59

Cuando Tonina vio que el momento del mes llegaba y pasaba y no había flujo, consultó con la h’meen, quien le dio un tónico reforzante y le dijo que comiera más huevos de pato. Cuando, por segunda vez, el flujo menstrual no llegó, le confesó sus sospechas. Sin hacer preguntas, la h’meen plantó cinco pequeños montoncitos de judías y calabaza que regó con la orina de Tonina. «Si las semillas germinan —dijo—, significa que estás encinta.» Si no, la ausencia del flujo menstrual se debía a otras causas.

Cuando la h’meen le mostró los pequeños brotes cinco días después, Tonina supo que sus peores temores se habían confirmado. En su vientre llevaba un hijo de Balam.

La ramera observó al desconocido que se hallaba ante la hoguera y trató de determinar su riqueza y su posición en la vida. Era joven y fuerte, viajaba solo y se sentaba aparte en lugar de unirse a los otros viajeros que se habían detenido buscando un lugar seguro donde comer y pasar la noche.

Aquel lugar, arropado entre colinas en una zona boscosa, tierra adentro, no tenía nombre y era igual que tantas otras de las paradas que salpicaban las rutas comerciales, asentamientos improvisados que habían ido apareciendo a intervalos de un día de marcha, cuando los viajeros y los mercaderes encontraban lugares propicios para acampar y se reunían con otros para protegerse y comerciar. Estaba formado por unos pocos refugios con techos de paja sostenidos por postes, chozas de hierba, altares de piedra a diversos dioses, cuadras de mimbre para animales y puestos para vender, que ahora estaban vacíos pero que por la mañana se abrirían. Unos pocos habían levantado albergues más sólidos de madera y estuco, con estancias privadas y casetas con baños de vapor para los viajeros más ricos.

Pero aquel hombre, a quien la mujer de placer observaba, no había alquilado una choza para pasar la noche, aunque por su aspecto parecía que podía permitírselo. No, en vez de eso, había señalado con estacas un pequeño espacio entre los numerosos viajeros para colocar su esterilla de dormir. Había comido frugalmente —tan solo unas tortitas—, había rechazado el pulque y ahora estaba sentado mirando las llamas, como quien tiene algo en la cabeza.

Una mujer, pensó la ramera, que intuyó una noche provechosa. Cuando un hombre añoraba profundamente a una mujer podía ser muy generoso.

Pero, cuando se acercó, dijo con voz amable: «La bendición de los dioses» y sonrió dulcemente, él levantó la vista, la miró con expresión desconcertada y entonces, viendo lo que pretendía, meneó la cabeza.

—No, gracias —dijo, con educación, no bruscamente como hacían algunos.

Ella suspiró y siguió observando. Había montones de hombres solos en el campamento.

Kaan volvió a sus cavilaciones mientras miraba el fuego, y en su cabeza oyó una vez más las palabras que Ixchel le dijo el día que se fue: «El tiempo y el espacio no pueden separar dos corazones unidos por el amor. Tanto si tú y Tonina estáis juntos como si os separa un mundo entero, no importa, porque el amor no conoce ni el tiempo ni la distancia y os mantendrá unidos. El pueblo de mi amado Cheveyo seguía un culto llamado Unicidad, que dice que todos los seres del universo están conectados».

Kaan entendía ahora cómo Ixchel había logrado sobrevivir en la caverna; había recordado su conexión con Cheveyo, estuviera donde estuviese, consciente de que su amor los unía. La esperanza y optimismo de Ixchel le dio esperanza también a él. Pero aun así, estar separado de Tonina era peor de lo que había imaginado, y anhelaba dar la vuelta y regresar. Pero Chapultepec le llamaba, y aún estaba a muchos días de distancia.

A última hora, la tranquilidad del campamento se vio alterada por la llegada de un grupo de viajeros que por lo visto había seguido camino después de ponerse el sol. No era habitual que llegaran viajeros tan tarde, así que despertaron la curiosidad de todos. Pidieron pulque y tortitas y, sin que nadie los invitara, se sentaron ante el fuego más grande, donde los restos de un ciervo seguían girando en el espetón; parecían ansiosos por contar su historia.

Kaan no prestó mucha atención, hasta que oyó la palabra «maya». Levantó la cabeza bruscamente. Su náhuatl aún no era muy bueno, así que solo entendió pequeños retazos de lo que decían, pero fue suficiente. Un pequeño ejército dirigido por un príncipe maya avanzaba por la selva, arrasándolo todo a su paso. Lo más extraño de aquel invasor, dijeron los inquietos recién llegados (que resultaron ser refugiados de uno de los poblados atacados), era que en lugar de matar a los hombres o hacerlos prisioneros, el jefe maya les ofrecía la posibilidad de unirse a su ejército. El pequeño ejército se dirigía a Teotihuacán, dijeron.

Kaan se quedó petrificado. ¡Balam!

—¡Debes decírselo a tu madre! —le dijo la h’meen amablemente, pensando equivocadamente que el bebé era de Kaan y que Tonina temía decirlo por el tabú familiar.

Estaban acampados en unas verdes colinas, cerca de la antigua ciudad de Matacapan, en el golfo. Humo Turquesa y sus hombres se encontraban cerca, vigilantes. Estaban en territorio olmeca, donde en otro tiempo hubo una floreciente civilización. En cambio ahora, solo había unos misteriosos montículos que salpicaban los campos de maíz, y una pirámide cubierta de maleza que los lugareños decían que había sido fundada hacía cientos de años por los mismos dioses que habían construido Teotihuacán. Ya no había esplendor, solo ruinas y escombros, y las gentes que habitaban la zona se esforzaban en cultivar tabaco y subsistir con su comercio.

En los dos meses que habían pasado desde que partieron del istmo de Tehuantepec, la caravana de viajeros había avanzado muy poco a causa de las tormentas y las fuertes riadas. Y, dado que habían tenido que detenerse con frecuencia para cobijarse en zonas elevadas, Tonina e Ixchel no habían llegado tan lejos como esperaban. Ixchel estaba cada vez más inquieta. Días atrás, a la puesta de sol, había visto un coyote que devoraba a un gazapo, y ella lo interpretó como un augurio: Cheveyo estaba en peligro, porque pertenecía al clan del conejo.

Así pues, siempre que podía se dedicaba al estudio del Libro de los mil secretos, y trataba de encontrar respuestas. Por esto había preferido la intimidad de una pequeña casa de piedra que pertenecía a unos cultivadores de maíz.

De pronto, la luz de la entrada disminuyó y, al levantar la vista, vio que era su hija. Aunque solo veía su silueta, lo sabía, lo supo desde el momento en el que sucedió, el día después de la partida de Kaan, cuando Tonina se retrajo y dejó de comer. Ixchel sabía que habían dado el paso prohibido, que el Libro de los mil secretos no había sido suficiente para evitar que su hija y Kaan cruzaran el umbral de lo prohibido.

Cuando Tonina corrió hasta ella, se arrodilló a sus pies entre sollozos y confesó que estaba encinta, su corazón se partió en pedazos. Abrazó a su hija y se mecieron juntas, pero enseguida su lado práctico se hizo cargo de la situación. Después de vivir durante veinte años bajo tierra, sabía que el tiempo era algo precioso, que no debía desperdiciar, y menos con reproches o compadeciéndose.

—Cuando Kaan vuelva —dijo Ixchel, apartando a su hija para poder mirarla—, os casaréis. Es la única solución.

—¡No!

—Hija. Sea cual sea el tabú que descubramos, podemos arreglarlo. La legitimidad de tu hijo es más importante. Y, después de todo, Kaan y tú no sois hermanos, ni primos de padre.

—El no debe saber nada de este hijo.

—Pero es el padre, tiene derecho… —Ixchel calló de pronto, porque vio miedo en los ojos de su hija, y algo más… una vergüenza muy honda que no podía brotar de un acto de amor. Volvió la vista atrás y pensó en la actitud de Tonina, en el estricto código de honor de Kaan y comprendió que él jamás habría violado el tabú. Tenía que ser otra cosa—. ¿Qué pasó, hija?

Con la cabeza gacha, Tonina le contó entrecortadamente el ataque de Balam. Ixchel estaba helada. Había desconfiado de Balam desde que lo conoció en Palenque. En aquel entonces pensó que era porque le recordaba a Pac Kinnich. Pero ahora veía que su instinto había sabido ver desde el principio cómo era.

—Los dioses le castigarán —dijo abrazando de nuevo a su hija, deseando poder aliviar su pena.

—Madre, no podemos dejar que nadie sepa la verdad. No deseo que mi hijo nazca con semejante estigma.

En la isla de la Perla, los niños concebidos con violencia eran marginados, porque se creía que llevaban la violencia en la sangre. En otras islas, los hijos de una violación eran enterrados al nacer.

Ixchel estaba de acuerdo, pero por otros motivos. Según la costumbre maya y nahua, que una mujer soltera concibiera un hijo era motivo de vergüenza. Madre e hijo eran marginados y condenados al ostracismo.

—Debes casarte enseguida —dijo Ixchel con decisión.

—¿Qué hombre aceptaría casarse con una mujer que está encinta?

—Encontraré a alguien.

—Madre… —empezó a decir Tonina. E Ixchel vio la expresión de súplica en sus ojos.

—Encontraré un hombre que se case contigo y no exija sus derechos como marido. Un matrimonio de conveniencia por el bien del niño, y de tu honor.

—¿Y quién lo creerá? El bebé nacerá dos meses antes de tiempo.

—No importa. Los que no crean que el hijo es de tu marido creerán que es de Kaan. Sea como sea, habrás salvado tu honor y tendrás su respeto. Y tu hijo no conocerá la vergüenza.

—Madre —dijo Tonina, aferrando con fuerza las manos de su progenitora—. Kaan nunca debe saberlo. No debe saber que ha sido Balam.

Ixchel miró a los ojos de su hija y entendió.

—No te preocupes, nunca lo sabrá. Y ahora te encontraré un marido.

Tras preguntar entre los hombres que habían escapado a la matanza, Kaan confirmó que solo podía tratarse de Balam. Pero ¿por qué había dejado al grupo de Ixchel después de prometer que los protegería? ¿Había pasado algo? ¿Un enfrentamiento con Humo Turquesa?

¿Estaban Tonina y los demás completamente desprotegidos?

Kaan no perdió el tiempo. No esperaría a la mañana. Por culpa de las tormentas de finales de verano y las inundaciones, había tardado dos meses en llegar hasta allí. Pero el grupo de Tonina se dirigía hacia el norte, así que no tardaría tanto en darles alcance.

Así pues, se echó sus fardos al hombro, la lanza, el carcaj y las flechas, y abandonó el asentamiento, para correr al camino en la oscuridad de la noche, fustigándose. «Tendría que haberme casado con ella aquella noche. No tendría que haber accedido a marcharme. Si algo le pasa a Tonina, será culpa mía.»

Ixchel descubrió que no era tan fácil encontrar a alguien que quisiera casarse con una joven preñada, sobre todo porque tenía que ser muy discreta en sus pesquisas. Cuando contó la situación a Un Ojo, éste se ofreció voluntario enseguida. Dijo que creía que el hijo era de Kaan y que gustosamente haría un favor a su amigo. Lo cierto era que Un Ojo sabía quién era el padre. Cuando Balam le despertó de una patada y le arrojó la bolsita de piel de ciervo para que se la entregara a Kaan, él la abrió. Reconoció el cinturón de cauri y enseguida supo lo que había pasado. Pero no había dicho nada a nadie, por el bien de Tonina.

Ixchel le dio las gracias. Sin embargo, si querían que el engaño fuera creíble, tenía que ser un hombre con el que la gente pudiera creer que Tonina mantenía relaciones. Y Kaan jamás lo creería de Un Ojo ni de ningún otro hombre de su grupo. Sospecharía y seguramente acabaría averiguando la verdad.

Por encima de todo, solo Tonina y ella debían saber que el hijo era de Balam.

Ixchel se dio cuenta de que había un hombre al que Kaan sí creería capaz de casarse con Tonina, puesto que ya había expresado su interés por ella.

El jefe Humo Turquesa estaba alojado en una espléndida tienda que le protegía de los elementos, donde podía disfrutar a sus anchas lejos de las miradas de todos. Y fue allí donde recibió a Ixchel, una bella mujer que le intrigaba.

Tras tomar asiento sobre una rica esterilla donde había comida y bebida, Ixchel siguió las normas de cortesía y finalmente dijo:

—Hace dos meses expresaste el deseo de casarte con mi hija. ¿Todavía estás interesado?

Él se encogió de hombros.

—Ya está comprometida, ¿no? No me gusta quitarle la mujer a nadie. No tengo necesidad.

Ixchel apretó los labios y tomó una decisión. El éxito de su misión exigía sinceridad.

—Mi hija fue atacada y violada.

Él volvió a encogerse de hombros.

—Tendría que haber sido más cuidadosa —dijo mientras examinaba un cuenco de aguacates y finalmente se decidía por uno y lo pelaba.

—Ahora está embarazada.

Mientras esperaba que Ixchel dijera lo que quería, el hombre quitó el hueso al aguacate, se metió la fruta en la boca y mascó con gusto, acompañándola con pulque.

—Tiene que casarse.

—¿Qué hay de Tenoch de Chapultepec? —preguntó limpiándose los dientes, y eligió otro aguacate.

—Está lejos. No podremos encontrarle a tiempo para que regrese y se case con ella. Tiene que ser ahora.

Humo Turquesa entrecerró los ojos, pensando que aquellos cabellos blancos resultaban tremendamente seductores en una mujer todavía joven. Seguramente aún no tendría los cuarenta.

—¿Quieres que pregunte entre mis hombres?

—Quiero que seas tú quien considere el matrimonio, honorable Humo Turquesa. Pero hay ciertas condiciones —se apresuró a añadir cuando vio que los ojos del hombre se encendían—. Debes declarar públicamente que el hijo es tuyo, y no reclamarás tus derechos como marido. Solo será un matrimonio de conveniencia; no debes tocar a mi hija. Estoy dispuesta a pagarte lo que me pidas. Pero debes mantener nuestro acuerdo en secreto.

El hombre lo pensó, sopesando las posibles ventajas. A ojos de sus hombres, tendría una esposa joven y, a los siete meses, un hijo que daría prueba de su virilidad. Y aunque el acuerdo excluía las relaciones maritales, ¿acaso estaría la madre siempre con ellos para controlar? La exquisita Tonina sería suya.

—¿Cómo me pagarás? —preguntó.

Ella le presentó los regalos que había traído: jade, ámbar, libros sin escribir, un hermoso manto nahua… pero él lo rechazó todo.

Entonces le dedicó una mirada que no dejaba lugar a error.

—Eres una hermosa mujer, honorable Ixchel —le dijo con voz ronca.

A ella se le paró el corazón. Una vez más, estaba atrapada, aunque no era bajo tierra. Pero como si lo fuera. Y solo había una salida. Pensó en su hija, su vergüenza, su estigma. Y tomó una decisión.

—Solo esta noche —dijo con voz trémula—. Solo esta vez. Luego, ¿te casarás con mi hija y harás honor a tu palabra?

Él se relamió los labios mientras sus ojos la miraban con deseo.

—Una noche será suficiente —dijo, y salió de la tienda para ordenar que nadie le molestara hasta la mañana siguiente.

Ixchel cerró los ojos y, mientras se soltaba las cintas del pelo, lloró en silencio. «Perdóname, amado Cheveyo.»