Balam sabía que Kaan estaba en el valle, que se hacía llamar Tenoch de Chapultepec y que iba en busca del gran grupo de peregrinos que viajaba hacia el norte buscando Aztlán.
Según los informes más recientes de sus exploradores, Kaan aún no había encontrado el rastro de Tonina. En cambio, él sí sabía dónde estaba. Porque, mientras que Kaan era un hombre solo, él tenía hombres en diferentes campamentos, que le informaban a diario de los movimientos y actividades de los jefes tribales del lago Texcoco, y no era difícil enterarse de los rumores sobre extranjeros y otros visitantes que llegaban al valle. Así pues, Balam conocía lo que Kaan no sabía: que la isleña y la multitud de peregrinos harapientos seguían una ruta hacia el norte, al oeste del valle de Anáhuac, y que pronto habrían dejado el valle atrás.
Los pensamientos de Balam quedaron interrumpidos por la llegada de un visitante al que esperaba, Cocoxtli de Culhuacán, un jefe local que llevaba tantas plumas que parecía un pavo. Con la intención de formar una alianza, los dos grupos se reunieron con gran ceremonia en un bosquecillo de sauces, cerca de la orilla sur del lago. Los dos jefes iban acompañados de guerreros con imponentes vestiduras, fuertemente armados. Pronunciaron palabras en honor a los dioses y a los antepasados del otro, le desearon suerte y larga vida, e incluso comentaron el buen tiempo que hacía aquel verano, y que esperaban que las lluvias se retrasaran un poco. Los espías de uno y otro lado informaron que el ejército de Cocoxtli estaba discretamente acampado en el exterior de Culhuacán; los cuatro mil guerreros de Balam ocupaban una llanura baldía al sur. Así que los dos jefes estaban satisfechos, convencidos de que el otro no podía atacar por sorpresa.
Finalmente, se sentaron ante una hoguera, dos hombres poderosos engalanados con plumas y pesados colgantes de jade, con pinturas en el rostro y mantos coloridos como mariposas. Vertieron libaciones para los dioses y luego bebieron pulque de una misma calabaza, para evitar envenenamientos. Entonces, Cocoxtli sorprendió a Balam, porque dijo que había estado en Mayapán para el Juego 13.
—Tu equipo estaba perdiendo hasta que Kaan hizo pasar la pelota por el aro. No jugaste bien ese día, amigo. ¿Por qué has venido al valle de Anáhuac?
Balam le contó un relato tan complicado y detallado que él mismo había acabado por creerlo; le habló de traición en el juego de pelota, de enemigos que provocaron su caída, de un primo en Uxmal que puso al rey en su contra… se habría dicho que el mundo entero conspiraba para expulsar al noble príncipe Balam de su tierra y obligarle a buscar nuevos territorios.
—Pero, como habrás visto, en el valle no hay territorios por ocupar —dijo Cocoxtli mirando al extranjero con recelo.
Todos los jefes habían oído hablar del maya y no se fiaban de él.
—No intentaré engañar a un hombre sabio como tú, Cocoxtli. He venido a tomar tierras. Soy de los que piensan que el fuerte debe dominar al débil. Y he oído decir que tú te guías por la misma norma porque, ¿acaso no expulsó tu padre a los despreciables mexicas de Chapultepec y lo reclamó para sí? Y tú ¿no controlas los manantiales de agua dulce de Chapultepec? Aunque nuestras tribus proceden de lugares muy lejanos, veo en ti a un espíritu afín. No importa el color de su piel o los nombres de sus dioses, un guerrero es siempre un guerrero. Y si nos aliamos veo un futuro propicio para los dos.
—¿Por qué iba a confiar en ti?
—¿Y por qué iba a confiar yo en ti?
Cocoxtli se relajó, porque la respuesta de Balam le gustó. Le agradaba aquella aparente sinceridad.
Las negociaciones se prolongaron durante el mediodía y la tarde; luego debatieron el acuerdo. Añadieron y quitaron, ganaron en unos puntos y cedieron en otros, mientras disfrutaban de un festín con oposum asado, pulque y cigarros, y los escribas dejaban constancia del acto. Cuando llegaron a un acuerdo, los dos jefes coincidieron en sellarlo a la manera tradicional: intercambiando a miembros de sus respectivas familias para asegurar la paz.
Balam presentó a Cocoxtli a uno de sus primos, el más joven de los que se habían unido a él en Uxmal. Después de lo cual, con gran ceremonia, Cocoxtli hizo salir a una princesa de su entorno.
La niña llevaba un elaborado adorno, con un tocado de flores que caían como una cascada formando una especie de tienda a su alrededor.
—¡Ahora conocerás el poder de los mayas! —gritó Balam.
Se incorporó de un salto y aferró a la niña del brazo. La niña gritó y los hombres de Cocoxtli hicieron ademán de intervenir.
Pero su jefe los detuvo con un gesto mientras miraba fijamente a Balam.
—¿Qué traición es ésta? —gruñó Cocoxtli.
—¡Buluc Chabtan exige sangre, no matrimonios! Las alianzas se sellan con sacrificios. ¡Los intercambios entre familias deberían servir para apaciguar a los dioses, no a los hombres!
Balam gritó que las alianzas basadas en los matrimonios era la forma con la que los hombres débiles mantenían la paz, y que él no se convertiría en el jefe supremo de aquellas tierras casándose con las hermanas o las hijas de otros hombres, sino asesinándolas. Mientras los hombres de ambos bandos se preparaban para luchar, la niña se escurría poco a poco de la sujeción de Balam. Habían tenido que drogaría, ya que cualquier grito o protesta habría traído mala suerte a aquel acuerdo.
—Deja el arma, maya —dijo Cocoxtli con cautela mientras miraba a la niña adornada con flores—. Hoy no habrá ningún sacrificio.
La joven empezó a gemir, y por tanto a amenazar el resultado de la negociación. Dos de los principales consejeros de Cocoxtli —ataviados con suntuosas ropas y admirables plumas— intercambiaron una mirada recelosa. Los soldados se movieron nerviosos; el ambiente se estaba cargando de tensión.
—¿Crees que somos débiles? —gritó Balam mientras echaba el brazo hacia atrás preparándose para utilizar el cuchillo.
—Deja a la niña en el suelo —insistió Cocoxtli en voz baja.
Balam la levantó del suelo, le clavó su cuchillo en el estómago y declaró con voz atronadora que la sacrificaba en nombre de Buluc Chabtan, el dios maya de la guerra.
Finalmente la dejó caer al suelo y se preparó para enfrentarse a Cocoxtli, listo para dar a sus hombres la señal de atacar. El asesinato había sido una demostración premeditada de fuerza, para que Cocoxtli supiera que Balam no temía a sus dioses, ni a su ejército. Y ahora le demostraría lo bien que luchaban sus guerreros.
Sin embargo, para su sorpresa, el jefe culhua se limitó a mirarlo con cara de asco y dijo:
—Esperaba algo parecido. ¡Traición y engaño! Corría el rumor de que habías planeado perder el Juego 13 a propósito. Si te hubieras salido con la tuya, yo habría sufrido graves pérdidas. —Y señaló a la niña que se retorcía en el suelo—. ¿De verdad creías que iba a confiar a una de mis hijas a una bestia como tú? En realidad, te he entregado a una princesa maya. He pensado que eso te satisfaría.
Balam pestañeó. ¿Una princesa maya? Miró al suelo y, ayudándose con la punta ensangrentada de su cuchillo, apartó las flores del rostro de la niña. Unos ojos asustados lo miraron.
—¿Taati? —dijo la niña, mientras la sangre gorgoteaba en su garganta.
—Pagué un alto precio por ella en el mercado de esclavos de Mayapán —dijo Cocoxtli—. Apelé al derecho real del tu’ux-a-kah, «el placer de los dioses», para que nadie pudiera pujar más que yo.
Balam se quedó helado; cada vena, cada tendón, cada fibra de su cuerpo se volvió de piedra.
—¿Ziyal? —susurró.
—Me aseguraron que es hija de la casa real de Uxmal. Pensé que podía serme de utilidad aquí en el valle, porque ningún otro jefe puede decir que está en posesión de un miembro de la realeza. Pero veo que mis esfuerzos han sido en vano. —Escupió al suelo—. Nuestra alianza se ha roto.
Hizo una pausa y volvió a mirar a Balam, que estaba arrodillado junto al cadáver de la niña.
—Tu sacrificio a los dioses no vale nada. Ni siquiera era virgen.
Presa de una ira que sorprendió incluso a sus primos, Balam corrió hacia Cocoxtli, mientras unos aullidos sobrenaturales brotaban de su garganta y de su boca saltaba saliva. Sus primos lo agarraron, tratando de contenerlo.
—No inicies una guerra —le advirtieron mientras Balam chillaba como un poseso, con el rostro enrojecido por la ira y el dolor—. Tenemos que salir de aquí.
Sabían que el jefe culhua regresaría con su ejército.
Ajeno a los hombres que lo sujetaban, Balam se soltó, corrió hacia su hija y cogió su cuerpo inerte en sus brazos. Lloró y aulló, meciéndose con ella, llenando el aire con sus gritos de tal modo que hasta el más endurecido de los suyos sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—¡Vuelve, niña mía, vuelve conmigo! —lloraba Balam—. ¡No me dejes!
Apoyó la mano en su abdomen, en el lugar donde había penetrado el cuchillo, y lo notó húmedo. Se acercó los dedos ensangrentados al rostro y los olfateó. Entonces lamió, probó el sabor metálico y salado de la sangre de su hija. Ante la mirada de sus primos, Balam inclinó la cabeza sobre la herida, que no dejaba de sangrar y teñía el algodón de sus ropas de un color oscuro y frío. Balam cerró los ojos y lamió la sangre de Ziyal, mientras sentía cómo su fuerza penetraba en él. Entonces supo que era así como se alimentaban los dioses, que así era como se sentían cuando recibían un sacrificio humano.
Mientras lamía la sangre que empapaba la túnica de algodón de su hija, Balam sintió que la impresión, la ira y el dolor se disolvían como se disuelve la arena en el agua y se estremeció, porque una vez más tuvo una visión cegadora. Igual que había sucedido en el mercado de Tikal, y luego en Palenque, cuando los dioses le iluminaron, de nuevo Balam sintió que una luz blanca lo envolvía y le daba a conocer una verdad con tanta fuerza que tuvo que gritar.
Ziyal no estaba muerta.
Había vuelto a vivir. En él. Ahora que había bebido su sangre, quería más, y se dio cuenta de que era así como alcanzaría la divinidad: bebiendo la fuerza vital de sus enemigos.
De repente, su visión cambió, se oscureció, y una nueva certeza penetró en su mente. Kaan era el responsable de aquello. Él tenía la culpa de que un hombre inocente hubiera matado a su propia hija. Pero matarlo no le bastaba, no. Para Kaan quería un castigo especial.
Entonces se le ocurrió. El castigo de Kaan sería ver cómo su propio pueblo se ponía de parte de su enemigo… ¡sí, que su propia tribu lo matara!
Por unos momentos, Balam se quedó tendido sobre el cuerpo de Ziyal, hasta que finalmente se movió. Se puso en pie, estremecido, empapado de sudor, pero con expresión reverente, y se volvió hacia sus compañeros con la boca manchada de sangre.
—Le daremos a mi hija un funeral sagrado —dijo—, porque ahora es una diosa. Luego nos replegaremos a las montañas del norte y allí planificaremos el ataque final sobre este valle.
—Pero primo —dijo uno de aquellos jóvenes inquietos, pensando en el jefe Cocoxtli y en su ejército—. No tenemos suficientes hombres.
Balam asintió.
—Lo sé. Por eso nos aliaremos con una tribu que es fuerte pero a la que todos desprecian tanto como a nosotros.
—¿Quiénes?
¿Quiénes si no?
—Los mexicas.
La tribu de Kaan.