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Instalaron a Tonina ceremoniosamente en un asiento de honor hecho con los restos arrastrados por el mar y con helechos, para que presidiera los festejos como una reina; a su alrededor, la gente encendía hogueras y construía instrumentos musicales mientras corría el pulque. Después de días viajando por territorio hostil, todos recibieron de buena gana la ocasión de disfrutar de un día de festejos y despreocupación.

Tonina tendría que haber estado contenta. Ya no era una paria como en la isla de la Perla, una marginada a la que consideraban fea porque era diferente. Ahora era una mujer nahua y se la reconocía como miembro de una de las siete tribus de Aztlán. Por fin pertenecía a algún sitio. Pero la preocupación enturbiaba su alegría. ¿Dónde estaba Kaan? Nadie le había visto desde la mañana, cuando la miró de aquella forma y huyó a la jungla. El sol ya se estaba poniendo y él seguía sin aparecer.

En el ambiente flotaban los olores de los mejillones y las almejas al vapor. La gente comía tortitas y judías, tomates y aguacate, acompañadas por el alegre sonido de flautas y tambores. El humo acre de cigarros y pipas se mezclaba con la brisa marina. Por un día, todos olvidaron sus cuitas, sus enfermedades, olvidaron la razón por la que habían abandonado sus granjas y sus familias para unirse a aquella búsqueda que seguramente no sería más que un espejismo. Pero no importaba. Tonina se había convertido en uno de ellos, y les recordaba que, aunque procedían de distintas tribus y clanes, eran un solo pueblo, hablaban un solo idioma, adoraban a los mismos dioses y seguían un mismo camino: el camino a Azdán, a casa.

Pero no todos estaban contentos. Al margen de la multitud bulliciosa, Balam y sus guerreros estaban en guardia, conscientes de que el jefe Humo Turquesa estaría reuniendo a sus hombres para atacar. Mientras observaba a aquel puñado patético de gente que celebraba un ritual sin ningún valor, él también se preguntaba dónde estaba Kaan.

Balam deseaba realmente que el jefe Humo Turquesa atacara, para que sus hombres pudieran demostrar a esos perros zapotecas que los guerreros mayas eran superiores. Él y sus soldados lucharían valientemente, no para proteger a la chusma, sino por la gloria de su raza. Y tras la victoria, Balam conduciría a sus hombres a victorias más importantes, hasta que la amenaza chichimeca desapareciera por completo y los dioses le recompensaran con el regreso de su preciosa hija.

Aunque aún no había tenido noticia del paradero de Ziyal, a pesar de la generosa recompensa que ofrecía, Balam no estaba preocupado. Cuando ofreció su sangre a Buluc Chabtan en Palenque, en una de las visiones que tuvo, el mismísimo dios de la guerra le decía que no se preocupara, porque los dioses velaban por su hija y la cuidarían hasta que pudiera volver a reunirse con ella.

—¡Primo! —susurró un joven a su lado cogiéndole del brazo—. ¡Mira!

Balam miró por encima de las cabezas de la multitud y se dio cuenta de que, más allá, en el otro extremo de la playa, todos habían enmudecido. El silencio se extendió como las ondas en un lago, hasta que en la tarde rojiza solo se oyó el sonido de las olas que rompían en la orilla.

Balam aferró su lanza y apretó los labios. No podía creerlo.

Tonina también miraba con incredulidad mientras la multitud se apartaba para dejar paso a una persona. Casi no le reconoció.

La larga cola de jaguar había desaparecido. El pelo de Kaan estaba suelto, hasta los hombros, y ahora el flequillo le cubría la frente, un flequillo recto hasta las cejas. Aquel corte recto enmarcaba su rostro de una forma sorprendente, pensó Tonina, y le hacía más guapo que nunca. El hombre que se lo había hecho también le había puesto el penacho de guerrero en la coronilla, un mechón sujeto con una cinta y cortado tan corto que quedaba de punta. El sencillo taparrabos había sido reemplazado por uno de un intenso azul, amarillo y rojo que atraía la mirada sobre las caderas, los ijares y los muslos. El sencillo manto también había sido sustituido por otro de un escarlata tan intenso que daba la sensación de que quemaría al tacto.

Kaan se detuvo ante Tonina y se inclinó respetuosamente; luego alzó el mentón y con gesto orgulloso dijo:

—Honorables señoras, vengo a presentaros mis respetos. Soy Tenoch de Chapultepec.