68

Otra muerte. Otro día de desesperanza.

—No podemos quedarnos aquí, madre —dijo Tonina mientras veía cómo las mujeres cubrían el cuerpo de un ser querido y lo preparaban para el funeral—. No hay comida. Moriremos de hambre.

Seis días atrás, cuando llegaron a aquella zona boscosa entre dos volcanes dormidos, con una garganta tan empinada que impedía que hubiera poblados o aldeas cerca, se encontraron con montañas de huesos de animales, de cascaras de fruta y frutos secos, semillas y despojos humanos; un importante grupo de gente había estado allí acampado hasta que acabaron con todo lo que se podía comer.

—Como langostas —había dicho Ixchel, que llegó allí con su gente una tarde con intención de descansar y pasar la noche.

Cuando vio los árboles arrancados, los arbustos pelados, los hoyos donde habían ardido las hogueras, recordó que de niña había presenciado el paso de una plaga de langostas; nubes de insectos se abatían sobre las granjas en las afueras de Palenque y dejaban las cosechas reducidas a simples tallos desnudos. Quienquiera que hubiera pasado por allí en los meses anteriores, tanto si se trataba de una caravana grande como de un pequeño ejército, no había respetado a los dioses ni a los espíritus del lugar. Ni había honrado la antigua ley de los viajeros, una ley no escrita, que decía que el caminante no debía acabar nunca con todo lo que encontraba en una zona.

Los viajeros que habían pasado antes por allí eran gentes egoístas.

La pregunta era: ¿qué dirección habían seguido? Si se dirigían hacia la costa oeste no suponían una amenaza. Pero ¿y si, aunque tan solo les llevaban unos días de ventaja, iban al valle de Anáhuac?

Mientras ella y la h’meen trataban de decidir qué dirección tomar, se encontraron con otro problema. En aquel lugar su gente había podido descansar, pero apenas habían comido y muchos estaban demasiado débiles para seguir. Ixchel se enfrentaba a un curioso dilema: cuanto más tiempo pasaban allí, más se debilitaban todos, y cuanto más débiles estaban, más tiempo se veían obligados a quedarse.

Estaba desconcertada. Había rezado a los dioses y a los espíritus de aquellos bosques en vano. En otras circunstancias, habría pensado que el lugar estaba maldito. Y sin embargo, ¿cómo explicar lo de las mariposas?

Cuando ella y los suyos llegaron, ya había algunas de aquellas hermosas criaturas negras y doradas por allí. Y cada mañana había más. Todos sabían que las mariposas eran espíritus de guerreros muertos que volvían a la tierra con luminosas túnicas de guerra, lo que significaba que el lugar no podía estar maldito.

Mientras escuchaba los lamentos por aquel pobre hombre muerto de inanición, Ixchel sintió las frías garras del pánico. ¿Habría una salida?

Había probado diferentes formas de adivinación, incluso lo había intentado con la copa profética de Tonina, pero los dioses callaban. No podían ir hacia el oeste, porque Cheveyo y las cuevas sagradas estaban hacia el este, pero ¿dónde estaba aquella horda de insaciables? Había tratado de enviar exploradores para que evaluaran el grado de peligrosidad que había en diferentes direcciones, pero los pocos guerreros que llevaban con ellos se habían vuelto vagos e indolentes y se negaban a aceptar órdenes de una mujer.

Si no encontraba pronto una solución, todos morirían. Ahora sobrevivían comiendo saltamontes y orugas, larvas de escarabajos y termitas. Y, aunque en las corrientes de agua próximas se podía pescar, no había suficiente para tanta gente, así que tenían que contentarse con comer ranas, caracoles, cangrejos. Los hombres capaces recorrían la zona buscando caza; las mujeres saqueaban los nidos de los pájaros; los niños montaban guardia ante las madrigueras de conejos y ardillas. Pero ya hacía días que ningún hombre cazaba una pieza mayor que una liebre. Y aunque con las flechas podían conseguir búhos, cuervos y halcones, eran aves sagradas y era tabú matarlos o comerlos.

Además, había otros peligros. Como pasaban tanta hambre, la gente comía cualquier cosa, con resultados fatales. Se habían encontrado con una zona cubierta de asclepias, y la gente se abalanzó sobre aquellas plantas y devoró la savia y las vainas llenas de semillas. Para la noche, un clan entero de mujeres, hombres y niños había muerto. La h’meen examinó las plantas que quedaban e informó a Ixchel de que no se trataba de las asclepias que podían hervirse y comerse sin riesgo, sino de una variante que solo las mariposas podían ingerir sin morir.

Así que Ixchel estableció una nueva norma: si una planta desconocida no estaba en los libros de la h’meen, debían buscar sus semillas o sus frutos en los excrementos de las bestias salvajes. Si los encontraban significaba que podían comerla, puesto que no había matado al animal y por tanto tampoco les mataría a ellos.

Pero el hambre es mal consejero, e Ixchel temía que hubiera nuevos envenenamientos. Sobre todo porque parecía que en aquella zona abundaba aquella planta venenosa, y su savia y sus frutos eran atractivos a la vista.

Al menos la gente estaba caliente, lo que llevaba a otra ironía: con aquella abundancia de leña, podían mantener el frío a raya. Pero el humo ahuyentaba a los animales grandes que podrían haber cazado. Debían elegir: o morían de hambre o morían de frío.

Todos añoraban terriblemente a Kaan. Sin su liderazgo, la gente había caído en el desorden. Había robos, peleas por la comida, por las mujeres. Ixchel se dio cuenta de que el hambre llevaba consigo una curiosa promiscuidad, porque hombres y mujeres buscaban cópulas rápidas y desesperadas… quizá para saciar otro tipo de hambre.

Así pues, con cada nuevo día en aquel bosque inhóspito, la inquietud de Ixchel iba en aumento. Temía que Popocatepetl entrara en erupción, destruyera las cuevas y matara a Cheveyo. Oxmyx, el mercader de armadillos de Amecameca, había dicho que el volcán llenaba el aire de humo negro. Como en la visión de Tonina. Movida por la desesperación, Ixchel se había ofrecido a viajar hasta Amecameca sola, pero Tonina y los demás no lo aceptaron.

—Madre —volvió a decir Tonina en aquellos momentos, mientras los lamentos remitían y se iniciaban las oraciones silenciosas. El difunto era un apreciado narrador—. Tenemos que hacer algo.

Los ojos de Ixchel buscaron los de su hija, y asintió en silencio. Sabía lo que estaba pensando, y le aterraba. Estaba segura de que no volvería a verla.

Tonina entró en el tosco refugio de paja y leña que compartía con Ixchel y miró a su bebé de cinco meses, que dormía profundamente sobre un lecho de pieles. Tenoch era un bebé sano, y tenía ya los dos dientes frontales inferiores, podía levantar la cabeza, darse la vuelta cuando estaba sobre el estómago, barbotear y sonreír. Era una criaturita feliz.

El corazón de Tonina se agitó en su pecho. No sabía que pudiera existir un amor como aquél. No se parecía a la devoción que sentía por Guama y Huracán, ni a su amor inocente por Águila Brava, ni siquiera al amor y al deseo por Kaan… el amor que sentía por Tenoch era tan profundo e intenso, tan exigente, que era como si formara parte de su ser y lo hubiera llevado dormido en su interior hasta que el pequeño nació.

Sería una tortura tener que separarse de él. Pero la gente moría de hambre, tenían que salir de aquella pesadilla. Sí, Tonina iría sola, sin su bebé, porque no quería ponerlo en peligro. Se movería con rapidez, volvería al valle de Anáhuac, cruzaría el llano y se dirigiría al asentamiento de Amecameca, donde el mercader de armadillos había dicho que estaban las cuevas, al pie de la Mujer Blanca.

«Si consigo traer a Cheveyo de vuelta conmigo…»

¿Y si se encontraba con Kaan? Una posibilidad que anhelaba y temía a la vez. No importaba. Tenía que salvar a su gente.

Tonina decidió que partiría al amanecer, se escabulliría mientras los demás dormían. Sabía que la h’meen e Ixchel cuidarían bien a su hijo y se ocuparían de que lo amamantara alguna de las otras madres.

De pronto oyó alboroto en el exterior, gente que gritaba y corría. Salió de la choza y cuando vio qué había provocado el alboroto se quedó helada.

¡Kaan!

El héroe apareció entre los árboles precedido por tres hombres a los que apuntaba con una lanza. Llevaba un puma ensangrentado sobre los hombros.

Todos reconocieron a los tres hombres: dos hermanos y un tío, de oficio descascarilladores de maíz, que se habían unido al grupo en Cuauhnáhuac. Cargaban con los fardos de Kaan, y uno llevaba su manto. Avanzaban dando tumbos, mientras Kaan los azuzaba con la lanza. Sus bocas se veían extrañamente ensangrentadas.

Cuando entraron en el campamento principal, Kaan arrojó el animal a los pies de Ixchel y, sin decir palabra, ante la mirada perpleja de los presentes, fue directo hacia Tonina y la abrazó.

—Pensé que nunca te encontraría —musitó contra sus cabellos.

—Kaan —susurró ella.

La soltó y se volvió de nuevo hacia Ixchel.

—La bendición de los dioses, honorable Ixchel.

—Me alegro de volver a verte, noble Tenoch —dijo ella con emoción.

—Estos hombres han matado a este animal; los encontré cuando se estaban cebando con él.

El vientre del felino estaba abierto, y llevaba las entrañas colgando. Un Ojo se acercó enseguida y, con ayuda de otros dos hombres, se lo llevó para que lo prepararan y lo cocinaran.

—Se lo estaban comiendo crudo para no tener que encender un fuego y evitar que os llegara el humo o el olor de la carne asándose. —Miró a los hombres con desprecio—. Pensaban permanecer ocultos hasta habérselo acabado.

Ixchel miró horrorizada a los tres hombres, que estaban arrodillados, con la cabeza gacha, mientras la gente empezaba a congregarse alrededor, visiblemente indignada.

—Han quitado la comida de la boca a los pequeños —susurró Ixchel.

—¿Qué quieres que haga con ellos?

Ixchel escudriñó sus rostros demacrados y pálidos, sus ojos atormentados.

—Entregadlos a las madres del campamento. Ellas decidirán el castigo.

Kaan asintió.

—Que así sea —dijo.

Al momento, las mujeres se abrieron paso entre la multitud, madres que habían visto cómo sus hijos se debilitaban y morían de hambre, y los prendieron. Se los llevaron para ejecutarlos, mientras ellos suplicaban compasión y, aunque muchos los siguieron para verlo, la mayoría se quedó allí, observando a Kaan con admiración.

No llevaba el manto puesto, y sus anchos hombros estaban manchados con la sangre del puma. Era la viva imagen de la salud y la fuerza. Parecía un dios. Y cuando habló, lo hizo con una voz poderosa y autoritaria.

—Hay ciervos en este bosque, noble Ixchel —dijo señalando en la dirección de donde había venido—. Organizaré partidas de caza. Pronto tu gente se dará un festín.

Mientras los presentes lanzaban vítores en su honor y las mujeres lloraban de alivio y agradecimiento, Kaan se acercó a Tonina y la miró a los ojos.

—Estaba tan preocupado… —musitó, como si estuvieran los dos solos en el bosque—. Cuando oí que había una gran multitud de peregrinos vagando por las montañas, muriéndose de hambre… —La aferró por los hombros—. ¿Estás bien?

—Sí —dijo ella, perdida totalmente en sus ojos, hechizada por su proximidad.

¿Era posible que fuera Kaan de verdad o estaba soñando?

—¿Y el bebé?

Tonina lo cogió de la mano, lo llevó hasta su tosco refugio y levantó la piel de ciervo de la entrada para que mirara.

—Un niño —dijo Tonina conteniendo el aliento.

Entre los árboles se oían gritos, pero podrían proceder de la luna, porque Tonina y Kaan no tenían oídos para nada.

—Es guapo —murmuró Kaan—. Como su madre. —Sonrió, y entonces su expresión se ensombreció—. No es hijo de Humo Turquesa.

Los gritos, que llegaban al cielo y flotaban sobre las copas de los pinos, acabaron resonando entre las cimas de las montañas cercanas. Había tres hombres que no comerían con los demás, porque las madres de los niños hambrientos los estaban desollando vivos.

—Su padre es otro hombre —dijo Tonina inclinando el mentón—. Pero en todas partes por igual detestan a los hijos bastardos, en las islas, en Mayapán, en el valle de Anáhuac, y no quiero que a mi hijo le ocurra. Quería que se criara con honor.

—Y por eso te casaste con ese odioso Humo Turquesa.

—No me tocó, Kaan. Solo fue un matrimonio de conveniencia. Y cuando Tenoch nació e Ixchel cortó el cordón, pronuncié su nombre en voz alta y me divorcié de Humo Turquesa repudiándole públicamente a la manera maya y nahua. Soy libre, Kaan.

—¿Le has puesto Tenoch?

Ella sonrió.

—En honor a un héroe mexica.

—Tendrías que haberme dicho la verdad —dijo él hablando con voz serena—. De haberlo sabido me habría casado contigo.

Ella pestañeó.

—¿La verdad?

—Sé que es hijo de Balam.

Ella aspiró con fuerza.

—¿Cómo lo has descubierto?

Kaan le habló entonces del cinturón de cauri y ella cerró los ojos ante el recuerdo de aquella horrible madrugada.

—Lo lamento tanto… —susurró Tonina.

—No hay nada que lamentar.

—Balam nos ha quitado tanto…

—No nos ha quitado nada. Estamos aquí, ¿verdad? Juntos.

Cuando los gritos empezaron a apagarse, Kaan se volvió hacia los árboles. Ordenaría que colgaran los cuerpos de unas ramas próximas, para recordar a todos que no se perdonaría a quien robara o escondiera comida.

—Aun así —dijo—, preferiría que me hubieras dicho la verdad. No soporto pensar que has pasado por esta tortura tú sola. Y hemos perdido un tiempo precioso.

—Si te lo hubiera dicho, ¿habrías dejado que Balam siguiera su camino? Porque incluso ahora sospecho que llevas el deseo de venganza en el corazón.

—Le mataré. Aunque tenga que pasar el resto de mi vida buscándole.

—¡Por eso no te lo dije! Sabía que el deseo de venganza te consumiría. Ahora solo pensarás en vengarte. Olvídate de Balam. Ayúdame a encontrar las cuevas de Aztlán.

Él asintió.

—Te ayudaré —dijo—. El lago Texcoco está solo a tres jornadas para un adulto sano que vaya a buen paso. Pero vuestra gente está débil. Tardaríamos el doble en llegar al valle. Y necesitarían protección. El valle no es seguro. Los clanes luchan entre sí, cada tribu ataca a las demás. No hay orden ni concierto. —Miró al campamento, a toda aquella gente que se mantenía a una distancia respetuosa, con la esperanza escrita en sus rostros macilentos—. Pero podemos hacerlo. Escogeré a un grupo de hombres y los entrenaré, y entonces —la miró con una sonrisa— llevaré a tu gente a Aztlán.

—Kaan, ¿has encontrado a tu tribu?

—Los seguí por todas partes, Tonina. Soy mexica, igual que tú —dijo con orgullo—. Pero son un pueblo sin tierra, y todos les desprecian porque son orgullosos y arrogantes y se creen los elegidos de los dioses. Nadie los quiere cerca, por eso tienen que estar siempre desplazándose. Pero no hay territorios disponibles en el valle, todos están ya reclamados, con la excepción de una roca yerma en medio del lago pantanoso, y que nadie quiere. Estuve a punto de reunirme con el jefe de los mexicas, pero entonces comprendí lo que Balam te había hecho y partí en tu busca. Y entonces, oh, Tonina, sucedió algo asombroso.

Hizo una pausa, abrumado por la imagen de Tonina, por su proximidad, por el brillo de sus ojos, los labios húmedos y entreabiertos. Y aunque los demás seguían en el claro y miraban a Kaan como si estuvieran ante un milagro, él inclinó la cabeza y la besó.

Ella le rodeó el cuello con los brazos y se apoyó contra él, mientras las lágrimas se insinuaban en las comisuras de sus párpados cerrados.

Cuando se apartó, Kaan dijo:

—Estaba cruzando el paso de montaña de la ruta a la costa este cuando oí el estruendo de una avalancha. Mis compañeros y yo no estábamos en peligro, pero me detuve a escuchar. Me pareció oír la voz de una mujer en el viento. No logré entender sus palabras, pero me pareció que me estaba hablando a mí. Me volví hacia los picos de la Mujer Blanca y de pronto recordé el Libro de los mil secretos, el glifo de iztaccíhuatl, que significa «mujer blanca». Y volví atrás, Tonina, porque supe sin lugar a dudas que irías al valle de Anáhuac. Creo que eso es lo que la Mujer Blanca trataba de decirme en el viento. Que dejara la ruta del este y siguiera por la del oeste… hacia ti. En dos ocasiones —dijo con apasionamiento, cogiéndola por los hombros— he tratado de reunirme con mi tribu y en ambas algo me ha hecho volver atrás. Ahora sé por qué. Mi destino está aquí, Tonina, contigo, no en alguna lejana colina que nada significa para mí. Tú eres mi vida. Eres el aire que respiro. Mi sitio está aquí. No me importan los tabúes de parentesco. Sea lo que sea lo que se prohibió hace generaciones, ya no significa nada. Dime que te casarás conmigo.

Devoraron el puma en su totalidad, incluidos los sesos, los ojos y la lengua. Kaan se ocupó de que la comida se repartiera adecuadamente y de recordar a todos que había que compartir. Decidió que al día siguiente les repetiría las otras normas que había dictado, y a las que todos debían ceñirse. Luego, reuniría a los hombres capaces y, una vez más, haría de ellos buenos guerreros.

Ya se había limpiado la sangre de los hombros y se había cambiado de ropa, y en aquellos momentos estaba sentado con sus amigos porque, aunque su pensamiento estaba siempre con Tonina, debía observar ciertos formalismos. A pesar de ello, tanto él como Tonina habían rechazado la parte que les tocaba del puma. Solo tenían hambre el uno del otro, y no podían pensar en otra cosa que no fuera esa noche.

—Balam está negociando secretamente pactos con las otras tribus —dijo Kaan a los que estaban sentados con él en torno al fuego—, pues conoce la rivalidad existente entre los diferentes grupos que ocupan el valle de Anáhuac y sabe que cada tribu intenta ser la dominante. Durante generaciones ha habido una paz inestable, igual que la que hemos tenido entre los mayas. Balam está intentando enemistar a los aliados. Y como resultado, los otros jefes han empezado a reunirse en secreto para pactar contra él. Pero la mala sangre es poderosa. Los viejos agravios y antiguas enemistades salen a la luz, el tenapeca se está volviendo contra el mexica, el culhua contra el mixteca.

Les contó esto para que supieran que no sería fácil llegar a Amecameca.

Cuando el festín acabó, llegó el momento de que Kaan y Tonina pronunciaran sus votos ante los demás. Dado que para los dos era un segundo matrimonio, no hubo ceremonia formal. Siguiendo la tradición maya y nahua, bastó con que cada uno dijera que se casaba con el otro. La h’meen registró el acto en la crónica que había empezado el día que salieron de Mayapán y que ya ocupaba muchas páginas.

Había llegado el momento de retirarse. La h’meen invitó con delicadeza a Ixchel a compartir su modesta choza aquella noche, y la mujer llevó al bebé con ella para que Kaan y Tonina pudieran estar solos.

Mientras por primera vez desde hacía muchas jornadas los cientos de peregrinos dormían bajo el manto de la seguridad —su jefe había vuelto, todo iría bien—, Kaan deshizo lentamente las cintas que sujetaban los cabellos de Tonina en dos rodetes a ambos lados de su cabeza. Ella soltó el nudo que sujetaba el manto al cuello de Kaan; la sencilla prenda de algodón blanco le cayó de los hombros y dejó al descubierto el pecho musculoso que tantas veces había visto, pero que ahora veía realmente por primera vez. Se inclinó para besar el tatuaje chapultepeca. Él besó su rostro, donde antes lucían los símbolos blancos.

Sus bocas se unieron con pasión y ansia. Las manos exploraron con impaciencia. Tonina se sentía como si fuera virgen, como si nunca hubiera estado con un hombre. Y en verdad así era, porque Balam era una bestia y su encuentro con él fue una violación. Ahora estaba haciendo el amor; había ansia, caricias, era algo delicioso y erótico. El pene de Kaan le produjo una sensación extraña en la mano, pero también le gustó cuando lo acompañó para que entrara, y sintió como si la arrastrara una cálida corriente marina.

Aquel ritmo continuo era puro éxtasis. Tonina cerró los ojos y se dio por completo a Kaan. Sentía su boca en su rostro, en su cuello, sus manos en sus pechos, jugando con un pezón, chupando, y cuando llegó al orgasmo fue algo asombroso. Un jadeo. Sus ojos se abrieron.

Kaan la miraba, disfrutando del resplandor de su rostro mientras sentía que su cuerpo se sacudía y se estremecía con sucesivas oleadas de placer. Entonces él también se dejó llevar y llegó al clímax, besándola.

Fuera se oía el reclamo de un búho, se olía el aroma de los abetos. Pero todas estas cosas ya no existían. Kaan y Tonina habían vuelto al mercado de Mayapán, sus ojos habían vuelto a encontrarse en aquel lugar atestado, por primera vez, a través de la bruma de las hogueras, cuando, de alguna forma, supieron que estaban hechos el uno para el otro.

Aún estaba oscuro cuando Tonina despertó y vio que Kaan la miraba con una sonrisa.

Estiró el brazo y le inclinó la cabeza para besarlo. Luego se sentó, con sus largos cabellos cayendo sobre sus pechos. Le dolían. Tenía que amamantar a Tenoch. Pero entonces recordó las palabras de Ixchel, que le había asegurado que alguna de las otras madres cuidaría de él.

La luna llena surcaba el cielo de la noche, arrojando su luz sobre aquel tosco refugio que consistía en unas pocas ramas apoyadas contra un grueso tronco. Bajo la luz plateada, los ojos de Tonina se empaparon de la imagen del extraordinario cuerpo de Kaan. Vio la cicatriz del muslo, y recordó el día que se la hizo, cuando le salvó la vida durante el huracán en Copan. Parecía tan lejano…

Lo miró a los ojos con intensidad, con el incontrolable deseo de que volvieran a hacer el amor. Pero primero debía confesar lo que llevaba en su corazón.

—Kaan, debo ir en busca de las cuevas de Aztlán.

—Lo sé —dijo él, apartándole un mechón de la mejilla.

—En el Libro de los mil secretos, mi madre registró la historia de mi padre y la unió a la suya propia. Dejó constancia de lo que le había contado sobre su pueblo: en un tiempo lejano estuvieron esclavizados en un reino llamado Lugar en el Centro, muy lejos, al norte, en una tierra de cañones y mesetas, pero rompieron el yugo de la esclavitud y fueron guiados a la libertad por una mítica matriarca llamada Hoshi’tiwa, a quienes los dioses habían elegido para que buscara un hogar para su pueblo y pudieran prepararse para el regreso de Pahana, el hermano de barba blanca a quienes ellos llamaban «perdido». Y ahora es el destino de mi madre y el mío encontrar Aztlán, nuestro hogar, para que podamos preparar el regreso de Pahana-Quetzalcóatl.

—También lo sé —dijo él con ternura—, y mantendré mi promesa; os llevaré a ti y a los tuyos a Amecameca. Conozco bien el valle. En los meses que he pasado aquí he hecho muchos amigos. Me aseguraré de que tengáis el paso garantizado hasta las cuevas.

—¿Y después? —preguntó, temiendo lo que iba a decir.

—Luego iré en busca de Balam.

—Por favor, no lo hagas —susurró Tonina con un nudo en la garganta. Tal como temía, podía perderlo por su deseo de venganza.

—Debo encontrar a Balam, Tonina. Y cuando le mate, no será una muerte rápida. Quiero que sufra tanto que tenga que suplicarme que lo mate.

—Kaan, ya no importa. Ya ni siquiera pienso en él. He olvidado lo que hizo, ¿por qué no lo olvidas tú también?

Él la sujetó por los hombros.

—Amor mío, tú debes encontrar las cuevas de Aztlán, porque ése es tu tonali. Yo debo encontrar a Balam, porque es el mío. Es la voluntad de los dioses.

—Pero yo no quiero que te vengues en mi nombre. No quiero que vayas por ese camino.

Él la besó y le acarició el pelo.

—Querida mía, no es tan sencillo. Todo está predestinado desde hace mucho tiempo, desde el día en una calleja de Mayapán cuando una pandilla de niños me atacó.

—Me dijiste que Balam te había defendido.

—Me tenían acorralado detrás del templo de Kukulcán, y me estaban tirando piedras. Balam me defendió, los ahuyentó y se convirtió en mi amigo; luego, me presentó al maestro de las chozas de los jugadores de pelota. Lo que no te dije, Tonina —dijo, y su frente se puso tensa ante aquel doloroso recuerdo—, lo que nunca he dicho a nadie, ni siquiera a Cielo de Jade, es que Balam era el cabecilla de la pandilla. En realidad, fue él quien les ordenó que me atacaran.

Hizo una pausa, pensando en el niño chichimeca herido y asustado que se encogía contra la pared, tratando de protegerse de las piedras.

—Y, de pronto, Balam les dijo que pararan. Hizo que se marcharan y me ofreció su manto para que me secara las lágrimas.

—Pero ¿por qué hizo tal cosa?

—Había hecho una apuesta. Incluso de niño, llevaba el juego en la sangre. Había apostado con los otros críos a que yo no huiría, que dejaría que me apedrearan. Sus amigos pensaban que lograrían hacerme correr, pero no lo hice. Así que Balam ganó la apuesta; en aquel momento pensé que eso le había predispuesto en mi favor. Pero ahora, al volver la vista atrás, veo las cosas de otro modo. Cuando dejé el istmo de Tehuantepec y dejé de estar cerca de él, experimenté una extraña clarividencia. En mi desesperación por ser como los mayas, nunca quise pensar nada malo de Balam. Deseaba ser como él. Por eso cuando le miraba solo veía lo que quería ver, no lo que había de verdad. Pero durante estos meses de viaje en solitario, he ido entendiendo lo que pasó de verdad entre aquellos dos niños.

Hizo una pausa. Desde una alta rama, un búho volvió a lanzar un reclamo; a lo lejos, otro búho respondió.

—Balam necesitaba algo de mí —dijo—, necesitaba a alguien inferior, así era como me veían todos. Para sentirse digno, para crecerse, necesitaba a su lado a alguien a quien él tuviera en menos. Yo era hijo de salvajes. No era maya. Y conmigo a su lado, su sensación de valía aumentaba. Ahora sé que siempre me odió, aunque me llamara «hermano».

Tonina le acarició la mejilla y la besó.

—Lo siento —susurró.

—Una cocinera astuta —dijo Kaan con un gran dolor en la mirada— disimula el sabor de la carne pasada aderezándola con algo dulce. Así es como he mirado yo siempre a Balam, aderezándolo con una bondad que disimulara la podredumbre que había debajo.

—Entiendo —dijo Tonina—. Pero ¿estás seguro de que ése es tu tonali? Siempre he pensado que los dioses tienen grandes cosas pensadas para ti.

Él sonrió con pesar.

—Tonina, para ti los dioses tienen metas elevadas. A mí me han asignado un camino más prosaico y mundano, si es que realmente me guían.

—¿Y cuando encuentres a Balam, cuando le mates?

Pero Kaan no veía más allá, lo que llenó a Tonina de tristeza. La suya era una vida sin propósito, sin un tonali. Tonina sabía que había nacido para algo grande, pero no sabía qué exactamente. Y también sabía que si no podía decirle algo concreto jamás lograría hacerle cambiar de opinión.

—¿Cuánto tiempo te llevará? —preguntó con ojos llorosos.

—También eso está en manos de los dioses.

Tonina lo abrazó y, una vez más, cerró los ojos a todo cuanto había fuera de ellos. Solo quería vivir el momento, el amor de Kaan.