Capítulo I

En la cocina de la pequeña granja, techada de bálago[1], la madre sentábase en un bajo taburete de bambú, frente al fogón de tierra, alimentando con hierba el fuego que ardía bajo la caldereta de hierro. Las llamas acababan de prender y ella movía una ramita aquí, un puñado de hojas allí y echaba un poco más de hierba seca que había cortado el último otoño en la ladera de la colina.

En un rincón de la cocina, arrimada al fuego, estaba sentada una mujer muy vieja y flaca, envuelta en un grueso vestido acolchado de brillante tela roja de algodón cuyos bordes asomaban por bajo otro vestido azul, remendado, que llevaba sobre el primero. Estaba medio ciega debido a una maligna enfermedad de los ojos, que casi le cerraba por completo los párpados, pero por las pequeñas ranuras que permanecían abiertas veía mucho aún y contemplaba el brillo de las llamas que prendían bajo las fuertes y hábiles manos de la madre. Entonces habló, silbando las palabras con suavidad entre sus hundidas encías sin dientes.

—Ten cuidado con el fuego —dijo—. No tenemos más que una carga, ¿o son dos?, y la primavera empieza ahora y pasará todavía mucho tiempo antes de que la hierba crezca lo bastante para cortarla, y aquí estoy yo como estoy, y dudo que jamás pueda volver a buscar combustible. No soy más que una vieja ahora, y debería morir…

Estas últimas palabras las repetía la vieja muchas veces durante el día, y cada vez que las decía esperaba oír a la mujer del hijo hablando como habló entonces.

—¡No digas eso, vieja madre! ¿Qué haríamos nosotros si no te tuviéramos para vigilar la puerta mientras estamos en el campo y procurar que los pequeños no caigan al estanque?

La vieja madre tosió ruidosamente al oír estas palabras, y habló con voz entrecortada.

—Es verdad… que lo hago… Hay que vigilar la puerta en esos malos tiempos, pues hay ladrones en todas partes. ¡Cómo gritaría si entraran aquí, hija! Recuerdo que no era así cuando yo era joven. No; entonces, si dejabas una hoz afuera, por la noche, allí la encontrabas por la mañana, y en verano, atábamos los animales a la aldaba de la puerta y allí estaban al día siguiente, y…

—¿Sí, vieja madre? —dijo la joven madre, riendo educadamente, aun sin prestar atención a la vieja, que hablaba sin descanso todo el día.

Mientras aquella cascada voz divagaba, la joven madre pensaba en el combustible y preguntábase si duraría hasta que la siembra de la primavera terminara, hasta que ella tuviera tiempo para salir con su cuchillo a cortar ramitas de los árboles, recogiendo acá y acullá cuanto pudiera arder. Cierto que junto a la puerta de la cocina, por la parte de afuera, cerca de la era que también era patio, había aún dos hacinas de paja de arroz, cuidadosamente cubiertas para protegerlas de la humedad de la lluvia y la nieve. Pero la paja de arroz era demasiado buena para quemar. Sólo la gente de las ciudades quemaba paja de arroz, y ella o su hombre la llevarían a la ciudad en grandes balas sostenidas con una pértiga, y obtendrían buena plata por ella.

Ponía hierba al fuego, poco a poco, absorta en su tarea. La luz de las llamas le iluminaba la cara, una cara ancha y fuerte, de labios llenos, atezada y enrojecida por el viento y el sol. Sus ojos negros brillaban a la luz; ojos de mirada clara, rectos bajo las cejas. No era una cara hermosa, sino apasionada y buena. Uno se diría: he aquí una mujer de temperamento vivo, pero afectuosa esposa y madre, y buena en su casa con una vieja.

La mujer vieja seguía hablando. Estaba sola todo el día, con los niños, puesto que su hijo y la mujer de su hijo debían trabajar la tierra y, en aquel momento, parecíale que tenía muchas cosas que decir a su nuera, a quien quería. Su vieja voz cascada siguió hablando, tosiendo, de vez en cuando, a causa del humo que salía del fogón.

—Siempre dije que, cuando un hombre tiene hambre y especialmente si es joven y vigoroso como mi hijo, un huevo batido con los fideos…

La vieja voz se alzó un poco más, para hacerse oír sobre la impaciencia de dos niños, que se agarraban a los hombros de su madre, al agacharse ella para continuar alimentando el fuego.

Pero la madre seguía en su tarea, con el rostro tranquilo. Sí, estaba tan tranquila como si no oyera las palabras de los hijos, un niño y una niña, y como si tampoco percibiera la sempiterna vieja voz. Estaba pensando que, en verdad, se había retrasado algo aquella noche; había mucho que hacer en la tierra en primavera, y ella no regresó del campo hasta haber sembrado la última hilera de habas. Los cálidos días y las suaves noches húmedas, llenas de rocío, debían ser aprovechadas al máximo, por lo que había llegado hasta la última hilera. Aquella vida nocturna empezaría a agitarse en las habas secas. Ese pensamiento la satisfacía. Sí, en todo aquel campo empezaría a agitarse secretamente la vida, en la cálida y húmeda tierra. El hombre estaba trabajando allí aún, pisando la tierra sobre los surcos con los pies desnudos. Habíale dejado solo en su trabajo, porque hasta el campo llegaron las voces de los niños, llamándola, y ella se había apresurado en su labor regresando después a casa.

Los niños esperaban, hambrientos, junto a la puerta de la cocina, cuando llegó, y ambos lloraban; suavemente y sin lágrimas el niño, y gimiendo y mordiéndose el puño la niña. La vieja permanecía sentada escuchándoles tranquilamente. Había intentado consolarles durante un rato, pero seguían llorando y finalmente, les dejó. Tampoco la madre les dijo nada; dirigiose directamente al fogón, agachándose para coger hierba. Esta señal bastó. El niño dejó de gritar y corrió tras ella, con toda la velocidad de sus cinco años, y también lo hizo la niña, lo mejor que pudo, pues no había cumplido tres años aún.

La comida en la caldereta estaba hirviendo y, por debajo de la tapa de madera, empezaron a salir nubes de fragante vapor. La vieja aspiraba profundamente y movió sus desdentadas mandíbulas. Bajo la caldereta se alzaban las llamas, lamiendo su fondo de hierro, y, al no encontrar paso por él, se extendían hasta los bordes y subían, convirtiéndose en denso humo que llenaba la pequeña habitación. La madre se echó hacia atrás, retirando también a la niña, pero el acre humo había llegado ya hasta la pequeña, que parpadeó y se frotó los ojos con las sucias manecitas, y empezó a gritar. Entonces, la madre se alzó rápidamente y levantó a la niña, sacándola de la cocina.

—Quédate aquí, pequeña —díjole—. El humo te hace daño a los ojos, pero tú siempre metes la cabeza en él.

La vieja escuchó, como siempre hacía cuando hablaba la mujer de su hijo, encontrando en sus palabras un nuevo tema del que hablar ella misma.

—¡Ay!, —empezó a gimotear—. Siempre dije que, si no hubiera tenido que cuidar del fuego durante tantos años, ahora no estada medio ciega. El humo me ha vuelto tan ciega como estoy ahora…

Pero la madre no escuchó la vieja voz; oía el ruido que hacía la niña, sentada fuera de la cocina, en el suelo, gritando, frotándose los ojos y tratando de abrirlos. Los ojos de la niña estaban siempre enrojecidos e irritados. Sin embargo, si alguien decía a la madre: «¿No tiene tu hija alguna enfermedad en los ojos?», la madre contestaba: «Es que siempre mete la cabeza en el humo, cuando pongo hierba al fuego».

Pero aquel llanto no la conmovía como antaño había hecho. Estaba demasiado ocupada entonces y los hijos llegaban de prisa. Cuando el primero nació, no podía soportar que llorase. Parecíale entonces que cuando un niño lloraba, la madre debía calmarle de alguna forma, y por eso, cuando el suyo gimoteaba, dejaba lo que estaba haciendo y le daba el pecho. Entonces el hombre se enfadaba, porque ella se detenía demasiado a menudo en su trabajo, y le gritaba: «¡Qué! ¿Piensas darle de mamar a tu hijo y dejarme todo el trabajo a mí? Empiezas ahora a parir y durante veinte años amamantarás a uno u otro. ¿Crees que lo soportaré? No eres la mujer de ningún hombre rico que no tiene que trabajar sino parir y criar, y puede alquilar a quienes hagan su trabajo».

Entonces, ella, revolvíase, como siempre hacia, pues ambos eran jóvenes y llenos de vida y pasión, y le gritaba: «¿No he de tener algo que me compense de mis dolores? ¿Vas tú al trabajo cargado, durante muchos meses, como yo, y tienes tú los dolores del parto? No; tú descansas al llegar a casa, pero cuando llego yo tengo que preparar la comida y cuidar de un niño y una vieja y complacer sus caprichos y…».

Disputaban acaloradamente durante un rato y no había vencedor ni vencido. Pero esa disputa no duró mucho, pues sus pechos pronto se secaron, dado que ella concebía tan fácilmente como un animal sano y limpio. Incluso habíase secado nuevamente su leche, cuando dio a luz prematuramente el verano pasado, al caer y herirse con la punta del arado… Bien; los niños debían conformarse, y si lloraban, que llorasen; no podía correr para darles el pecho, y tenían que esperar y aguardar el hambre hasta que ella llegara. Eso dijo, pero la verdad era que tenía un corazón más suave que sus palabras y que aún se apresuraba, cuando sus hijos la llamaban.

Cuando el guiso hubo hervido un rato y el humo se mezcló con el aroma del arroz, cogió una escudilla y la llenó para la vieja. La puso en la mesa, en la habitación mayor en que todos vivían, y, luego, llevó a la vieja allí, sin escuchar apenas su voz cascada.

—… y si mezclas guisantes con el arroz, es tan bueno que…

La vieja se sentó, cogió la escudilla en sus huesudas manos y guardó silencio, temblando súbitamente con ansia por la comida, babeando por las comisuras de su arrugada boca.

—¿Dónde está la cuchara? No encuentro mi cuchara…

La madre puso la cuchara de porcelana en la vacilante mano y salió. Entonces cogió dos escudillas pequeñas de hojalata y dos pares de palillos de bambú y llenó una a la niña primero, porque seguía llorando y frotándose los ojos. La niña estaba sentada en el polvo de la era y, con las lágrimas y las sucias manecitas, habíase embadurnado la cara. La madre la puso en pie y le limpió un poco la cara con la palma de su áspera mano oscura. Luego, levantando el borde del remendado vestido que la pequeña llevaba, le secó los ojos. Pero lo hizo suavemente, pues los ojos de la niña estaban enrojecidos e irritados y tenía los bordes de los párpados en carne viva: cuando la hija volvió la cabeza, encogiéndose y gimoteando, la madre se apiadó, sintiéndose turbada por el dolor de la pequeña.

Dejó la escudilla sobre una burda mesa sin pintar, colocada junto a la puerta de la casa, por la parte de afuera, y habló a la niña con voz fuerte y bondadosa.

—Come, come.

La niña anduvo, vacilante, y se agarró a la mesa, entornando los enrojecidos párpados para protegerse del sol de la tarde y alargó la mano hacia la escudilla.

—¡Ten cuidado! ¡Está caliente! —gritó la madre.

La niña vaciló y empezó a soplar sobre la comida para enfriarla, pero la madre seguía mirándola, turbada aún, murmurando para sí misma: «Cuando el hombre lleve la próxima carga de paja de arroz a la ciudad, le pediré que vaya a una botica y compre ungüento para los ojos irritados».

Entonces, el niño empezó a quejarse porque ella no había colocado también su escudilla en la mesa; la madre fue a buscarla y la dejó allí y, durante un rato, hubo silencio.

La madre se sintió demasiado cansada, incluso para comer, suspiró profundamente, buscó un pequeño taburete de bambú, lo puso junto a la puerta y se sentó a descansar; luego aspiró una gran bocanada de aire, alisose con la mano el áspero cabello y miró a su alrededor. Las bajas colinas que circundaban el valle en que se encontraba su tierra destacábanse, negras, contra un cielo amarillo pálido, y en el corazón de aquel valle, en la pequeña aldea, se encendían los fuegos para la cena y el humo empezaba a elevarse lánguidamente en el quieto aire. La madre miraba y sentíase llena de contento. Ni en una sola de las seis o siete casas que componían la aldea, pensó súbitamente, la madre cuidaba a los hijos mejor que ella lo hacía. Había algunas más ricas; indudablemente, la mujer del posadero tenía algún dinero, pues llevaba dos sortijas de plata en las manos y aretes en las orejas, como la joven madre ansiara tener en su juventud y jamás tuviera. Ella prefería ver cómo su dinero se convertía en la buena carne que cubría los huesos de sus hijos. Murmurábase que el posadero no daba a sus hijos sino las sobras de la comida que sus huéspedes dejaban en las escudillas; pero ella, la madre, daba a los suyos el buen arroz que cultivaban en su tierra y, si los ojos de la niña estuvieran sanos, no tendrían de qué preocuparse; tenían salud y crecían bien, hasta el punto de que el niño aparentaba tener siete u ocho años.

Si, ella siempre tenía hijos sanos y, si aquél no hubiera nacido demasiado pronto y hubiera muerto, después de haber respirado sólo una vez, también hubiese sido fuerte y poco faltaría para que empezara ya a caminar.

Volvió a suspirar. Bueno, dentro de un mes o dos nacería otro. Pero sentíase contenta, especialmente cuando estaba encinta, y llena de vida…

Alguien salió de la puerta de enfrente, al otro lado de la calle, y entre el humo vio a la esposa del primo de su marido y le dijo:

—¡Ah! También estás cocinando. Yo he acabado ya.

—Sí, si —repuso la otra, con voz descuidadamente alegre—. Y estaba pensando que habías ya acabado, pues estás muy adelantada en tu trabajo.

Pero la madre gritó, cortésmente:

—No, no; es que los niños tienen hambre antes de acostarse.

—Eres una mujer muy hacendosa —repuso también a gritos la esposa del primo, entrando en la casa, llevando consigo la hierba que había salido a buscar.

La madre permaneció sentada un rato todavía a la mortecina luz del atardecer, sonriendo ligeramente. En verdad podía sentirse orgullosa, orgullosa de su fuerza, de sus hijos y de su hombre.

Pero la paz no duró mucho. El niño le presentó súbitamente la escudilla vacía.

—Más… madre; más.

Se puso en pie para llenarla otra vez y, cuando salió de nuevo a la puerta, el sol descansaba en una depresión entre las colinas, al borde del mismo campo donde ella había trabajado todo el día. Descansó allí, como si quedase preso, por un instante, entre las colinas, inmóvil, hasta desaparecer. En la inmediata penumbra vio al hombre acercarse por un sendero con el azadón al hombro, sostenido con el brazo levantado, mientras se abrochaba el vestido. Caminaba ligera y ágilmente, como un gato joven, y, de pronto, empezó a cantar. Le gustaba cantar, tenía la voz alta, clara y trémula, y sabía muchas canciones, por lo que, a menudo, en las fiestas, le pedían que cantara para todos en la casa de té, para pasar el tiempo. Bajó la voz al acercarse y, cuando finalmente llegó al umbral, cantaba muy suave, pero todavía con la misma voz trémula excitante, en rápido ritmo. Dejó el azadón contra la pared, y la vieja, al oírle, despertó de la modorra en que se había sumido, después de la comida, y empezó a hablar como si no se hubiera interrumpido.

—Como decía, a mi hijo le gustan unos guisantes con arroz, porque tienen muy buen gusto y…

El hombre rió quedamente y entró en la casa; luego su voz agradable salió por la puerta.

—Sí, vieja madre; me gustan mucho.

Afuera, junto a la puerta, la niña sentábase tranquila y satisfecha, con la escudilla vacía; tras desaparecer el sol, abrió algo los ojos y miró a su alrededor sin quejarse. La madre volvió a entrar en la cocina y sacó una escudilla de humeante arroz para el hombre. La escudilla era de loza azul y blanca y estaba llena hasta los bordes; en ella, la madre había echado un huevo, ahorrado de las pocas gallinas que empollaban y la clara empezaba a endurecerse. Cuando el hombre trabajaba duramente, debía comer un poco de carne o un huevo. A pesar de sus disputas, era agradable verle bien comido; además, la madre pensó que sus desavenencias eran solamente de labios afuera. Le gustaba verle comer, incluso si a veces le regañaba por algo.

—¡He puesto un huevo fresco en el arroz de tu hijo! —dijo a voces a la vieja—. Y también tiene coles.

La vieja oyó esas palabras y acto seguido, habló con rapidez.

—Si, siempre he dicho que un huevo fresco es lo mejor para un hombre joven. Remienda la fuerza.

Pero nadie la escuchaba. El hombre comía vorazmente, pues estaba hambriento. Poco después gritó a la madre que volviera a llenarle la escudilla, golpeando la mesa con ella para incitarla a que se apresurara. Cuando estuvo llena, ella se sirvió también. Pero no se sentó junto al hombre; lo hizo en el bajo taburete en el patio, junto a la puerta, y cenó aquel arroz con placer, pues le gustaba la comida, como le gusta a un animal sano. De vez en cuando poníase en pie para coger un pedazo de col de la escudilla del hombre y mientras comía miraba al oscuro cielo rojizo entre las dos colinas. Los niños se acercaron y se inclinaron hacia ella, abriendo la boca para que les diera un bocado, y, de vez en cuando, la madre ponía un poco de arroz entre sus labios con los palillos. Y aunque los niños estaban hartos, tenían ya hambre y, a pesar de que era comida igual a la que les había servido, aquellos alimentos de la escudilla de la madre les parecían mejores que los que ellos comieran. Incluso el perro amarillo de la granja se acercó confiadamente. Había estado sentado debajo de la mesa, esperando, pero el hombre le golpeó con el pie y entonces salió, cogiendo hábilmente con la boca las pizcas de arroz que la madre le tiró una o dos veces.

Por tres veces se levantó la madre para llenar la escudilla del hombre y él comió hasta saciarse y gruñó de satisfacción; entonces ella vertió agua hirviendo en la vacía escudilla, y él la sorbió ruidosamente, levantándose poco después, para continuar sorbiendo afuera, frente a la puerta. Cuando hubo terminado y ella recogió su escudilla, el hombre permaneció un rato allí, de pie, mirando hacia los campos, que la noche cubría.

Había luna nueva en el firmamento, muy pequeña y pálida, como el cristal entre las estrellas. La miró, empezando a cantar una suave canción.

De las otras casas de la aldea empezaron a salir hombres también. Algunos hablaban a gritos de un juego en la posada, mientras otros permanecían de pie, junto a la puerta, bostezando y mirando. El joven esposo dejó de cantar de pronto y miró fijamente al otro lado de la calle. Sólo había una casa en la que un hombre trabajaba mientras los demás descansaban. Era su primo. ¡Aquel hombre! Trabajaba, incluso, cuando la noche había llegado ya. Allí estaba, sentado junto a su puerta, inclinada la cabeza, tejiendo una cesta de mimbre. Bien; algunos hombres eran así…, pero en cuanto a él… una pequeña partida… Volviose para hablar a la mujer, encontrando su prevenida y hostil mirada, y al verla la maldijo silenciosamente. ¿No podía jugar un poco por la noche, después de haber trabajado todo el día? ¿O sólo tenía que trabajar y trabajar, hasta el día que muriera? Pero no podía resistir aquella mirada firme e irritada, posada en él. Se movió con petulancia, como un niño, y habló:

—Después de un día de trabajo como hoy… ¡Bueno, me iré a dormir, pues! ¡Estoy demasiado cansado para jugar esta noche!

Entró en la casa entonces, se echó en la cama, estirose y bostezó. Su vieja madre, ciega en la oscuridad de la habitación sin linterna, gritó de pronto:

—¿Se ha acostado mi hijo?

—¡Sí, madre! —contestó él, irritadamente—. ¿Qué otra cosa puede hacerse en un lugar pequeño y vacío como éste, sino trabajar y dormir, trabajar y dormir?

—Si, sí —respondió alegremente la vieja, sin observar la irritación en la voz de su hijo.

Entonces se levantó y fue a tientas hasta su rincón, donde, tras una cortina de algodón azul, estaba su camastro. Pero el hombre dormía ya.

Cuando oyó el acompasado sonido de la respiración del hombre, la madre se puso en pie y los niños la siguieron, agarrándose a su vestido. Enjuagó las escudillas con un poco de agua fría de la tinaja, junto a la puerta de la cocina, y las colocó en una hendidura en la pared de tierra. Luego fue a la parte de atrás de la casa y, a la débil luz de la luna, sacó un cubo de agua de un pozo poco profundo, llenando la tinaja con ella. Salió una vez más, para soltar al búfalo doméstico, amarrado a uno de los sauces que crecían libremente en torno a la era, dándole un pienso de paja con unos chícharos negros. Cuando hubo comido, lo llevó a la casa, atándolo a la pata de la cama donde descansaba el hombre. Las gallinas dormían ya debajo de la cama y cacarearon al llegar ella, pero callaron en seguida.

Nuevamente, salió y llamó, y un cerdo gruñó en la creciente oscuridad. Le había dado de comer al mediodía y nada le dio entonces; empujándolo y azuzándole suavemente le obligó a entrar en casa. Sólo dejó al perro amarillo fuera, pues tenía que dormir en el umbral.

Durante todo ese tiempo, los niños la habían seguido lo mejor que podían, aunque ella se movía sin esperarles. Entonces se agarraron a las perneras de sus pantalones, gimiendo y llorando. Agachose y cogió a la niña en brazos y, llevando al niño de la mano, entró en la casa y atrancó la puerta. Luego fue a la cama, colocando a los niños a los pies del hombre. Les quitó los vestidos y después despojose del suyo y, metiéndose entre el hombre y sus hijos, se acostó, colocando el cobertor sobre todos ellos. Así permaneció, quieta, sintiendo cómo su fuerte cuerpo lleno de saludable cansancio, era invadido por una gran oleada de ternura. A pesar de lo impaciente que pudiera ser durante el día y de sus pequeñas y súbitas irritaciones, por la noche era todo ternura, apasionada ternura por el hombre, cuando se volvió hacia ella en la necesidad y por sus hijos desvaídos en su sueño, y por la vieja si tosía, levantándose para darle un poco de agua; también por los animales, si se movían y asustaban a los demás con sus movimientos, a los que entonces hablaba.

—Quietos, dormid. El día está muy lejano aún.

Y al oír su áspera y bondadosa voz, incluso los animales se tranquilizaban y volvían a dormir.

En la oscuridad, el niño se frotaba contra ella, buscando el pecho con la boca. Lo dejó mamar; su pecho estaba seco, pero era suave y aquietaba al niño con su lejano recuerdo de saciedad. Pronto volvería a llenarse. Al otro lado del niño, estaba la niña, cerrando fuertemente los ojos y frotándose incesantemente para calmar su picor mientras caía dormida. Incluso durmiendo seguía frotándoselos, sin saber lo que hacia.

Pronto durmieron todos. Pesada y profundamente durmieron, y si el perro ladraba durante la noche, todos seguirían durmiendo excepto la madre, pues para ellos sus ladridos eran los sonidos de la noche. Sólo la madre despertaba para escuchar y prestar atención, y si no tenía que levantarse, también ella volvía a dormir.