48

—Afilad vuestras lanzas —ordenó Balam a sus hombres al amanecer—. Pronto entraremos en combate.

Era la hora de oscuridad que precede al alba, y todos dormían, salvo el atribulado príncipe de Uxmal. La noche anterior, Kaan había acudido a él con una noticia sorprendente: el alma de Cielo de Jade no se había perdido. Así que la peregrinación de Kaan había acabado.

—Al amanecer partiré hacia Mayapán —le había dicho con expresión sombría.

—Entonces aquí es donde nuestros caminos se separan, hermano —había dicho Balam, y la mentira brotó sin dificultad de su boca—, porque yo iré a Teotihuacán a rezar por el perdón de los dioses y pedir que me permitan reencontrarme con mi amada hija.

Balam había renunciado a robar el libro con cubierta de plumas. Siempre había demasiada gente alrededor de la vieja.

Kaan no le dijo lo que haría la chica de las islas, ni lo que pasaría con los cientos de personas que le habían seguido. De hecho, había dicho bien poco. ¿Qué había pasado? Aunque tampoco le importaba. A él lo único que le interesaba era dónde estaría Kaan al mediodía del día siguiente. Porque era entonces cuando ejecutaría el nuevo plan.

Mientras el príncipe de Uxmal caído en desgracia avanzaba entre sus hombres despertándolos y ordenando que se prepararan para partir discretamente de Palenque antes del amanecer, pensó en la visión cegadora que tuvo en Ixponé, cuando oyó que la voz de su madre le susurraba: «Hijo, puedes redimirte. Si regresas como el vencedor de un enemigo derrotado y entras en Uxmal la cabeza de cautivos y esclavos, te redimirás a los ojos de los dioses y los hombres, y te habrás ganado el derecho a exigir el regreso de tu hija».

Aquellas intensas palabras habían cambiado a Balam en aquella decisiva tarde en el mercado, porque al oírlas, se había tranquilizado y una luz blanca lo abrazó y tuvo una visión sorprendente. Se había visto a sí mismo dirigiendo un ejército por las calles de Uxmal, y detrás, prisioneros como regalo para el rey. Entonces supo que lo que estaba viendo era su destino, que su gran dios Buluc Chabtan le estaba diciendo lo que había nacido para hacer. Desde ese día, durante el largo camino hasta Palenque, Balam se había dedicado a reunir discretamente una fuerza de hombres, y riquezas. Y sabía muy bien quiénes serían los cautivos:

Kaan y los cientos que le habían seguido ciegamente.

Entre los mayas, las guerras eran cada vez menos frecuentes y escaseaban las víctimas apropiadas para los sacrificios. Para su tío, aquellos cautivos serían mucho más valiosos que todo el oro y el jade del mundo, y le recompensaría restaurando su honor y concediéndole el honor de reclamar a su hija a quien fuera que la había comprado. Balam estaba seguro de su victoria, porque su plan era abandonar Palenque antes del amanecer y esperar emboscado en el camino blanco, donde cogería por sorpresa a Kaan y a sus hombres. No sería exactamente un combate en guerra, pero sería un combate. Y Balam sabía que sus guerreros, como solía pasar entre los soldados de cualquier parte, exagerarían sus hazañas y harían que pareciera más importante y honorable de lo que sería en realidad.

Pronto le devolverían a su Ziyal.

Mientras se preparaban para partir, Lampiño observaba a su señor desde debajo de sus cejas pobladas. Aquella mañana, el comportamiento de Kaan era frío y distante, como la niebla baja que había suspendida sobre la antigua ciudad. Parecía totalmente indiferente, cuando tendría que estar exultante. Lampiño ya sabía que, en realidad, Cielo de Jade había recitado la confesión y su alma se había salvado. Todos se alegraban por Kaan. Él tendría que sentirse feliz. Pero no lo estaba.

«Quizá sea por el deseo de venganza —se dijo Lampiño mientras enrollaba la última hamac y se la sujetaba a su espalda velluda—. Por naturaleza Kaan no es un hombre violento. No es un asesino. Y sin embargo tendrá que serlo para vengar la muerte de su esposa.»

O quizá, pensó Lampiño mirando a través del humo del campamento a Tonina, que estaba recogiendo en silencio sus cosas con movimientos decididos, el ánimo sombrío de Kaan tenía que ver más con que él y la chica iban a separarse.

Lampiño ya se había fijado que aquella mañana no habían hablado, aunque compartían el mismo campamento, y parecía que ninguno de los dos había dormido. Solo había un camino que salía de Palenque; y los dos lo seguirían, pero al pasar la última estela encontrarían el camino blanco. A partir de ahí, Tonina y su pequeño grupo irían hacia el oeste; Kaan y los suyos hacia el este. Lampiño sospechaba que sus corazones no deseaban aquella separación; sin embargo, ambos tenían unas obligaciones y no podían elegir.

Lampiño suspiró y le indicó a su joven esposa que ya estaba listo. Fuera lo que fuese lo que atormentaba el corazón de su señor, no preguntaría. Cada hombre debe ocuparse de sus propios demonios.

La mayor parte de los que les acompañaban desde Copan decidieron quedarse en Palenque. Muchos estaban demasiado débiles o cansados para seguir camino. Y muchos no veían ningún provecho en regresar a Mayapán o dirigirse hacia el oeste con Tonina, ya que allí al menos tenían a aquella anciana con una suerte increíble. Quizá si vivían cerca de Ixchel sus enfermedades y heridas sanarían, los maridos infieles regresarían, llegaría la fertilidad.

La h’meen había decidido quedarse.

—Ixchel está muy débil por la dura prueba que ha sufrido en la cueva —le dijo a Tonina—. Necesita a alguien que la cuide y le ayude a recuperar la salud.

Los conocimientos de la h’meen sobre medicina habían aumentado notablemente y ahora tenía una importante colección de hierbas curativas: corteza de quino para bajar la fiebre; hojas de dedalera para aliviar achaques del corazón; raíz de ñame para la artritis. La gente acudía a ella con dolor de cabeza, dolor de oído, congestión en el pecho, problemas intestinales, trastornos en la menstruación, e impotencia, y ella los trataba a todos con hierbas, amuletos, hechizos y oraciones. Ahora esperaba poder devolver la salud y la vida a aquella pobre mujer que tantos años había pasado bajo tierra.

—Puedo aprender mucho de una mujer tan mayor —le explicó a Tonina—. Quizá entre los amplios conocimientos y el saber de Ixchel encontraré la solución a mi enfermedad. Tonina, te doy las gracias por haberme permitido ver el mundo. Si muero mañana, al menos habrá valido la pena.

Tonina añoraría a aquella extraña niña vieja, una jovencita de quince años que parecía tan mayor como Ixchel. Se abrazaron y se desearon buena suerte.

Y, cuando Tonina pidió en privado a Un Ojo que se quedara con Ixchel y la h’meen, al menos un tiempo, él aceptó. Estaba cansado de penurias y viajes, y le apetecía quedarse un tiempo en un mismo sitio. Además, mucha gente de las granjas de algodón y maíz cercanas acudían en busca de la bendición de Ixchel, así que había vuelto a ser objeto de la atención de las mujeres, porque un enano con un solo ojo que había sobrevivido al ataque de un jaguar se considera doblemente afortunado.

Así que el enano se subió a un muro bajo de piedra para abrazar a Tonina entre lágrimas. Disfrutó del contacto de aquellos brazos que lo rodeaban, de la calidez de su pecho contra su cuerpo, y se juró que la amaría por siempre jamás.

—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —dijo Balam a sus primos. Estaban al final del sendero, en el punto donde se encontraba con el camino blanco, y sus hombres ocupaban posiciones entre los árboles y arbustos, preparando la trampa para Kaan y sus seguidores—. Llegarán hacia mediodía. Quiero las menos muertes posibles —dijo Balam, mirando con los ojos entrecerrados al sol, que se estaba abriendo paso entre la bruma—. A Kaan y a Tonina los quiero vivos.

Sus primos estaban encantados, porque eran jóvenes exaltados, y ardían de impaciencia por luchar. Sus lanzas estaban a punto de probar la sangre del enemigo y, en unos días, los recibirían como héroes en Uxmal.

Dos grupos salieron de Palenque: uno grande y otro lastimosamente pequeño.

Nadie había querido ir con Tonina. ¿Para qué?, decían todos. Iría directa hacia el oeste, hacia las montañas nevadas de Chiapán. Allí no había nada para ellos. Sin embargo, sí hubo quien quiso ir con Kaan, porque añoraban Mayapán, o tenían curiosidad por conocer una ciudad, o por probar fortuna.

A pesar de todo, Tonina no se iría sola. Kaan encontró a algunos hombres de la zona dispuestos a llevarla a las montañas, guías de confianza que conocían la región y su dialecto. Seguía siendo un grupo muy pequeño, y a Kaan esto no le gustaba. Así pues, ordenó a Lampiño y a sus compañeros que la acompañaran mientras necesitara su protección, por muy lejos que fuera. De los Nueve Hermanos, que ahora eran cinco, tres estaban casados, y las tres esposas se negaron a viajar al hostil territorio del oeste, así que se unieron al grupo de Kaan para regresar a Mayapán, y dejaron que sus maridos se fueran solos.

Finalmente, llegó la hora de partir. Los adioses, las despedidas ya estaban dichos. Kaan y Tonina caminaban a la cabeza de sus respectivos grupos por la selva costera, sin hablar. Tonina tenía miedo de mirar al hombre que iba a su lado. Su fuerza de voluntad colgaba de un frágil hilo. «Pídeme que vaya contigo y te diré que sí.» Kaan por su parte caminaba con decisión, pensando en el día en el que Tonina lo convenció para que entrara en el agua en el lago Peten, cerca de Tikal. «Si me tiendes las manos ahora, haré lo que hice entonces —pensó—, te daré mis manos y dejaré que me guíes donde tú quieras.»

—¡Señor, ya vienen! —informó el explorador con entusiasmo.

El príncipe de Uxmal, devoto acólito del sanguinario Buluc Chabtan, asió su lanza con una sonrisa torva. Sí, la hora de la dulce venganza había llegado.

Había algo raro en Ixchel.

La h’meen no acababa de decidir qué era. Ya lo pensó la primera vez que la vio, en lo alto de la colina, cuando dio las gracias entre lágrimas a todos por haberla rescatado. Pero incluso ahora, mientras Ixchel le hablaba en voz baja de su jardín subterráneo, no podía evitar aquella sensación de que algo no encajaba.

La bruma de la mañana se había disipado y ahora brillaba un sol radiante. Pronto llegarían las nubes, y el inevitable aguacero. La h’meen se había instalado en la casa de Ixchel y en aquellos momentos estaban tomando un caldo nutritivo. El quetzal no había elegido la libertad, había preferido quedarse, y ahora estaba posado, picoteando alegremente una pieza de fruta, mientras Poki, tan gordo y feliz como siempre dormitaba en una vieja manta impregnada de olores subterráneos. Kaan había enviado a Lampiño y a sus hombres a la cueva para que sacaran las cosas de Ixchel, así que la casa estaba vestida con sus compañeros de cautiverio.

—Honorable dama —dijo la h’meen cuando le entregó a Ixchel una calabaza de sopa caliente—, ¿cómo pudiste crear un huerto tan maravilloso bajo tierra, con un suelo tan pobre y sin apenas luz?

Ixchel se llevó el cuenco a los labios y sorbió con delicadeza. El sabor era celestial.

—A través de la abertura del techo cada día entraba la luz suficiente para algunas plantas que no necesitan tanta luz, o que crecen en lugares umbríos. Y, evidentemente, tenía mucha agua. En la laguna había pequeños peces de agua dulce. Los utilizaba como fertilizante.

Mientras la veía masticar un trozo de cebolla con los ojos cerrados, para degustar mejor aquel sabor que hacía años que no probaba, le preguntó:

—Honorable Ixchel, perdóname si pregunto, pero ¿por qué te encerró el rey en la caverna?

Ixchel se obligó a volver a la pequeña casa, a la compañía de la curiosa joven que había envejecido antes de tiempo.

—Pac Kinnich quería algo que pertenecía a mi familia. —Los ojos de Ixchel se volvieron hacia el paquete con envoltura de plumas que no apartaba de su lado—. Amenazó con matarnos a todos, con matar a mi amado esposo, Cheveyo, si no le daba el libro sagrado que mi familia ha custodiado durante generaciones.

Una sombra pasó por la pequeña casa de piedra y tapó el sol, un presagio de la tormenta que se acercaba.

—Fue en el año de los cinco huracanes —dijo Ixchel, olvidándose de la sopa ante aquel doloroso recuerdo—. Pac Kinnich era un hombre malo. Cuando mi familia se ocultó, puso peligrosas trampas en las colinas del oeste, de las que los cazadores utilizan para atrapar tapires y ciervos, con afiladas estacas que apuntaban hacia arriba. Esperaba que mi familia cayera en ellas…

La h’meen añadió hierbas y especias a la olla, mientras escuchaba la historia de Ixchel: cómo, tras advertirles de las trampas, huyeron en distintas direcciones, y ella y su amado Cheveyo acabaron separándose.

De pronto la h’meen levantó la vista, y sus manos se quedaron suspendidas sobre la sopa. Miró a la anciana pestañeando y entonces gritó. Poki se asustó y enseguida se incorporó y se puso a ladrar con su voz chillona.

—¿Qué pasa? —dijo Ixchel.

—¡Tenemos que detenerlos! —dijo la h’meen poniéndose en pie de un salto—. ¡Un Ojo!

El enano entró corriendo.

—¿Qué, qué pasa?

—¡Debemos avisar a Tonina! ¡Tiene que regresar!

—¡Regresar! Pero eso no es posible. Ya deben de estar en el camino blanco.

—¡Mensajeros veloces! —dijo ella empujando a Un Ojo hacia la puerta—. Busca buenos corredores que vayan tras ellos.

Ixchel dejó caer el cuenco de sopa y se llevó las manos a la boca.

—¿Crees que las trampas siguen allí?

—Los corredores no lograrán alcanzar a Tonina —dijo Un Ojo. ¿Trampas? ¿Qué decían de unas trampas?—. El cielo se está oscureciendo. Pronto empezará a llover, y el sendero será como un río. Para cuando pueda mandar a alguien tras ella…

—¡Un Ojo! —exclamó la h’meen, histérica—. ¡Es importante!

—No sé cómo…

—La torre —dijo de pronto Ixchel.

Ellos la miraron.

—Aún está en pie —dijo levantándose con dificultad—. Desde arriba se pueden enviar señales a la gente que está en el sendero.

—¿Dónde está esa torre? —preguntó Un Ojo.

—Yo os lo enseñaré.

La elevada estructura de madera estaba en el límite de la ciudad y era más alta que el árbol más alto del bosque.

—Arriba hay un espejo de obsidiana —dijo Ixchel señalando hacia arriba, donde la torre desaparecía entre las copas de los árboles—. Lo pusieron allí hace muchos años, para que los vigías pudieran ver si venían invasores. Cuando el espejo se coloca en conjunción con el sol, envía luces de alerta a los que hay en los llanos para que sepan que tienen que volver a la ciudad y resguardarse.

Calló y todos miraron al cielo cada vez más oscuro. Era lo normal en aquella época del año: después de una mañana con niebla, aparecía el sol. A mediodía, empezaban a aumentar las nubes, y pronto llovería. Alguien tenía que llegar al espejo y enviar señales mientras aún había sol.

Una pequeña multitud se había congregado al pie de la torre de vigilancia. Algunos viejos granjeros recordaban cómo funcionaba el espejo, y decían que se necesitaba un hombre fuerte con buen ojo, porque había que enfocar el espejo de obsidiana bien para que los que iban por el sendero vieran los destellos.

Un hombre recio se ofreció voluntario, pero en cuanto se sujetó al primer travesaño, la torre crujió ominosamente.

—Para —dijo la h’meen—. No aguantará tu peso. Iré yo.

El granjero de poderosos brazos dijo:

—No podrás mover el espejo, señorita. Es muy pesado.

La h’meen se mordió el labio. Si lo que Ixchel decía era cierto, tenían que lograr que Tonina volviera. Pero si empezaba a llover ya no podrían hacerles señales. Y después sería imposible saber qué camino había seguido por las montañas de Chiapán. Era ahora o nunca.

Cuando Un Ojo vio el temor y la preocupación en su rostro, tomó una decisión.

—Yo iré —dijo con un empuje que no sentía—. La torre sí soportará mi peso, y en los brazos tengo la fuerza que necesito para mover el espejo.

—Pero hay que tener mucho ojo —advirtió el granjero—. Se necesita un hombre con muy buena vista, en los dos ojos —añadió deliberadamente—. Si no apuntas en la dirección correcta, no verán la señal.

Un Ojo pensó en la cómoda vida que había planeado llevar en aquel paraíso donde un enano con un ojo podía ser un rey. Para él era una nueva experiencia arriesgar su suerte por el bien de otros. Pero, para subir a la torre y avisar a Tonina, tendría que revelar un secreto sobre su persona. Y cuando el secreto se supiera, ya no tendría una vida cómoda en Palenque.

«Ah, bueno —pensó—, solo se es joven una vez y nunca se es viejo dos veces. Esta vida es lo único que tienes.» Así que se desató el parche que llevaba al ojo y dijo:

—No le pasa nada a mi vista.

Todos se exclamaron al ver el ojo marrón y sano que los miraba.

La idea se le había ocurrido hacía tiempo, en una ciudad donde había tantos enanos que tenían su propio gremio. Y, como eran tantos, la gente no los consideraba algo especial. Entonces, al astuto mercader de las islas se le ocurrió que un enano que ha perdido un ojo y ha sobrevivido es un hombre realmente afortunado.

La h’meen, que era consciente de lo que Un Ojo estaba sacrificando, dijo:

—Que los dioses te bendigan.

Un Ojo empezó a escalar, rezando para que no fuera demasiado tarde, porque entonces su sacrificio habría sido en vano.

Ya estaban cerca del camino blanco. Desde allí, se iba directo a Mayapán. Sin embargo, Tonina pronto llegaría al extremo occidental de la calzada maya y su camino la llevaría a los bosques de pinos de Chiapán.

Cuando Kaan y Tonina se volvieron para decirse un doloroso y emotivo adiós, Balam, que estaba escondido muy cerca, levantó el brazo para dar la señal de atacar.

Un Ojo maldijo su baja estatura.

Había llegado a lo alto de la torre y, en cuanto se recuperó del mareo —nunca había estado tan alto—, trató de alcanzar el borde de la inmensa losa de obsidiana que hacía las veces de espejo. El viento soplaba con fuerza allá arriba, porque no tenía la protección de los árboles. La torre oscilaba, y estuvo a punto de perder pie.

Se puso de puntillas, renegando por la manía de los mayas por los espejos, por los mayas en general, y por aquella estúpida caballerosidad que le había hecho ofrecerse voluntario para una acción suicida.

Finalmente sujetó a duras penas el disco pesado y resbaladizo.

¡Guay! —exclamó, porque el sol se había ocultado detrás de una nube y había caído la primera gota de lluvia.

A Kaan el corazón le latía desbocado cuando cogió a Tonina por las manos y la miró a los ojos, aprovechando que sus compañeros miraban para otro lado.

—Ruego a los dioses que te protejan —dijo con voz ronca mientras trataba de controlarse—. Rezaré para que encuentres a tu familia.

Tonina entreabrió los labios, pero de su boca no salió ningún sonido.

Entre los árboles, Balam estaba a punto de bajar el brazo e iniciar el ataque cuando de pronto Lampiño dijo:

—¿Qué es eso?

Todos se volvieron en la dirección hacia donde señalaba y vieron un intenso destello sobre los árboles, muy cerca de la ciudad.

Kaan frunció el ceño.

—¿Qué es?

Uno de los guías que acompañaban a Tonina dijo:

—¡La alarma, señor! Algo terrible pasa en la ciudad. Debemos regresar.

—¡Regresar! —dijo Tonina—. Pero ¿por qué?

Dos de los hombres que debían guiarla ya habían echado a correr de vuelta, mientras el tercero decía:

—¡Hay problemas! ¡Debemos volver!

Kaan dio apresuradamente instrucciones a Lampiño para que se quedara con los otros y, tras coger a Tonina por la muñeca, corrió con ella de vuelta a Palenque.

Cuando Un Ojo bajó de la torre, después de hacer las señales como mejor había podido antes de que la lluvia empezara a caer con fuerza, esperaba que lo regañaran, que todos le echaran en cara su engaño con el parche. Pero en lugar de eso fue recibido por una alegre multitud; las mujeres lo rodeaban y lo llamaban héroe y los hombres le daban palmadas en la espalda por su valor.

Bajo un cálido aguacero, el feliz grupo regresó a la ciudad y acabó en la casa de Ixchel, esperando el regreso de Kaan y Tonina. La h’meen fue pasando calabazas con sopa mientras alguien preparaba pulque y cigarros, y Un Ojo disfrutaba de aquella repentina notoriedad.

—Qué listo eres —le dijo la h’meen, con el corazón henchido de amor y orgullo—. ¡Seguro que ahora nos dices que en realidad no eres un enano! —añadió de buen humor.

Kaan fue el primero en llegar al patio.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido? —preguntó sin aliento.

Tonina estaba detrás, también sin aliento. Estaban empapados por la lluvia. Cuando vio a Un Ojo, arqueó las cejas.

—¿Dónde está tu parche?

Un Ojo estaba a punto de contestar cuando Ixchel habló:

—En las colinas hay peligrosas trampas que colocó hace tiempo un rey perverso. Por eso os hemos hecho volver. Venid y secaros junto al fuego.

Fuera llovía, y ellos se sentaron en torno a un fuego. La gente en el exterior, en lugar de volver a sus casas, prefirió esperar en el patio, arracimada bajo mantos impermeables, porque sentían curiosidad por saber qué había hecho volver a Tonina y a Kaan.

—Cuando Pac Kinnich me capturó —dijo Ixchel con voz suave, sin saber muy bien cómo ayudar a los dos jóvenes, ya que no tenía ni idea de dónde había colocado las trampas Pac Kinnich— me encerró en una caverna de la que no había escapatoria. Y cada día acudía a la abertura del techo y me preguntaba dónde había escondido el libro sagrado. Me bajaba comida y ropa. Quería que viviera, que permaneciera en aquella tumba tanto tiempo como fuera posible. Pero un día dejó de venir y no supe más de él. Eso fue hace muchos, muchos años.

—Honorable Ixchel —dijo la h’meen con gentileza—. Cuenta a Kaan y a Tonina la primera parte de tu historia. Antes de que Pac Kinnich te capturara.

—Mi familia no quería entregar el libro sagrado al rey, así que hizo asesinar a mis padres y a mis hermanas. Cheveyo y yo ocultamos el libro en el templo del Tiempo y huimos. Pero nos separamos. No sé adónde fue él. Pac Kinnich vino tras de mí. Así que huí hacia el este con unos pocos amigos leales. Huí hasta el final de la tierra y supe que no podía seguir.

Ixchel miró a su alrededor y dijo:

—Aunque probablemente todo esto no os interesa. La h’meen os ha hecho regresar para avisaros de las trampas, pero yo no sé dónde están exactamente.

—Por favor, honorable Ixchel —dijo la h’meen dulcemente—, cuéntanos el resto de la historia, lo que me has dicho mientras tomabas la sopa, cuando corriste hasta el final de la tierra.

—Sabía que si Pac Kinnich me atrapaba lo utilizaría para obligarme a revelar dónde estaba el libro. Huí hacia el este, hacia el legendario lugar donde se decía que el gran dios Quetzalcóatl había puesto velas a su embarcación de serpientes para surcar el mar del levante. Allí hice un pequeño arcón con unos juncos (en mi familia somos tejedores de cestos) y entregué a mi hija al mar, rezando para que las mareas, los vientos y las corrientes la llevaran a la tierra donde mora Quetzalcóatl y él cuidara de ella y algún día me la devolviera.

Tonina soltó una exclamación. Miró fijamente a Ixchel unos instantes; luego, se quitó el colgante que llevaba al cuello y mostró el amuleto circular.

—Honorable Ixchel —preguntó con un hilo de voz—, ¿habías visto esto antes?

La anciana mujer lo examinó a la luz del fuego y exclamó:

—¡Benditos sean los dioses! ¡Puse este colgante alrededor del cuello de mi bebé cuando la entregué al mar! ¿Dónde lo has encontrado?

—Hace veintiún años —empezó a contar Tonina; miró a Kaan, a Un Ojo, a la h’meen y luego de nuevo a Ixchel—, en una lejana isla del este, una pareja encontró una cesta en un manglar. Dijeron que los delfines la habían llevado hasta la orilla; dentro encontraron un bebé. La niña llevaba este colgante al cuello.

Los ojos de Ixchel estaban clavados en Tonina.

—Yo era esa niña. Iba envuelta en una manta —dijo, al tiempo que echaba mano de su fardo de viaje—. Me dijeron que el bordado me llevaría hasta mi gente.

Encontró la mantita y se la entregó a Ixchel.

La mujer de cabellos blancos miró con los ojos muy abiertos aquel cuadrado de algodón, el familiar decorado del borde, las familiares puntadas, que eran obra de sus manos.

—Yo bordé esta manta para mi bebé mientras estaba embarazada. —Ixchel alzó la cabeza y suspiró—. ¿Es posible? ¿Eres mi pequeña Malinal?