Balam contempló con admiración el objeto que habían llevado ante él secretamente. A la luz parpadeante de la antorcha, en su campamento en la playa, contempló la hermosa corona de oro, jade y ámbar.
—Ideal para una reina —dijo el hombre, que no explicó cómo había conseguido aquel tesoro real.
—Desde luego —musitó Balam, y le entregó cinco pieles de ocelote, veinte piezas de jade y un odre de pulque. Era un precio muy alto, pero esa corona luciría en la cabeza de Ziyal el día que él controlara el mundo.
Balam vio cómo su visitante secreto desaparecía en el bosque y entonces se volvió a mirar la bahía de Campeche, la luz de las estrellas sobre el mar. Se llevó la mano a la bolsita que llevaba al cuello: el diente de leche de su hija. Dulces recuerdos pasaron por su mente: él corriendo por la casa con Ziyal sobre los hombros; Ziyal riendo porque él le hacía cosquillas; las noches en vela que pasó junto a ella cuando estaba enferma. El tacto de sus pequeños brazos alrededor de su cuello. Su aliento en la mejilla. La alegría que embargaba su corazón cada vez que le llamaba «taati».
«Pronto, preciosa mía —gritó en su mente, enviando su pensamiento hacia las estrellas—. Solo un poco más, mi dulce niña, y taati estará contigo.»
Balam guardó cuidadosamente la corona en un cesto lleno de hierba y escuchó en la noche.
Después de presenciar aquel repugnante espectáculo en la playa —Kaan buscando un acuerdo de paz con el perro zapoteca—, había dado orden a sus hombres de que esperaran a medianoche y luego se colaran en el campamento donde Humo Turquesa y sus guerreros pasarían la noche.
—Aseguraos de que todos duermen —había dicho—. Entonces sacaréis vuestros cuchillos y…
Esbozó una torva sonrisa. Si reducía el ejército del jefe Humo Turquesa, Balam lograría dos objetivos: debilitaría al gordo jefe zapoteca y reduciría el número de soldados que protegerían al grupo de Kaan.
¡Intercambiar esposas!, pensó con desprecio. Casarse con la hija o la hermana de un enemigo, así es como los débiles buscaban la paz. Para él, un verdadero guerrero, solo había una forma de mantener la paz: la fuerza. Se convertiría en el jefe supremo de la tierra, pero no casándose con las hermanas y las hijas de nadie, sino degollándolas. Solo así podía someterse realmente al enemigo.
Balam pensó en Kaan, que había pasado de maya a chichimeca, y supo que aquello era la señal de los dioses para que sus caminos se separaran. Pero primero encontraría la nueva tribu de Kaan y degollaría hasta el último de ellos. El problema era: ¿qué tribu era? «Soy Tenoch de…» ¿De qué? No había oído bien el resto.
Oyó un ruido y al volverse vio que sus hombres ya regresaban, discretamente, con prisioneros. Balam asintió con gesto satisfecho. Habría unos cien. Los llevaron a su presencia y los obligaron a arrodillarse, con las cabezas gachas como muestra de vergüenza. Para un guerrero, el peor castigo era ser capturado sin luchar, sin sacar siquiera un arma. Balam sabía que Humo Turquesa no querría recuperarlos… ¡dejarse capturar mientras dormían! También sabía que esperaban que los ejecutara, y en aquel estado tan grande de deshonor irían directos al noveno nivel del infierno.
Pero el príncipe de Uxmal los sorprendió.
—Uníos a mí y tendréis el honor de enfrentaros a los despreciables huastecas del norte, tendréis los despojos, el botín, las mujeres, y si morís durante la batalla, iréis directos al Cielo 13.
Mientras aquellos hombres se postraban ante él y le juraban lealtad, Balam tuvo una visión de su fuerza militar, tan grande que se extendería desde sus pies hasta el horizonte. Un ejército con el que conquistaría el mundo, empezando por el hombre que le había traicionado.
Kaan andaba arriba y abajo con impaciencia por el claro.
¿Dónde estaba Tonina?
Oyó sonido de hojas y al volverse, allí estaba.
Tonina llevaba con ella el Libro de los mil secretos, protegido ahora con una nueva cubierta de plumas, pero cuando vio a Kaan en el claro, todos los miedos y advertencias de su madre quedaron olvidados. El libro se le cayó de las manos y corrió hacia él.
Los brazos de Kaan la rodearon, sus labios besaron los de ella. Tonina se aferró a él, sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas. Quería que sus cuerpos se unieran y pudieran permanecer así para siempre, solos, bajo la luz de la luna, en el claro, lejos de los cientos de personas que dormían en la playa, lejos de obligaciones y responsabilidades y… de tabúes.
—¿Estoy soñando? —musitó Kaan, mientras sus manos exploraban su cuerpo delgado y sentían su calor, a través de sus nuevas ropas, ropas nahuas, como las de él, como si los tejidos fueran también de una nueva raza.
Tomó su rostro entre sus manos y la miró a los ojos.
—Esta mañana, cuando te vi… sentí un deseo tan fuerte de ti que no podía moverme. Te quise en ese momento, quería unirme a ti, quería que fuéramos uno. Entonces supe que primero tenía que transformarme. Amada Tonina, del fuerte deseo que siento por ti ha nacido una nueva identidad.
Las lágrimas brillaban en los ojos de Tonina. Kaan, pensando equivocadamente que eran lágrimas de alegría, besó cada una de ellas mientras caían por sus mejillas.
—Me siento como si hubiera muerto en el cenote. Pero cuando me diste el aliento de la vida, un hombre nuevo nació, y en los días y los meses posteriores, he tenido que aprender de nuevo a vivir, como un recién nacido, aprender a sentir, a escuchar, a entender a los demás y a mí mismo. Es como si me hubieran dado una segunda oportunidad en esta vida.
Sus labios rozaron los de ella con ternura. Notó el sabor de sus lágrimas, el temblor de sus labios.
—Pero me has dado más que la vida, Tonina. Antes no sentía más que vergüenza por mi raza, en cambio ahora me siento orgulloso. Y es un regalo que te debo a ti. —El rostro de Kaan se crispó de dolor por un momento, porque un recuerdo volvió a él, un recuerdo que había apartado de su mente hacía mucho tiempo—. Cuando tenía doce años —dijo con voz tensa—, un día estaba en el mercado con Balam y otros niños. Me encontré con mi madre, y ella se dirigió a mí. Yo fingí que no la conocía y le volví la espalda. Los otros niños me preguntaron quién era y yo dije que no lo sabía. ¡Lo siento tanto! Fui tan cruel con ella… Ojalá estuviera aquí y pudiera ver el orgullo que llena mi corazón. Tonina, siempre había pensado que sería terrible quitarme el manto de Kaan el maya, y sin embargo, cuando recobré el buen juicio, solo en la jungla, sin otra cosa que mis recuerdos y mi conciencia, me di cuenta de que quizá no sería tan duro despedirme del hombre que he sido.
La brisa de la noche, que agitaba los árboles y hacía susurrar las ramas y las hojas, revolvió los cabellos de Kaan. Mientras él hablaba, Tonina le miraba los labios, deseando besarlos, pero sabía que Kaan necesitaba hablar. Con aquella voz profunda… Se habría pasado la vida escuchándole.
—Cuando el hambre asoló la tierra, mis padres dejaron su hogar ancestral en busca de una vida mejor para mí y mi hermana. Mi hermana murió joven. Luego mi padre murió también mientras estaba talando árboles. Pero yo me hice fuerte, me convertí en un héroe. Y mi madre acabó como responsable de las cocinas reales. Tonina, quiero encontrar a su familia, que sepan que fue una mujer valiente.
Tonina hundió su rostro en el cuello de Kaan, clavó sus dedos en sus fuertes músculos. Había tantas cosas que decir, tenía tantas palabras en los labios…, pero no podía pronunciarlas. Ella solo quería ser parte de aquel hombre al que amaba, lo deseaba tan intensamente que rezó a los dioses para que le quitaran aquella pesada carga que llevaba sobre los hombros.
Los labios de Kaan de nuevo buscaron los de ella en un beso más fuerte y profundo. Su mano se deslizó por su pierna, levantó su falda, tocó la piel caliente de debajo.
—Espera —susurró Tonina.
Él se apartó y la miró con extrañeza. Su mano tocó el cinturón de cauri que aún llevaba a la cintura, símbolo de su pureza, y entendió sus dudas.
—Tonina, por la mañana nos casaremos —dijo—, y entonces estaremos juntos el resto de nuestras vidas.
Aunque el jefe zapoteca le había dicho a Kaan que debía casarse con su hija, éste logró convencerlo para que casara a la joven con otro hombre del grupo y él mismo tomara una mujer que no fuera Tonina. Ahora, debido a la antigua costumbre de intercambiar a miembros de las familias, a los dos grupos les interesaba que el otro estuviera a salvo y se habían convertido en aliados.
—Casarnos…
—¡Ya lo he arreglado! —dijo él. Había pensado darle una sorpresa, pero quería que supiera que sus intenciones eran honorables—. En este mismo momento, Lampiño está con una partida de caza. Obsequiaremos a nuestros invitados con un banquete de carne de ciervo cuando unamos nuestros mantos.
—Kaan —susurró ella—. No podemos casarnos. No todavía.
—¿Por qué?
Tonina retrocedió. El libro. Se le había caído. Se zafó de los brazos de Kaan —aunque la separación le dolió físicamente— y buscó por el suelo del bosque. El libro estaba allí, protegido aún por su cubierta de plumas. Tonina lo cogió y se situó en una zona iluminada por la luna y pasó apresuradamente los pliegos.
—Aquí —dijo, y le entregó el libro.
Kaan examinó la página y encontró un símbolo conocido: era el mismo tatuaje que él llevaba en el pecho.
—La colina del Saltamontes —dijo Tonina—. A orillas del lago Texcoco.
—¿Y qué pasa?
—Kaan, mi tribu vivía en la colina del Saltamontes.
Él esperó. Una solitaria ave nocturna lanzó su reclamo desde lo alto de un árbol. Ranas y cigarras zumbaban y croaban en la noche. El ambiente era húmedo y cálido. Pero cuando Kaan vio la expresión de los ojos de Tonina, sintió un escalofrío.
—¿Qué significa esto? —preguntó, mientras un frío presentimiento le recorría el cuerpo—. ¿Qué importa dónde vivían nuestras familias? Tonina, se trata de ti y de mí, nada más.
—Kaan, es posible que pertenezcamos al mismo clan, o incluso a la misma familia. ¿Y si nuestras madres eran primas? Las leyes de los dioses y los antepasados prohibirían nuestra unión.
Kaan habría querido gritar de indignación por aquella injusticia. Cuando él era maya y ella una isleña, cuando el abismo entre ellos era tan grande que parecía imposible salvarlo, eran más libres de disfrutar juntos físicamente que ahora que dicho abismo había desaparecido.
Le daban ganas de arrojar el libro y los tabúes al viento de la noche y tomar a Tonina allí mismo. Una vez más, sintió el impulso de maldecir a los dioses, destrozar sus ídolos, dar rienda suelta a su ira contra el mundo invisible. Pero a diferencia de aquella otra noche, en el pasado, en la que no se contuvo y los dioses exigieron su sacrificio en el cenote, Kaan trató de controlarse. La voz de su conciencia le advirtió de la mala suerte que podía caer sobre las personas inocentes que dormían en la playa si violaba una de las leyes más sagradas.
—¡Es injusto! —exclamó.
Pensó en Balam, cuando se enamoró de Seis Palomas, y en la angustia que pasaron los dos mientras los sacerdotes repasaban durante días sus respectivos árboles genealógicos, buscando un tabú. Las leyes que gobernaban las uniones matrimoniales habían sido dictadas hacía largo tiempo por sus ancestros y, aunque a menudo no tenían sentido, se seguían respetando. Nadie sabía por qué las mujeres del clan de la tortuga no podían casarse con hombres del clan del busardo ratonero, y en cambio las mujeres del clan del busardo ratonero sí podían casarse con los hombres del clan de la tortuga. O por qué los miembros del clan del río no podían unirse a los del clan de la langosta. Las normas se habían establecido en la bruma del tiempo y nadie las cuestionaba.
El propio Kaan había tenido que establecer algunas normas sobre matrimonios cuando estaban acampados en un poblado cerca de Tikal. Dos jóvenes amantes habían querido casarse, pero las dos familias prohibieron la unión por parentesco. Tras escuchar a las dos partes, Kaan tuvo que fallar en contra de aquellos dos desdichados, porque, de acuerdo con la ley maya, dos personas del mismo clan por parte de padre no podían contraer matrimonio.
¿Era posible que se repitiera aquella cruel ironía? ¿Que el nombre que había provocado la transformación y le había dado la libertad se convirtiera también en el instrumento que le alejara de la mujer que amaba?
—Debemos averiguar el nombre de tu clan —dijo Tonina.
La preocupación que Kaan vio en sus ojos hizo que se le hiciera un nudo en la garganta. Ahora más que nunca se sentía atado por un estricto código de honor, porque era chapultepeca y debía demostrar al mundo que el suyo no era un pueblo de salvajes.
Retrocedió, temiendo su debilidad física, temiendo que su cuerpo actuara sin escuchar a su conciencia.
—Tonina, cuando he recuperado mis recuerdos esta mañana, me ha venido a la cabeza otra palabra que mi madre me decía con frecuencia. Tonali. ¿Qué significa?
—Tonali —murmuró ella con asombro, pues aquella poderosa palabra se parecía mucho al nombre que le habían puesto en las islas—. Significa «destino», aquello que has nacido para ser o hacer.
—Siempre que me hablaba de Chapultepec, mi madre hablaba de tonali. ¿Está mi destino en la colina del Saltamontes, en el valle de Anáhuac?
Se volvió hacia el cálido viento de la noche y miró al oeste, en dirección a aquel valle de las tierras altas que estaba a meses de caminata de las selvas de Tehuantepec. Y sin embargo era como si estuviera allí mismo.
—Tonina —dijo aferrándola por los hombros—, nada sucede por azar. Todo cuanto acontece en nuestras vidas tiene una razón de ser, porque vivimos según los designios de los dioses. Y si es mi destino el que me guía, he de seguirlo.
—Iré contigo —dijo Tonina—. Iremos juntos a Chapultepec.
Él la abrazó con fuerza.
—No. Debes quedarte con tu madre, Tonina. Viajaré más deprisa si voy solo.
Kaan tenía razón. Tonina sabía cuál era su deber. Desde su estancia en Palenque, Tonina sentía una nueva fuerza en su interior, una nueva necesidad: compensar la terrible injusticia que se había cometido contra sus padres. Su madre, obligada a entregar a su bebé al mar, y luego enterrada viva. Su padre, a quien dijeron que su esposa y su hija habían muerto. Tenía que encontrar a Cheveyo, reunidos a él y a Ixchel, compensarlos por tanto dolor y tantos años perdidos.
Tonina cogió el medallón que la había acompañado desde que era un bebé, se lo quitó y se lo puso a Kaan al cuello.
—Busca la flor roja, amor mío. Y si la encuentras, espérame.
—No —dijo él—. Volveré. Tú vas hacia el valle de Anáhuac. Seguimos el mismo camino. Cuando en Chapultepec averigüe quién soy, cuando sepa cuál es mi misión, partiré de inmediato en tu busca. Sigue el mapa y te encontraré, Tonina, y no te alejes de Humo Turquesa; él te protegerá.
Kaan sujetó el rostro de Tonina entre sus manos.
—En otro tiempo —le dijo— era un hombre egoísta y no pensaba en el sufrimiento de los demás. No porque fuera insensible, o malo, simplemente era estrecho de miras, no era ningún héroe. Pero tú me has hecho abrir los ojos. Por eso y por otras muchas cosas, te doy las gracias. Y te quiero. —Inclinó la cabeza y volvió a besarla, con dulzura y afecto, estremeciéndose de deseo.
Sin embargo, se apartó enseguida y dejó que el aire y la noche mediaran entre ellos, pues estaba al borde del precipicio y su voluntad era tan débil como la luz que se colaba entre las ramas. Un instante más junto a Tonina, una palabra más de sus labios, y se rendiría.
Mientras la miraba a la luz de la luna, Kaan vio a Tonina en sus muchas y sorprendentes encarnaciones: la ingenua joven de las islas obligada a hacer de adivina en la Gran Sala de Mayapán; la joven rebelde que huyó de él en las afueras de Uxmal y le exigió que controlara a toda aquella gente; la criatura seductora que le convenció para que entrara en las aguas del lago Peten.
La mujer que había tenido hacía unos instantes en sus brazos, dispuesta a rendirse a su amor.
—Cuando vuelva, nos casaremos —dijo—, y la noche de nuestra boda, mi amada Tonina, la noche de nuestra boda te honraré con mi amor y con mi cuerpo.