esposa que le daba hijos para alimentar, por los cuales él tenía que trabajar, pensaba, con terror, que mientras viviera no habría para él sino aquello, levantarse por la mañana e ir a aquella tierra de la que sólo poseían una pequeña parte, tomando otra en arriendo de un terrateniente, que llevaba una vida placentera en alguna lejana ciudad; pasar el día en aquella tierra arrendada como su padre había hecho antes que él; regresar a la casa para comer la pobre comida de siempre y nunca lo mejor que la tierra daba, pues lo mejor había que venderlo para que lo comieran otros; dormir y levantarse al siguiente día para repetir lo mismo. Ni siquiera las cosechas eran suyas, pues debía medir una parte para aquel terrateniente y dar otra al hombre de la ciudad, que era el agente del terrateniente. Cuando pensaba en aquel agente, no podía soportarlo, pues aquel hombre era como a él le hubiera gustado ser. Vestía suave seda y su piel era blanca y tenía aquella mirada propia de los hombres de la ciudad, que trabajaban en alguna pequeña tarea y están bien alimentados.
Los días que le atormentaban estos pensamientos, estaba ceñudo y no hablaba a la mujer, excepto para maldecirla por su lentitud y cuando el excitable temperamento de la mujer se levantaba contra él, el hombre sentía el malicioso placer de discutir a gritos con ella, desahogándose así un poco, aunque a menudo aún gritaba más ella, pues su temperamento era más violento que el del hombre, excepto cuando estaba irritada con un niño. Pero el hombre no podía aferrarse a su irritación tanto tiempo como la mujer, pues se cansaba y se entregaba a algo distinto. La ira de la mujer era mayor si él pegaba a uno de los niños, o les gritaba cuando lloraban. No podía soportarlo y se revolvía contra él, como si se tratara de salvar a un hijo y siempre el hijo tenía razón y él estaba equivocado. Esto irritaba al hombre más que nada, pues la mujer anteponía los hijos a él, o él así lo creía.
En días así ni siquiera tenía en cuenta los pocos descansos que se tomaba, las fiestas y los largos días de invierno cuando no hacía más que dormir y cuando no pudiendo dormir, jugaba. Era jugador afortunado, además, y siempre regresaba a la casa con más de lo que se había llevado, pareciéndole ser ésta una fácil forma de vida, si no tuviera que dar de comer a nadie más que a sí mismo. Le gustaban la oportunidad de jugar y la excitación y la alegría del juego y los hombres reunidos para contemplar sus jugadas afortunadas. La suerte estaba ciertamente en sus ágiles dedos, que ni siquiera el arado y el azadón habían podido endurecer, pues era joven aún, veintiocho años, y nunca había trabajado más de lo debido.
Pero la madre ignoraba lo que había en el corazón del padre de sus hijos. Sabía que le gustaba jugar, pero ¿qué importaba que jugara, si no perdía? Era, en verdad, motivo de orgullo para ella que cuando otras mujeres se quejaban ruidosamente de sus propios hombres y de que el poco dinero que producía la tierra fuera perdido en la mesa de la posada, ella no tenía que quejarse. Cuando una mujer le gritó: «¡Ah, si mi marido fuese como ese hombre guapo tuyo, ama de casa, cuyos dedos parecen mágicos, pues el dinero fluye a ellos por su propia voluntad en la mesa de juego! ¡En verdad eres mujer afortunada, ama de casa!», ella sonrió con complacencia y no le reprochaba el juego al hombre, a menos que le sirviera como excusa para una disputa.
Tampoco le reprochaba profundamente que no pudiera trabajar de firme, hora tras hora, en los campos, como hacía ella, aunque en ocasiones le aguijoneara fuertemente con la lengua. Sabía que los hombres no pueden trabajar como las mujeres, porque tienen corazón de niño, y ella estaba ya acostumbrada a trabajar de continuo mientras él arrojaba su azadón y se echaba en la hierba que crecía en el sendero entre su campo y el del vecino y dormía una hora o dos. Pero cuando ella le decía algo en su tono regañón, que, después de todo, era la forma en que estaba acostumbrada a hablar, aunque secretamente le quería bien, él contestaba:
—Sí, puedo dormir porque ya he trabajado lo suficiente para mi comida.
Ella podía contestarle: «¿No tenemos acaso los hijos y no debe cada uno esforzarse lo más que pueda para hacer más por ellos?». Pero no lo decía, porque en verdad parecía que los hijos fueran suyos y sólo suyos, puesto que él nada hacia por ellos. Además, su lengua no era tan hábil como la del hombre para encontrar una respuesta.
Pero, a veces, su ira era ardiente y entonces su lenguaje regañón era más fuerte que de costumbre. Una o dos veces por temporada disputaba acaloradamente y su irritación daba desacostumbrada amargura a sus palabras. Cuando el hombre compraba alguna tonta fruslería en el mercado, con la plata que le habían dado por las coles, o se embriagaba en un día que no era fiesta, la mujer se enfadaba terriblemente y casi olvidaba que le amaba en su corazón. Era una irritación profunda, además, que brotaba tantas horas después de su mala acción que el hombre había casi olvidado ya lo que había hecho, pues acostumbraba olvidar fácilmente lo que hacía y no le gustaba. Cuando la irritación de la mujer era así, nada podía él hacer, sino dejar que se desahogara.
En uno de esos días de otoño él regresó a su casa con una sortija de oro, o, por lo menos, decía que era de oro, en el dedo. Cuando ella la vio, se llenó de ira y gritó de la manera más extraña y colérica:
—¡Tú, que te niegas a aceptar tu parte de la común amargura de la vida, tienes que gastar el escaso dinero que tenemos en una estúpida sortija! ¿Quién ha sabido jamás de un pobre bueno y honrado, con una sortija en el dedo? El hombre rico lo puede hacer, pero ¿qué significa cuando lo hace un pobre? ¡Oro! ¿Desde cuándo se compra una sortija de oro con monedas de cobre?
Al oír esto, el hombre gritó a la mujer, con gesto rebelde como el de un niño y con los labios fruncidos:
—¡Es oro, te digo! La han robado de una casa rica. El hombre que me la vendió me lo dio y me la mostró en secreto en la calle, al pasar yo a su lado. La tenía bajo la chaqueta y me la dejó ver…
Pero ella se burló:
—¡Sí, y lo que vio fue a un campesino estúpido, a quien podía engañar! Y aunque fuera oro, ¿qué pasará si la ven en tu dedo, en la ciudad, algún día, y te prenden y te meten en la cárcel por ladrón? ¿Entonces cómo te sacaremos o siquiera cómo te daremos de comer en la cárcel? ¡Dámela y déjame ver si es de oro!
Mas el hombre no quería dársela. Negó, enfurruñado, con un gesto de cabeza, como un niño, y ella no pudo soportarlo. No. Cayó sobre él y le arañó la cara y le pegó tanto que el hombre se sintió sorprendido y se quitó la sortija del dedo burlonamente, y, medio asustado también, le gritó:
—¡Tómala! ¡Está bien! ¡Ya sé que estás enfadada porque la compré para mi dedo y no para el tuyo!
Ante esas palabras ella se irritó más aún, porque, cuando el hombre habló, ella asombrose de oír la verdad en sus labios, siendo secreto su dolor porque él nunca le compraba ninguna fruslería para ponerse en las orejas o en los dedos, como hacen algunos hombres con sus mujeres, y había pensado eso al ver la sortija.
Le miró fijamente, mientras él continuaba hablando, lamentándose de sí mismo y de la dura vida que soportaba.
—¡Siempre me reprochas la menor cosa que sea para mí! ¡Todo lo que tenemos debe ser para esos críos tuyos!
Entonces empezó a llorar abundantemente y se echó en la cama y quedó allí gimiendo en voz alta para que ella le oyera. Su vieja madre, que, muy asustada, había oído la disputa, corrió a él y le suplicó que no enfermara, mientras miraba con hostilidad a la nuera, a la que comúnmente amaba bien, y los niños lloraron cuando vieron llorar a su padre, y a su madre dura y áspera.
Pero la madre no se había calmado aún. Recogió la sortija del suelo, donde él la había arrojado, se la llevó a la boca y la mordió, para ver si por casualidad era oro, como el hombre le dijera, y su compra fuera una ganga y pudieran venderla. Ciertamente algunas cosas robadas eran vendidas a bajo precio, pero, casi nunca, pensó, tan baratas como él había dicho, aunque pudo haber mentido por temor a ella. Pero cuando la mordió, no cedía bajo la presión de sus fuertes dientes blancos, como debiera hacer si el oro fuera puro, y entonces gritó, presa de nueva indignación.
—¿No sería blando entre mis dientes, si fuera oro? —dijo—. Es cobre, y duro… —Mordió un rato y después escupió la sortija—. ¡Ni ha sido casi bañada en oro!
Entonces no pudo soportar que el hombre hubiera sido tan infantilmente engañado y cayó sobre él para que trabajara la tierra. Su corazón estaba tan endurecido en aquellos momentos que no veía a los niños llorando ni oía la temblorosa voz de la vieja madre, que decía:
—Cuando yo era joven, dejaba que mi hombre se diera gusto… La esposa debiera dejar que el hombre se diera gusto con cosas pequeñas…
Pero la madre se negaba a oír nada que aplacara su ira.
Pero después de haber trabajado un rato en la tierra, la suave brisa otoñal sopló en su irritado corazón y lo enfrió sin que ella se diera cuenta. Las hojas arrastradas por el viento y las pardas colinas, de las cuales desapareciera el verdor del verano, el cielo gris y el lejano grito de los patos silvestres que volaban hacia el Sur, la tranquila tierra y toda la quieta melancolía del año que se acercaba a su fin penetraron en su corazón, sin que ella lo supiera, y la volvieron nuevamente bondadosa. Mientras su mano desparramaba el trigo invernal por la blanda y bien arada tierra, la paz volvió a su corazón y recordó que amaba a su hombre, cuya riente cara apareció ante ella, conmoviéndola. Y la madre se dijo, con remordimiento: «Le prepararé un buen pescado para su comida, este mediodía. Tal vez me enfadé demasiado por un poco de dinero gastado».
Tenía prisa y ansiaba marchar y encontrarse en la casa para preparar el plato y demostrarle que había cambiado, pero, cuando llegó allá, él yacía aún en la cama, enfadado, con la cara hacia la pared, sin decir nada. Cuando ella hubo hecho el plato y cogido algunos cangrejos del estanque, para mezclarlos en la comida como a él le gustaba, y le llamó, él no quiso levantarse ni comer. Habló muy débilmente, como si estuviera enfermo.
—No puedo comer… Me has echado los espíritus del cuerpo.
Ella nada dijo, pero guardó la escudilla y volvió, en silencio, al trabajo, apretados firmemente los labios. Tampoco quiso ayudar a la vieja madre, cuando ésta rogaba a su hijo que comiera. Pero la madre no podía suplicarle, pues recordaba su anterior ira. Y cuando se marchaba se le acercó el perro, mendigante y hambriento, y ella volvió a la cocina, donde estaba el plato que había preparado para el hombre. Alargó la mano y murmuró:
—Entonces, se lo daré al perro.
Pero no podía hacerlo. Después de todo, era comida para hombres y no podía ser desperdiciada de aquella manera. Devolvió el plato al nicho de la pared y encontró un poco de arroz pasado para el perro. Y le dijo a su corazón que estaba enfadada aún.
Sin embargo, por la noche, cuando se tendió para dormir y los niños se acurrucaban contra ella en la oscuridad y sintió al hombre al otro lado, su irritación había desaparecido del todo. Entonces le pareció que aquel hombre no era más que un niño, también, que dependía de ella, como todos en aquella casa.
Cuando la mañana llegó, se levantó, sin hacer ruido, y después que todos comieron menos él, acercose a la cama y le incitó a que se levantara y comiera. Cuando él la vio de aquella manera, se levantó despacio, como si hubiera estado enfermo, y comió un poco de pescado que ella le había preparado, y luego lo acabó, pues era de una clase que le gustaba mucho. Mientras él comía, la vieja le contemplaba amorosamente, parloteando de una cosa y de otra.
Pero él no quiso trabajar aquel día. No. Cuando la madre salió a los campos, el hombre se sentó en un taburete al sol, junto a la puerta, y maneó débilmente la cabeza.
—Siento un punto muy débil en mí y un dolor en la boca del corazón y, por ello, descansaré hoy.
Y la madre sintió que había hecho mal en regañarle tan fuertemente por ser como era y, por eso, dijo, calmándole y sintiéndose apenada por su irritación:
—Descansa, entonces.
Y marchó.
Sin embargo, cuando hubo partido, el hombre se tornó inquieto y se cansó de la incesante charla de su madre, pues la vieja alegrose mucho al pensar que el hijo estaría en casa todo el día y podría hablar con él. Pero para el hombre era muy aburrido permanecer sentado y oírla hablar y ver jugar a los niños. Se puso en pie, entonces, murmurando que se sentiría mejor si tuviera un poco de té caliente en su cuerpo y recorrió la pequeña calle hasta la posada que junto al camino tenía su quinto primo. En la posada había otros hombres tomando té también y hablando. Varias mesas veíanse bajo un toldo de tela en la calle, para los viajeros que pasaban, y cuando se quedaban allí, podía oírse alguna historia de extrañas cosas. Tal vez incluso pasara algún cuentero y recitara sus cuentos y entonces la posada se convertiría en un lugar ciertamente alegre y ruidoso.
Al salir hacia allí, el hombre encontró a su sobrino primo, que regresaba del campo para la comida del mediodía, habiendo ya trabajado desde el amanecer. Y ese primo le preguntó:
—¿A dónde vas, que no estás trabajando?
Y el hombre contestó, quejándose, y con voz débil:
—Esa mujer mía que me ha maldecido por alguna tontería que no sé qué es y que no hay manera de aplacarla. Me ha maldecido tanto que tuve una enfermedad por la noche y ella se asustó hasta tal punto que ha querido que descansara hoy. Ahora voy a beber un poco de té caliente, para bien de mi vientre.
Entonces el primo escupió y siguió su camino, sin decir nada, pues era, por naturaleza, hombre que no hablaba a menos que debiera hacerlo y guardaba sus pensamientos para sí.
Así estaba el hombre, impaciente por la vida, y parecíale que no debía soportar que no hubiera nunca nada nuevo para él, más que aquella rueda de días, año tras año, hasta que envejeciera y muriera. Eso era aún más duro cuando los pocos viajeros que pasaban por la posada le hablaban de extrañas y maravillosas cosas al otro lado del círculo de colinas y en la desembocadura del río que, junto a ellas, discurría. Allí se encontraba con el mar, decíanle, y había una gran ciudad, llena de gente de distinto color de piel, y se ganaba dinero fácilmente con poco trabajo y había casas de juego en todas partes y bonitas muchachas que cantaban en ellas, muchachas como los hombres de aquella aldea jamás habían visto ni nunca podrían ver. Cosas extrañas veíanse en aquella ciudad: calles tan lisas como eras y carretas de todas clases, casas altas como montañas y tiendas con ventanas en las que se veían mercancías de todo el mundo, que los barcos llevaban allí desde el otro lado de los mares. Un hombre podría pasar allí toda su vida, contemplando aquellas ventanas, sin acabar nunca de mirar. Había también buena y abundante comida y, después de comido, el hombre podía entrar en un gran teatro donde representaban toda clase de comedias, algunas alegres hasta hacerle reventar de risa, y otras extrañas y fieras. Y lo más extraño de todo era que, en aquella ciudad, la noche parecía tan clara como el día, por la clase de lámparas que allí había, no hechas con las manos ni encendidas con ninguna llama, sino con una luz pura que era sacada del cielo. Algunas veces el hombre jugaba un rato con un viajero y siempre, el viajero, se asombraba ante un jugador tan hábil en aquella pequeña aldea y gritaba:
—¡Buen hombre, juegas con tanta suerte como un hombre de la ciudad! ¡Te aseguro que podrías jugar en cualquier casa de juego de cualquier ciudad!
El hombre sonreía al oír esto y preguntaba, anhelante:
—¿Crees de verdad que podría?
En el fondo de su corazón, se decía: «Es cierto que en esta aburrida aldea no hay quien se atreva a jugar conmigo ya, e incluso, en el pueblo, sé jugar bien con los hombres de allí».
Cuando pensaba en eso, más que nunca deseaba abandonar aquella vida suya en los campos que odiaba, y, a menudo, murmuraba para sí, mientras el azadón se alzaba y caía sobre los terrones: «Aquí estoy, joven y apuesto, y con mi suerte en mis dedos y aquí estoy, cogido como un pez en un pozo. Cuanto puedo ver es este cielo redondo sobre mi cabeza y siempre el mismo, llueva o brille el sol, y, en mi casa, la misma mujer y un hijo detrás de otro, y todos iguales, llorando y gritando y queriendo comer. ¿Por qué tengo que fatigar mi buen cuerpo para darles de comer y nunca encontrar nada alegre para mí, en mi vida?».
Ciertamente, cuando la mujer hubo concebido y dado a luz al último hijo, el hombre estaba contrariado y enfadado con ella, porque paría tan fácil y rápidamente, aunque él muy bien sabía, que aquello era algo por lo que una esposa debiera ser siempre alabada y no culpada. Él podría quejarse con justicia sólo si ella fuera estéril, pero no si paría a su debido tiempo cada año, e hijos varones la mayor parte de las veces.
Pero, en aquellos días, no había justicia en él. No era más que un muchacho en algunos aspectos, unos dos años más joven que su esposa, como era costumbre en aquellas tierras, donde se creía bueno que el hombre fuera menor que su mujer. Tenía el corazón irritado y no le importaba ser padre de hijos varones, ya que anhelaba placeres y extrañas visiones y gozos que pudiera encontrar en alguna lejana ciudad.
Ciertamente, era hombre que los cielos habían hecho para el gozo. Estaba bien formado, no era alto, sino fuerte y ligero y lleno de gracia, de huesos pequeños y exquisitos. Tenía una cara bonita, también, y ojos brillantes y negros, llenos de risa, cuando no estaba contrariado por algo; y cuando se encontraba en buena compañía, podía siempre cantar alguna nueva canción, ya que tenía lengua rápida y aguda y sabía decir algo al parecer sencillo, pero lleno de ingenio y oculta rudeza como les gustaba a los campesinos, podía hacer reír a una muchedumbre con sus canciones y agudezas. Hombres y mujeres le querían. Cuando les oía reír, su corazón saltaba de alegría por aquel don suyo. Cuando regresaba a la casa y veía el rostro grave y el cuerpo fuerte de su esposa, parecíale que ella era la única que no comprendía qué gran hombre ciertamente era, pues nunca le alababa. Cierto que jamás contaba ninguna historieta en su casa y casi nunca se alegraba con sus propios hijos. Parada guardar todo su humor y su aspecto alegre para los extraños y los que no eran de su propia casa.
La mujer también lo sabía, por lo que la irritaba, y le dolía a la vez, que otras mujeres gritasen:
—¡Ese hombre tuyo! Te aseguro que sus palabras son tan graciosas como las de cualquier comediante y que su aspecto alegre…
Y ella contestaba reposadamente:
—Sí, ciertamente, es hombre muy alegre.
Entonces hablaba de otras cosas para ocultar su dolor, porque ella le amaba en secreto. Y sabía que él nunca estaba alegre cuando se encontraba con ella.
Sucedió que en el nuevo verano, cuando la madre hubo parido su cuarto hijo, tuvo lugar la peor disputa que jamás hubiera entre el hombre y la mujer. Era un día del sexto mes del año, a principios del verano, un día tan hermoso que hacía soñar nuevos gozos a cualquier hombre, por eso el esposo había soñado toda la mañana. El aire estaba lleno de languidez y dulce calor, las hojas y las hierbas eran de un verde tan nuevo, y el cielo tan brillante y profundamente azul que el hombre casi no podía trabajar. Tampoco podía dormir, pues el día estaba demasiado lleno de vida para el sueño y el gran calor no había llegado aún. Incluso los pájaros trinaban y cantaban continuamente y soplaba un viento dulce, cargado de la fragancia de las colinas donde florecían los amarillos y perfumados lirios y la vistaría silvestre pendía en guirnaldas púrpura pálido. El viento soplaba y movía las grandes nubes, blancas como la nieve, que flotaban en el brillante cielo y sumían a las colinas y al valle en luz y oscuridad vívidas como jamás se veía. De pronto todo brillaba y luego todo se sumía en la sombra, y así durante el día. Era una jornada demasiado alegre para trabajar, y muy turbadora para el corazón del hombre.
Al mediodía sucedió que por el camino llegó un buhonero que vendía telas para el verano y llevaba al hombro un gran bulto de ropas de todos colores, algunas floreadas, y al caminar gritaba:
—¡Telas! ¡Buenas telas!
Cuando llegó a la casa donde el hombre y la mujer y la vieja madre y los niños estaban sentados a la sombra del sauce y comían su comida del mediodía, el buhonero se detuvo y gritó:
—¿Me quedo, ama de casa, y te muestro mis telas?
Pero la madre contestó:
—No tenemos dinero para comprar, a menos que sea un pie de alguna tela barata para ese nuevo hijo mío. No somos sino pobres campesinos y no podemos comprar vestidos nuevos ni otras telas que las necesarias para cubrir nuestra desnudez.
Y la vieja que siempre tenía que decir algo, gritó con voz pequeña y cascada:
—Sí, es cierto lo que mi nuera dice y las telas son muy malas estos días y se rompen a la primera o segunda lavada. Me acuerdo de que cuando era joven llevaba el vestido de mi abuela y estaba nuevo todavía cuando me casé, aunque necesité estrenar, pero sólo por orgullo, porque el vestido estaba bueno aún, y ahora aquí me tienes en mi segunda mortaja y ya casi preparada para la tercera, pues las telas son muy malas y débiles en estos tiempos…
Entonces el buhonero se acercó, olfateando una venta. Era un hombre de modales muy agradables y corteses y convincentes para hacer comprar, como todos los buhoneros; seguía el humor de la vieja, también, y le dijo:
—Vieja madre, aquí tengo yo una tela tan buena como las antiguas tenían y hasta lo bastante buena para este nuevo nieto tuyo. Ama de la casa, es un retal de una pieza grande que una dama rica compró en un pueblo grande, por el que pasé el otro día, pues la quería para su único hijo. A ella le pedí el precio verdadero, puesto que cortó de una pieza entera, pero ya que sólo queda este pedazo, te lo daré casi regalado, ama de casa, en honor de ese hermoso hijo nuevo que tienes al pecho.
Al decir estas palabras, suavemente y de una tirada, el buhonero sacó de su bulto un retal muy bonito. Era, como había dicho, con grandes peonías rojas sobre un fondo verde como la hierba.
La vieja gritó de placer, porque sus apagados ojos veían los colores tan claros y brillantes y a la madre le gustó apenas lo vio. Entonces bajó la mirada al niño que mamaba, que estaba casi desnudo, sólo con un pedazo de trapo que le cubría el vientre. Ciertamente era un niño gordo y hermoso, el más bonito de los suyos, y se parecía al padre. Sería más hermoso aún vestido con aquella tela. Así se lo pareció a la madre y sintió que su corazón se ablandaba y preguntó sin querer:
—¿Cuánto vale este pedazo? Pero no puedo comprarlo, pues casi no tenemos nada para alimentar a estos niños, a la anciana y pagar al terrateniente. No podemos comprar telas como las que las mujeres ricas emplean para vestir a sus hijos.
La vieja pareció muy dolida al oír esto. La niña acercose para mirar la brillante tela, con sus ojitos apagados; el niño mayor siguió comiendo, sin preocuparse por nada. El hombre permanecía sentado perezosamente, cantando algo, sin molestarse en pensar en aquel pedazo de tela que sólo podía servir para un niño.
Entonces el buhonero bajó la voz y acercó, convincente, la tela al niño, pero no demasiado, no fuera a ensuciarse si no se la compraban, y dijo, casi en un susurro:
—Esta tela…, fuerte…, de bonitos colores… Han pasado muchas piezas por mis manos, pero ninguna como ésta. Si tuviera un hijo guardaría la tela para él; pero sólo tengo una pobre mujer estéril, que no me da ningún hijo. ¿Por qué habría de desperdiciar esta tela en ella?
La vieja escuchaba esta historia y cuando le oyó decir que su mujer era estéril, se sintió muy divertida y gritó:
—¡Es una lástima, con lo buen hombre que tú eres! ¿Y por qué no tomas una esposa joven, buen hombre, y pruebas otra vez? Yo siempre digo que el hombre debe probar tres mujeres para saber si la culpa es suya…
Pero la madre no la oía. Permanecía sentada pensativa e indecisa, y su corazón se ablandó más aún, pues miraba a su hijo, que estaría tan hermoso con aquella bonita tela nueva sobre la piel, suave y dorada, con las mejillas encarnadas, que cedió y dijo:
—¿Cuál es pues, tu último precio, porque más no puedo pagar?
Entonces el buhonero dijo una cifra, y no fue demasiado grande, ni tampoco tanto como ella hubiera temido y su corazón saltó. Pero movió la cabeza y asumió aspecto serio y ofreció la mitad, regateando como era costumbre en aquellos lugares.
Lo ofrecido era tan poco que el buhonero retiró la tela rápidamente y la guardó e hizo ademán de irse. Entonces la madre, pensando en su hermoso hijo, ofreció un poco más y así, regateando y después de mucho hablar, el buhonero volvió a dejar el bulto en el suelo y sacó el retal, accediendo finalmente a darlo por un poco menos de lo que había pedido. La madre levantose entonces para sacar el dinero de la grieta de la pared de tierra donde lo guardaba.
Todo aquel rato el hombre había estado sentado, cantando, y su voz alta subía y bajaba y se suavizaba, deteniéndose algunas veces para sorber el agua caliente que bebía siempre después de comer, sin tomar parte alguna en aquel regateo. Pero el buhonero, que era muy listo y estaba dispuesto a aprovechar el menor momento, cuidose de extender, al parecer como al descuido, una pieza de tela de lino silvestre, que refresca la carne en los calurosos días de verano, de un color como el cielo, claro y azul. Entonces miró a hurtadillas al hombre, para ver si éste la había visto y dijo medio riendo:
—¿Te has comprado ya una túnica, este verano? Pues si no la has comprado, yo tengo una para ti aquí, a un precio que te juro es más barato que el de cualquier tienda del pueblo y de la ciudad.
Pero el hombre meneó la cabeza. En sus ojos apareció una mirada hosca y habló con amargura.
—Yo no tengo nada con qué comprar nada para mí, en esta casa. Sólo tengo trabajo y nada más y todo cuanto gano es para comer.
El buhonero había recorrido muchos pueblos y aldeas y sabía conocer las caras de los hombres, por lo que comprendió, en un instante, que a aquél le complacía darse gusto y que era un muchacho obligado a llevar una vida para la que no estaba preparado.
Por ello habló con aparente bondad y conmiseración:
—Cierto es que puedo ver que llevas una vida muy dura, y que ganas poco y por tu agradable aspecto veo que es una vida demasiado dura. Pero si compras una túnica nueva, verás que es como una nueva medicina muy potente para llevar la alegría a tu corazón. Nada hay como una túnica nueva de verano para alegrar a un hombre y con esa sortija que llevas en el dedo abrillantada y limpia y tu cabello alisado con un poco de aceite y vistiendo esa túnica nueva, te juro que yo no podré ver otro hombre más apuesto que tú ni siquiera en la ciudad.
El hombre oyó estas palabras y se sintió complacido, riendo algo embarazado y pensando entonces en sí mismo.
—¿Por qué no debiera yo, por una vez, tener una túnica nueva para mi? —dijo—. Nada hay que esperar del futuro más que un hijo tras otro. ¿Tendré que vestir siempre mis viejos andrajos?
Calló y examinó la tela con los dedos. Mientras él la miraba, la vieja madre se sintió excitada y gritó:
—Es una pieza muy bonita, hijo, y si tienes que comprarte una túnica, ésta será una tan bella como jamás he visto. Recuerdo que tu padre tenía una. ¿Fue cuando nos casamos? Pero no, yo me casé en invierno, sí en invierno, pues estornudé en la boda y los hombres reían al ver estornudar tanto a la desposada…
—¿Cuánto valdrá, para una túnica?
Cuando el buhonero mencionó el precio, la madre salía con el dinero en la mano, contado y exacto.
Entonces gritó, alarmada:
—¡No podemos gastar más!
Al oír ese grito, un deseo endureció al hombre.
—Quiero una túnica de esta tela y me gusta tanto que la quiero en seguida. Hay aquellas tres piezas de plata que sé que tenemos.
Aquellas tres piezas eran de buen valor. La madre llevábalas consigo cuando llegó para casarse, habiéndole sido entregadas por su propia madre, cuando salió de su casa, para gastarlas como ella quisiera. Eran su preciada posesión y jamás encontró el momento de gastarlas. Incluso cuando compró el ataúd para la vieja madre, cuando creyeron que moriría, había ahorrado y pedido prestado, negándose a gastar su dinero, y a menudo, el pensamiento de poseer aquellas tres monedas de plata representaba riqueza en su mente. Las guardaba por si se presentaban tiempos duros, alguna guerra o calamidad, que podría llegar en cualquier momento y privarles de los frutos de la tierra.
Sabía que, mientras tuviera aquellas tres monedas en la grieta de la pared, no pasaría hambre durante algún tiempo.
—¡No podemos gastar esa plata! —gritó.
Pero el hombre saltó con la agilidad de la golondrina y pasó por su lado, furioso, corriendo hacia la grieta en la que buscó hasta encontrar las monedas de plata. La mujer corrió tras él, le cogió aferrándose a su cuerpo, pero no fue lo bastante rápida ni era tampoco lo suficientemente ágil para su flexibilidad.
El hombre la arrojó a un lado, derribándola sobre el piso de tierra, con el niño en brazos aún, y corrió hacia fuera gritando:
—¡Córteme doce pies de esa tela y el pie y algo más que de costumbre!
El buhonero apresurose a obedecer y tomó las monedas de plata rápidamente, aunque eran algo menos de lo que él había pedido, pero estaba ansioso por alejarse, tras vender su tela. Cuando finalmente salió la madre, el buhonero había desaparecido ya y el hombre estaba a la sombra del árbol, con la tela brillante y nueva en las manos y la plata de la madre habíase desvanecido. La vieja estaba asustada y cuando vio salir a la madre empezó a hablar apresuradamente de una y otra cosa, con voz cascada:
—Un azul muy bonito, hijo y no caro. Y hace muchos veranos que no te comprabas ninguna túnica de lino…
Pero el hombre, mirando toscamente a la mujer, le gritó con la osadía que le daba su ira:
—¿Quieres hacerla o tendré que llevársela a alguna mujer y pagarle para que la haga y decirle que mi mujer no quiere hacerla?
Pero la madre nada dijo. Volvió a sentarse en el bajo taburete y quedó en silencio al principio, pálida y asustada por su caída; el niño que sostenía en brazos chillaba aún de miedo. Pero ella no le hizo caso; le dejó en el suelo, para que llorara y arreglose el moño que casi se había deshecho del todo.
Respiró afanosamente durante un rato y tragó saliva una o dos veces, hablando finalmente, sin mirar al hombre.
—Dámela. La haré yo.
Le avergonzaba que otra la hiciera y que la gente supiera más de la discusión de lo que sabían ya entonces, mirando desde la puerta de sus casas cuando oyeron los gritos.
Pero desde aquel día la mujer recordó aquella hora. Incluso cuando cortaba la tela y le daba forma y lo hacía bien y lo mejor que sabía, pues era buena tela, no se complacía en el trabajo.
Mientras confeccionaba la túnica estuvo dura con el hombre y silenciosa y no habló de aquel día ni de lo que había sucedido en la calle o las pequeñas cosas que a las mujeres les gusta decir de sus casas. Y puesto que era dura con él, el hombre entristeciose y no cantó y tan pronto hubo comido fue a la posada y se sentó con los hombres, bebiendo té y jugando hasta entrada la noche, por lo que al día siguiente tuvo que dormir hasta muy tarde.
Cuando hacía eso en tiempo normal, ella le regañaba hasta que él se levantaba para no oírla, pera esa vez le dejó dormir y fue sola a los campos, dura y silenciosa, aunque su corazón estaba triste por aquella dureza.
Incluso cuando la túnica estuvo acabada, aunque ella tardó en hacerla porque era tiempo de sembrar el arroz, nada dijo de cómo le sentaba. Se la entregó y él se la puso; luego sacó brillo a la sortija, con una piedra, se alisó el cabello con aceite que sacó de la botella de la cocina y salió jactanciosamente a la calle.
Sin embargo cuando alguien le gritaba lo elegante que iba y lo bonita que era la túnica, no se complacía tanto como hubiérase complacido en otras circunstancias. La mujer nada le dijo. No. Cuando él quedose un momento junto a la puerta, ella siguió con su tarea, inclinándose para barrer la casa con la escoba de mango corto, sin ni siquiera levantarla mirada para preguntarle cómo le sentaba la túnica, como acostumbraba a hacer cuando le hacia algo nuevo, aunque sólo fuera un par de zapatos nuevos. Finalmente fue él quien, medio avergonzado, habló:
—Me parece que me has hecho esta túnica mejor que cualquier otra y me cae tan bien como las de los hombres de la ciudad.
Pero ella seguía sin levantar la mirada. Dejó la escoba en su rincón y fue en busca de un rollo de algodón que empezó a hilar, puesto que había gastado el hilo que tenía para coser la túnica azul. Finalmente contestó amargamente:
—Con lo que me ha costado, podría ser igual a la túnica del emperador.
Pero no quiso mirarle ni siquiera cuando él salió apresuradamente a la calle. Ni tampoco le miró a escondidas cuando le hubo vuelto la espalda, porque estaba muy irritada contra él, aunque su corazón sabía que la túnica le sentaba bien.