Cuando las habas que había sembrado en el campo estuvieron en flor y los vientos llenábanse con su fragancia y el valle amarilleaba con la flor de la colza que cultivaban para extraer aceite de sus semillas, la madre dio a luz su cuarto hijo. No había comadrona cuyos servicios pudiéranse contratar en aquella pequeña aldea, como las había en la ciudad, e incluso en los pueblos mayores, pero las mujeres se ayudaban mutuamente cuando llegaba el momento. Había abuelas para decir lo que debía hacerse si algo iba mal y un niño no nacía debidamente. Pero la madre estaba bien informada. No era ni demasiado pequeña ni delgada y nunca tenía dificultades. Incluso cuando se cayó y parió prematuramente, lo hizo con facilidad y poco representó para ella, excepto la pena por un hijo perdido y haber pasado todo aquello en vano.
A su tiempo, llamó a la esposa del primo, y, cuando a su vez la esposa del primo la necesitó, ella le ayudó. Y así, un día dulce y ventoso de primavera, la mujer sintió su hora y cruzó el campo y dejó el azadón apoyado en la pared de la casa y llamó a la casa al otro lado de la calle. La esposa del primo llegó corriendo, secándose las manos con el delantal, pues estaba lavando ropa en el estanque.
La esposa del primo era una mujer bondadosa, amable, de cara redonda y atezada y nariz arremangada sobre una boca grande y roja. Hablaba todo el día sin parar a su silencioso esposo y en aquel momento acercábase riendo y gritando:
—Ama de casa, siempre digo que es una suerte que no tengamos la hora a la vez. Te he estado vigilando y preguntándome cuál de las dos sería la primera: tú o yo. Pero este año parece que soy más lenta de lo que debiera, mientras que tú ya acabas.
Su voz era fuerte al hablar, como acostumbraba, y las mujeres que la oyeron gritaron desde las otras casas y dijeron alegremente:
—¿Ha llegado ya tu hora, ama de casa? ¡Que tengas suerte y sea niño!
Y una que era viuda y murmuradora, habló tristemente:
—Aprovecha a tu hombre mientras lo tengas, pues aquí estoy yo, buena paridora, también, y ya no tengo hombre.
Pero la madre no contestó. Sonrió ligeramente, pálida bajo el polvo y el sudor que le cubría la cara, y entró en la casa. La vieja la siguió parloteando y riendo, contenta porque había llegado la hora de la mujer del hijo, y dijo:
—Yo siempre sabía cuándo llegaría mi hora, y ya sabes que tuve nueve hijos, todos niños sanos hasta que murieron y siempre decía…
Pero la madre no la oía. Cogió un taburete y se sentó sin hablar, alisándose el cabello con las dos manos, cubiertas de sudor, no del sudor de los campos, sino de aquel nuevo sudor del dolor. Y con el borde del vestido se limpió la cara y destrenzó su largo y espeso cabello y volvió a trenzarlo en un moño. Entonces tuvo un dolor fuerte y se inclinó en silencio, esperando.
A su lado, la vieja seguía parloteando y la esposa del primo se reía de ella, pero cuando vio que la madre se inclinaba, corrió y cerró la puerta y quedó esperando.
De pronto, golpearon la puerta; era el niño. Había visto la puerta cerrada durante el día y a su madre en la casa y tuvo miedo y empezó a gritar para que abrieran. Primero, la madre dijo:
—Dejadle fuera, para que pueda yo tener paz en mi parto.
Entonces, la esposa del primo se acercó a la puerta y gritó por una grieta:
—¡Quédate ahí un rato, pues tu madre está de parto!
Y la vieja repitió:
—¡Quédate ahí, pequeño y te daré una moneda para comprar cacahuetes; si juegas, verás lo que tu madre tendrá para ti dentro de un rato!
Pero el niño seguía asustado al ver la puerta cerrada durante el día y continuaba gritando. La niña empezó a gemir también, como hacía cuando su hermano lloraba, y se acercó a tientas y golpeó la puerta con sus pequeños puños, hasta que, por fin, la madre se enfadó en su dolor, que era ya muy fuerte, y se levantó y salió, dándole una bofetada al hijo y gritándole:
—¡Sí, me acabas la vida y nunca haces caso de lo que se te dice, y juro que la otra es igual que tú!
Pero cuando le hubo pegado, su corazón se ablandó y su irritación se calmó y desapareció y entonces habló más cariñosamente.
—Pero entra, si quieres, no hay nada que ver. —Luego volviose hacia la esposa del primo—. Deja la puerta abierta; no están acostumbrados a sentirse separados de mi.
Entonces volvió a sentarse y se cogió la cabeza con las manos, entregándose silenciosamente a sus dolores. En cuanto al niño, entró y al no ver nada y observar que la esposa del primo de su padre le miraba duramente, como si hubiera hecho algo malo, volvió a salir. Pero la niña entró y se sentó en el suelo, junto a su madre, y se llevó las manos a los ojos para aliviar el picor.
Así esperaron, una mujer en silencio y sufriendo dolores, y las otras dos hablando de una cosa, y otra de la aldea, y del hombre de la casa más alejada, y de cómo aquel día estaba jugando, dejando que la tierra le esperara y cómo aquella mañana el hombre y la mujer habían disputado fuertemente, porque el hombre había cogido el último dinero de la casa y ella, la pobrecilla, no pudo evitarlo, y cuando él marchó, la mujer se sentó en el umbral y gimoteó, contando sus penas para que todos se enteraran, y la esposa del primo dijo:
—Y tampoco gana él nada para llevarlo a su casa. Sólo sabe perder y perder, y esto es lo que acongoja tanto a la mujer.
La vieja suspiró y escupió sobre el piso de tierra, y dijo:
—Sí, es muy triste cuando un hombre está hecho para perder, y hecho así para que nunca gane, pero hay algunos hombres así, y yo bien lo sé, pero en mi casa gracias sean dadas a los dioses, pues mi hijo sabe ganar en el juego.
Pero antes de que la vieja acabara de hablar, la madre gritó y alejose un poco de la niña. Se soltó la faja y se inclinó hacia delante en el taburete. Entonces, la esposa del primo corrió hacia ella y recibió presurosamente en sus manos la criatura que esperaban. Fue un niño.
En cuanto a la madre, echose en la cama y descansó después del parto. El descanso era agradable y dulce, y durmió largamente. Mientras dormía, la esposa del primo lavó y envolvió al niño y lo colocó junto a la durmiente madre y ella no se despertó ni siquiera cuando se oyó su pequeño llanto. Luego, la esposa del primo fue a su casa para continuar su trabajo y encargó a la vieja que mandara al niño para llamarla cuando la madre despertara.
El niño llegó gritando:
—¿Sabes que tengo un hermano, ahora?
La esposa del primo salió rápidamente, con una escudilla de sopa, burlándose del niño y diciéndole:
—¿Cómo quieres que no lo sepa, si lo traje yo misma?
El muchacho la miró pensativamente al oír estas palabras.
—¿Entonces, no podemos quedárnoslo?
Y las mujeres rieron, pero la vieja rió más que nadie porque le pareció que el niño era inteligente.
La madre bebió la sopa, agradecida, y murmuró a la esposa del primo:
—Tienes buen corazón, hermana.
Y la esposa del primo contestó:
—¿No haces tú lo mismo por mí, en mi hora?
Así, las dos mujeres se sintieron más profundamente amigas, debido a esa hora común a ambas, que llegaría una y otra vez.