70

Cuando la caravana extrañamente callada y sombría de peregrinos, que ascendían a más de mil personas, entró por el extremo occidental en el valle de Anáhuac, se detuvo a contemplar las montañas con los picos nevados del otro extremo.

Todos estaban llenos de esperanza: los enfermos, los tullidos, los ancianos, la mujer estéril y el hombre solo, la h’meen, que iba en su cesto con Poki, y Un Ojo, que tenía que levantar el brazo para poder cogerla de la mano. ¿Les esperaban allí delante Aztlán y sus curas y milagros? ¿Era posible que los dioses la hubieran mantenido oculta para que ellos la encontraran ese día? La h’meen pensaba: «Me volveré joven»; y Un Ojo: «Me volveré más alto y la h’meen me amará como hombre».

Tras descender las colinas y entrar en el valle, donde crecía el maíz y el algodón, los exploradores informaron que el ejército de Balam seguía avanzando en dirección a Amecameca.

Los peregrinos bordearon el lago poco profundo. A su paso los campesinos se paraban a contemplar aquella enorme multitud, los mercaderes salían de sus casas, los pescadores se incorporaban sobre sus redes, para comentar lo que veían, maravillados. Las esposas salían de sus casas con calabazas y odres de agua fresca —demostrar generosidad con los peregrinos traía buena suerte— y, cuando un pequeño temblor sacudió el valle, haciendo oscilar chozas, casas, árboles, las mujeres les dijeron que el suelo llevaba días moviéndose, y que era una advertencia de Popo, como llamaban coloquialmente al volcán, que pronto entraría en erupción. La prueba era la gran nube que salía de la boca del volcán y que el viento dispersaba.

El entusiasmo de Ixchel se convirtió en miedo y angustia. ¿Era allí donde la visión de Tonina se haría realidad? Pensó en los cadáveres. ¿Estaría llevando a toda aquella gente inocente a la muerte? Y ¿dónde estaba Cheveyo?

Al caer el sol acamparon en Xochimilco, un asentamiento en el extremo sur del lago. Allí vieron con admiración las islas flotantes de flores y cosechas… una forma inteligente de aprovechar el fango y el agua en una zona donde la tierra escaseaba. Compraron comida y provisiones en los poblados y granjas cercanos. Kaan dirigió una oración colectiva, mientras el suelo temblaba una vez más.

A la mañana siguiente partieron después de haber rezado y haber ofrecido a los dioses un sacrificio de incienso y alimentos. Cuando el lago quedó atrás y empezaron a acercarse a las montañas, vieron unos postes de madera en el suelo, con unos glifos que avisaban del peligro. Para los que no sabían leer, en algunos postes se incluía el dibujo de un hombre en pie junto a una montaña de forma cónica que arrojaba piedras por arriba y que caían sobre la cabeza del hombre. Estaban en la zona peligrosa del volcán, donde Popo lanzaba sus desechos cuando estaba furioso.

Cuando Ixchel vio esto, supo sin lugar a dudas que aquélla era la llanura de la visión de Tonina, porque en aquellos momentos Popo estaba escupiendo humo negro al cielo. Miró a su alrededor, a los campos escarpados salpicados de árboles achaparrados. Muy cerca, testimonio de anteriores erupciones, había antiguos lechos de lava, negros y yermos. ¡Su amado Cheveyo debía de estar muy cerca! Pero ¿dónde estaba la flor roja que el comerciante de armadillos había prometido?

Amecameca estaba aún a medio día de marcha, pero el sol ya se estaba poniendo, por lo que Kaan detuvo al grupo nervioso y asustado de peregrinos en Tlamanalco, un puñado de chozas arracimadas junto a una corriente de agua, cerca de un pequeño bosque de robles y laureles que les proporcionaba cobijo.

Los exploradores informaron que el ejército de Balam estaba acampado en un extremo de un antiguo lecho de lava donde no crecía nada, bloqueando el camino a Amecameca.

La ciudad ambulante de Kaan estaba acostumbrada a acampar, por lo que no tardaron en montar entre los robles y los laureles sus modestas chozas, refugios de hierba, hamacs sujetas a los árboles, mantos echados sobre las ramas, cualquier cosa que sirviera para dar algo de intimidad y delimitar el territorio de cada uno. Los fuegos crepitaban, y enseguida llegó el olor de las comidas, y mientras los niños se dedicaban a explorar y a jugar como tenían por costumbre, los pavos y los perros quedaron sueltos, y todo se llenó de música, de risas y conversaciones.

Sin embargo, para Kaan y el puñado de guerreros que había elegido era distinto. Aquélla no era una noche más, porque el día siguiente no sería un día más.

Mientras abrazaba a Tonina, en el interior de la tienda improvisada, pidió en silencio a la madre luna que lo librara de aquella carga. «Concédeme un día más con mi amada Tonina. Un amanecer más, una puesta de sol más con ella. Haz que Balam y su ejército se vayan. Danos la paz y permite que lleguemos sanos y salvos a las cuevas de Aztlán.»

La abrazó con más fuerza, mientras ella dormitaba en sus brazos —habían hecho el amor con tanto ardor que ahora ella dormía profundamente— y deseó que los dos pudieran salir del valle, volar a las estrellas, que pudieran volver a la inocencia de sus primeras noches fuera de Mayapán.

Él no sabía cómo encender un fuego. El recuerdo le hizo sonreír, pero enseguida se puso serio.

La besó en la frente, la dejó acostada y salió. Debía ver a sus guerreros. Pero primero se detuvo donde Ixchel estaba acampada, estudiando el Libro de los mil secretos, para decirle que ya podía llevar al pequeño con su madre, porque pronto le tocaba darle el pecho. Luego buscó un lugar tranquilo en el tupido bosque. Por un lado, granjas que llegaban hasta el lago; por el otro una llanura yerma, donde el ejército de Balam esperaba.

Allí, sin que nadie le viera, Kaan se arrodilló sobre una pequeña roca y, pegando la frente a aquella superficie fría y dura, rezó una vez más a la madre luna.

—Luminosa señora, escucha mi confesión. Soy culpable del pecado de orgullo e ira. Por dos veces he maldecido a los dioses y he cometido sacrilegio…

En un refugio construido por los ayudantes de la h’meen, hombres leales que habían estado a su lado desde que partieron de Mayapán, hombres sencillos que conocían su tarea en la vida —servir a la botánica real—, Un Ojo abrazaba a la h’meen, que lloraba.

—Por favor, no te vayas —susurraba.

Pero Un Ojo no pensaba dejar que Kaan se enfrentara solo a Balam… Balam, que había mentido y engañado, que amenazó con hacer daño a Tonina en Copan y luego casi lo mató a él y le dejó marcadas aquellas dolorosas garras de jaguar. Llegaba un momento en la vida de un hombre en el que incluso el más astuto y cínico tenía que defender lo correcto.

«Además —se dijo—, ser enano tiene sus ventajas. Me deslizaré bajo su campo de visión, ayudándome con su propio escudo, y le clavaré mi cuchillo en el vientre y lo giraré y lo giraré…»

Ixchel miró a las estrellas, luego a los árboles, y se preguntó si Cheveyo estaría cerca. Sentía la necesidad imperiosa de abandonar el campamento, de dejar a toda aquella gente, olvidarse de las cuevas y partir en su busca. Mientras avanzaban por el valle, había ido preguntando si alguien lo conocía o sabía de su paradero. Quizá estaría en la otra orilla del lago. O en las cuevas.

«Cheveyo, amado mío. Estoy aquí, espérame…»

Después de terminar su oración de confesión, Kaan se levantó y se volvió en dirección al campamento de sus hombres. Sabía que no los encontraría durmiendo. Estarían esperando que su jefe fuera a decirle unas palabras de ánimo.

Pero ¿qué podía decirles? «Somos cuatrocientos veintiséis contra ocho mil.»

Kaan se estremeció de ira y angustia. Eran buenos hombres, y seguramente al día siguiente morirían. Sin embargo, no podía volver atrás. Estaban ante un acontecimiento decisivo que sin duda acabaría en una matanza.

Una injusticia, pensó, era una injusticia que todos aquellos inocentes tuvieran que morir, porque en realidad aquello le atañía solo a él. No tenía nada que ver con el honor de un pueblo ni con derechos territoriales. Se trataba de dos hombres que tenían que ajustar cuentas.

—Oh, madre luna —susurró alzando el rostro al cielo—. Dime qué debo hacer. Guíame.

De repente recordó a otro dios, como si la madre luna se lo hubiera susurrado al oído. Se quitó uno de los colgantes que llevaba al cuello y abrió la pequeña bolsita donde guardaba el mechón de Cielo de Jade, una pequeña pluma azul y la estatuilla de Kukulcán. Sujetó esta última con fuerza en su mano. Cerró los ojos y rezó con toda su alma al dios de su esposa, aquel que regresará. Mientras rezaba recordó que Kukulcán era el nombre maya para Quetzalcóatl, y, dado que estaba en el valle de Anáhuac, entre gentes que hablaban en nahua, le pareció más respetuoso llamarle Quetzalcóatl y dirigirse a él en su idioma nativo.

Así que Kaan rezó a un dios al que apenas conocía; él, que nunca se había considerado un hombre religioso, ponía toda su alma y su corazón, sus miedos y anhelos en enviar sus ruegos a las estrellas, donde la madre luna navegaba en su fulgor.

Luego esperó una respuesta.

Y Quetzalcóatl habló.