Los demonios lo acosaban.
Balam sentía fibras candentes detrás de los ojos. Su estómago era como un avispero. Mientras en Palenque todos dormían bajo un cielo estrellado y límpido, él corrió dando traspiés hacia la jungla, empujado por la sorprendente revelación que había escuchado en el templo del Tiempo: los bárbaros haciéndose con el control del mundo.
«¡No! —gritó su alma atormentada—. La supremacía de los mayas es un derecho que Ziyal tiene por nacimiento. Mi hija no ha nacido para ver el ocaso de este mundo.»
¿Qué debía hacer? Hasta ahora su camino había sido tan claro: llevar a aquellos prisioneros de vuelta a Uxmal. Pero ahora Kaan y Tonina querían hacer renacer el poder de los aztecas. Si los llevaba a su tío como un regalo, estaría dando la espalda a la creciente amenaza del norte. ¿Debía llevar a sus guerreros al norte y eliminar la amenaza de los bárbaros? Pero entonces, ¿qué pasaría con Kaan y Tonina?
Era una decisión que no correspondía a un mortal.
Balam había encontrado a un vendedor de k’aizalah okox, la seta de la falta de juicio, llamada así porque el espíritu que residía en la seta poseía a quien la comía, y de ese modo, imponía su propio juicio y voluntad y ayudaba al hombre a tomar decisiones difíciles.
Tras buscar un lugar solitario entre los altos árboles y los helechos empapados por el rocío de la noche, Balam se quitó su taparrabos y se quedó desnudo ante los dioses.
Mientras entonaba una plegaria, se introdujo la pequeña bola de seta en el recto y esperó a que hiciera efecto. Las visiones no tardaron en llegar. Ziyal, sana y entera, sin señales de maltrato o dolor, le sonreía con ojos brillantes. Balam sabía que esto significaba que volvía a disfrutar del favor de los dioses.
Pero necesitaba conocer el mensaje. ¿Qué querían los dioses que hiciera?
Buluc Chabtan, el feroz dios de la guerra, se alzó ante él, un ser terrorífico con adornos de jade, plumas, pieles de jaguar, y le exigió un sacrificio que demostrara su valía. Balam sabía lo que se esperaba de él. Tomó su afilado cuchillo de obsidiana, se cogió un pellizco de piel entre el índice y el pulgar y la atravesó con la punta del cuchillo. Apretando los dientes para no gritar, introdujo una cuerda de cáñamo por el corte y la hizo pasar lentamente; sintió que iba a desmayarse de dolor. Mientras su sangre caía sobre la tierra húmeda, Balam entonó más oraciones a su nuevo dios y le juró lealtad y sumisión, hasta que el dolor se hizo tan intenso que vomitó. Entonces perdió el conocimiento.
Cuando despertó, desnudo y ensangrentado, el amanecer despuntaba ya sobre la jungla. Balam se incorporó con dificultad y se puso su taparrabos. La herida ya no sangraba, pero el dolor le recordaba su sacrificio. Recordaba vagamente sueños y visiones, voces, alucinaciones. Buluc Chabtan había levantado a su fiel servidor del suelo del bosque y lo había llevado hasta las estrellas para enseñarle el lugar donde el sol duerme por la noche y la luna recibe su luz. Y allí, entre los luminosos cuerpos celestes, Balam escuchó el mensaje.
Su verdadero destino estaba en el altiplano del noroeste, el valle de Anáhuac, donde debía cumplir la voluntad de los dioses. Si acababa con la amenaza de los aztecas, como agradecimiento los dioses mayas le devolverían inmediatamente a su hija, en el mismo campo de batalla. Y convertirían a Balam en uno de ellos.
Ya no sería un príncipe, sino un dios.