«Por tus venas corre la sangre de un linaje noble y muy antiguo.»
Las palabras de Ixchel resonaban en la cabeza de Kaan. Aunque hacía cinco días que las había pronunciado y no había dicho nada más, salvo que Tonina pertenecía a una tribu que vivía en las tierras altas del norte, en un lugar llamado valle de Anáhuac, Kaan no dejaba de pensar.
Sangre noble…
Se alegraba por Tonina, pero estaba preocupado. Mientras caminaba por el campamento, dando órdenes a sus hombres, que se estaban preparando para el viaje de aquella enorme compañía de hombres, mujeres y niños —ahora todos querían ir a Mayapán—, su pensamiento no dejaba de volver a Tonina y a aquel sorprendente cambio en sus circunstancias.
Se dio la vuelta y vio que Tonina se acercaba. Al familiar dolor que lo embargaba se sumó un nuevo dolor, porque el abismo que parecía separarlos desde el día en el que se conocieron ahora era mayor que nunca.
—¿Es cierto que mañana te vas? —preguntó ella cuando llegó a su lado.
Había pasado los últimos días con su madre y la multitud que reclamaba la atención de Kaan era tan grande que casi no se habían visto.
Kaan no podía apartar los ojos de ella. Aunque ahora sabía que tenía sangre nahua —lo que significaba que pertenecía a una de las muchas tribus que hablaban la lengua náhuatl—, Tonina seguía llevando las pinturas de las islas. ¿Por qué? Tonina vio cómo la miraba y supo lo que estaba pensando.
—Aún no estoy preparada para despedirme de Tonina. Mi madre dice que mi verdadero nombre es Malinal. Pero sigo siendo Tonina, la buscadora de perlas. Y creo… que despojarme de aquello que me identifica como isleña sería deshonrar a las dos personas que me han cuidado desde pequeña y a quienes sigo queriendo como a mis abuelos.
Kaan lo entendía, y la admiraba por ello.
—¿Te vas mañana? —volvió a preguntar Tonina.
Él asintió.
—Parece que siempre nos estamos despidiendo.
Se puso bien el fardo de viaje que llevaba al hombro. Había ido para hacer algunos trueques en el mercado, y en vez de eso se había encontrado con Kaan.
—Eso parece. ¿Tú qué vas a hacer?
—Mi madre —dijo Tonina, saboreando la palabra— quiere que busquemos a mi padre, Cheveyo. Y que encontremos a nuestro pueblo. Cuando esté lo bastante recuperada, iremos hacia el oeste, y luego al norte, a las tierras altas del valle de Anáhuac. Dice que nunca ha estado allí, porque nació en Palenque. Pero nuestra tribu vive muy lejos, hacia el norte.
Los dos callaron, perdidos cada uno en la mirada del otro, ajenos al bullicio de la gente que les rodeaba.
En los días transcurridos desde que regresaron del camino blanco, la cantidad de personas acampadas en la antigua plaza de Palenque había ido en aumento. Una mezcla del grupo de Balam y del que seguía a Kaan, además de campesinos esperanzados que llegaban buscando una vida mejor. Muchos partirían con Kaan al día siguiente, y unos pocos jóvenes seguirían a Balam hacia el oeste.
Kaan miró a su alrededor. La jungla se estaba tragando las ruinas, los edificios vacíos. En cuanto se marcharan, la ciudad volvería a ser un lugar de fantasmas.
—Tonina, cuando termine mis asuntos en Mayapán volveré. Te buscaré.
Pero ambos sabían que no podría cumplir su promesa, porque los hombres del consorcio lucharían. E incluso si lograba llevarlos ante el tribunal del rey, no tenía pruebas que demostraran su implicación en la muerte de Cielo de Jade. Tonina sabía que sus asuntos en Mayapán, igual que los que la habían conducido a ella a Palenque, podían llevarle toda la vida.
—Ojalá pudiera ir contigo —susurró Tonina.
—Ojalá pudiera quedarme —dijo él.
El abismo se hizo todavía mayor.
Ixchel observaba desde el puesto de un tejedor de cestos. Su corazón se llenó de orgullo al ver a su hermosa hija, alta y delgada, como todas las mujeres de su familia. Aquel tono de miel tan poco habitual de su piel, como el de Ixchel, lo debían a una abuela lejana.
«Están enamorados —pensó mientras la veía con el apuesto y joven jugador de pelota—. Pero se resisten. Kaan sigue el camino de la venganza. Y eso impide que entregue su corazón a mi hija. Y Malinal, Tonina, está dividida: desea ir con él.»
Pero el destino de Tonina estaba en otra parte. Y había llegado el momento de que conociera el verdadero significado de la flor roja.
—La bendición de los dioses —exclamó acercándose.
Tonina y Kaan se volvieron hacia ella. La mujer había cambiado y ahora caminaba con la espalda más erguida y paso más firme; ya no llevaba un vestido ajado, y sus cabellos blancos estaban bellamente recogidos y decorados con cintas de colores. La carne volvía a llenar sus mejillas y su cuerpo, como si hubiera recuperado los años perdidos.
Mientras se acercaba, Ixchel estudió a Kaan. «Por su aspecto podría ser uno de nosotros —pensó—, y sin embargo prefiere vestirse y comportarse como un maya.» Aquel hombre la había rescatado y las cosas siempre suceden por alguna razón. Los dioses le habían enviado. Pero ¿por qué?
—Noble Kaan, ¿a qué tribu perteneces?
—No lo sé. Mi madre me lo dijo hace largo tiempo, pero lo he olvidado. Supongo que soy chichimeca.
Una pequeña arruga se formó entre las cejas de Ixchel.
—No digas eso, hijo, es una palabra muy fea. Y no veo ante mí a ningún salvaje. —Sus ojos penetrantes escrutaron su rostro, estudiaron sus facciones, y en ellos Kaan vio inteligencia. Ixchel estiró el brazo y le tocó la frente con sus dedos fríos—. Tienes una noble frente.
Kaan se sorprendió.
Ixchel miró al otro lado de la plaza, a otro joven de quien desconfiaba de modo instintivo: a Balam, que decía ser un príncipe. Él y sus guerreros habían dejado Palenque antes del amanecer cinco días atrás, pero también volvieron cuando vieron la señal de la torre. Desde entonces habían estado acampados en las afueras, aunque todos decían que Balam tenía prisa por viajar al norte. A Ixchel no le gustaba. Se parecía a Pac Kinnich, la misma frente hundida, los ojos bizcos, la nariz grotesca, el mentón hacia atrás. Todo artificial, como si las facciones que los dioses les habían dado no les parecieran lo bastante buenas.
—Deseo hablar con vosotros dos en privado —dijo a Tonina y a Kaan—. Los mayas no deben saber lo que voy a contaros. Mis padres fueron perseguidos en el valle de Anáhuac y tuvieron que huir a causa de este secreto. Aquí en Palenque, mi familia murió para evitar que Pac Kinnich se hiciera con el secreto. Yo misma he permanecido veinte años encerrada porque no quise revelarlo. Así que debéis jurar que protegeréis el secreto con vuestras vidas.
Miró a Kaan con ojos brillantes y penetrantes, y él supo que le estaba dando la oportunidad de echarse atrás y seguir con sus planes de volver a Mayapán. Pero entonces miró a Tonina, y pensó en su madre, que también había dejado el valle de Anáhuac hacía años, y dijo:
—Honorable Ixchel, juro por la madre luna que tu secreto estará a salvo conmigo.
—Entonces, vamos —dijo, y los guió a través de la plaza, con el misterioso paquete envuelto en plumas pegado al pecho.
Apoyado en su lanza, Balam vio cómo subían los escalones del templo del Tiempo y desaparecían en el altar que había en lo alto.
Días atrás, cuando esperaba emboscado en el camino blanco y vio el destello entre los árboles, siguió a Kaan y a Tonina de vuelta a Palenque, donde se enteró del emotivo reencuentro entre madre e hija. Empezó a circular el rumor de que Tonina era de sangre noble y que Ixchel era la guardiana de un raro tesoro que no tenía precio.
Tonina heredaría un sorprendente legado.
Balam escupió sobre las piedras mohosas de la plaza y se limpió la boca con la mano. «¿Y qué pasa con los derechos de mi hija? ¿Cuándo recuperará Ziyal su legado? ¡Es miembro de la casa real de Uxmal! ¡Tendría que ser princesa!»
Entonces pensó: «Sí». Y una vez más su visión se extendió. Ahora no solo se veía a la cabeza de un pueblo conquistado, sino como captor de una noble chichimeca y su hija. Su tío el rey no podría por menos que recompensar a su sobrino victorioso con una corona para Ziyal, un trono y un altar al que la gente acudiría para rendirle homenaje.
Balam se estremeció de placer. Aquellas visiones, que se habían iniciado en el mercado de Ixponé y en las que veía el luminoso destino que los dioses tenían para él, eran cada vez más frecuentes y más reales. ¡Y era todo tan fácil! La antigua plaza estaba a rebosar de gente que había dejado la dura vida de sus granjas. Sus guerreros, que ahora eran más de trescientos y estaban fuertemente armados, vencerían a aquella multitud que no ofrecería resistencia. Luego, todos atados (hombres, mujeres y niños), marcharían por el camino blanco hasta Uxmal, con Tonina, Kaan y la anciana a la cabeza, y él, Balam, iría delante, en un regreso triunfal a la ciudad que le había visto nacer.
Cuando Ixchel y sus acompañantes entraron en la penumbra del templo del Tiempo, un anciano salió apresuradamente a su encuentro y se postró a los pies de Ixchel. Ella le ayudó a incorporarse.
—El honor es mío, mi querido Ahau. Soy yo quien debería rendirte homenaje. Éste es Ahau —explicó a Kaan y a Tonina—, fue guardián del templo durante el reinado de Pac Kinnich. Le encontré con una familia que lo acogió cuando la ciudad fue abandonada. Me contaron que Pac Kinnich le había torturado para saber dónde estaba el libro secreto. Y, como Ahau no habló, le cortó la lengua.
Sonrió a aquel hombre, que se inclinaba ante ella con el rostro lleno de alegría y gratitud.
—Aunque Ahau es maya, éramos buenos amigos, porque él era el guardián de Kukulcán, Quetzalcóatl, el dios a quien yo sirvo. Ahora volvemos a ser buenos amigos, y Ahau vuelve a servir a Quetzalcóatl. Honorable Ahau, voy a hablar con estos dos jóvenes del libro. ¿Puedes encender el incienso sagrado, por favor?
Asintiendo vigorosamente, el viejo guardián se retiró a las sombras. Ixchel invitó a Kaan y a Tonina a que se sentaran.
Ellos así lo hicieron; se sentaron en el frío suelo de piedra, al pie del altar, arrullados por los murmullos de Ahau.
—El pobre Ahau —dijo Ixchel— no puede recitar adecuadamente las plegarias, porque no tiene lengua. —Sonrió—. Pero los dioses le entienden igual.
Al poco, un humo perfumado impregnaba sus narices.
—Ya habéis visto el árbol de la vida —dijo Ixchel suavemente—, está ahí, detrás del altar. Simboliza a Quetzalcóatl, y el monstruo que acecha a sus pies simboliza su poder sobre el mal.
Miró a Kaan.
—Los mayas lo conocen como Kukulcán.
Kaan asintió. El culto al dios que regresará, que Cielo de Jade profesaba.
Tonina miraba el grabado de la pared.
—Cuando Águila Brava y yo huíamos de los cazadores de águilas en Chichén Itzá, nos refugiamos en una pequeña cámara con pinturas en las paredes. Parecían describir la historia de un hombre alto de piel clara y con pelo en la barbilla.
—Es la historia de Quetzalcóatl —explicó Ixchel—, una historia conocida por doquier, porque en algunos sitios se llama Quetzalcóatl, pero en otros es Kukulcán. En la cultura de tu padre, se le conoce como Pahana; más al sur habita la raza de los incas, que adoran a un dios llamado Viracocha y que en otro tiempo vivió en la tierra como hombre. También era alto, de piel clara, y tenía barba, y prometió que un día regresaría y restauraría la paz en la tierra.
Oyeron cómo Ahau arrastraba los pies en la antecámara, mientras musitaba sus mudas oraciones a los dioses.
—Cuando Quetzalcóatl —siguió explicando Ixchel, con el fardo envuelto en plumas apoyado en sus piernas— vivía en la tierra como hombre, inventó libros y el calendario, y dio el maíz a la humanidad. Nació de una madre virgen, la diosa Coatlicue. La leyenda cuenta que cuando Quetzalcóatl murió, descendió a los infiernos y, al derramar su sangre sobre los huesos de los muertos, provocó la resurrección de sus almas.
»Pero Quetzalcóatl no permaneció en el infierno. Al cabo de tres días volvió a la vida y partió a bordo de una embarcación de serpientes en dirección al sol naciente. Dejó a nuestro pueblo, pero prometió que un día regresaría y traería consigo la paz eterna. Muchos esperaban su regreso, pero conforme pasaban los años, y luego los siglos (porque se dice que Quetzalcóatl vivió en esta tierra hace más de mil años), la gente empezó a perder la esperanza y dejó de creer en él. Pero hace trescientos años se produjo un milagro. Quetzalcóatl envió una prueba que demostraba que un día volvería.
Ixchel hizo una pausa y miró el paquete envuelto en plumas que tenía en el regazo. Aunque fuera brillaba un sol radiante, allí dentro la luz era muy débil, el olor intenso del incienso impregnaba el aire y el único sonido que se oía eran los murmullos repetitivos del viejo Ahau.
—Hace trescientos años —dijo Ixchel con voz enigmática— unos extraños llegaron por mar desde el este para decirnos que Quetzalcóatl no había olvidado su promesa. La abuela de la abuela de mi abuela estuvo un tiempo con estos extraños y redactó una crónica de sus vivencias con estas gentes. Tú, Tonina, desciendes de aquella lejana abuela, y por tanto este libro también te pertenece.
Tonina escuchaba con interés, pero también era consciente de la presencia de Kaan a su lado. ¿Qué estaría pensando?
Ixchel desenvolvió con reverencia el paquete, un grueso volumen desgastado y amarillento. El Libro de los mil secretos.
—Tonina, como ya he dicho, nuestro pueblo vive en el valle de Anáhuac, en las tierras altas del norte, cerca de la ciudad de Teotihuacán, a la orilla de un lago llamado Texcoco. Somos de la tribu de los mexicas. Igual que Pac Kinnich codiciaba el libro, otra tribu deseaba hacerse con él, la tribu de los tenapecas. Mis padres tuvieron que huir cuando el jefe de los tenapecas envió a sus guerreros a robarlo. Encontraron refugio en Palenque y se establecieron en la zona de los tejedores de cestos. Ahí es donde yo nací. Mi madre era la guardiana de este libro especial, así que cuando murió, yo me convertí en su guardiana. Y algún día tú también lo serás.
»No se trata de un libro corriente —dijo, mientras pasaba las páginas para que Tonina lo viera.
Bajo un rayo de sol que penetraba en el santuario, Tonina vio que el manuscrito estaba formado por piezas de papel de corteza que se iban pegando las unas a las otras por el extremo, de modo que formaba una tira continua que luego se plegaba como un biombo, y que estas piezas estaban cubiertas de símbolos pictográficos, glifos e imágenes perfiladas en negro y con relleno de diversos colores, formas de humanos y animales en posturas rígidas, con elaborados trajes, y siempre de perfil.
La escritura no se parecía a nada que Tonina hubiera visto. Los libros mayas contenían glifos que solo podían descifrar personas instruidas en tales misterios. Pero el libro de Ixchel estaba escrito en náhuatl, la lengua de las tribus nahuas, que utilizaban imágenes fácilmente reconocibles para narrar historias y registrar sucesos.
—Este libro contiene la historia de nuestro pueblo. Cada generación ha ido añadiendo su propia crónica, pero se interrumpe hace veinte años, cuando lo guardé aquí para protegerlo. —Ixchel iba pasando páginas y explicaba algunos de los símbolos—: Este hombre vestido solo con un taparrabos representa un año de hambruna. La flor amarilla con muchas hojas simboliza un año de buena cosecha. —Volvió a las páginas iniciales—. Aquí hay símbolos que indican dónde se estableció nuestra gente en sus primeras migraciones, El lugar de los muchos peces. La colina del manco.
Tonina veía diminutas huellas que conectaban los pictogramas, y se imaginó cómo la tribu se desplazaba de un lugar a otro, se asentaba un tiempo y volvía a desplazarse.
Mientras Ixchel pasaba las páginas y le contaba la historia de su pueblo, mientras Kaan escuchaba, deseando conocer a su propio pueblo, saber dónde estaban y qué acontecimientos formaban su historia, mientras Ixchel señalaba los símbolos y mencionaba los años, ella y sus compañeros ignoraban que existía otra forma de contar los años, en los confines de la tierra, en un lugar que sus mentes no habrían sabido ni imaginar. Para Ixchel, Tonina y Kaan, aquél era el año 11 del junco, el día 3 del mes de chicchan. Pero en el otro lado del mundo, corría el año del Señor de 1324, el día 27 del mes de junio.
Ahau seguía musitando en las sombras, arrastrando sus pies sobre el húmedo suelo de piedra, realizando rituales secretos. No molestaba a aquellas tres personas que estaban sentadas a los pies del altar, porque sus movimientos eran como los de las siluetas que bailaban sobre las paredes.
—Hija, este libro contiene muchos secretos: cómo nació el mundo, cuándo los dioses crearon al hombre, qué hace que las estrellas y los planetas se muevan en los cielos. Estas páginas contienen encantamientos, hechizos, oraciones curativas, profecías. Aquí está la historia de Quetzalcóatl y los mitos de otros dioses. Leyendas de nuestro pueblo, batallas ganadas y perdidas, la muerte de personas de importancia, los nombres de reyes, y los diferentes lugares donde nos llevó nuestro continuo errar.
Tonina vio que el libro era una crónica interminable, desde las primeras páginas, más viejas, a las que se habían pegado más recientemente.
—Por el momento estos secretos solo debe conocerlos nuestra familia —le explicó Ixchel—. Algún día también tú los conocerás, hija mía, del mismo modo que llegará el día en el que podremos revelar estos secretos a nuestra tribu. Pero puedo contarte los más importantes, porque ése es el motivo de que te haya traído a la seguridad del templo del Tiempo, para que nadie pueda escuchar mis palabras salvo tú.
Sus ojos se volvieron hacia Kaan. Aunque él no era de la familia, Ixchel había decidido que debía conocer también el secreto, por el bien de su hija. Rezaba para que, cuando lo conociera, cambiara de opinión y no regresara a Mayapán.
Pasó los pliegos hasta una página en la parte central del libro.
—Éste es uno de nuestros secretos más preciados, porque aquí está registrado el milagro que se produjo hace trescientos años, cuando Quetzalcóatl envió una prueba de que regresaría.
A la luz de las lámparas de aceite, Tonina y Kaan vieron imágenes de hombres y mujeres, chozas, colinas y árboles, y una serpiente en el agua.
—Hace muchas generaciones, unos extranjeros llegaron a la costa oriental de nuestra tierra, hombres de piel clara, con barba, con el pelo como una puesta de sol rojiza y ojos del color del mar. Cubrían sus piernas y sus brazos con extrañas pieles. Vestían sus pies con cuero. Y sobre sus cabezas, llevaban unos cascos hechos con un extraño metal gris. Llegaron en una embarcación que semejaba una serpiente, como la que se llevó a Quetzalcóatl.
En el lado izquierdo de la página aparecían unos hombres de piel marrón ataviados con taparrabos, plumas, jade; en el derecho, hombres de piel más clara, vestidos con extraños ropajes. De la boca de cada uno salía el glifo náhuatl que indicaba que hablaban.
—Se hacían llamar hombres del mar del norte —explicó Ixchel—. Dijeron que eran exploradores que habían perdido el rumbo y habían naufragado en nuestras costas. Como puedes ver, nuestro pueblo no los mató como habría hecho con otros invasores. Y esto fue así porque su apariencia les recordaba a Quetzalcóatl y porque su embarcación tenía forma de serpiente. Nuestros antepasados pensaron que Quetzalcóatl había vuelto y por eso recibieron a aquellos extranjeros con honores. Para cuando descubrieron su error y supieron que no eran más que hombres mortales que se habían extraviado, ya se habían hecho amigos (incluso hubo casamientos) y no había animosidad entre las razas.
De pronto la cámara se llenó con un susurro y, al mirar hacia fuera, Tonina vio que había empezado a llover. Fuera, en la plaza, la gente debía de correr a resguardarse. En el altar la luz menguaba, pero aparecieron nuevas luces, porque Ahau sacó más lámparas de aceite para ahuyentar la oscuridad.
—Los hombres del mar del norte —siguió explicando Ixchel— se sorprendieron al saber que nuestro pueblo adoraba a un hombre de piel clara y con barba que había vivido entre nosotros hacía tiempo, que enseñaba, sanaba, había muerto y había pasado tres días entre los muertos, y que luego se había levantado y se había ido hacia el este por mar, en una embarcación de serpientes. Los extranjeros dijeron que ellos también adoraban a ese hombre, aunque ellos lo llamaban por otro nombre, y que también esperaban su regreso. Entonces hubo discusiones entre los nuestros y los extranjeros, porque los hombres del mar del norte decían que Quetzalcóatl llegó del este de su territorio, que ellos lo conocieron primero, y que después viajó a nuestras tierras. Pero nosotros creemos que Quetzalcóatl vivió primero entre nosotros y después navegó hacia el este para morar entre otros pueblos.
Tonina miró a Kaan; su perfil destacaba entre luces y sombras, porque las lámparas de aceite de Ahau creaban sombras y pequeñas zonas de luz. Kaan parecía transfigurado. Parecía un hombre ávido de escuchar historias de su pasado.
—Nuestra antepasada, la abuela de mi abuela, Malinal, a quien debes tu nombre, vivía en el poblado donde los extranjeros permanecieron hasta que lograron reparar su embarcación. Habló con ellos y escribió los detalles de su visita. Estos dibujos están hechos por su mano.
Mientras miraba las imágenes de hombres y mujeres, casas y animales, con el olor del incienso en su cabeza, intuyó una nueva presencia en el altar, no solo Ahau, que seguía discretamente con sus misteriosas tareas, sino alguien de otro mundo.
«¿Por qué llaman a este lugar templo del Tiempo? —pensó. Tonina miró hacia la entrada y le pareció muy lejana, un pálido rectángulo en el extremo de un túnel imposiblemente largo—. ¿Seguirá ahí fuera la ciudad? Si miro, ¿veré solo la jungla?»
—Malinal —siguió diciendo Ixchel— creía que Quetzalcóatl había enviado a los hombres del mar del norte para recordarnos su promesa y que nos preparáramos para su regreso. Al cabo de un año y veintidós días —dijo, señalando los glifos numéricos de la página— los extranjeros acabaron de reparar su embarcación y partieron hacia el este, igual que había hecho Quetzalcóatl generaciones atrás, y nuestra gente no volvió a verlos. Pero recordamos la promesa, y sabemos que tenemos que estar preparados para su regreso. Los hombres del mar del norte nos dijeron que le reconoceríamos por este signo…
Ixchel metió la mano entre los pliegues de la cubierta de plumas y sacó un curioso objeto.
—Dondequiera que iban, llevaban esto con ellos. Decían que era el símbolo del dios que regresaba.
El extraño objeto, largo como el antebrazo de un niño y muy pesado, parecía un árbol con un círculo alrededor del punto donde se unían el tronco y las ramas.
—¿Qué clase de metal es? —preguntó Kaan, porque no era cobre, ni oro, sino un material gris oscuro.
—No lo sé, ni comprendo los símbolos que lleva grabados. Pero los hombres de los mares del norte lo llamaban «cruz», y es otra prueba más de que su dios y Quetzalcóatl son el mismo dios, porque el símbolo es idéntico.
Señaló al árbol de la vida que se elevaba detrás del altar de piedra.
Ixchel volvió a dejar la cruz en su guarda y dijo:
—Tonina, la tarde que me rescatasteis, cuando nos abrazamos, vi un objeto en tu fardo de viaje, un recipiente hecho de una piedra transparente. ¿Puedo verlo?
Tonina sacó la copa del fardo y explicó cómo Macu estuvo a punto de ahogarse en la laguna, y que tenía la copa transparente en la mano cuando ella lo llevó hasta la orilla.
—En el libro —dijo Ixchel—, la abuela de mi abuela dice que estos recipientes los utilizaban los hombres del mar del norte para beber. Decían que poseían la magia para crearlos solo con arena.
Giró el objeto en su mano, maravillándose por su transparencia y su dureza, por el azul y el verde del cristal.
Cuando levantó sus ojos llorosos, en ellos Kaan y Tonina vieron una pregunta silenciosa: ¿era posible que el monstruo marino de la laguna de la isla de la Perla fuera uno de los barcos serpiente, que se hundieron en el arrecife hace mucho tiempo?
—Aunque no aparece en la crónica de la abuela de mi abuela —dijo con voz temblorosa—, muchas veces he pensado que mi antepasada se enamoró de uno de los extranjeros del mar del norte. Me apena pensar que quizá no logró llegar a su casa, que su bote se hundió en la laguna de la isla de la Perla.
—Quizá había otros botes —aventuró Kaan amablemente—. En Mayapán, los historiadores hablan de visitantes de tierras extrañas, hombres con la piel como la tinta negra, que desembarcaron hace tiempo en la bahía de Campeche y no pudieron volver a sus casas. Y una extraña raza de hombres que llegaron a una costa mítica del oeste, hombres de piel amarilla, con el poder mágico de hacer que un polvo negro estallara. Solo son leyendas, honorable Ixchel, pero es posible que en el fondo haya parte de verdad y que el monstruo que yace en el fondo de la laguna sean los restos de otro bote, dirigido por otros hombres.
Ixchel pensó en ello y asintió con gesto agradecido. Respiró hondo para serenarse. Cuando Kaan vio cómo temblaba, le cogió la copa de la mano, se puso en pie, caminó hasta la entrada y contempló la ciudad bajo la lluvia. Sujetó la copa en alto y dejó que se llenara de lluvia, mientras veía cómo aquel cálido aguacero tropical purificaba edificios y templos, las piedras de muros y calzadas, y se llevaba consigo la vida, de modo que al día siguiente los hombres tendrían que volver a salir con sus hachas y cuchillos a la jungla para evitar que la vegetación engullera la ciudad.
Cuando la copa estuvo llena, Kaan se la llevó a Ixchel, que bebió agradecida.
Tras darle las gracias por su bondad, la pasó a Tonina pero, antes de beber, ella miró el agua. Una imagen pasó como un destello fugaz ante sus ojos: un cielo negro, un llano cubierto de cuerpos, y en medio de todo ello, un hombre pidiendo ayuda.
—¡Guay! —Tonina soltó la copa, pero Kaan era rápido de reflejos y la cogió antes de que cayera.
—¿Qué tienes? —preguntó Ixchel.
Tonina les describió la imagen, el hombre que pedía ayuda, e Ixchel se llevó las manos a la boca.
—¡Has visto a tu padre! Los cabellos largos y trenzados, la túnica con flecos y las piernas cubiertas con pieles de ciervo… ¡me estabas hablando de mi amado Cheveyo!
Tonina miró a Kaan con ojos asustados. ¿Sería aquel recipiente realmente una copa profética?
Y, ¿qué significaba aquella visión?
Ixchel buscó con la mirada a Ahau, porque el incienso se había acabado. Lo llamó, y oyó que el hombre murmuraba desde la antecámara. Luego cogió el Libro de los mil secretos y dijo:
—Ha llegado la hora de contarte el mayor secreto de todos. Tonina, ya has visto que este libro es importante porque demuestra que Quetzalcóatl regresará. Pero hay más —añadió con tiento, pues recordaba hasta qué extremos había llegado el malvado Pac Kinnich para poner sus manos sobre la crónica—. Lo que voy a contarte es la razón por la que me enterraron viva, la razón por la que mi familia fue asesinada, la razón por la que Ahau perdió su lengua… y la razón —se le quebró la voz— por la que mi amado Cheveyo dejó Palenque hace tanto tiempo.
Tonina y Kaan escuchaban con atención; intuían la presencia de poderes sobrenaturales en el santuario. Ya no estaban solos. Los dioses estaban con ellos.
—Creemos —dijo Ixchel— que cuando Quetzalcóatl regrese, quizá no aparecerá aquí en Palenque, o en Chichén Itzá, o en Copan o Uxmal, ni en ninguna ciudad maya. Volverá desde las tierras altas del norte, en el lugar donde nuestra tribu tiene sus orígenes. El destino de los nuestros está ligado a nuestros orígenes, Tonina.
Volvió de nuevo a la primera página del libro y señaló lo que se veía claramente que era una flor roja, con pétalos arqueados que miraban hacia arriba.
—Esta flor señala el lugar. La crónica terminará cuando encontremos la flor roja, porque eso significa que habremos encontrado nuestro hogar.
Con el ceño fruncido, Kaan miró el glifo, desde el que partían unas diminutas pisadas que llevaban a otros glifos y que señalaban los lugares por donde la tribu había ido pasando a lo largo de siglos de migraciones.
—¿Cuál es el nombre de este sitio? —preguntó, aunque ya lo sabía. Aztlán. Su madre se lo había dicho hacía mucho tiempo.
—Nuestro pueblo surgió en Aztlán —dijo Ixchel—, que significa «lugar de blancura». En Aztlán hay siete cuevas y, cuando la gente salió de ellas, formaron siete tribus que empezaron a extenderse sobre la tierra. Nuestra tribu era una de las siete. Nuestros enemigos nos llaman chichimecas, que significa «salvajes», pero nosotros nos hacemos llamar mexicas. No podemos pronunciar nuestro verdadero nombre porque nuestro gran creador, Huitzilopochtli, nos lo prohibió, para que nuestros enemigos no tuvieran poder sobre nosotros. Pero en este lugar sagrado estamos a salvo, Tonina, y por tanto puedo decírtelo. Nuestro nombre deriva del nombre del lugar donde apareció nuestra raza, Azdán. Somos los aztecatl. Somos aztecas.
—Madre luna —susurró Kaan, porque de pronto recuperó un recuerdo largamente perdido—. Mi madre me habló de Aztlán —dijo tratando de recordar la historia, el mito, el edicto de Huitzilopochtli ordenando que no pronunciaran jamás la palabra «azteca».
Ixchel sonrió y asintió, ahora sabía que no se había equivocado. Aunque quizá Kaan no era de su mismo clan, descendía de una de las siete tribus de Aztlán, quizá incluso de los mexicas.
Tonina miró a Kaan y sintió que algo nuevo y palpable la unía a él, como si las palabras de Ixchel se hubieran mezclado con el incienso sagrado para crear un vínculo entre los dos. Le tocó el brazo. Él la miró con ojos brillantes.
—Como ves, hay un águila sentada junto a la flor roja —dijo Ixchel—. A mí me enseñaron que un águila nos llevaría de vuelta a Azdán. Pero ahora sé que la profecía se había interpretado mal y que el águila representa al joven que te llevó hasta Mayapán.
—Águila Brava —susurró Tonina.
Sacarlo de la jaula, tener que ir hacia el oeste por culpa de los cazadores que les perseguían… todo había sido parte del plan de los dioses para reunir a Tonina con su madre. ¿Águila Brava se había ido porque había hecho lo que debía, porque había concluido su misión?
—La razón por la que Pac Kinnich quería este libro, y los tenapecas antes que él, no es solo por los secretos que contiene, sino porque nos dice dónde reaparecerá. En Aztlán. Y cuando llegue ese día glorioso, seremos libres de volver a llamarnos aztecas y alcanzaremos el esplendor.
Los tres callaron, pensando con asombro en los misteriosos caminos de los dioses, mientras la lluvia caía con suavidad en el exterior y Ahau, invisible, seguía con sus cantos.
—¿Dónde está Aztlán? —preguntó Kaan.
—Nadie lo sabe. Nuestra tribu partió hace mucho, en el principio de los tiempos. Solo tenemos indicios, especulaciones. Aquí —dijo abriendo el libro por la primera página y señalando el glifo que había junto a la flor roja—. Nadie ha podido descifrar el significado de este glifo, pero cuando lo hagamos, sabremos que estamos cerca de Aztlán.
Kaan miró el pequeño dibujo entrecerrando los ojos, pero no fue capaz de identificarlo.
—Representa la palabra náhuatl iztaccíhuatl, que significa «mujer blanca».
—¿Quién es?
—No lo sabemos. La buscamos. Pero se acerca la hora de partir. Tonina, tu padre se fue hace largo tiempo en busca de Aztlán. Y temo que, si no lo encontró, vuelva con su gente al norte, a la tierra de cañones y mesetas donde, en siglos pasados, gobernaron los toltecas.
—Mi padre —susurró Tonina.
—Su nombre es Cheveyo, que en su idioma nativo significa «espíritu guerrero». Pertenece al pueblo del sol, cuyos miembros se hacen llamar hopi, «paz». Cheveyo es un chamán, un hombre muy sabio y compasivo. Su pueblo también espera el regreso de un hombre blanco con barba. Ellos lo llaman Pahana, que significa «hermano blanco perdido». Su oficio de chamán exigía que abandonara su clan y fuera en busca de Pahana, un deber que ha pasado de padres a hijos de generación en generación. Cheveyo erraba en busca de Pahana cuando nos conocimos. Nos enamoramos y nos casamos. Yo le hablé de Aztlán y Cheveyo creía que su Pahana aparecería allí, por eso decidimos buscarlo juntos. Pero Pac Kinnich intervino y cambió nuestras vidas para siempre.
Ixchel cogió la mano de Tonina.
—Hija —dijo con súbita urgencia—, mientras he permanecido enterrada en la caverna, pensaba que habían pasado tantos años que mi amado Cheveyo ya habría muerto. Pero ahora que sé que es posible que viva, debo encontrarle. La visión que acabas de tener en la copa transparente es una señal de los dioses para que nos apresuremos. Y es una señal de otra cosa.
»¡Hija mía, tú eres quien encontrará Aztlán! —dijo con apasionamiento, sujetando la mano de Tonina entre las suyas.
—¡Yo! Pero, madre, tú eres la guardiana del Libro de los mil secretos. Eres tú quien debe encontrar Aztlán.
Ixchel meneó la cabeza.
—La visión de tu padre en peligro se te ha aparecido a ti. Nuestro pueblo no tiene su propio territorio. Y hasta que no lo encontremos, Quetzalcóatl-Pahana no volverá a nosotros.
—Pero ¿por qué yo? No soy más que una buscadora de perlas.
—Porque por tus venas corre una sangre especial. Tienes sangre de mi pueblo y sangre del pueblo de tu padre. Como mexica, esperas a Quetzalcóatl, como miembro del pueblo del sol esperas el regreso de Pahana.
Tonina pensó en estas palabras y, mirando aquellas manos que sujetaban las suyas, dijo:
—Madre, si he nacido con un destino especial, es éste: que encuentre a mi padre y repare todas las cosas terribles que os sucedieron hace veintiún años. No sé nada de Azdán, no sé de dioses, pero no importa lo que haga en esta vida o adónde vaya, una cosa te prometo, que encontraremos a Cheveyo.
Cuando salieron del altar y empezaron a bajar los resbaladizos escalones, Balam, que estaba escondido dentro, dejó escapar un grito ahogado.
Lo había oído todo, desde que empezaron a hablar de Quetzalcóatl, momento en el que ocupó el lugar de Ahau y encendió el incienso por él, hasta las últimas palabras sobre el hombre que se llamaba Cheveyo. Balam había estado murmurando y arrastrando los pies mientras escuchaba aquella sorprendente conversación, y ahora estaba perplejo, como si por la boca de Ixchel hubieran salido flechas y no palabras: «… seremos libres de volver a llamarnos aztecas y alcanzaremos el esplendor».
«¡No!», gritó en silencio, y salió del templo por el corredor del sacerdote.
Fuera, en la plaza mojada por la lluvia, los tres corrieron a la casa de Ixchel, sin saber que les habían estado espiando, sin saber que el cuerpo quebrantado del viejo Ahau yacía al pie de la escalera sur de la pirámide.