El alba despuntaba e iluminaba las antiguas pirámides y los templos mohosos bajo la niebla baja. En aquella atmósfera húmeda se oía el parloteo de los monos y el reclamo de los pájaros. El mercado se llenó enseguida de actividad; mientras, cientos de personas se preparaban para levantar el campamento.
Ixchel y Tonina habían acudido a los nahuas de Palenque; les hablaron de Quetzalcóatl y de Aztlán, y si bien la mayoría se sintieron intrigados por la historia y de buena gana habrían seguido en la compañía de una mujer con tan buena suerte, el viaje les daba demasiado miedo. Algunos decidieron permanecer en la ciudad, pues les parecía que allí estarían seguros, aunque la mayoría decidieron seguir a Kaan, porque creían que también sería seguro. Pero aventurarse en unas tierras que todos sabían que pertenecían a tribus guerreras y hostiles… no. Ixchel y Tonina no lograron persuadir a nadie.
De modo que solo un pequeño grupo partiría hacia el valle de Anáhuac, al oeste, donde se decía que un anillo de volcanes escupía humo negro al cielo. Allí verían el lugar desde donde partieron los padres de Ixchel, rendirían homenaje a sus antepasados y seguirían hacia el norte, en busca de la flor roja que les llevaría a la mítica Aztlán. El grupo lo formaban Ixchel, Tonina, Un Ojo y la h’meen, algunos guías y porteadores, y Lampiño y sus hombres. Kaan no iría. Ixchel esperaba que al hacerlo partícipe de los secretos del libro sagrado lo convencería para que buscara Aztlán con Tonina. Pero dijo que tenía asuntos en Mayapán, y que debía partir hacia el este enseguida.
También Ixchel estaba impaciente por partir. Desde que Tonina había tenido aquella sorprendente visión en el templo, estaba segura de que Cheveyo corría peligro y la necesitaba. Así, en aquella mañana de niebla espesa y grandes cuitas, supervisó con gran seriedad la preparación de los fardos con comida, medicinas y agua.
Tonina colocaba en su fardo de viaje frutos secos salados y semillas de girasol, mientras pensaba en las cosas asombrosas que Ixchel le había dicho sobre Aztlán: era un paraíso donde los dioses habían creado a la primera pareja. Allí nadie envejecía ni moría, la comida crecía en abundancia y no existía la guerra. Y ciertamente, la flor roja tenía poderes curativos. Pero ¿cómo pudo saberlo Guama?
Tonina temblaba al pensar que también iba a conocer a su padre. O eso esperaba. Cheveyo se había ido hacía veintiún años. Podía estar en cualquier parte. O haber muerto.
Mientras colocaba la copa transparente bien protegida, pensó en la visión que había tenido en el templo del Tiempo. ¿Fue solo su imaginación o era realmente una visión profética? Debía de ser una visión porque, ¿cómo si no habría podido describir a Cheveyo con tanto detalle? La piel cobriza, el rostro ancho con tatuajes en la frente y las mejillas, los cabellos recogidos en dos largas trenzas. ¡Y las ropas! El hombre de su visión llevaba las piernas cubiertas con pieles de ciervo y una túnica con flecos. Tonina nunca había visto aquel tipo de vestimenta, y sin embargo Ixchel decía que así era como vestía Cheveyo.
Se detuvo un momento para estudiar al pequeño grupo… Un Ojo, que estaba ayudando a la h’meen; Ixchel que daba instrucciones a Lampiño. ¿Cómo lograrían sobrevivir? Doce personas en territorio hostil.
Echó un vistazo por la abertura del muro del patio y vio que Kaan estaba en la plaza, dando órdenes a sus hombres. Deseaba tanto ir con él… sentía un agudo dolor en el pecho, un dolor que la acompañaría el resto de su vida. Pero también quería encontrar a su padre, y estar presente cuando él y su madre se reencontraran.
Su viaje ya no le pertenecía solo a ella; sus necesidades ya no eran lo más importante. Ahora se sentía responsable de aquel puñado de personas: la h’meen, que iba en un cesto a la espalda de un ayudante, con el pequeño Poki en el regazo; Un Ojo, que se desvivía en atenciones por aquella niña vieja a quien llamaba «mi señora» y a quien tranquilizaba diciéndole que todo iría bien; Ixchel, ya no tan frágil ni anciana como cuando salió de la cueva pero muy lejos aún de estar recuperada; incluso Lampiño, un hombre grande y fornido sin más ingenio que el que le daba su cuchillo. ¿Qué posibilidades tenían frente a aquellas tribus salvajes que mataban a todos cuantos entraban en su territorio?
Tonina no había pedido ayuda en su vida, no quería pedirla. Pero por el bien de sus compañeros, debía hacerlo.
Pero tenía miedo, porque Kaan era el único que podía ayudarla y eso significaba ponerse a sus pies. Ya la había ayudado en una ocasión, en Copan, cuando estaba indecisa y no sabía qué dirección tomar. En aquel momento, Kaan había señalado el medallón y había dicho: «Es un mensaje».
Sin embargo, ahora era distinto. Él tenía prisa por volver a Mayapán, y ardía en deseos de llevar a los asesinos de Cielo de Jade ante la justicia. «Si le pido que nos acompañe, ¿dirá que no?»
Balam se movía entre sus hombres, dando órdenes pausadamente mientras éstos se miraban. Su jefe había cambiado. Todos lo notaban. El príncipe Balam parecía sosegado, menos expansivo, incluso solemne. Sus primos intuían una nueva fuerza en él, y se preguntaban si por fin les iba a mostrar el camino a la gloria.
Balam sabía que sus hombres veían aquel cambio en él con curiosidad. Pero no pensaba explicar nada a nadie. No contaría a nadie el verdadero motivo de su viaje al oeste. Dejaría que pensaran que iba a Teotihuacán para rezar por su esposa e hija. Y cuando estuvieran cerca de Aztlán y se encontrara a su enemigo en el campo de batalla… solo entonces revelaría su glorioso plan a sus guerreros: evitar que los bárbaros se hicieran con el mundo.
Los mismos dioses le habían convocado para que defendiera la soberanía de los mayas. Y toda aquella gente, incluidos Kaan y Tonina, se inclinaría ante él. Balam iría a todas las ciudades mayas desiertas y las resucitaría, derramaría su buena suerte sobre pirámides abandonadas y templos cubiertos de maleza. La gente regresaría a las ciudades y le adorarían como un dios sobre la tierra.
Balam sonrió para sus adentros, con una sonrisa fría y callada. Antes quería poner la ciudad de Uxmal a los pies de Ziyal. Pero ahora le daría el mundo.
Kaan estudió el nuevo mapa con la intensidad de un gato que acecha a un ratón. Se obligó a concentrarse en su destino y a no pensar en nada más, sobre todo en su separación de Tonina.
Cuando sus ojos siguieron el camino que salía de Palenque y se perdía en la jungla, cuando se imaginó el momento en el que llegaría al camino blanco y, una vez más, tendría que despedirse de Tonina, le maravilló recordar cómo le aterraba la idea de viajar con ella cuando estaba en Mayapán. En cambio ahora no soportaba tener que separarse de Tonina.
Contra su voluntad, sus ojos fueron del mapa a la hilera de casas de piedra que formaban la zona de los tejedores de cestos. En el patio de la casa de Ixchel todos estaban ocupados con los preparativos del viaje. Veía la cabeza grande y desgreñada de Lampiño, que sobresalía por encima de las demás, mientras supervisaba las provisiones, daba instrucciones a sus hombres y consultaba con los guías. Lampiño era un hombre leal y sencillo, que había aceptado la orden de Kaan de acompañar al pequeño grupo sin cuestionarla.
Kaan buscó a Tonina. No la veía. Pero allí estaba Ixchel, más derecha, con aspecto más rejuvenecido a cada día que pasaba y con una expresión radiante. «Es porque partirá en una misión sagrada.»
Aztlán… el mítico paraíso. ¿Lo encontrarían? ¿Existía realmente?
Pero en la misión de Ixchel había algo más. Ella iba en busca del hombre al que amaba. Y estaba dispuesta a enfrentarse a innumerables peligros. Igual que Tonina, que había aceptado sin vacilar la llamada para encontrar a su padre y a su gente, sin pensar en ningún momento en su propia seguridad.
Kaan frunció el ceño. De pronto, el grupo parecía pequeño y vulnerable. Todos decían que en las llanuras de las tierras altas había tribus salvajes que siempre estaban en guerra. Tres mujeres solas con un puñado de hombres no podrían sobrevivir.
Kaan se sentía terriblemente mal. No podía dejar que fueran solas. Sin embargo, su viaje las llevaría al territorio de los chichimecas y a él le aterraba pensar en lo que podía encontrar allí. «Tienes una frente noble», le había dicho Ixchel.
Hacía tiempo, su madre le había dicho que su pueblo procedía de un valle de las tierras altas del norte, rodeado por un anillo de volcanes. Y le dijo un nombre que él había olvidado; no sabía si era el nombre de un lugar, de una tribu, de una persona. Si acompañaba a Tonina en su viaje a la meseta del norte, se arriesgaba a encontrarse con el pueblo de su madre, su pueblo, y eso le aterraba.
Un Ojo volvió a examinar la canasta de la h’meen para asegurarse de que iría cómoda.
—Fuiste muy valiente al subir a esa torre —volvió a decirle ella.
—Sí, lo fui —declaró él.
Desde su hazaña en la torre, Un Ojo se sentía más seguro de sí mismo, lo bastante como para acompañar a Tonina y a su madre a las mesetas altas, ya que la h’meen también quería verlas. Aún no podía desvelar la verdad sobre sus cicatrices de «jaguar», ni decir que era Balam quien había hecho que Kaan viajara a Copan para que no pudiera llegar a tiempo a Teotihuacán. Pero todo aquello ya no parecía importar.
Sin embargo, a Un Ojo no le gustaba que Balam y su pequeño ejército siguieran la misma ruta. Ixchel y Tonina necesitaban a alguien que las protegiera de aquel monstruo. Pero Kaan debía volver a Mayapán. ¿Cómo persuadirle para que los acompañara?
Un Ojo decidió que probaría todos los trucos y engaños habidos y por haber para convencerle. Quizá hasta le amenazaría con echarle su maldición de enano. Pero, cuando echó a andar hacia la entrada del muro del patio, vio que Tonina estaba cruzando la plaza y se dirigía hacia Kaan.
Un Ojo esperó. Intuía que Tonina le iba a pedir que las protegiera. Pero incluso si Kaan aceptaba y viajaba con ellos hacia el oeste, Un Ojo se prometió que tendría vigilado a Balam. Mientras examinaba una vez más la canasta de la h’meen, Un Ojo, el enano de dos ojos, juró en silencio sobre los huesos de su bisabuelo que no permitiría que Balam hiciera daño a sus amigos.
—La bendición de los dioses —dijo Tonina cuando llegó donde estaba Kaan. Vio que en las manos tenía un mapa—. Casi estamos listos. —Echó un vistazo a los porteadores y a los guías del grupo de Kaan, a sus guerreros armados, a las familias, agrupadas ya y dobladas bajo el peso de sus fardos—. Y veo que vosotros también.
—Lo estamos —dijo Kaan con un nudo de dolor en el pecho.
No dejaba de pensar en lo hermosa que era. Cada día parecía renovada, fresca, más adorable, más alta y más fuerte. El Kaan realista sabía que era la misma joven que había visto aquella primera tarde en el mercado de Mayapán, pero el Kaan enamorado se sentía asombrado ante aquella maravillosa transformación.
—Tonina…
Ella alzó una mano. Tenía que decirlo antes de que el coraje la abandonara. Allí estaba por fin, haciendo frente a lo que más temía. Pero debía hacerlo por el bien de los demás. El miedo a que la rechazara. «Si dice que no, jamás volveré a pedir nada a nadie.»
—Kaan, sé lo importante que es para ti ir a Mayapán. Sé la enorme responsabilidad que te espera allí. Pero Ixchel y yo no podemos viajar al valle de Anáhuac solo con un puñado de hombres —dijo casi sin aliento—, te necesitamos. Te necesito.
De pronto, Kaan sintió como si estuvieran de nuevo en Mayapán, cuando él le dijo que debía viajar con él y ella dijo que viajaría sola, que podía ir por su cuenta. O en las afueras de Uxmal, cuando se escabulló en mitad de la noche y él la alcanzó y le dijo: «¿Es que no sabes que es peligroso que viajes sola?». Y ella contestó: «Siempre he estado sola. No necesito a nadie».
En cambio, ahora, allí estaba, mirándole con aquellos ojos tan sinceros, tragándose su orgullo, poniendo al descubierto su flaqueza. «Te necesito.»
—Ya había decidido ir con vosotros —dijo él con voz suave, deseando que toda la gente que había en la plaza desapareciera, que estuvieran los dos solos en la tierra, sin otra preocupación que ellos mismos y con la libertad de amarse.
Los ojos de Tonina se abrieron y un pequeño jadeo escapó de sus labios. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Gracias —le susurró—. Se lo diré a los demás.
De no haber pasado Balam por una experiencia tan decisiva en el templo del Tiempo, de no haberse convertido en agente de los dioses, sin duda habría vacilado cuando acudió a Kaan y dijo:
—Hermano, he oído que vas hacia el oeste. Te propongo que viajemos juntos. Cuantos más seamos más seguros estaremos.
De nuevo Balam demostró ser un hombre astuto, y no dejó traslucir la sensación de triunfo que ardía en su interior. El antiguo Balam habría fanfarroneado. El Balam de los dioses se limitó a decir a sus hombres que se acercaran y se unieran al grupo de Kaan y Tonina.
Y así fue como dejaron la antigua y ruinosa ciudad de Palenque una vez más y para siempre, cientos de hombres, mujeres y niños que partían con la esperanza de encontrar una vida mejor. A la multitud no le importaba que Kaan hubiera cambiado su destino, porque iban a la ciudad mágica de Azdán.
Un Ojo caminaba junto a la h’meen, con el brazo levantado para poder cogerla de la mano, y los dos rezaban para que encontraran Azdán y fuera un paraíso como Ixchel decía: una tierra donde el anciano pudiera recobrar la juventud y un hombre pequeño y feo se volviera alto y apuesto. Balam avanzaba con paso firme, consciente de que al final del camino le esperaban la gloria y los dioses. Kaan y Tonina iban al frente del grupo, con Ixchel en medio, mirando al oeste, donde les esperaba su destino. Y un amado esposo y padre llamado Cheveyo.
Cuando llegaron al camino blanco, Ixchel soltó al quetzal. El pájaro verde parecía reacio a marcharse, y durante un rato estuvo revoloteando cerca de ellos, hasta que al final giró en el aire y desapareció en la gran bóveda vegetal de la jungla.
Al alcanzar el camino que iba al este y al oeste, se encontraron a un mendigo ciego y sin pies sentado bajo un árbol. Sucio, ajado, con las mejillas hundidas, el rostro cubierto de barro. El hombre oyó que se acercaba gente y extendió la mano, pidiendo la bendición de los dioses.
Kaan le dio tortitas y un odre de agua, y la multitud siguió su camino.
Mientras oía el sonido de todos aquellos pies que pasaban, el ciego suspiró con aire soñador y pensó: «Ante vosotros veis un despojo, pero hubo un tiempo en el que la gente me llamaba excelsa radiante. Un tiempo en el que vestía pieles de jaguar y sandalias de cuero. Y me temían en todos los confines de la tierra. Pero mi gente no me apreciaba. Y todo por culpa de aquellos indignos chichimecas, Ixchel y Cheveyo, que se creían mejores que yo y escondieron su precioso libro.
»Pero al final yo les gané.
»Perseguí a la mujer hasta los confines del mundo y cuando vi que dos delfines se llevaban a su hija, le dije que se había ahogado. Luego la encerré bajo tierra. Y cuando su esposo llegó en su busca, también le encerré en una caverna. Y fue entonces cuando mi desagradecido pueblo se rebeló. Atacaron el palacio. Prendieron a su rey, me desnudaron, me cortaron los pies y me privaron de la vista.
»Pero la suya no fue una victoria —pensó para sus adentros Pac Kinnich mientras clavaba con alegría los pocos dientes que le quedaban en la tortita—, porque yo sobreviví, y hasta el día de hoy los dos amantes, Ixchel y Cheveyo, siguen encerrados bajo tierra».