53

—No te preocupes por el jefe Humo Turquesa —dijo Balam—. Mi lanza está sedienta de sangre. Vuelve a Mayapán, hermano. Mis hombres y yo protegeremos a tu gente. —Balam estaba deseando embarcarse en aquel nuevo camino: eliminar a los despreciables chichimecas de la faz de la tierra. Y empezaría con la tribu local, cuyo jefe había dejado muy claro a los intrusos que allí no eran bienvenidos—. Debes decidir —añadió con impaciencia, mientras observaba la misteriosa choza de hierba que habían levantado en la playa.

Kaan estaba de acuerdo. Tenían que seguir; sin embargo, Ixchel había ordenado aquel arriesgado alto en un territorio hostil. Y lo había ordenado por motivos religiosos, lo que significaba que no podía hacer nada.

—El jefe Humo Turquesa ha accedido a dejarnos pasar por su territorio a regañadientes —le recordó Balam—. Pero ahora verá que nos instalamos aquí, como si pensáramos quedarnos, y lo tomará como un desafío. Está reuniendo a sus guerreros, hermano, y nos superan en número. No podemos ganar. Pero si atacamos de noche, mientras duermen, nos aseguraremos la victoria.

La gente de Kaan estaba acampada en la bahía de Campeche, con un mar chispeante y verde por un lado, y colinas verdes y onduladas por el otro. Y en medio, una playa con unas arenas de un desolador gris que se debía a los picos volcánicos que rodeaban la zona. Un centenar de fogatas cubrían la playa, y la gente estaba ocupada en sus tareas cotidianas: tejer cestos, hilar algodón, tallar madera, hablar, reír, discutir, jugar y correr los niños, ladrar los perros, gluglutear los pavos en sus canastas de mimbre. Una vez más, a Kaan le hizo pensar en una ciudad ambulante. Ahora había pocos mayas, porque cada vez eran más los nahuas que se sumaban al grupo: esposas que huían de maridos violentos, jovencitas que deseaban casarse, hombres que abandonaban granjas con suelos pobres y lluvias implacables. Y llevaban consigo a sus enfermos, sus cojos, los que no tenían esperanza, los que sí la tenían… todos en busca de una vida mejor en el paraíso de Aztlán.

La multitud había aumentado por la leyenda que envolvía la figura de Ixchel, que había salido de debajo de tierra después de veinte años. Por mucho que ella lo negara, todos creían que era la diosa prosaica. Como le había sucedido a Quetzalcóatl, que murió, bajó a los infiernos y durante tres días moró entre los muertos. Ixchel también había muerto, decían, para viajar por el más allá y volver a renacer.

También creían que su hija era especial. Y habían creado un mito en torno a la figura de Tonina, como era costumbre entre las gentes. Hablaban de su vida en el mar, entre delfines, caminando sobre las aguas, no como una humana sino como una exótica criatura marina a la que los dioses habían convertido en humana. La gente quería a Tonina y creía que tenía poderes, como su madre. Kaan recordaba cuando le habló de su infancia en la isla de la Perla, de que se sintió siempre una extranjera y de cómo los demás se burlaban de ella y hasta insinuaban que tenía algo malo, porque si no su familia no la habría abandonado. En cambio, ahora no solo formaba parte de aquella caravana de viajeros, sino que era el alma del grupo; la gente las seguía, a la diosa prosaica y a su hija, criada por delfines, hacia el mítico paraíso de Azdán.

Más allá, en la playa, del otro lado de un promontorio cubierto de hierba, los hombres de Balam y sus seguidores también estaban ocupados en sus tareas cotidianas, que consistían en un entrenamiento constante para el combate.

—Para proteger a nuestra gente —decía Balam, aunque entre los más próximos a Kaan ya había quien sospechaba que los motivos del príncipe para crear un ejército eran muy distintos. Pero Kaan confiaba en su amigo y aceptaba de buena gana su protección.

Ahora estaban en territorio enemigo y cada tribu que encontraban estaba liderada por un jefe que primero quería atacar y luego hacer las preguntas.

Se encontraban en el istmo de Tehuantepec —el término náhuatl para decir «colina del jaguar»—, una región llena de misterio. En la jungla, algunas cabezas gigantes hechas de basalto descansaban en el suelo, como si fueran estatuas enterradas hasta el cuello. Sus rasgos eran extraños, con labios carnosos, nariz chata y poderosas cejas sobre unos ojos muy redondos. La roca era negra, como si ése fuera el color de la piel del gigante. Nadie sabía quién las había tallado ni qué había sido de ellos. Habían vivido allí hacía mucho tiempo, decían los lugareños, y un día desaparecieron.

Kaan y los suyos habían tardado treinta y dos días en llegar a aquel lugar —más de lo que él esperaba—, porque las tormentas estivales y las tribus hostiles les habían retrasado considerablemente. Cada región que cruzaban requería agotadoras negociaciones para seguir con un mínimo de seguridad. Los jefes locales decían: «No sois una caravana, por tanto sois un ejército». Y recelaban en particular de Balam y de sus guerreros mayas.

El jefe Humo Turquesa no fue una excepción. El grupo de Kaan había tenido que pagar un tributo en granos de cacao y jade, e incluso entonces, el jefe no les permitió acampar en su valle verde y exuberante, lleno de lagos y corrientes de agua, donde bellas mujeres pasaban el día liando hojas de tabaco —porque principalmente se dedicaban a comerciar con cigarros—, e insistió en que se instalaran en aquella playa de arenas grises y granulosas. Llevaban cuatro días allí.

Por culpa de la choza.

Ixchel y la h’meen habían inclinado sus cabezas sobre los libros de la herbolaria, habían estudiado las tablas y las estrellas, hasta que Ixchel anunció que ella y Tonina debían erigir una choza especial para un ritual de tres días en el que no intervendría ningún hombre.

«Sin hombres», pensó Kaan mientras miraba con el ceño fruncido aquel refugio. Lo habían construido las mujeres y se pasaban el día entrando y saliendo, con cuencos y calabazas, instrumentos musicales, comida, incienso, ropas. Ixchel y Tonina habían entrado al amanecer del primer día. Ya estaban en la mañana del tercer día, y aún no habían salido. Pero seguramente el ritual acabaría pronto, porque parecía que las mujeres estaban particularmente pendientes de la choza y se acercaban con expectación.

Aquel misterio le desconcertaba. Kaan sabía de las prisas de Ixchel por encontrar a su marido, ya que nunca perdía la ocasión de preguntar si habían visto a un chamán llamado Cheveyo. Estaba preocupada por la visión de Tonina: un valle cubierto de cadáveres, un cielo oscurecido por el humo y Cheveyo pidiendo ayuda. Sin embargo, a pesar de su inquietud, Ixchel había pedido que se detuvieran y había insistido en realizar aquel ritual de tres días en la playa de Tehuantepec.

—Si te vas ahora —le dijo Balam al oído—, estarías en Mayapán para el equinoccio de otoño.

Kaan no necesitaba que Balam le convenciera. Día y noche lo consumía la necesidad de buscar a los hombres del consorcio. Pero ahora tenía otro motivo más apremiante para abandonar aquella zona: la inquietud cada vez mayor que sentía en territorio nahua, donde el maya solo se conocía como una lengua extranjera. Las costumbres le resultaban extrañas, los dioses eran desconocidos. Ni siquiera el juego de pelota se regía por las mismas normas. Para él cada día era una lucha continua por seguir siendo maya. Kaan temía que si bajaba la guardia, si se descuidaba tan solo un momento, perdería su identidad. Y si eso pasaba, ¿qué sería de él? «Si ya no soy maya, ¿me limitaré a desvanecerme?»

Pero no podía dejar a Ixchel y a Tonina. Antes de llegar a su destino, más allá del valle Anáhuac, les esperaba un largo camino por terreno montañoso, entre gentes hostiles. No podía abandonarlas ahora por motivos egoístas.

—Por los dioses —dijo Balam con un gruñido—. Si esos demonios hubieran matado a mi hijo ya les habría colgado de los testículos hace tiempo.

—Basta —dijo Kaan en voz baja. Mientras miraba con los ojos entrecerrados la choza, veía las volutas de humo que salían por el agujero del tejado y oía los cantos del interior, pensó: «¿Qué están haciendo ahí dentro?».

Estaba temblando. Sentía que perdía a Tonina, aunque nunca había sido realmente suya. Ixchel le enseñaba a tejer cestos, a hablar náhuatl, y la llamaba Malinal; la estaba preparando para que abrazara su verdadera identidad.

—¡Muy bien, hombre —dijo Balam, disgustado—, tú sigue ahí y deja que Humo Turquesa nos aniquile por una mujer!

Viendo que no podía decidir —quedarse, seguir, volver a Mayapán— hasta que Tonina e Ixchel salieran de la choza, consciente de que el jefe Humo Turquesa estaba cada vez más disgustado por la presencia de intrusos en la playa —solo les había dado permiso para pasar allí una noche—, Kaan caminó hacia la choza, con el sol de la mañana en los ojos.

Mujeres y jóvenes se arracimaban en torno a la choza de hierba, cantando, batiendo palmas, así que a Kaan le costó abrirse paso entre ellas. La h’meen estaba allí, con una túnica y una falda que Kaan sabía que reservaba para ocasiones especiales.

—La bendición de los dioses, noble Kaan —dijo—. Has venido en el momento justo. Estábamos a punto de iniciar la celebración.

—¿Celebración?

Finalmente, La h’meen le explicó lo que ningún hombre le había contado hasta entonces: mediante aquel rito de iniciación de tres días Tonina era aceptada en su tribu como mujer.

—Es lo que los mayas conocemos como ceremonia del descenso de los dioses.

Kaan asintió. Él también había pasado por el ritual al cumplir los trece años, la edad habitual para celebrarlo.

Sin embargo, en el caso de Tonina, hubo que poner una nueva fecha, ya que en la isla de la Perla no celebraban este ritual. Ixchel decidió que sería el día que cumpliera los veintidós años, una fecha que incluía dos números propicios: el nueve y el trece.

La h’meen calló, porque en aquel momento Ixchel salió de la choza. Sonreía graciosamente, con una mano levantada para que le prestaran atención.

A Kaan le maravillaba el cambio que había experimentado la madre de Tonina desde que salieron de Palenque. Al recuperar la salud y el vigor, su cuerpo se había llenado, se la veía rejuvenecida, y más alta, porque caminaba más derecha. Bajo el sol de la mañana, se movía con porte regio. A Kaan le hizo pensar en una reina. Y aunque sus cabellos seguían siendo blancos, se veían brillantes y tupidos, y sabía que los hombres de su grupo la encontraban atractiva.

La mujer habló en náhuatl, con una voz fuerte y resonante que llegó a las fogatas y llamó la atención de los cientos de personas acampadas en la playa. Mientras uno a uno los diferentes grupos guardaban silencio, Ixchel iba repitiendo su anuncio, hasta que la playa entera calló y solo se oyeron las gaviotas.

Kaan no entendía lo que había dicho, pero vio que todos miraban con atención, y sintió que estaba ante un momento decisivo. Miró al mar, donde los pescadores esperaban pacientemente en sus canoas mientras las garcetas vadeaban los bajíos. Cada una de aquellas aves de patas largas estaba sujeta por un ronzal que le permitía desplazarse por el agua, pero no volar, y cada una llevaba un collar al cuello que solo le permitía respirar. Los pescadores esperaban hasta que el ave introducía súbitamente su cabeza en el agua y la sacaba con un pez en el pico. Las garcetas no podían tragar, así que les quitaban el pescado sin ninguna dificultad.

Una escena normal, pensó Kaan, y sin embargo intuía que el mundo estaba a punto de cambiar para siempre.

Finalmente, otra figura salió de la oscuridad de la choza, al sol del exterior, para que todos la vieran.

La primera cosa en la que Kaan reparó fue en el pelo, recogido en dos rodetes en lo alto de la cabeza, sujeto con cintas de colores, lo que indicaba que había dejado atrás la pubertad. Por desgracia, las encantadoras conchas ya no estaban. Pero los cabellos recogidos dejaban al descubierto un cuello largo y delicado que antes quedaba oculto y que a Kaan le pareció que la hacía aún más alta. La sencilla túnica blanca y la falda habían sido sustituidas por unas prendas de colores y dibujos brillantes, verdes, azules y rojos que realzaban el color de su piel. Aparte de esto, llevaba colgantes y brazaletes que le daban un aire noble.

Pero lo más sorprendente era el rostro. Ya no llevaba ni pinturas ni ningún tipo de adorno, así que sus facciones se veían claramente a la luz del sol: ojos grandes y expresivos, nariz fina, pómulos altos. Kaan se sentía como si la estuviera mirando por primera vez, como si estuviera ante una mujer a la que nunca antes había visto.

Una mujer realmente hermosa.

Y de pronto sintió un gran pesar en el corazón. Cuando Ixchel anunció en náhuatl y luego en maya «Hoy celebraremos un gran festín en honor de mi hija Malinal», miró a Tonina —ahora era Malinal—. «La he perdido», pensó.

Tonina salió de la choza pestañeando ante la luz cegadora del sol. Después de tres días de oraciones, ayuno y estudio de los secretos y misterios de ser mujer, el primer pensamiento de Tonina fue buscar a Kaan entre la multitud.

¿Cómo reaccionaría? Le había dicho que a él le habían enseñado a despreciar a los de su raza. ¿La despreciaría a ella también? Estaba en pie junto a la h’meen. Sus ojos se encontraron. Ella sonrió vacilante y esperó su reacción con el corazón acelerado.

Kaan trató de devolverle la sonrisa. Pero la transformación iba mucho más allá del pelo, la ropa o las pinturas faciales. Tonina era una extraña. Era una nahua.

Y entonces de pronto…

Se quedó sin aliento. Tuvo que reprimir un grito. En aquel instante, Tonina era más que hermosa, más que una joven transformada, era de su carne y de su sangre. El deseo que sentía por ella le producía un dolor físico. Jamás había deseado a una mujer con tanta fuerza como deseaba a Tonina en aquellos momentos.

Pero sus ojos estaban jugando con él; de pronto, en lugar de Tonina, a quien veía ante él era a otra mujer, hacía mucho tiempo. Su madre, joven y hermosa, recién llegada a Mayapán, no acostumbrada todavía a los usos de los mayas, con los cabellos recogidos en dos rodetes en lo alto de la cabeza, una túnica colorida sobre una falda igualmente colorida, hablando en náhuatl a su hijo, contándole los mitos y la historia de su pueblo y…

«Chapultepec.»

¡Eso era! La palabra, el nombre, el lugar que había estado tratando de recordar desde que salieron de Mayapán y que su madre le había pedido que recordara, aunque él había preferido olvidarlo. ¡Chapultepec! Lo había recordado. Lo recordaba todo…

Por un momento, Kaan se quedó completamente inmóvil bajo el cielo de verano, mientras a su alrededor el mundo experimentaba un cambio tan brutal que pensó que el sol caería del cielo. Entonces se dio la vuelta y huyó; se abrió paso entre la gente, se alejó de la choza y de la nueva mujer que había visto ante él, y se adentró en la jungla que lindaba con la playa de arenas grises. Kaan corrió ciegamente entre palmeras, helechos, enredaderas, con un nudo en la garganta, apartando hojas gigantes y lianas, hasta que se encontró solo en medio de una espesa maleza… solo en el mundo, sin un nombre, como si acabara de renacer entre el musgo, los líquenes de la selva tropical.

Cayó de rodillas y dejó escapar un sollozo. Y luego otro, junto con un sinfín de emociones contenidas, porque los muros invisibles que durante años le habían protegido de recuerdos no deseados se habían desmoronado. Las palabras volvían a él desde el pasado: auakatl… chichiltik… kali… kuakuake. Palabras aleatorias y sin conexión entre ellas, aunque conocía su significado. Aguacate… rojo… casa… escarabajo.

Náhuatl. La lengua de su infancia.

Se desplomó sobre el suelo de la jungla, mientras el pasado caía sobre él como una lluvia tropical: días sofocantes en las cocinas reales, con su madre, que era la trabajadora más insignificante, fregando cazos y moliendo maíz, hasta que ascendió a cocinera de tortitas, y luego a responsable de su preparación y más tarde a jefa de cocina. Su madre hablando con él en su lengua nativa, enseñándole los mitos de su pueblo, antes de que se hiciera amigo de Balam, se convirtiera en maya y empezara a levantar muros en su mente para que sus recuerdos no salieran.

Chapultepec.

—No olvides nunca, hijo mío —le había dicho su madre.

Y cada día le hacía repetir la palabra, cada día le preguntaba si se acordaba, hasta que fue lo bastante mayor para abandonar las cocinas y se instaló en los barracones donde vivían los jugadores del juego de pelota, con Balam y los otros niños mayas, que luego se convirtieron en jóvenes, y después en hombres. Y él, Kaan el camaleón, aprendió a imitar su comportamiento, sus costumbres y su lengua, y adoptó a sus dioses y sus mitos, sus creencias, y el mundo de las cocinas, el pequeño chichimeca y su madre nahua quedaron tan al fondo de su mente que llegó un día en el que ya no pudo recordar la palabra que su madre siempre le había pedido que recordara.

Pero ahora había vuelto, había despertado de su sopor al ver la transformación de Tonina.

—Chapultepec —susurró, empapado en sudor y debilitado.

Kaan lloró sobre la tierra y la vegetación de la jungla de Tehuantepec, atrapado entre dos mundos, como un conejo entre dos perros que tiran hacia lados opuestos hasta que lo despedazan.

Kaan permaneció así largo rato, dejando que el pasado lo invadiera, lo atrapara, lo llevara, hasta que se sintió tan agotado que ya no sabía dónde estaba el sol en el cielo. Se sentó, y mientras se preguntaba dónde estaría el este y dónde el oeste, mientras se sacudía las ramitas y las hojas de la piel húmeda, supo que su vida estaba a punto de cambiar.

Cuando quiso levantarse, se tambaleó unos momentos, pero enseguida recuperó el equilibrio. A pesar del dolor, vio claramente que solo había un camino. Siempre había habido un único camino. Y quizá, pensó mientras volvía hacia la playa, quizá —si los dioses lo querían— decir adiós no sería tan difícil como había pensado.