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Cuando por fin salieron dando tumbos de la nube, los heridos, los supervivientes ensangrentados miraron atrás y vieron el llano cubierto de cuerpos, algunos muertos, otros solo inconscientes por el humo y los gases. Tonina se dio cuenta de que su visión se había convertido en realidad.

Entonces, ¿dónde estaba su padre?

Martok hizo que el grupo se detuviera para que pudieran descansar, y para que los rezagados los alcanzaran; muchos de ellos con la ayuda de otros, tosiendo. Sobre sus cabezas, el águila trazaba ociosos círculos en el cielo.

Ixchel comprobó que Tonina y el pequeño estaban bien y luego fue a ver a la h’meen, que había salido ilesa de aquel infierno y tenía a Poki resollando en los brazos. Un Ojo se había asegurado de que la botánica real no sufría ningún daño. Mientras los demás se sentaban desorientados o tratando de recuperar el aliento, Martok permaneció con los brazos en jarras, escudriñando al sorprendente grupo que había plantado cara al ejército de Balam.

Se acercó a Ixchel a grandes zancadas. La mujer estaba examinando un chichón que tenía en la frente uno de los ayudantes de la h’meen.

—¿Qué pueblo es éste? ¿De dónde venís?

Tras asegurarle al herido que no estaba sangrando, contestó:

—Hemos venido al valle de Anáhuac buscando las cuevas de Aztlán.

—¡Aztlán! Pero si todo el mundo sabe que Aztlán está muy lejos, hacia el norte.

Ixchel asintió. Ahora sabía la verdad, porque había oído cómo Balam se jactaba por la forma en la que los había engañado para atraerlos a su trampa.

—También buscamos a un hombre que se llama Cheveyo. Pensábamos que lo encontraríamos aquí. Es un chamán. ¿Sabes algo de él?

Martok se restregó las cicatrices que tenía en la coronilla. Como todos los demás, él también tenía el pelo y los hombros cubiertos de ceniza.

—Sí, Cheveyo, el hombre santo con una curiosa historia.

Ixchel lanzó una exclamación.

—¿Has oído hablar de él?

—¡Le conozco! Bebí pulque con él. Me dijo que su esposa era mexica y que por eso nos estaba buscando. Dijo que le habían tenido encerrado en una cueva subterránea cerca de Palenque. Él había conseguido escapar, pero su mujer no. Dijo que esto había sucedido hacía mucho tiempo, y que desde entonces no había dejado de vagar buscando Aztlán. Se quedó con nosotros un tiempo y luego se fue. Es interesante. El hombre quería quedarse, y seguramente aún estaría aquí, pero tuvo un sueño donde le advertían que debía marcharse.

Ixchel se limpió las lágrimas de los ojos.

—¿Un sueño?

—De lo más extraño. Tuvo una visión en la que una anciana le decía que abandonara este lugar, que no estaba a salvo. Y dijo que aunque parecía vieja, en el sueño él sabía que aún no tenía diecisiete años.

Tonina y la h’meen se miraron, recordando la visión que habían compartido cuando tomaron peyotl.

—¿Adónde fue? —preguntó Ixchel sintiendo renacer la esperanza.

—Habló de un monasterio, más allá de Tlaxcala. Supongo que sigue allí.

—¿Está lejos ese lugar?

Martok meneó la cabeza.

—A un par de días.

—Gracias —dijo Ixchel.

Cuando encontrara a Cheveyo, seguirían juntos en busca de Aztlán, una búsqueda que podía durar meses o años, no importaba.

Tonina le canturreaba al bebé, sin apartar la vista de la pared de humo que ocupaba el extremo oriental del valle y no dejaba ver las montañas. ¿Dónde estaba Kaan?

El sol estaba más alto en el cielo, y seguía llegando gente, que aparecía entre el humo tosiendo, tambaleándose, sujetándose los unos a los otros; guerreros, mujeres, niños. Tonina empezaba a asustarse, hasta que finalmente Kaan apareció con un niño en brazos, al frente de otro grupo que huía de la oscuridad.

Corrió hacia él y se abrazaron. Kaan escudriñó la multitud que se había congregado en el llano: los guerreros de Balam, los de Martok, los peregrinos de Ixchel, todos unidos en la catástrofe. El humo seguía elevándose al cielo, la tierra temblaba de forma intermitente, pero al menos estaban lejos del peligro de los gases y de la lluvia de cascotes.

—¿Dónde vamos ahora? —preguntó Martok.

Kaan levantó la vista hacia el águila que volaba en círculos en lo alto. Ella les había enseñado cómo huir del humo. ¿Seguiría guiándoles?

Tonina también alzó los ojos y tuvo el mismo pensamiento. Recordando la profecía de Huitzilopochtli, en el Libro de los mil secretos, según la cual un águila guiaría a los mexicas a su hogar, ahuecó las manos sobre la boca y lanzó una llamada al cielo.

—Honorable Águila Brava, porque sé que eres tú. ¡Soy Tonina! Te damos las gracias por alejarnos del peligro. Pero ¿debemos continuar siguiéndote?

En respuesta, el pájaro gigante descendió en picado, haciendo que todos se agacharan, volvió a elevarse y voló en línea recta hacia el lago Texcoco. La gente lo siguió, con Tonina, Kaan y Martok a la cabeza.

Avanzaron con dificultad durante toda la mañana, todo el día, lo bastante lejos del volcán humeante para poder respirar normalmente y mirar con ojos que no escocieran. Siguieron al águila hasta que, cuando el sol ya estaba bajo por el oeste, vieron que el pájaro sobrevolaba el lago y se posaba sobre una roca en medio de la extensa marisma.

Miles de personas se congregaron en la orilla —guerreros y peregrinos, campesinos de la zona cuyos cultivos estaban cubiertos de ceniza, aldeanos cuyas casas se habían desplomado—, mirando al águila, y solo entonces pudieron apreciar dos detalles sorprendentes: que llevaba una serpiente en el pico y que se había posado sobre un cactus que crecía sobre la roca.

Y, en el cactus, una flor de un luminoso escarlata brillaba bajo el sol del atardecer; una flor roja, con los pétalos hacia arriba, en forma de copa.

—¡Esto es una señal! —declaró Martok lleno de asombro. Se volvió hacia Kaan—. Hijo, ésta es la señal de la que hablaba. Ésta es la señal que Huitzilopochtli nos prometió.

—Sí, te creo —dijo Ixchel con reverencia, con voz temblorosa—. Porque diez generaciones han vagado por esta tierra, rechazadas por todos, sin una tierra propia. Pero hace tiempo, el dios Huitzilopochtli nos dijo que un águila nos guiaría hasta nuestra tierra y que encontraríamos al águila posada en un cactus, con una serpiente en el pico.

—¿Cómo llegaré hasta ella? —preguntó Un Ojo, pensando que, aunque el lago era poco profundo (no había agua suficiente para nadar), para un hombre de su estatura sería difícil avanzar por aquellas aguas pantanosas, de charcas, fango y juncos.

Kaan estudió aquella marisma extensa e infestada de mosquitos, e imaginó los caminos secos que crearían para llegar más fácilmente a la orilla, franjas de tierra compactada que se elevarían por encima de la turbera. Con el tiempo, la piedra sustituiría los caminos de tierra y la isla se convertiría en un centro del comercio y los viajes.

—Dividíos en grupos —dijo—, y que los hombres y las mujeres más fuertes carguen con los débiles y los ancianos. Montaremos un campamento inmediatamente para reclamar esa roca, y llevaremos agua en pellejos y calabazas. Recibiremos con los brazos abiertos a quien quiera unirse a nosotros, pero no permitiremos que nos echen.

Se sentía a gusto al frente de aquella gente, y ahora estaba de acuerdo con la idea de Tonina de crear un poder central en el valle de Anáhuac, con leyes, seguridad en los viajes y el comercio, que beneficiarían a todos. Se guiaría por los libros de leyes que la h’meen había iniciado en el bosque, en las proximidades de la ciudad de Uxmal.

Empezaron a cruzar la laguna. Los hombres fuertes cargaban con los débiles y los niños; otros estaban decididos a cruzar por su propio pie. Eran un millar de personas procedentes de mil vidas diferentes, con miles de sueños y creencias a cuestas, unidos en una esperanza común.

Kaan y Tonina llegaron a la colosal roca los primeros y vieron al águila posada majestuosamente sobre el cactus. La llegada de tantísima gente no la hizo echarse a volar. Alrededor de la roca había tierra suficiente para muchas personas, y cuando Ixchel llegó con Un Ojo y la h’meen —los dos habían cruzado a espaldas de dos hombres fornidos—, vio una pequeña sección de la roca que sobresalía como un estante.

O un altar.

Allí hizo los preparativos para las primeras oraciones que pronunciaría en su nuevo hogar. Mientras Poki inspeccionaba alegremente el lugar, la h’meen buscó un sitio seco donde sentarse y seguir con su crónica; preparó pinturas y pinceles, pues deseaba dibujar el símbolo del águila mientras tuviera los detalles frescos. Un Ojo, siempre tan práctico, buscó leña seca, porque el sol se estaba poniendo y necesitarían un fuego en la pequeña isla.

Kaan examinó la roca y su base seca, la zona pantanosa que se extendía a partir de allí, y la orilla lejana, desde la que seguía llegando gente. Más allá, la erupción del Popocatepetl había cesado, pero el humo seguía llenando el cielo, y lo haría durante varios meses. Los vínculos de Kaan con Mayapán ya estaban rotos. Los miembros del consorcio no habían tenido nada que ver con la muerte de su esposa. Cielo de Jade estaba disfrutando de la dicha del Cielo 13. Su madre ya debía de haber muerto, y puesto que había llevado una vida ejemplar, habría recitado la oración de confesión y estaría también en comunión con los dioses. También sabía que, en su ausencia, el rey debía de haberse apropiado de sus riquezas.

A Kaan no le importaba. Su vida en Mayapán no había sido más que una preparación para aquello. Jamás volvería a pensar en la ciudad, ni en Balam, ni en su antigua vida. Su mente ya estaba buscando la forma de ampliar aquella roca yerma y convertirla en una isla más grande, llevar tierra, crear jardines flotantes como los de Xochimilco, y luego llevar madera y piedra, y construir una gran ciudad donde florecerían el arte y la escritura, la ciencia y la religión.

En pie junto a Kaan, Tonina también observaba la marisma que los rodeaba. No era el mar, ni un lago profundo, pero era agua. Y quizá con el tiempo, cuando la llenaran de jardines flotantes y crearan caminos que llevaran a la orilla, el agua que llegaba allí desde las montañas podría contenerse para que el lago se hiciera más grande. Y podría volver a nadar.

Pensó en los acontecimientos que la habían llevado hasta allí, y finalmente entendió por qué, aquel día en las terrazas del jardín real, Águila Brava había insistido tanto en que volvieran a la casa de Cielo de Jade en lugar de abandonar la ciudad. Lo que quería era impedir que siguiera camino hacia el sur, hacia Quatemalán, y llevarla hasta Kaan. Para unir sus destinos.

Aún no le había dicho a Kaan que sospechaba que llevaba una nueva vida en su interior… un bebé que llevaría la sangre del pueblo de Cheveyo, una raza conocida como Pueblo del Sol, de muy lejos, al norte, y también la sangre de los mexicas y de una antepasada de hacía trescientos años que vivió un tiempo con unos hombres del mar del norte que naufragaron y que les confirmaron que Quetzalcóatl regresaría.

Tonina vio que a los guerreros de Martok se les estaba uniendo una gran muchedumbre, ancianos, mujeres y niños, las madres, las esposas, las hermanas de sus guerreros, que habían permanecido en el campamento esperando el final del combate, pero que ahora corrían a la orilla para unirse a sus hombres en el laborioso camino hacia la roca del cactus. Mientras los observaba, a Tonina le sorprendió lo mucho que se parecían a Kaan, y debían de parecerse también a ella, puesto que eran su pueblo, los mexicas. Pensó que quizá estaba mirando los rostros de sus primos, sus tíos y tías.

Para su sorpresa, la multitud no se abalanzó sobre la flor roja como ella temía ni se peleó por disfrutar de sus poderes curativos. Aquellos cientos de personas se acercaron respetuosamente, conscientes de que formaban parte de un milagro, de que aquél era un día decisivo y de que, aunque no los vieran, los dioses estaban allí, entre ellos, derrochando magia y buena suerte. La gente intuía que eran especiales, que los dioses los estaban bendiciendo por los grandes sacrificios que habían realizado para encontrar una nueva tierra.

Tonina volvió los ojos hacia Águila Brava, que finalmente extendió sus majestuosas alas, alzó el vuelo y se elevó al cielo, donde voló en círculos unos momentos. Mientras lo observaba, Tonina le rogó en silencio: «Querido Águila Brava, hazme un último favor. Cuenta a mis hermanos delfines lo que ha pasado. Si la isla de la Perla todavía existe, si Guama y Huracán escaparon a la gran tormenta, por favor, pide a los delfines que les hagan saber que estoy bien y soy feliz».

El águila lanzó un grito y se fue.

Tonina se quitó una pequeña bolsita que había llevado colgada del cuello desde que partió de la isla de la Perla. Antes de subir a la canoa que debía llevarla a la Costa Firme, se agachó y cogió un puñado de arena, y la metió en la bolsita con los remedios, donde llevaba también un pequeño caracol de mar y un diente de delfín, poderosos talismanes que la unirían para siempre a las islas. Abrió la bolsita y arrojó aquel contenido marino en las aguas del Texcoco, tres pedacitos de la isla de la Perla y del mar que la rodeaba. Así siempre estaría en sus dos casas: en la vieja y en la nueva.

Un Ojo observó el ritual de Tonina mientras avivaba las llamas de un fuego; luego miró a la h’meen y pensó que, para acabar de sobrevivir a un desastre, se la veía notablemente sana y fuerte. Era la esperanza, él lo sabía, el mejor elixir rejuvenecedor que existe.

Un Ojo conocía el secreto que la h’meen guardaba en su corazón. Jamás lo había pronunciado en voz alta, pero había visto su mirada cuando sostenía al pequeño Tenoch en sus brazos. Aquella mañana había muerto mucha gente. Sin duda habría huérfanos. Y si no, él buscaría a algún campesino con demasiadas bocas que alimentar y, siguiendo la antigua tradición, le compraría el menor. Un Ojo le daría ese hijo que tanto ansiaba tener. Anudarían sus mantos para que supiera qué es el matrimonio y, si los dioses y la h’meen lo querían, esperaba poder ayudarla con delicadeza y ternura a conocer el vínculo físico que había entre hombres y mujeres.

Entretanto, mientras humedecía sus pinceles y dibujaba el glifo del águila en una nueva página de su crónica, la h’meen decidió que elegiría a una niña sana y brillante del entorno de Ixchel y la entrenaría para que fuera la nueva h’meen. Le transmitiría sus vastos conocimientos, y luego le entregaría los libros y la crónica de su viaje desde Mayapán.

La h’meen deseaba vivir muchos años, aunque sabía que no sería así. Pero, pensó: «¿Acaso sabe alguno de nosotros el tiempo que le queda?». Y recordando a los que habían muerto aquella mañana durante la erupción, decidió que el secreto de la vida estaba en vivir cada momento con tanta intensidad y gratitud como se pudiera.

Martok, que llegó a la isla con dos niños en brazos, buscó enseguida a la hermosa mexica con los extraordinarios cabellos blancos, Ixchel, que había pasado por la catástrofe del volcán con un libro pegado a su pecho. Una buena mujer. ¿Estaría casada? Él era viudo desde hacía unos años, y hacía tiempo que no miraba a una mujer con algo que no fuera deseo carnal. Pero en aquellos momentos, como si la tarde estuviera dispersando sus hechizos y su magia, también él pensó que sería bueno unirse a otra persona y establecerse.

Pero Ixchel pensaba en Cheveyo, en ir en su busca. Mientras limpiaba las ramitas y las cenizas del saliente de la roca, se le ocurrió que en el monasterio de Tlaxcala seguramente se enterarían de la erupción y oirían la historia del águila que había salvado muchas vidas…, el milagro del cactus y la serpiente en la roca. Probablemente Cheveyo iría enseguida para verlo con sus propios ojos.

Sobre la roca altar, Ixchel colocó el Libro de los mil secretos, y junto a él, la cruz del árbol de la vida de los hombres del mar del norte. Junto a la cruz Tonina colocó la copa de cristal, y Kaan añadió la estatuilla de Kukulcán. Uniéndose a la solemne ceremonia, Un Ojo se quitó la bolsita con los huesos de su bisabuelo y los dejó con los otros objetos sagrados.

—¿Cómo llamaremos a este lugar? —preguntó Martok en voz alta.

Habían visto las estelas de piedra de los mayas, que con tanto empeño habían tratado de mantener sus nombres en el recuerdo. Pero ni siquiera la piedra dura para siempre. Entonces, se le ocurrió algo a Tonina.

—Daremos a este lugar un nombre que perdurará durante generaciones. Cada vez que alguien lo pronuncie, estará diciendo el nombre del hombre que nos trajo hasta aquí. —Le dedicó una sonrisa a Kaan y pronunció su nombre mexica—: Tenoch. —Al que añadió el sufijo «titlán», que en náhuatl significa «lugar de»—. A partir de este día, nuestra tierra se conocerá como Tenochtitlán. Y, aunque seguimos siendo mexicas, nuestros orígenes están en Aztlán. Huitzilopochtli dijo que no podríamos utilizar nuestro verdadero nombre hasta que un águila nos guiara a nuestro hogar. Pero ya estamos aquí, así que podemos llamarnos pueblo de aztlán. Somos aztecas. —Y añadió—: En el Libro de los mil secretos se profetiza que en el año 1 del junco, Quetzalcóatl volverá a nosotros, que llegará desde el este en su embarcación de serpientes. Estaremos preparados para recibirle cuando llegue.