Capítulo II

¿Hay algún día distinto a otro, bajo el cielo, para una madre? Por la mañana, la madre despertaba y levantábase antes del alba, y mientras los demás dormían aún, ella abría la puerta, sacaba las gallinas y el cerdo, conducía al búfalo hasta el patio, barría después el estiércol caído durante la noche, y lo apilaba en un rincón de la puerta del patio. Dormían aún los demás cuando iba a la cocina y encendía el fuego y calentaba agua para que bebieran el hombre y la vieja al despertar, y vertía un poco en un cuenco de madera, para que se enfriara y lavar con ella después los ojos de la niña.

Todas las mañanas, los párpados de la niña estaban fuertemente pegados y no podía ver hasta después de lavarlos. Al principio, la niña habíase asustado, y también la madre, pero la abuela dijo:

—Yo también los tenía así cuando era niña, y no me he muerto.

Ya estaban acostumbrados a ello y sabían que a los niños podían sucederles aquello, y no morir. Apenas acababa la madre de verter el agua, cuando llegaron los niños, llevando el hermano a la hermana de la mano. Habían saltado silenciosamente de la cama, para no despertar al hombre, temiendo su enfado, pues, a pesar de lo alegre que era, cuando quería serlo, sabía también irritarse y abofetearles furiosamente, si le despertaban antes de que terminara su sueño. Los dos niños permanecieron silenciosos junto a la puerta. El hermano parpadeó somnoliento y miró a su madre y bostezó, pero la niña quedó esperando con los párpados fuertemente pegados.

Entonces, la madre se puso en pie con rapidez y, cogiendo la toalla gris que colgaba de una estaquilla clavada en la pared, mojó uno de sus extremos en el agua del cuenco y, lentamente, lavó los ojos de la niña, que gemía en voz baja, y la madre pensó, como pensaba todas las mañanas: «Tengo que procurarme el ungüento para los ojos de esta criatura; tengo que procurármelo. Si no se me olvida, cuando vendamos la próxima carga de paja de arroz, le diré que vaya a una botica… Hay una cerca de aquí, a la derecha en una calle estrecha…».

Así pensaba cuando salió el hombre a la puerta, poniéndose las ropas, bostezando ruidosamente y rascándose la cabeza.

—Cuando lleves esta carga de arroz para vender —dijo, expresando su pensamiento en voz alta—. Ve a la botica que hay cerca de la Puerta del Agua, y pide ungüento o algo para ojos irritados como éstos.

Pero el hombre estaba cargado de sueño aún, y contestó con irritación.

—¿Y por qué tenemos que gastar nuestro escaso dinero para ojos irritados, si sabemos que esto no la matará? Yo tenía los ojos mal cuando era niño, y mi padre nunca gastó su dinero en mí, aunque yo era su único hijo vivo.

Comprendiendo que era mal momento para hablar, la madre no dijo más, y fue y vertió el agua para el hombre. Pero estaba algo enfadada, también, y no quiso dársela, sino que la puso sobre la mesa, para que él la cogiera. Sin embargo, nada más dijo. Cierto que muchos niños tenían los ojos irritados, y que curaban al pasar la infancia, como su mismo hombre, de forma que, aunque tenía pequeñas cicatrices en los párpados, como se notaba al mirarle cuidadosamente a la cara, veía bastante bien, si la cosa que miraba no era demasiado pequeña. Sería distinto si fuera letrado y tuviera que consultar libros para ganarse la vida.

De pronto, la vieja se movió y llamó débilmente, y la madre le llevó una escudilla de agua caliente, para que la bebiera a sorbos antes de levantarse, lo cual la vieja hizo ruidosamente. Eructó los malos vientos de su vaciedad interior y quejose un poco de su edad, que le hacía sentirse débil por la mañana.

La madre volvió a la cocina y se dispuso a preparar los alimentos de la mañana. Mientras tanto, los niños se sentaron uno cerca del otro, en el suelo, esperando, acurrucados en el fresco de la mañana. El niño se levantó finalmente y fue junto a su madre, que alimentaba el fuego, pero la niña permaneció sentada, sola. De pronto, el sol asomó sobre la colina, por oriente, y su luz se desparramó en grandes rayos sobre la tierra y esos rayos dieron en los ojos de la niña, que los cerró rápidamente. En otras ocasiones había llorado, pero, entonces, sólo contuvo el aliento todo lo que pudo, como hubiera hecho una persona mayor, y permaneció sentada, quieta, con los enrojecidos ojos fuertemente cerrados, y no se movió hasta que notó que su madre le daba una escudilla llena.

Sí, todos los días eran iguales para la madre, pero jamás los encontraba aburridos, pues estaba muy satisfecha de la forma en que transcurrían. Si alguien se lo hubiera preguntado, hubiese redondeado sus grandes ojos, contestando: «La tierra cambia desde el momento de la siembra hasta la época de la cosecha y entonces viene la recolecta de nuestra propia tierra y el pago del grano al propietario de las que tenemos en arriendo, y están las festividades y la gran fiesta del Año Nuevo. Sí, incluso los niños cambian y crecen y yo estoy concibiendo más, y para mí hay cambio y esos cambios son tan grandes que juro que me hacen trabajar desde el alba hasta la anochecida».

Si le quedaba algún tiempo libre, había otras mujeres en la aldea; una a punto de dar a luz, y otra que penaba porque se le había muerto un hijo o una tercera, que tenía un nuevo patrón para hacer una flor en un zapato o sabía otra forma de cortar un vestido. Y había días en que iba a la ciudad con grano y coles para vender. Con ella iba el hombre, y en la ciudad había cosas extrañas que ver y en qué pensar, si alguna vez tenía tiempo para pensar. Pero la verdad era que aquella mujer sabía vivir contenta con el hombre y los hijos, sin pensar en nada más. Para ella, conocer la plenitud de la frecuente pasión del hombre, concebir por él y saber que la vida crecía en su propio cuerpo y dar a luz y sentir los labios de un hijo bebiendo su pecho, era bastante. Levantarse al amanecer y alimentar a los suyos y cuidar de las bestias, sembrar la tierra y cosechar frutos, sacar agua del pozo para beber, pasar los días en las montañas recogiendo hierba, sintiendo el sol y el viento sobre ella, era bastante. Gozaba de toda su vida, dando a luz, trabajando la tierra, comiendo y bebiendo y durmiendo, barriendo y arreglando su casa y oyendo a las mujeres de la aldea alabarla por su habilidad en el trabajo y la costura. Incluso, discutir con el hombre era bueno y añadía algo picante a su mutua pasión. Por tanto, todos los días se levantaba con nuevos ánimos.

Aquel día, cuando el hombre hubo comido y suspirado y cogido la azada para ir al campo con paso no muy rápido, como siempre hacía, enjuagó las escudillas y sentó a la vieja fuera, al calor del sol, diciendo a los niños que jugaran allí, pero que no se acercaran al estanque. Entonces, cogió su propio azadón y se marchó, deteniéndose una o dos veces para mirar hacia atrás. La brisa le traía débilmente la voz de la vieja, y la madre sonrió y siguió su camino.

Vigilar la puerta era lo único que la anciana podía hacer y lo hacía orgullosamente. A pesar de ser vieja y medio ciega, podía, sin embargo, ver si se acercaba alguien que no debiera acercarse, y avisar con un grito. Era una vieja muy pesada y muy difícil de cuidar, a veces. Resultaba peor que un niño, porque se volvía caprichosa y la madre no podía darle un cachete como a sus hijos.

—Será muy bueno para ti, ama de casa, cuando esa vieja muera, tan vieja y ciega y llena de dolores y, sin duda, caprichosa con la comida, también —habíale dicho cierto día la mujer del primo.

Pero la madre contestó en la forma suave, acostumbrada en ella, cuando se sentía secretamente tierna:

—Pero sirve de mucho todavía para vigilar la puerta, y espero que viva hasta que la niña sea mayor.

No, la madre no tenía corazón para ser dura con una vieja como aquélla. Había oído a algunas mujeres jactarse de la forma en que habían combatido en su casa a su suegra, afirmando que no estaban dispuestas a soportar el mal humor de las viejas. Pero, para aquella joven madre, la vieja era como otro hijo suyo, infantil y caprichoso como los niños, hasta hacerla ir algunas veces de un sitio a otro, en las colinas, buscando alguna hierba que la mujeruca quería. Sin embargo, cuando cierto verano hubo una fuerte enfermedad en la aldea, muriendo dos hombres fuertes y algunas mujeres y muchos niños, y la vieja parecía a punto de morir y ellos compraron el mejor ataúd que pudieron adquirir, esperando el fin, la joven madre se alegró verdaderamente de que la vieja se aferrase a la vida y triunfase de la enfermedad. Sí, a pesar de que la curtida vieja había roto dos mortajas, la madre estaba contenta de que viviera.

El vestido rojo que la joven madre había confeccionado para enterrarla con él, llevábalo bajo otro azul, como era costumbre en aquella parte del país, hasta que se ajaba y rompía y la vieja se agitaba y sentíase incómoda. Entonces, la madre le hacía uno nuevo, y la vieja llevaba alegremente ese segundo vestido. Si alguien le decía: «¿Todavía estás viva, anciana?», ella contestaba, regocijada:

—¡Sí, todavía estoy viva, y llevo mi buen vestido de entierro! Lo estoy rompiendo y no sé cuántos más romperé.

Y la vieja reía pensando lo divertido que era seguir viviendo sin poder morir.

Pensando todo esto, la madre se volvió hacia atrás, sonrió y oyó la voz de la vieja.

—¡Descansa tu corazón, buena hija! ¡Aquí estoy yo para vigilar la puerta!

Si, echaría en falta a la buena mujer, cuando muriera. Sin embargo, ¿de qué servía echar en falta a nadie? La vida llegaba y se iba a la hora señalada y contra sus designios nada podía hacerse.

Por tanto, la madre siguió su camino, tranquila.