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—Madre, no puedo ir al valle de Anáhuac.

Ixchel entendía los miedos de su hija.

—Pero allí vive mucha gente. No es probable que nos encontremos con Kaan.

Pero Tonina tenía demasiado miedo para arriesgarse. Si Kaan oía hablar de una multitud que había llegado al valle siguiendo a una diosa que los llevaba hacia Azdán, ¿sería capaz de mantenerse al margen?

—No puedo correr ese riesgo. Debemos encontrar otro camino.

Finalmente, Ixchel aceptó.

Ni Un Ojo ni ninguno de los otros viajeros del grupo podían aconsejarlas —la ruta oriental era la más habitual—, así que Tonina decidió acudir a Humo Turquesa. De todos modos, tenían que informarle de aquel cambio de planes, por si no tenía aliados en el otro territorio.

—Ningún aliado —dijo el hombre cuando ella le planteó la nueva propuesta—, pero creo que puedo asegurarte un trayecto seguro por la ruta central. Es un sendero de montaña, muy duro, pero te llevará bastante al oeste del valle de Anáhuac, que dices que ya no deseas visitar. Deja que hable con el jefe de una de las caravanas que han acampado por aquí.

En cuanto Tonina acudió a él con su problema, el jefe aprovechó la ocasión. Humo Turquesa no era feliz. Y no le había gustado lo que pasó cuando Tonina anunció que estaba embarazada. Era evidente que nadie creía que el bebé fuera suyo, y tenía la impresión de que sus hombres se reían de él a su espalda.

Aquello había sido un error desde el principio, y tampoco le había reportado ningún beneficio. La noche que pasó con Ixchel fue decepcionante. La mujer se mantuvo fría y distante bajo su cuerpo, y no le proporcionó ningún placer. Tampoco había podido acostarse con la hija, aunque era su esposa. En cuanto anudaron sus mantos, la madre se la llevó con las otras mujeres. Solo veía a Tonina durante las celebraciones religiosas, cuando se sentaba junto a él para desempeñar un papel que nadie se creía.

Había estado tratando de pensar una forma de romper el matrimonio y salvar su reputación, y ahora Tonina le daba la solución. La caravana de mercaderes acampada allí cerca se dirigía a la población costera de Acapulco —la palabra náhuatl para «lugar atestado de juncos»—, trescientos porteadores que llevaban pieles de pantera, algodón de las tierras bajas, ámbar de Chiapán y —esto solo lo sabía el jefe de la caravana— plumas de quetzal, cuya caza estaba prohibida.

—Pero nosotros vamos a la costa oeste —le dijo el hombre al jefe zapoteca—. No vamos hacia el norte.

—No me importa adónde los lleves, quiero deshacerme de ellos —dijo Humo Turquesa con sinceridad—. Te pagaré bien si les dices que les llevarás al norte más allá del valle de Anáhuac. Cuándo y dónde les abandones es asunto tuyo.

Sellaron el trato con cinco fardos de cigarros zapotecas.

Antes de partir por la ruta oeste a través de las altas montañas, Tonina dio las gracias a Humo Turquesa por haberse casado con ella y le prometió que, cuando el bebé naciera y hubiera dicho su nombre ante los dioses y los hombres, se divorciaría públicamente de él. A él le pareció estupendo, así no podría reclamarle una parte de sus tierras y sus bienes (aunque hasta entonces no le había pedido nada, pero él ya sabía cómo cambiaban las mujeres cuando tenían hijos).

Mientras la enorme multitud, más numerosa que nunca, levantaba el campamento y retomaba el camino, esta vez bajo la protección de una caravana, con Ixchel, la h’meen y Un Ojo a la cabeza y Tonina diciendo un silencioso adiós a Kaan, a quien no volvería a ver, el jefe de la caravana estudió su mapa y decidió que dejaría a aquella chusma en un desolado lugar llamado Olinalá, donde las montañas coronadas de nieve tocaban el cielo.