—¿Es grande ese ejército invasor? —preguntó el invitado de Balam.
—Mis espías me dicen que cuenta con mil hombres.
Martok arrugó la nariz.
—¿Y dices que lo lidera una mujer?
—Así es, una mujer santa. Les ha convencido de que el valle de Anáhuac les pertenece.
El mexica asintió. Fanáticos. Y los fanáticos pueden ser feroces guerreros.
—Hablaré con mis hombres —dijo, y se levantó de su sitio ante el fuego.
Mientras veía alejarse a Martok, Balam escupió al suelo. Detestaba tratar con salvajes, pero la alianza con los mexicas era necesaria para sus propósitos.
El enorme campamento militar de Balam, oculto en las montañas, al norte del lago Texcoco, era un hervidero de actividad: guerreros que entrenaban en combates ficticios, llenando el aire con el sonido de las varas al chocar; artesanos que fabricaban jabalinas y lanzas, arcos y flechas, y que creaban escudos de reluciente pirita que los soldados llevarían a la espalda para deslumbrar a sus enemigos cuando se dieran la vuelta; mujeres que cosían cientos de cotas de algodón acolchadas que posteriormente se rellenarían con sal gema para que se utilizaran a modo de armadura. En aquel campamento incluso los niños trabajaban, sacando agua y desechos, recogiendo frutos secos y bayas del bosque. Y todo con un propósito: destruir a Kaan y dominar el mundo.
Ahora Ziyal era una diosa. Balam tenía artesanos trabajando en un altar portátil que los acompañaría en la batalla. Sobre el trono de madera, colocaría una efigie de piedra de la diosa, que en aquellos momentos estaban tallando tres canteros. Diez mil guerreros se inclinarían ante ella y le rendirían homenaje. Derramarían sangre por ella, y pronunciarían su nombre con reverencia.
Mientras veía cómo Oxmyx, el comerciante de tambores de armadillo, se acercaba con cara de disgusto, el maya pensó si no debería sacrificarlo también a él. Oxmyx sabía demasiado.
Tras el sacrificio de Ziyal, cuando Balam explicó el nuevo plan a sus hombres, uno de sus primos preguntó:
—¿Cómo atraerás a Kaan al campo de batalla? ¿Mandarás a buscarlo? ¿Le desafiarás? ¡Ni siquiera sabemos dónde está!
Pero Balam había mirado en la distancia, hacia las aguas poco profundas del lago, y cuando vio a los pescadores en sus canoas de fondo plano, se le ocurrió una solución. Atraería a Kaan poniéndole un cebo.
La isleña y sus peregrinos harapientos.
—He tenido que dar un largo rodeo —se quejó Oxmyx, con aquel molesto sonido de su nariz— para que pareciera que veníamos del norte. Un viaje agotador para mí y mis hombres. Y he tenido que ausentarme más de lo que habría querido de mi hogar.
Balam no le prestaba atención. Lo único que le importaba era que su plan había funcionado. Cuando sus espías le dijeron que el grupo de varios centenares se dirigía hacia el norte rodeando el valle, supo que tenía que encontrar la forma de que volvieran atrás y entraran en el valle, porque a Kaan le llegaría el rumor e iría hacia ellos como la abeja a la miel.
Para hacer el trabajo eligió a un hombre sin escrúpulos. A Oxmyx no le preocupaba que su actuación ante la mujer llamada Ixchel y sus curiosos compañeros les llevara a una trampa mortal. Que cada uno cuidara de sí mismo. A él aquello no le iba a quitar el sueño.
Y fuera cual fuese el conflicto que se avecinaba, él estaría muy lejos, porque vivía en Tlaxcala. A pesar de lo que había dicho a la tal Ixchel, jamás había visitado Amecameca. Ni lo haría. Se rumoreaba que en el valle de Anáhuac la gente se estaba preparando para algo malo, incluso los pacíficos campesinos y aldeanos estaban acaparando comida y suministros de agua, vendajes y medicinas, y rezaban día y noche. La tensión iba en aumento; los guerreros entrenaban y desfilaban, y los talleres de los fabricantes de armas trabajaban día y noche.
Se avecinaba una guerra, y nadie estaba a salvo.
Balam se puso en pie lentamente y sacó la daga de obsidiana que llevaba al cinto.
—Una queja más, amigo mío, y no tendrás orificios por los que respirar.
Oxmyx retrocedió un paso; luego se volvió y se retiró apresuradamente.
Martok, un hombre corpulento con las imponentes ropas de guerrero y las plumas verdes de su rango, regresó.
—Nuestras tribus se parecen, noble Balam —dijo—, porque en ninguna parte del valle de Anáhuac somos bienvenidos. No se ha permitido a mi tribu que se asiente allí desde hace generaciones. Durante un tiempo nos establecimos en Chapultepec, pero nos expulsaron como a perros. Y ahora también a ti te abocan al exilio.
Balam le había contado a Martok la misma historia que a Cocoxtli.
—Mis hombres están de acuerdo en que si nos unimos formaríamos una fuerza formidable, y los jefes del lago Texcoco sin duda tendrían la prudencia de permitir que nos asentáramos entre ellos.
A Martok no le gustaba tener que aliarse con un extranjero. El príncipe de Uxmal había formado su ejército de forma harto cuestionable: ofreciendo a hombres condenados un lugar entre sus filas. Y mantenía su lealtad empalando a los desertores para que su muerte lenta y dolorosa disuadiera a otros que sintieran la tentación de abandonar.
Sin embargo, si se unía a ellos, Martok tendría por fin la fuerza que necesitaba para tomar la tierra que le pertenecía y poner fin de una vez al eterno vagar de los mexicas.
—Pero ponemos ciertas condiciones —siguió diciendo—. Luchemos contra quien luchemos, queremos que se pierdan el menor número de vidas posible. Queremos prisioneros para poder negociar la paz. No deseamos una victoria deshonrosa. Nosotros luchamos por una tierra, por un hogar. Los mexicas nos enorgullecemos de ser hombres de honor, y esperamos que hagáis otro tanto.
—De acuerdo —dijo Balam.
Escupió en la palma de la mano y apretó el pulgar sobre ella, siguiendo el antiguo ritual para sellar un pacto. Aceptaría cualquier cosa que Martok propusiera porque, una vez obtuvieran la victoria sobre las otras tribus, volvería su ejército contra el de Martok y acabaría con ellos, acabaría con el pueblo de Kaan y lo eliminaría de una vez por todas de la faz de la Tierra.