La comadrona callaba y miraba con expresión severa, con las manos sobre el abdomen de Tonina. Aunque la mujer tlahuica no había dicho nada, Ixchel sabía que la situación era grave.
Estaban acampados en la población montañosa de Cuauhnáhuac, que en náhuatl significa «lugar en el lindero del bosque» (y que en el futuro otra raza de hombres modificaría y llamaría Cuernavaca, de pronunciación más asequible). El valle de Anáhuac estaba al norte, a solo tres días de viaje y, mientras notaba sobre su vientre las manos de la comadrona tlahuica, Tonina pensó en Kaan. Seguramente ya estaría allí, en el valle, porque habían pasado cinco meses desde que se despidieron. ¿Habría encontrado a su gente? Tonina rezaba para que así fuera, que hubiera encontrado la felicidad.
Sus pensamientos volvieron a la comadrona a quien habían pedido que la visitara. Tonina sabía que la situación iba a peor, e Ixchel lo achacaba a la dificultad del viaje.
El mercader que se dirigía hacia Acapulco y que debía guiarlos por el límite occidental del valle de Anáhuac los había abandonado cerca del poblado de Olinalá, al sur, en una elevada región montañosa llamada Oaxaca. Sin la guía y protección de la caravana, la multitud asustada había seguido a Ixchel hacia el norte por un difícil sendero, a través de montañas y valles, donde habían visto nieve en los picos altos y habían sentido en sus huesos el frío de las heladas por las noches.
Ixchel había tratado de reducir el grupo; para ello animaba a la gente a establecerse en los poblados y aldeas que encontraban por el camino y aconsejaba a las jóvenes que buscaran marido y a los hombres que buscaran mujer. Pero la llamada de Aztlán era poderosa, y había ido a más después de abandonar la ruta comercial del este para cruzar las montañas.
Sin embargo, no estaban totalmente desprotegidos. Para sorpresa de Humo Turquesa, cuando les buscó la protección del mercader de Acapulco, una parte de sus guerreros decidieron seguir con el grupo. Algunos se habían enamorado de mujeres del entorno de Ixchel, otros buscaban aventuras. Y no eran pocos a los que había tentado la perspectiva de vivir en el paraíso de Aztlán. Así que Humo Turquesa los liberó de su voto de lealtad hacia su tribu y con ello alivió su conciencia, porque sabía que aquella gente quedaría a su suerte.
Cuando Tonina se puso de parto, acamparon en las afueras de Cuauhnáhuac. Pero, después de las primeras contracciones, el parto se interrumpió. Había roto aguas y ahora solo salía un hilillo continuo de sangre. El bebé seguía con vida, pero no podía —o no quería— salir.
Finalmente, la comadrona se sentó sobre los talones, chasqueó la lengua y dijo:
—El bebé muere. Madre muere. —Recogió sus utensilios, hizo un signo de protección en el aire y se fue.
—Madre —dijo Tonina jadeando—. Déjame. Marchaos sin mí… Encuentra a mi padre.
Un Ojo estaba en el exterior de la choza que Ixchel había conseguido que les cedieran. Y no estaba solo. Una pequeña multitud se había congregado para rezar y quemar incienso. Cuando vieron que la comadrona se iba, un lamento colectivo se elevó entre los pinos. Ixchel salió y pidió a Un Ojo que trajera a la h’meen enseguida.
La botánica real tampoco andaba bien de salud. Aunque estaban a mediados de la primavera, las noches eran frías. Y, dado que se encontraban en zonas elevadas, el aire estaba enrarecido; incluso para una persona sana resultaba agotador. Mientras que Ixchel se había rejuvenecido, la h’meen había envejecido. Ahora padecía la enfermedad de las alturas, que le provocaba náuseas, dolor de cabeza, fatiga y dificultad para respirar, y trataba de combatirla con gingko y zarzaparrilla. El frío de las montañas había agravado la artritis y el reúma, y había perdido otro diente. Ahora llevaba la cabeza envuelta en un pañuelo de algodón, porque sus cabellos eran tan escasos que la piel quedaba a merced del frío y el sol. Le aterraba caerse, porque una pierna o una cadera rota podía significar su fin, y había muchos alimentos que ya no toleraba.
Los deseos de la h’meen eran sencillos: vivir hasta los diecisiete.
Cuando Un Ojo llegó en su busca, la h’meen no deseaba abandonar el calor de la hoguera y de su esterilla. Pero Tonina tenía problemas, y Un Ojo le suplicó con aquellos ojos tan valientes y bondadosos…
Así pues, con su hatillo de remedios en la mano, la h’meen se arrodilló junto a Tonina y palpó su vientre abultado, como había hecho la comadrona. El bebé no se movía, aunque notaba un latido débil y rápido. Entonces lo supo: el bebe no quería nacer.
—Una taza de poleo estimulará las contracciones —le dijo a Ixchel—. Pero solo es una ayuda… hay que convencer al bebé para que salga. Si sigue negándose, las contracciones matarán a los dos.
—¿Cómo se puede convencer a un bebé para que nazca?
La h’meen cerró su hatillo y se puso en pie.
—Alguien debe hacer un viaje espiritual con Tonina y hablar con el bebé, para que sepa que será recibido con amor y que no debe temer nada.
—¿Cómo se hace ese viaje?
—Hay un cactus, el peyote, que los nahua llaman peyotl. Y tiene el inmenso poder de trasladar a la persona que lo bebe al mundo de los espíritus.
—¿Tienes ese cactus?
—Conseguí un poco en Oaxaca.
—¿Sabes qué pasos hay que seguir?
—Sí, pero no me atrevo. Es agotador incluso para una persona sana. Para mí sería demasiado peligroso. Lo siento.
Ixchel la miró con cara de perplejidad.
—¿No vas a hacerlo?
Con expresión cansada, la joven anciana meneó la cabeza y salió de la choza.
La h’meen debía reservar fuerzas. Quería llegar con vida a Azdán. Aunque no era nahua, aunque las Siete Cuevas no eran el lugar donde su pueblo se había originado, se decía que las aguas del paraíso curaban todos los males. Y por eso rezaba para llegar a beber aquellas aguas y recuperar la vida y la juventud.
Un Ojo corrió tras ella.
—H’meen, tú eres la única que puede salvar a Tonina.
—Si lo hago moriré.
—Por favor, sálvala.
—Si lo intento, moriré —repitió ella. Y, con gesto más dulce, añadió—: Un Ojo, es el destino. Debes perdernos a una de las dos.
Un Ojo lloró con tanta fuerza que su cuerpo deforme empezó a sacudirse. Las amaba a las dos, y no soportaba la idea de perder a ninguna. Él, el cínico Un Ojo, que en otro tiempo solo veía a las mujeres como un entretenimiento.
—¡Por favor, no dejes que muera!
La h’meen lo miró con expresión dolida.
—Entonces, la prefieres a ella.
—¡No!
La h’meen se dio la vuelta y se fue a su pequeño campamento entre los pinos.
Un Ojo se enjugó los ojos y volvió a entrar en la choza y, tras arrodillarse junto a Tonina, se quitó del cuello la pequeña bolsita donde llevaba los huesos de su bisabuelo y la colocó sobre el vientre de ella. Rezó a Lokono como no lo había hecho en su vida, aunque se preguntaba si el espíritu de todas las cosas se molestaría en escuchar a un descreído como él.
—Un Ojo —dijo Ixchel aferrándolo por un hombro—. Debes salir. Debes buscar ayuda. ¡No podemos dejar que mi hija muera!
Entonces vieron que la h’meen había vuelto. Estaba en la entrada con su hatillo de remedios.
Se acercó a Tonina y se arrodilló.
—Perdona por lo que he dicho —le dijo a Un Ojo—. Sé que no prefieres a ninguna de las dos.
Abrió el hatillo y sacó una pequeña calabaza, sellada con goma. Colocó el brazo debajo de la cabeza de Tonina y la animó a beber.
—¿Qué es? —le preguntó Ixchel.
—Poleo. Estimulará las contracciones.
A continuación, abrió una bolsita de piel de ciervo.
—Necesito que ores, Un Ojo. Y tú también —le dijo a Ixchel—. Mientras Tonina y yo caminamos por el mundo de los espíritus, necesitaremos la ayuda de vuestros dioses. Y ahora por favor, traedme un odre de agua.
Un Ojo salió corriendo y volvió enseguida con el odre. Cuando la h’meen empezó a echar hierba machacada en el agua, Ixchel dijo:
—Espera —y se puso a rebuscar entre las cosas de Tonina—. Utiliza esto —dijo, y le pasó la copa—, esto potenciará la fuerza de tu medicina.
La h’meen entonó una antigua fórmula mágica de los mayas mientras removía el peyotl picado en el agua, para invocar a los espíritus, que abrieran las puertas del más allá y les permitieran entrar. Ixchel encendió incienso y ella y Un Ojo rezaron cada uno en su dialecto. Mientras, la h’meen levantó de nuevo la cabeza de Tonina y le llevó la copa a los labios. Tonina dio un sorbo a aquel amargo bebedizo. Luego la h’meen bebió también. Una y otra vez, entre el humo del incienso, arropadas por el ritmo repetitivo de los cantos, las dos mujeres bebieron peyotl hasta que la copa quedó vacía.
La h’meen miró a Un Ojo, y en su expresión vio que sabía que una de las dos no regresaría de aquel viaje.
La choza empezó a cambiar; las paredes de hierba oscilaron como agua, y se desvanecieron. Un Ojo e Ixchel desaparecieron también, y luego el bosque y las montañas. La h’meen quedó sola en una llanura yerma donde la vegetación achaparrada luchaba por sobrevivir; a uno y otro lado solo veía lechos secos de lava. No sabía qué había más allá de la llanura, si montaña o mar; no habría podido decirlo. En cambio, el cielo estaba cubierto de negras nubes.
La h’meen bajó la vista y en la arena vio a un niño sentado que lloraba.
—¿Por qué lloras? —preguntó ella.
Cuando el niño levantó la vista, se dio cuenta de que ella estaba muy alta, como si se hubiera subido a una banqueta. Y cuando le tendió la mano al niño, vio una mano que no era la suya —con manchas de edad, deformada por la artritis—, sino una mano joven y pura, de color de miel, y se dio cuenta de que era la h’meen y también era Tonina. En aquella visión conjunta, se habían convertido en una misma persona. La h’meen podía sentir la juventud y la fuerza de Tonina, y se deleitó en ella.
—¿Por qué lloras? —preguntó Tonina-h‘meen de nuevo.
—Tengo miedo —dijo el niño, dándole su pequeña mano.
—No tengas miedo —dijo Tonina-h‘meen mientras el niño se ponía en pie—. Serás amado en nuestro mundo. Ven. Nosotras te protegeremos.
Él las miró con unos ojos grandes y expresivos que poco a poco empezaron a volverse amarillentos. El niño se hizo más alto, sus extremidades se estiraron, el pelo le creció hasta los hombros, hasta que Tonina-h‘meen se dio cuenta de que se había convertido en Águila Brava.
—Has vuelto —dijo Tonina-h‘meen, sintiendo que sus corazones se llenaban de alegría.
Águila Brava extendió sus manos ahuecadas y vieron que llevaba la flor roja.
—¿Dónde la has encontrado? —preguntaron.
—Daos prisa —dijo él—. Buscad las cuevas. Están en peligro.
—¿Dónde están las cuevas?
Águila Brava no contestó, porque una vez más se estaba transformando, hasta que ante ellas vieron a una tercera persona. La h’meen nunca había visto a un hombre vestido de aquella forma: con una túnica de piel de ciervo y las piernas cubiertas por unas pieles ceñidas con cuentas y flecos. Tampoco había visto nunca un hombre que llevara los cabellos recogidos en dos largas trenzas. Para la h’meen era un extraño; en cambio, Tonina lo reconoció. Era Cheveyo, su padre.
—¿Sois tres personas diferentes —preguntó Tonina-h’meen— o solo una?
—Somos la unidad en la que todas las almas confluyen —dijo Cheveyo.
—¿Eres un dios?
—Todos somos dioses. Pero debéis apresuraros. Debéis encontrar las cuevas para que Pahana pueda volver.
Tonina-h’meen habrían querido abrazarle, pero el cielo se oscureció y Tonina recordó su visión profética. La h’meen extendió sus manos manchadas y artríticas y se dio cuenta de que ya no estaba unida a Tonina. Cuando el apuesto Cheveyo la tomó de las manos, ella dijo:
—Debes abandonar este lugar. Es peligroso. ¡Vete enseguida!
Un intenso dolor la desgarró, y Tonina se dio cuenta de que la h’meen ya no era parte de ella.
—Tonina, vuelve sin mí —oyó que susurraba—. Encuentra Aztlán.
—¡No te dejaré!
—Ve…
Tonina se miró las manos, aún entre las de Cheveyo, manos jóvenes y viejas, perfectas y artríticas, manos cambiantes.
—No puedes quedarte aquí, noble botánica —dijo el padre de Tonina—. Aún no ha llegado el momento. Aún debes prestar servicio a los dioses. Vuelve con Tonina.
Otro intenso dolor y los ojos de Tonina se abrieron de repente. Tenía contracciones. Mientras ella gritaba, la h’meen se desplomó en el suelo de la choza y Un Ojo corrió a su lado.
Ixchel acudió junto a Tonina y vio que el bebé ya llegaba.
—¿Cómo… —preguntó Tonina sin aliento— cómo está la h’meen?
Apartándole con ternura los cabellos blancos de la cara, Un Ojo miró a la h’meen a los ojos y sonrió.
—Has vuelto —musitó—. Mi querida niña, mi dulce niña, has vuelto a mi lado.
—Empuja —dijo Ixchel—. Antes de que tu hijo cambie de opinión.
La h’meen miró a Un Ojo.
—Estoy bien —murmuró—. Un Ojo, por fin he sentido lo que es ser joven y fuerte. He visto a Cheveyo. He visto las cuevas. Y la flor roja.
—¡Empuja!
Una contracción más y el niño salió.
Abrumada por la alegría y el alivio, con los ojos llenos de lágrimas, Ixchel ató el cordón y lo cortó con una hoja de obsidiana; luego, examinó al bebé, que lloraba. Diez dedos en las manos, diez dedos en los pies. Lo puso en los brazos de Tonina y rezó a Quetzalcóatl para que velara por aquella nueva vida.
Tonina besó con suavidad la tierna cabeza. Un varón. Su hijo. No el hijo de una agresión, ni de un enemigo. Su hijo, que se había nutrido de su sangre y su amor. No había nada de Balam en aquella criatura, ningún mal, ningún estigma. No le aplanaría la cabeza, no obligaría a sus ojos a bizquear, ni le introduciría arcilla bajo el puente de la nariz. Crecería tal como era, un orgulloso y apuesto mexica. Lo acercó a su boca y Tonina susurró su nombre a su oído:
—Tenoch.