El alba llegó cargada de un intenso olor a sulfuro.
Aunque Kaan había dormido poco, se sentía despierto y fuerte, porque sabía que había nacido para aquello, que todos los días de su vida habían sido una preparación para este momento. Solo los dioses sabían qué iba a pasar, pero Kaan estaba tranquilo, porque se enfrentaría a su prueba con el corazón limpio, y con honor.
Tonina miraba en silencio cómo se preparaba para el combate, bajo la tenue luz que se filtraba entre los árboles. Se dibujó una gruesa línea negra sobre el rostro, de oreja a oreja, pasando por la nariz y las mejillas; mientras lo hacía rezaba. Se sujetó el penacho de guerrero en la coronilla con una cinta del pelo de Tonina, y de nuevo dijo una oración. Se anudó el manto a un hombro pidiendo la protección de la madre luna y de Quetzalcóatl.
Cuando estuvo listo, con la lanza en una mano y la vara en la otra, se volvió para mirar a Tonina, que no había dicho una palabra desde que se levantó.
—¿Confías en mí? —preguntó con voz queda.
—Sí.
—Entonces créeme cuando te digo que no tengo intención de morir hoy. No puedo morir, porque entonces habría fallado, y ya sabes qué es lo que siento acerca de eso. —Le dedicó una sonrisa juguetona—. Ésta es la verdad —le dijo, de nuevo con expresión grave—: ni tú ni los tuyos sufriréis ningún daño.
—¿Cómo puedes decir eso? El ejército de Balam os supera en número, son guerreros, y tienen armas.
—Pero Balam tiene una debilidad que para mí puede ser un arma. No te preocupes. Hoy saldremos victoriosos.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé, Tonina querida, porque anoche recé a Quetzalcóatl pidiendo su guía, y me habló, igual que en otro momento te habló a ti. Me dijo algo que yo ya sabía pero que había olvidado. Y Quetzalcóatl me ayudó a recordar.
Kaan la besó una última vez y abandonó la protección del bosque con sus cuatrocientos veintiséis hombres para ir al encuentro de los ocho mil de Balam.
Tonina, con el corazón henchido de orgullo y amor, vio cómo se marchaba; luego se volvió hacia su madre y dijo:
—No puedo dejar que vaya solo. Kaan y yo debemos enfrentarnos juntos a este enemigo.
—Lo entiendo —dijo Ixchel en voz baja. También ella se sentía extrañamente tranquila, porque había pasado la noche estudiando el Libro de los mil secretos y había recibido el nuevo día con la certeza de que los dioses estarían con ellos y de que un milagro los salvaría. Aun así, extendió los brazos y dijo—: Dame al pequeño.
Pero Tonina quería tener a Tenoch a su lado, que era donde debía estar, bien sujeto a su espalda.
Antes de ir en pos de su marido, Tonina recorrió el campamento, se movió entre los cientos de personas que lo formaban, pidiéndoles que se unieran a ella para ir a dar apoyo a Kaan; les recordó cómo Kaan había cuidado de ellos. Cuando vio su renuencia, cuando vio que hombres capaces meneaban la cabeza y apartaban la mirada, dijo:
—Kaan ha decidido por vosotros, ha luchado por vosotros, os ha protegido. Os habéis beneficiado de su protección y él no ha pedido nada a cambio. Es hora de que vosotros hagáis algo por él.
Pero ellos meneaban la cabeza.
Tonina no daba crédito.
—Perdiste tus cultivos en un incendio —le dijo a un campesino que viajaba con ellos desde Tikal—, y luego la lluvia se llevó la tierra. Te habías arruinado y te morías de hambre, pero Kaan te invitó a venir con nosotros y a disfrutar de nuestra generosidad y nuestra protección.
El campesino agachó la cabeza y no se levantó.
En torno a una hoguera cercana había otra familia.
—Habéis viajado con nosotros desde que salimos de Mayapán. Kaan ha cuidado de vosotros, se ha ocupado de proveeros.
Ellos apartaron los ojos y guardaron silencio.
Y así fue pasando de una hoguera a otra, con Tenoch a su espalda, cada vez más desesperada, más enfadada, mientras recordaba a esta mujer o a aquella joven, a un matrimonio o a un hombre divorciado todo lo que Kaan había hecho por ellos.
—Cuando tu hijo enfermó, Kaan hizo que todo el grupo se detuviera y acampara hasta que el pequeño estuvo bien. Y tú, cuando te acusaron de robar, ¿no demostró Kaan tu inocencia y te restituyó tu honor? ¿Cómo podéis abandonarle todos de esta forma?
Pero ellos se encogían, y bajaban la mirada asustados.
Tonina los miró y pensó: «Que así sea». Cogió una lanza y, con su pequeño a la espalda, dejó a aquella gente a la que había acabado queriendo como si fueran su familia y echó a andar hacia el campo de batalla. A su lado iban Ixchel, Un Ojo y la h’meen, con Poki, que no se separaba de su lado. Mientras caminaban, rezaban en silencio. Tonina pedía la protección de Lokono y de sus espíritus guardianes: los delfines; Ixchel rogaba a Quetzalcóatl, y al Pahana de Cheveyo; Un Ojo invocaba el poder de los huesos de su bisabuelo; y la h’meen elevaba una respetuosa súplica a los dioses del valle.
Cuando alcanzaron a Kaan, para estar a su lado ante el formidable ejército de Balam bajo el sol de primera hora de la mañana, Tonina observó aquella extensión accidentada y yerma de terreno, la vegetación achaparrada, los lechos secos de lava, y lo reconoció como el paisaje de su visión.
Contempló aquella extensión desoladora de terreno neutral, de aproximadamente unos cien pasos, con guerreros alineados en silencio a ambos lados. Era la primera vez que veía a Balam desde la violación y, pensando en la primera vez que los había visto, en el mercado de Mayapán, cuando él y Kaan iban ataviados de forma similar, llevaban el pelo igual, lucían las mismas pinturas, le sorprendió ver lo diferentes que eran. Porque ahora Balam llevaba su cola maya de jaguar bajo un ostentoso tocado; en cambio, Kaan llevaba el pelo suelto sobre los hombros, recto, y en la cabeza no lucía más que el penacho del guerrero. Y, mientras que Balam tenía el cuerpo cubierto de pinturas temibles, la piel cobriza de Kaan brillaba al sol.
Cuando llegó donde estaba su esposo, con Ixchel, Un Ojo y la h’meen detrás, éste le sonrió con el corazón lleno de amor y admiración.
Miles de hombres esperaban con expectación en el llano silencioso; el único sonido que se oía era el ondear de estandartes y banderas, el lejano reclamo de un busardo ratonero, el rugido del vientre de Popo. Los guerreros de Balam vestían con ropas que iban de un simple taparrabos a ropas acolchadas; los había que llevaban el cuerpo cubierto de franjas brillantes, con pieles de animales, plumas multicolores y escudos de colores chillones.
Balam tenía un aspecto imponente, con una túnica azul oscuro y magenta, un tocado de plumas que casi doblaba su altura y multitud de pesados collares con dientes de tiburón y garras. Kaan, en cambio, solo llevaba un taparrabos y un manto blanco, pero su figura no resultaba menos imponente.
Cuando el sol se alzó sobre el llano, Balam gritó:
—¡Escúchame, Kaan! ¡Estás hoy aquí porque yo lo he querido! —No pudo resistir la tentación de fanfarronear por la forma en la que había pergeñado aquel glorioso momento de conquista. Él había elegido aquel campo de batalla, él había decidido quién luchaba—. Yo envié al mercader de armadillos para atraeros hasta aquí —gritó a través del espacio que les separaba, para que los que estaban escondidos en el bosque cercano también pudieran oír—. Sabía que la chica vendría, y que tú irías detrás. No hay cuevas sagradas aquí. Y ahora estás justo donde yo quería.
Encendidos por los gritos de su jefe, los guerreros de las primeras filas empezaron a fingir ataques y golpes, siguiendo la antigua tradición maya y nahua en los enfrentamientos: los guerreros se adelantaban y volvían atrás, aporreando los escudos con las lanzas, soltando alaridos espeluznantes que llenaban el valle. Los gritos se repitieron, porque una a una —hasta la retaguardia, donde los primos de Balam se habían apostado para evitar posibles deserciones—, todas las filas de guerreros empezaron a proferir alaridos, hasta el último de ellos; el rugido de tantas voces era tal que ahogó el estruendo que brotó de la ardiente garganta de Popocatepetl.
Detrás de Balam estaban los heraldos y los portadores de estandartes, esperando la orden de atacar. Cuando él diera la señal, los heraldos se llevarían unas enormes caracolas a la boca y soplarían, y los portadores de los estandartes romperían la formación para correr en diversas direcciones guiando a los guerreros.
Sin embargo, antes del inicio de una batalla, era costumbre que los jefes de las fuerzas enfrentadas se encontraran en el terreno neutral que los separaba. Balam esperaba la respuesta de Kaan sin apartar los ojos de Tonina. Había dado órdenes muy concretas a sus hombres: la chica era para él.
Kaan permanecía al frente de sus escasos cuatrocientos hombres, escrutando el colosal ejército que tenían ante ellos, escuchando aquel rugido colectivo que llenó el valle entero y luego se apagó. Vio que entre ellos había una gran diversidad de tribus: zapotecas, otomíes, mayas. Y, aunque muchos demostraban una actitud fiera y orgullosa, algunos parecían sentirse culpables o agachaban la cabeza avergonzados. Kaan sabía por qué. Estaban aceptando las órdenes de un extranjero, les estaban obligando a luchar contra sus hermanos. Era cierto que el valle de Anáhuac estaba dividido en un sinfín de tribus que no dejaban de pelear, pero todos eran nahuas, y las raíces de muchos de ellos se remontaban a Aztlán. Aquel ejército estaba dirigido por un maya. No era uno de ellos, no hablaba su lengua y adoraba a extraños dioses. A la mayoría de sus guerreros, Balam les había dado a elegir entre la muerte o seguirle a él, así que habían sido sometidos o esclavizados, despojados de su honor.
Eso no estaba bien. Un guerrero debía sentirse orgulloso, luchar por una causa en la que creyera, seguir a un jefe a quien respetara y honrase.
Su mirada volvió a Balam. Por primera vez desde que dejó el istmo, hacía quince meses lunares, sus ojos volvieron a fijarse en aquel hombre que había sido su hermano, y su cuerpo sintió tanta rabia que se estremeció.
Aquel hombre había violado a Tonina.
De pronto, le vino a la mente el día en que se encontró a su madre en el mercado de Mayapán, cuando tenía doce años. Ella se alegró de verle, porque para entonces Kaan ya se había instalado en las chozas para los jugadores de pelota. Él también se alegró de verla. Pero cuando su madre le habló y él estaba a punto de contestar, vio la mirada de desaprobación en el rostro de Balam y dio la espalda a su madre, como si no la conociera. La mirada que vio en el rostro de Balam y que él había interpretado como de admiración…, ahora veía que en realidad era una mirada triunfal. Se había pasado la vida bajo la influencia de aquel hombre, condicionado por la necesidad de obtener su aprobación. Pero ahora era Tenoch el mexica, y ante él veía a un hombre cuyo sitio no estaba en el valle de Anáhuac.
«Ésta es nuestra tierra.»
Todos estos pensamientos pasaron por su mente en unos instantes. Kaan sintió que una nueva determinación se apoderaba de su ser. Era como si su alma hubiera estado siempre cubierta por un sudario oscuro y ahora hubiera caído y pudiera ver y comprender por primera vez en su vida. Todos aquellos días y meses había guiado a desgana a toda aquella gente, sintiendo que le estaban imponiendo una responsabilidad que no quería, teniendo que dictar unas normas, actuar como juez… y todo porque no tenía elección.
Pero ahora sí quería.
Tonina tenía razón. Su destino iba mucho más allá de la venganza. Había nacido para liderar a otros. Y para unir a las tribus de aquel valle.
Al hacerse mutuamente una señal, Balam y Kaan abandonaron las filas de sus respectivos grupos y se reunieron en el terreno neutral entre los dos ejércitos, un terreno donde en ocasiones se invocaba a los dioses, donde se pactaban treguas o se pronunciaban unas últimas palabras de escarnio.
Kaan no le dio a Balam tiempo de hablar.
—Ha llegado el momento de que pagues por tus crímenes, Balam. Por lo que le hiciste a Tonina.
Balam contestó con una mueca despectiva.
—Veo que no has perdido el tiempo y la has dejado preñada.
Kaan pestañeó.
—Tengo una propuesta.
—¡Las propuestas son para los cobardes!
—Una apuesta —dijo Kaan, y la mueca de desprecio desapareció.
La idea había venido a él cuando estaba orando a Quetzalcóatl. Su corazón era sincero, su necesidad era grande, así que la respuesta había llegado desde las lejanas estrellas: «El príncipe tiene una debilidad. Y a través de ella podrás derrotarle».
—Esto es lo que propongo —dijo Kaan, mientras veía un destello de interés en los ojos del maya—. Lucharemos tú y yo. Sin armas, solo con nuestras manos. El que gane se erigirá en vencedor en el campo de batalla.
Balam suspiró. Miró a derecha e izquierda. Miró a Kaan entrecerrando los ojos. Era una propuesta tentadora. Una apuesta como ésa solo se hacía una vez en la vida.
—¿Me estás diciendo que, si gano, los tuyos serán mis prisioneros?
—Y si gano yo, tu ejército se dispersará y dejaréis que sigamos hacia las cuevas.
Balam frunció los labios, se frotó el muslo, miró atrás por encima del hombro y se mordió el labio. Nunca había escuchado una oferta tan tentadora. Nunca se había jugado tanto. Casi se estremeció de placer.
Entonces pensó que una batalla sin víctimas significaría ganar a muchísimos nuevos siervos para la diosa Ziyal.
—Muy bien —dijo Balam, y le hizo una señal a uno de sus primos para que se acercara, mientras que Kaan llamó a Un Ojo.
Según la tradición maya y nahua, aquellos dos amigos sujetarían las cosas de los combatientes, se asegurarían de que la pelea fuera justa y de que el ganador recibiera su premio.
Pero en lugar de coger el enorme tocado de plumas, el primo, vestido de arriba abajo con apretadas pieles de ocelote, gritó:
—¡Hemos venido a luchar! ¡No puedes arrebatarnos la gloria de este modo, primo! ¡Con esta apuesta estás ofendiendo a los dioses!
Balam estaba indignado.
—¿Cómo te atreves a desafiarme? Debes acatar mi decisión.
El primo escupió.
—¡No lo haremos!
—¡Por la sangre de Buluc Chabtan, te arrancaré los testículos por esto!
El primo, más joven, más alto y más fuerte que Balam, se irguió y dijo:
—Primo, te hemos seguido por los nueve niveles del infierno para alcanzar este momento glorioso. Nuestras lanzas han permanecido ociosas, nuestros puñales han dormido. Hemos mantenido la boca cerrada. Pero ahora debo hablar. Es tu afición por las apuestas la que te ha traído hasta aquí. Ha estado a punto de arruinarte. Y no permitiremos que nos arruine a nosotros.
El rostro de Balam se volvió de un rojo más intenso que el de las pinturas que lo cubrían, las venas de su cuello se hincharon. Pero su primo no se retractó. El silencio cayó sobre el valle, solo se oía el ondear de banderas y estandartes. Kaan contuvo el aliento, rezando para que Balam no se echara atrás.
Pero lo hizo. Para sorpresa de Kaan, gruñó:
—Tienes razón, primo. —Entonces se volvió hacia Kaan y dijo—: Tus guerreros contra los míos. Lucharemos a muerte. —Y, tras volver a ponerse el tocado de plumas, regresó con sus hombres.
Kaan volvió junto a Tonina y le dijo que el plan había fallado, e insistió en que volviera a la seguridad del bosque.
—Llévate a Tenoch de aquí. Un Ojo, llévate a Ixchel y a la h’meen.
Pero no se fueron. Si tenían que morir, que así fuera, morirían todos juntos.
Kaan se dirigió a sus hombres.
—Ha llegado la hora. Luchad bien y los dioses os acogerán en su reino de luz.
Miró cada uno de aquellos rostros orgullosos. La noche anterior, había paseado entre ellos mientras afilaban sus lanzas y recitaban las oraciones de confesión. Les había dicho palabras de ánimo y no había demostrado miedo.
—Imaginaos que esto es un juego de pelota —les dijo ahora—. Somos dos equipos que se enfrentan en el campo. Yo iré a por Balam. —Los hombres entendieron. Era una estrategia frecuente en el campo de pelota. Si eliminabas al capitán el equipo perdía cohesión—. Vosotros me despejaréis el camino —dijo señalando a los cuatro Nueve Hermanos— y atacaréis a los primos de Balam. Cada uno de vosotros debe elegir a un hombre e ir a por él, como haríais con un adversario en el juego de pelota. Concentraos en ese oponente hasta que lo eliminéis y entonces buscad otro. El objetivo es llegar al otro lado del campo de batalla. No lo veáis como una batalla, sino como una carrera hasta la meta.
Entonces se volvió hacia el ejército de Balam, esperando que las caracolas señalaran el inicio del combate.
Para su sorpresa, de pronto Ixchel se adelantó con orgullo, con el Libro de los mil secretos en los brazos.
—Noble príncipe —dijo llamando a Balam—, los dioses nos han convocado en las colinas que hay detrás de tu ejército. Nuestro destino está allí. Apártate y déjanos pasar.
Balam hizo un gesto grosero que no dejaba lugar a dudas y, en ese mismo momento, el suelo tembló con tanta fuerza que todos pensaron que se trataba de otra sacudida de la tierra. Pero eran los pies de otro ejército que llegaba desde las colinas y que se puso junto a los soldados de Balam, mientras un jefe de aspecto imponente se adelantaba para situarse junto al príncipe.
—¡Vete! —dijo Kaan volviéndose hacia Tonina—. Éste no es lugar ni para ti ni para tu hijo. Llévate a Ixchel, a Un Ojo y a la h’meen. Marchaos. Te lo suplico.
Antes de que pudiera contestar, vieron que entre las filas del ejército de Balam los hombres se movían y murmuraban, y luego empezaron a reír. Desconcertados, Kaan y Tonina se volvieron y vieron que su gente salía de la seguridad de los bosques; mujeres, niños y ancianos armados con palos, piedras, cuchillos. No serían obstáculo para los guerreros mayas y su nuevo aliado; sin embargo, no dejaban de ser un ejército orgulloso y honorable.
El grupo lo encabezaban los ayudantes de la h’meen.
—Perdónanos por nuestra cobardía, noble Kaan. Teníamos miedo. Pero cuando hemos visto llegar a este segundo ejército hemos sabido que no podíamos dejaros solos.
Balam y sus hombres rieron ante aquella ridícula escena, pero poco a poco las risas se fueron apagando, porque no dejaba de llegar gente; les impresionó que fueran tantos, les impresionó la determinación que veían en sus caras, jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Aunque no tenían ninguna posibilidad, Balam lo sabía. Lo que le enfureció fue ver que iban allí voluntariamente por Kaan, no como los suyos, a los que tenía que amenazar o incluso pagar para conservar su lealtad.
Cuando Balam levantó el brazo para dar la señal, el jefe del segundo ejército frunció el ceño.
—¿Qué es esto? —dijo con un gruñido—. Dijiste que lucharíamos contra un fiero enemigo, una tribu invasora que no dejaría tierras libres para nosotros. Pero… ¡ancianas!
Sin esperar una explicación, el jefe se adelantó y preguntó a Kaan:
—¿Quién eres?
—Me llaman Chak Kaan de Mayapán. Pero por nacimiento soy Tenoch de Chapultepec —gritó Kaan en respuesta—. ¿Quién eres tú?
—Soy Martok, jefe de los mexicas. —Y le indicó con un gesto que se reunieran en terreno neutral—. ¡Enséñame algo que demuestre quién eres!
Martok era un hombre sorprendentemente feo, incluso para un guerrero que había participado en tantos combates. Su frente estaba cubierta de cicatrices que le subían hasta la coronilla, donde no le crecía pelo por culpa de la quemadura de una antorcha que le arrojaron. Alrededor de la reluciente coronilla, el pelo le crecía desordenado y salvaje. Kaan jamás habría imaginado que un hombre calvo pudiera tener tanto pelo. Además, Martok no se trenzaba los cabellos negros y desordenados como hacían otros guerreros, sino que dejaba que aquella maraña cayera libremente sobre sus hombros y su espalda. Tenía la nariz rota. Pero ¿qué guerrero no la tenía?
Cuando el jefe de los mexicas se acercó, Kaan se apartó el manto y le mostró el tatuaje chapultepeca.
Martok lo examinó y entonces, convencido de su autenticidad, dijo:
—Cuando vivíamos en la colina del Saltamontes y pensamos que podría ser nuestra tierra, adoptamos este tatuaje como emblema de nuestra tribu. Pero entonces nos obligaron a marcharnos y tuvimos que seguir vagando en busca de una tierra.
Miró detrás de Kaan, y entrecerró los ojos al ver a Ixchel; pensó con curiosidad en el paquete que tenía en los brazos, y en lo que acababa de oír sobre cuevas, dioses y destinos. ¿Quién era aquella gente?
El suelo se sacudió y los guerreros empezaron a mirarse con nerviosismo. Y cuando el viento cambió y cubrió el llano de sulfuro y gases, el nerviosismo aumentó. Pero el jefe Martok no hizo caso de temblores ni de olores, y miró a Kaan con interés.
—¿Por qué tienes un nombre maya? —preguntó—. ¿Por qué hablas nuestra lengua con el acento de un maya?
—He estado buscando a mi pueblo desde que salí de Mayapán, donde mis padres me llevaron hace muchos años.
De pronto, el rostro del jefe se distendió.
—¡Los que se fueron! ¡Me acuerdo! En esta tierra había discordia y hambre. Nos sentíamos tan desarraigados, vagando siempre por los cuatro puntos cardinales, que algunos cogieron a sus familias y sus cosas y se fueron en busca de una vida mejor. Oímos que muchos no lo habían logrado.
—Mis padres y yo llegamos a Mayapán —dijo Kaan, consciente por primera vez del sacrificio que habían hecho para darle una vida mejor—. Honorable Martok, ¿por qué luchas junto a este maya?
—Necesitamos tierras, hijo, nada más. Pero allí donde vamos, nos encontramos con desprecio, y nos obligan a marcharnos.
—¿Qué hay de Aztlán?
Martok pestañeó.
—¿Qué pasa con Aztlán?
—¿No decretó vuestro dios, Huitzilopochtli, que debíais vagar por la tierra hasta que encontraseis Aztlán?
—Nosotros no creemos que el hogar que Huitzilopochtli nos prometió sea Aztlán. Se trata de interpretar los antiguos mitos y profecías. Mi pueblo cree que Huitzilopochtli no hablaba de nuestra tierra ancestral, sino de una nueva, que encontraremos a orillas del lago Texcoco. Y que nos guiará hasta ella enviándonos una señal.
—¿Qué señal?
—¡Basta ya de cháchara! —gritó Balam.
Con otro grito, Martok le contestó que no pensaba luchar contra un hermano.
—Entonces lucharé solo —exclamó Balam y, tras alzar su arma, echó a correr hacia Kaan, aullando, seguido por miles de guerreros que aullaban también.
Se acercaban. Los escasos cientos del grupo de Kaan alzaron sus armas. Y entonces…
El sonido del trueno resonó por el valle, un sonido ensordecedor; la tierra tembló y el cielo estalló en una nube de humo tan negra que borró el sol de la mañana. Todos en el llano, en el valle y más allá se volvieron para ver cómo el majestuoso Popocatepetl estallaba en un feroz despliegue de ira e indignación. Guerreros y jefes, mujeres, ancianos y niños, todos se quedaron paralizados, viendo con asombro aquella nube hinchada que no dejaba de aumentar y expandirse, en blanco, gris y negro, hasta que el instinto hizo que sus piernas cobraran vida y todos empezaron a correr.
Nadie allí había visto jamás que el Popo estallara de aquella forma. La gran nube tóxica, gigantesca y furiosa, empezó a descender por las pendientes. Mientras la nube amenazaba con caer sobre el valle como una marea y sumirlo todo en una oscuridad asfixiante, el volcán siguió escupiendo gas y ceniza.
Empezaron a caer objetos del cielo, fragmentos de piedra y cristal de roca.
—¡Ayúdame a quitarme esto! —exclamó Tonina, y Kaan se apresuró a soltar las tiras que sujetaban a la espalda al pequeño. En cuanto tuvo al bebé en sus brazos, ellos corrieron también.
Pero ¿hacia dónde correr? ¿Dónde resguardarse de un cielo del que llovían piedras y cascotes?
Kaan corrió con Tonina y el pequeño hacia la seguridad del bosque, pero no se dio cuenta de que Balam los seguía con la lanza en alto. El príncipe cogió impulso y, cuando estaba a punto de arrojar la lanza, se quedó paralizado, con cara de espanto.
Un Ojo estaba ante él, y tenía su daga clavada en el vientre.
Cuando oyó el grito ahogado, Kaan se volvió y vio que Balam se tambaleaba y caía. Un Ojo se subió sobre él y levantó de nuevo la daga ensangrentada.
—¡Detente! —le gritó Kaan.
Era difícil ver algo. La densa nube de gas y ceniza se acercaba. Ya no se veía ni la montaña, ni el asentamiento de Amecameca, ni los lechos de lava. El mundo había quedado sumido en el caos, y miles de personas corrían a ciegas presas del pánico, llamando a sus seres queridos, cayendo inconscientes mientras aquella lluvia de desechos seguía abatiéndose sobre sus cabezas.
Tras decir a Tonina que siguiera hacia el bosque, Kaan corrió hacia Balam y aferró a Un Ojo por la muñeca.
—¡Señor! —gritó el enano, mientras el suelo temblaba y la ceniza caía a su alrededor—. Deja que lo haga. ¡Él alejó tu camino de Teotihuacán! ¡El mensajero mintió cuando habló de la flor de Copan! ¡Y no fui atacado por un jaguar! ¡Fue este perro! ¡Deja que lo mate! ¡Tengo derecho!
Pero la tierra se sacudió y Un Ojo perdió el equilibrio y cayó al suelo.
—¡Ocúpate de Tonina! —gritó Kaan señalando al bosque.
Cogió a Balam por los brazos y lo arrastró hasta una enorme caoba bajo la que había más personas tratando de resguardarse. Kaan se arrodilló junto a Balam, mientras el estruendo seguía y la tierra quedaba extrañamente quieta.
Balam boqueaba tratando de respirar, mientras el cráter seguía vomitando humo, ceniza y gases. La sangre gorgoteaba en su garganta.
—Nos lo pasábamos bien tú y yo… —dijo con voz ronca—. Éramos hermanos. Héroes.
Kaan pasó un brazo bajo los hombros de aquel hombre que era su enemigo y por el que sin embargo sentía lástima.
—Tu hijo… ¿es niño o niña?
—Tengo un hijo —contestó Kaan con expresión sombría.
—¡Hermano! —dijo Balam de pronto, y puso los ojos en blanco, mientras la sangre burbujeaba en su boca y la herida del vientre se volvía escarlata—. Escucha mi confesión…
Hablaba en maya, e inició su oración con las palabras k’iin kiichpa, «hermoso sol», aquellas que un tiempo atrás Tonina confundió con «agonía». Pero Balam agonizaba, Kaan lo sabía. Sin embargo, tenía que hacer un gran esfuerzo para respirar y decir la oración, y luego tenía que enumerar sus pecados para poder ir al cielo.
—Kaan, hermano, yo maté a Cielo de Jade…
La montaña rugía, la gente gritaba, Kaan no estaba seguro de haber oído bien.
—¿Qué has dicho? —preguntó, y se inclinó sobre él.
—Yo la maté. Quería… apuñalarla… cuchillo… pero se resistió… forcejeó… le di… un puñetazo…
Kaan se quedó mirando aquel rostro al que en otro tiempo había querido parecerse pero que ahora despreciaba. Intentó asimilar aquella terrible verdad y vio cómo los labios carnosos y sanguinolentos de Balam pronunciaban una confesión tan terrible que resultaba increíble. Sin embargo, Kaan la creyó.
Kaan se incorporó de un salto aullando de dolor, y miró al maya caído. El calor y la ira de Popocatepetl estalló y se expandió dentro de Kaan, y el hombre sintió una furia volcánica.
Cielo de Jade… atacada por un «amigo»…
Kaan sintió que algo pegajoso le cogía por el tobillo. Bajó la vista y vio que era la mano ensangrentada de Balam.
—Fue por Seis Palomas y Ziyal… —jadeó—. Desde entonces te he estado siguiendo, pensando solo en mi venganza.
Kaan no podía ni siquiera formar las palabras, y por su rostro empezaron a caer lágrimas de ira.
—Si me odiabas tanto —dijo apretando los dientes—, ¿por qué no me mataste en Mayapán?
—Te necesitaba —dijo Balam, con sangre en la boca—. Cuando me arrebataron a Seis Palomas y a Ziyal, tú te convertiste en la única razón de mi existencia. Mientras tú vivieras, yo viviría, hermano. El deseo de venganza me mantenía con vida.
»Y hay más cosas… —susurró—. Hay tantas cosas…
Kaan lo miró, con los puños apretados, y con desapasionamiento vio cómo Balam moría.
Entonces se hizo la oscuridad.
Una oscuridad total, como en una noche sin luna ni estrellas, porque la gran nube llegó por fin abajo y lo envolvió todo en su abrazo negro y tóxico. Empezaron a caer aves del cielo; se estrellaban muertas contra el suelo con un sonido escalofriante. Peligrosos fragmentos de piedra candente caían por todas partes. No se veía nada. Costaba respirar. La ceniza se acumulaba sobre las cabezas y los hombros. Para su horror, Kaan vio que los árboles empezaban a arder.
Los ojos le escocían, los pulmones le quemaban.
—¡Tonina! —gritó.
La encontró con los demás. Estaba respirando en la boca del pequeño, como había hecho con él en el cenote de Chichén Itzá.
—¡Tenemos que salir de aquí! —exclamó ella.
Kaan giró lentamente, pero no veía más que humo. ¿Hacia dónde correr?
De pronto, el jefe Martok apareció entre el humo, con un numeroso grupo de guerreros.
—Venid conmigo —dijo con voz atronadora—. ¡Yo os mostraré el camino!
El suelo volvía a rugir, la gente chillaba, y seguían cayendo pájaros y rocas del cielo.
Mientras los que estaban con el grupo de Tonina seguían a Martok, Kaan trató una vez más de ver algo a través del humo. Estaban dentro de la nube, respirando sus gases mortíferos, sintiendo que los ojos y la garganta les quemaban. ¿Hacia dónde debían ir? La montaña seguía rugiendo y escupiendo humo, cenizas y gas. ¿Habría lava esta vez, como en los tiempos de sus antepasados? Porque si era así, tenían que alejarse enseguida de Popocatepetl.
Kaan rodeó con el brazo a Tonina, que tenía al pequeño Tenoch en brazos, protegido bajo el manto de él. Pero, cuando empezaron a seguir a Martok, Kaan intuyó que aquél no era el camino.
Una vez más, se detuvo para mirar por encima del hombro; un hombre con el rostro ensangrentado pasó corriendo a su lado y, a través del humo, le pareció ver un gran pájaro que volaba muy bajo y casi tocaba a Tonina.
Era un águila.
Se quedaron mirándola. ¿Cómo podía estar viva cuando los otros pájaros caían muertos del cielo? De pronto, Tonina lo supo.
Su sueño, en Mayapán, cuando Águila Brava le decía: «Cuando más me necesites, vendré».
—¡Espera! —le gritó a Martok—. No es por ahí. ¡Sigamos al águila!
El pájaro volaba bajo y cuando la gente se quedaba atrás giraba y volvía, para asegurarse de que lo seguían… en la dirección opuesta a la que Martok quería llevarles.
Cuando hubieron recorrido cierta distancia, Kaan le dijo a Tonina que siguieran, que él volvería atrás para ayudar a los demás. Y desapareció de nuevo en la nube volcánica.