Primavera, pensó Kaan mientras esperaba impaciente a que los guardias hablaran entre ellos. Tonina había dicho que el bebé nacería en primavera. ¿Habría dado ya a luz?
Mientras su impaciencia iba en aumento —llevaba tres meses en el valle de Anáhuac y aún no se había reunido con su pueblo— un pensamiento esquivo se insinuó en su mente, algo relacionado con la primavera y el pequeño de Tonina. Pero mientras trataba de atraparlo, los dos guardias volvieron y por sus caras Kaan supo que tenía un problema. Ojalá aceptaran negociar. Estaba desesperado.
En dos ocasiones había encontrado el rastro de su tribu, y los había perdido por solo unos días. Los mexicas, como descubrió que los llamaban, se desplazaban continuamente porque tenían muchos enemigos. Y ahora se rumoreaba que quizá abandonarían el valle definitivamente para ir en busca de una tierra virgen. Pero por fin los había encontrado, y nada impediría que se reuniera con el jefe Martok y jurara lealtad a su pueblo.
El campamento secreto de las colinas, al oeste de Chapultepec, estaba tan celosamente protegido y los mexicas recelaban tanto de los espías que a Kaan le habían advertido de que tenía las mismas posibilidades de que lo aceptaran como de que lo mataran. No tenía nada de valor, pero de todos modos intentaría ofrecer algo. Los cinco meses de viaje, después de despedirse de Tonina, le habían dejado sin nada, incluso sin su manto y su taparrabos coloridos, así que una vez más vestía con el sencillo atuendo blanco de un campesino.
Tras dejar a Tonina junto al arroyo, Kaan había vuelto atrás en dirección norte, siguiendo la ruta comercial de la costa este, y cuando entró en territorio de ladrones y bandoleros, pagó para poder viajar en una gran caravana que llevaba algas y conchas a la ciudad oriental de Tlaxcala. Allí se unió a un grupo de peregrinos que se dirigían al monte Tláloc para un festival en honor al dios de la lluvia.
Hacía tres meses, había llegado al paso que ascendía entre los picos del Popocatepetl y el Iztaccíhuatl, y allí se había detenido a contemplar el vasto valle cubierto de humo que se extendía ante él. La orilla del lago estaba salpicada de asentamientos y poblados, y el valle estaba cubierto de acacias y robles, laureles y cipreses, con granjas que cultivaban maíz, judías y algodón.
Se detuvo, pero también fue por la impresión, porque el camino que había seguido desde el llano le había llevado a una meseta tan próxima al cielo que pensó que si estiraba el brazo podría tocarlo. El viento cambió de dirección y percibió el olor acre del sulfuro de la delgada columna de humo que salía del cráter del Popocatepetl, con su cima nevada.
Siguió el camino que bajaba de la montaña y fue directo a la colina de Chapultepec, pero allí descubrió que la tribu que en otro tiempo vivía en el monte boscoso de la orilla occidental del lago Texcoco había sido obligada a marcharse por el jefe Culhuacán, que vigilaba celosamente los arroyos de la colina. Los miembros de la tribu expulsada recibían el nombre de mexicas; eran nómadas, y por ello nadie podía decir con seguridad dónde estaban en ningún momento.
Así que Kaan pasó a formar parte del bullicioso tráfico que discurría por los diferentes senderos y caminos polvorientos que cubrían el valle como la tela de una araña, buscando dónde dormir, cambiando granos de cacao por tortitas, nunca en un mismo sitio, preguntando allá a donde iba por las gentes que en otro tiempo habitaron en Chapultepec.
Según descubrió, el lago Texcoco tenía la forma de una flor de tres pétalos, con tres cuerpos largos pero de aguas poco profundas conectados por estrechos canales. El más pequeño, situado más al sur, el Xochimilco, recibía su caudal de pequeños arroyos que recogían el agua de la nieve que se fundía en las montañas y era un lago de agua dulce. La parte norte lindaba con una tierra rica en minerales que se filtraban al agua y le daban un tono rojizo y salado. El lago central, el más grande, era el Texcoco, aunque más que un lago era un pantano con fango, charcas y juncos, sin la profundidad suficiente para nadar y con unas aguas tan salobres que los que vivían en sus riberas preferían recurrir a los arroyos de Chapultepec.
En torno al lago, una federación de tribus guerreras coexistía bajo una inestable alianza que no promovía precisamente la paz, porque allá donde iba Kaan descubría que los asesinatos eran constantes. Cada poblado tenía sus propias leyes y jueces, sus propios castigos. El soborno era una práctica habitual. No había una autoridad central, las incursiones contra los vecinos eran frecuentes, y luego llegaban las inevitables represalias, en un ciclo interminable. Y un extraño como él, solo, sin una lealtad demostrada ni hacia unos ni hacia otros, despertaba los recelos de todos.
Aun así, Kaan había descubierto que le gustaba el aire que se respiraba en el valle de Anáhuac. ¿Estaría tan enrarecido debido a la proximidad del cielo? Porque, aunque la gente ocupaba el valle desde hacía siglos, por doquier se respiraba una sensación de renovación. Allí la vida florecía, no como en las decadentes ciudades mayas del este y el sur, y Kaan quería formar parte de ella.
Y Tonina. No había renunciado a convertirla en su esposa, y con ese fin había ideado un plan.
Kaan sospechaba que Humo Turquesa no querría alejarse tanto del territorio de su tribu, y confiaba en poder llegar a un acuerdo con él para que permitiera que Tonina se divorciara y volviera a casarse. En cuanto al bebé, Kaan tenía la sospecha de que, al igual que la mayoría de jefes tribales, para él el hijo de una esposa secundaria no sería más que una bagatela. Sí, si ofrecía a Humo Turquesa un trato lo bastante tentador, seguro que podría recuperarlos a los dos.
Pero estaba preocupado. Habían pasado cinco meses desde que se despidió de ella junto al arroyo. Su grupo ya tendría que haber llegado al valle, y sin embargo, donde quiera que iba, cuando preguntaba por un gran grupo de peregrinos que se dirigían a Aztlán, sobre todo entre las caravanas y los comerciantes que llegaban desde el sur, nadie sabía nada.
¿Les había ocurrido algo? ¿Los había abandonado Humo Turquesa o, peor aún, los había obligado a regresar al istmo? Kaan empezaba a preguntarse si no debería volver atrás para ir en su busca cuando un salinero le dijo que encontraría a los mexicas acampados en las montañas al oeste de Chapultepec.
Pero ahora se sentía dividido entre lo que le dictaba el deber y lo que le pedía el corazón. Se sentía obligado a encontrar a su pueblo, a reunirse con ellos, por su madre. También quería encontrar a Balam. Por su culpa, porque había abandonado al grupo, Tonina se había visto obligada a aceptar un matrimonio impensable. Kaan sabía que su antiguo compañero de juego estaba cerca, porque no dejaba de oír hablar de las brutales incursiones de un sanguinario ejército maya, cuyo jefe hacía cosas inauditas: en lugar de ofrecer a los prisioneros a los dioses, les ofrecía incorporarse a su ejército, cada vez mayor.
Y, finalmente, sentía curiosidad por quedarse y conocer a aquellos mexicas, porque, ¿no había dicho Ixchel que ése era el nombre de su tribu? Y eso significaba que también era la tribu de Tonina.
Los dos guardias fornidos regresaron.
—Si quieres que te dejemos entrar —le dijeron—, tendrás que pagar.
Kaan se quedó rígido por la frustración. Ya les había enseñado el tatuaje chapultepeca, el mismo que ellos llevaban en el pecho; sabían que tenía derecho a pedir una audiencia con el jefe de los mexicas. Y sin embargo le pedían un pago, y él no podía hacer nada.
Quizá hubo un tiempo en el que Kaan el maya se habría rendido y se habría ido. Pero ahora era Tenoch el mexica, y tenía derecho a estar allí.
Aun así, no tenía con qué pagar a los guardias. Cuando sus recursos empezaron a escasear, Kaan empezó a dormir en el bosque, y cuando la caza no iba bien, aprendió a comer pastas hechas con algas del lago. Pero ahora sus recursos se habían acabado. No le quedaban ropas, ni joyas, nada con lo que pudiera negociar y pagar a los hombres que vigilaban el campamento secreto de Martok en las montañas.
Pero estaba decidido a entrar. Si perdía su oportunidad y la tribu se iba del valle, quizá ya no volvería a encontrarles.
Le dijeron que abriera su fardo y les dejara ver lo que llevaba. Uno de los guardias señaló la bolsita de piel de ciervo del fondo. Kaan la había conservado pensando que era un amuleto de buena suerte de Un Ojo.
—¿Qué hay ahí?
Kaan se encogió de hombros.
—Viejos huesos, creo. Sin ningún valor salvo para su antiguo dueño.
—Déjame ver.
Kaan soltó la cuerda y miró dentro. Sacó el cinturón de cauri y frunció el ceño, porque enseguida lo reconoció. «Esto es para ti», le había dicho Un Ojo. En ningún momento había dicho que la bolsita fuera suya, aunque en aquel momento tampoco se paró a pensarlo. ¿Por qué iba a pedirle Humo Turquesa a Un Ojo que le diera a Kaan el cinturón de la virginidad de Tonina? ¿Como un insulto? ¿Un desafío?
—La bolsita me gusta —dijo el guardia, y quiso cogerla.
Pero Kaan no la soltó, y por primera vez se fijó en las costuras. Mayas. Del clan del sauce.
El clan de Balam.
Entonces se dio cuenta de un pensamiento esquivo que había estado insinuándose en su mente. Tonina había dicho: «Cuando el bebé nazca en primavera, mi madre y yo seguiremos camino hacia Aztlán». Pero algo no encajaba. Haciendo unos rápidos cálculos, Kaan comprendió horrorizado que contando desde el día de la boda de Tonina con Humo Turquesa los nueve meses de embarazo se cumplían en el verano, no en primavera. Cuando se encontraron supuso que estaba embarazada de dos meses. Pero si el bebé nacía en primavera, es que estaba de cuatro.
Y Balam había abandonado el istmo hacía cuatro meses.
—Santa madre luna —susurró Kaan. Arrojó la bolsita y el cinturón en su fardo y echó a correr.
—¡No importa! —gritaron ellos a su espalda—. Te llevaremos a presencia del jefe Martok sin que nos pagues.
Pero Kaan hizo caso omiso, porque solo oía cómo su corazón martilleaba en sus oídos, notaba el sabor de la ira en la garganta. Balam había violado a Tonina; era impensable que ella hubiera consentido. Pero ¿por qué? Y entonces lo supo: Kaan se había convertido en Tenoch. Se había desprendido de su disfraz maya, y Balam no podía tolerarlo.
¿Cómo podía haber estado tan ciego?
—¿De qué tienes miedo? —gritaron a su espalda los mexicas, y Kaan oyó palabras de escarnio y risas.
Pensaban que era un cobarde. No le importaba. No le importaba perder su única oportunidad de reunirse con su tribu. Solo le importaba una cosa: encontrar a Tonina.