Mientras la gente acampaba en las casas vacías y fuera de ellas, esperando poder presentarse ante la mujer de la buena suerte —la h’meen y Un Ojo se habían ofrecido a ayudar a Ixchel a dispensar sus bendiciones—, Tonina fue en busca de Kaan.
Tras recibir la bendición de Ixchel, salió y desapareció entre la gente. Ahora ya era tarde, el aire era sofocante. La lluvia había aflojado, pero hacía tanto bochorno que costaba respirar. Lo encontró en un claro del bosque, fuera de la ciudad, ante un estanque con una pequeña cascada. Tonina se mantuvo a cierta distancia, mientras la luna jugaba con las nubes que pasaban veloces, arrojando su luz plateada y retirándola, de modo que el paisaje cambiaba continuamente.
Tonina se fijó en su cabeza hundida, los hombros caídos, y pensó: «Es un hombre sin esperanza». Sintió ganas de consolarlo. Habría querido tener las palabras, la magia. Habían pasado tantas cosas juntos, habían compartido tantas esperanzas, y ahora todo se había acabado.
Tenía algo en las manos, y lo miraba. Seguramente algo que había pertenecido a Cielo de Jade, pensó Tonina: el mechón de cabello, la estatuilla de Kukulcán, la pluma azul. ¿Le estaría hablando por última vez, antes de que su alma se desvaneciera? ¿Le estaba pidiendo perdón? Tonina deseó saber cómo los mayas rezaban a sus muertos, porque entonces hubiera podido explicarle a Cielo de Jade que Kaan había hecho todo lo posible, que su corazón era bueno, que de haber podido volver a empezar, se habría asegurado de que no la mataran.
La luna desapareció y volvió a aparecer entre las nubes, derramando su luz plateada sobre las enredaderas, las plantas, las pequeñas criaturas de ojos brillantes, y Tonina tuvo una idea. No tenía muchas esperanzas, y las posibilidades de lograrlo eran pocas, pero cuando alguien se estaba ahogando, incluso una brizna de hierba podía parecer una tabla de salvación.
Kaan temblaba a pesar de la temperatura. Estaba en un lugar oscuro, y el frío que sentía no procedía del exterior, sino de su alma. Estaba mirando la pluma azul que tenía en las manos, con la mente y el corazón confusos. ¿Conservaba aquella pluma porque había pertenecido a Cielo de Jade o porque Tonina se la había dado? ¿Era por eso por lo que los dioses le castigaban, porque había permitido que su corazón se abriera a otra mujer aunque no era libre?
No sabía cuál era la respuesta, pero sí sabía una cosa: no debía decirle a Tonina cuánto la deseaba, cuánto deseaba quitarle las pinturas del rostro y mirarla, besar aquellos labios que le habían dado la vida cuando se ahogó. Aquélla sería su penitencia. Un deseo que no podría consumar. Un amor no correspondido. No sabía lo que Tonina sentía por él —hubo un beso desesperado en Copan, la noche después del huracán, pero nada más—, aunque a veces, cuando la veía mirándole, su corazón latía y le susurraba: «Ella siente lo mismo». Nunca lo sabría. Y eso también sería parte de su penitencia.
En ese momento oyó el tintineo de cien diminutas conchas entrelazadas con cabellos y el corazón le dio un vuelco. Aunque deseaba la compañía de Tonina, también le aterraba. Ojalá sus caminos nunca se hubieran cruzado. Ojalá pudieran estar juntos toda la eternidad. Cuando iba hacia él, tuvo que obligarse a mirarla, porque sabía que podía ahogarse en sus ojos, y cuando vio que había vuelto a ponerse sus pinturas, detestó aquella costumbre y al mismo tiempo dio mil gracias.
—Kaan, he estado pensando —dijo cuando ya estaba cerca, y pasó de la sombra a la luz de la luna—. ¿Cómo sabes que Cielo de Jade fue asesinada?
Kaan se guardó la pluma en la cinturilla del taparrabos. No llevaba manto, así que su torso relucía por el sudor.
—Balam me lo dijo. Me contó que los miembros del consorcio querían castigarme por no haber perdido el juego.
—Lo que quiero decir es que, aunque el consorcio dijera que querían matarla, ¿no podría ser también que muriera por accidente, que el asesino no llegara a tiempo de asesinarla?
Él frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Kaan, yo estaba allí y no oí a nadie. Pensé que Cielo de Jade había tropezado y se había golpeado la cabeza. ¿Y si realmente fue así?
Kaan lo pensó.
—¿Y qué importa eso?
—Porque entonces su alma se habría salvado, ¿no?
Él la miró desconcertado.
—No te entiendo.
—¿No es ése el motivo por el que buscas a la Hermandad de las Almas? ¿Porque crees que tu esposa fue asesinada?
—¿Asesinada? —pestañeó—. Asesinada —repitió. Y entonces comprendió—. No, Tonina, no necesito a la Hermandad por eso. No importa cómo muere la persona, tanto da si es por accidente, de enfermedad o por la edad. Lo importante es que diga una oración de confesión antes de morir. Sea como sea, tanto si Cielo de Jade murió por accidente como si la asesinaron, dices que murió deprisa, así que no tuvo tiempo de decir la oración.
Tonina se quedó contemplando aquellas bellas facciones que la luz de la luna iluminaba un momento y al siguiente dejaba en sombras. Mientras trataba de asimilar aquellas palabras, el borboteo de la pequeña cascada que caía sobre las piedras cubiertas de musgo pareció hacerse más audible. Miró la superficie del estanque, el reflejo de la luna y las nubes, como si allí abajo hubiera otro mundo. Entonces levantó los ojos y miró a Kaan porque acababa de comprender. ¿Qué había hecho?
—¡Oh, Kaan, lo siento tanto!
—No es culpa tuya —dijo él con una sonrisa apesadumbrada—. Quizá los dioses no querían que alcanzara mi objetivo. Unieron nuestros caminos desde el principio, y luego me hicieron interpretar mal el mapa…
—No, no —dijo ella acercándose más—, no lo siento por eso. No sabía que los moribundos tenían que rezar una plegaria. Pensaba que, como hacemos en las islas, los mayas preferís una muerte rápida. En la isla de la Perla, nos da miedo una muerte lenta, porque los moribundos son vulnerables y cualquier espíritu maligno puede robarles su alma. Te mentí, Kaan. Mentí pensando que te reconfortaría y ahora veo que solo te he provocado dolor.
Él frunció el ceño.
—¿Mentir?
—La muerte de Cielo de Jade no fue instantánea. Te dije que sí para que estuvieras tranquilo, Kaan —se apresuró a añadir—, antes de morir Cielo de Jade habló. En aquel entonces yo casi no entendía vuestra lengua, pero recuerdo las palabras.
—¿Qué dijo? —susurró Kaan, sintiendo que se le formaba un nudo en la garganta.
—Dijo varias palabras, pero la única que entendí con claridad fue «agonía», por eso no quise decírtelo, no quise que pensaras que sus últimos momentos los había pasado sintiendo agonía.
El ceño de él se marcó más. Tonina estaba diciendo k’iinaam, pero quizá no había entendido bien.
—¿Estás segura de que ésa era la palabra? ¿No podía ser k’inn lo que oíste? —Ésa era la palabra maya para «sol».
Tonina pensó un momento.
—Sí —dijo ella, porque de pronto se dio cuenta de que era posible que hubiera confundido k’inn y k’iinaam, sobre todo si a Cielo de Jade le costaba hablar.
—¿Es posible que dijera también kiichpan? —preguntó, la palabra para «hermoso».
Los ojos de Tonina se abrieron desmesuradamente. Ahora conocía mucho mejor la lengua de los mayas y al pensar en aquella noche fatídica, vio que se había equivocado. Cuando ocurrió, pensó que Cielo de Jade había dicho k’iinaam, que estaba en agonía, cuando en realidad lo que dijo fue ki’iin kiichpan, «hermoso sol».
—Sí, creo que eso es lo que dijo. ¿Es importante?
—¡Tonina, las palabras «hermoso sol» son la oración de confesión!
—Guay —susurró ella, llevándose la mano a la boca.
—¿Cuánto? —empezó a decir Kaan y se pasó la lengua por los labios, cada vez más exaltado—. ¿Cuánto habló? ¿Fue solo un momento? ¿Solo un momento?
—No. Había empezado a hablar antes de que yo llegara junto a ella. Entonces me arrodillé y apoyé su cabeza en mi regazo. No dejó de hablar. Pero yo no la entendía. Traté de darle consuelo. Pedí ayuda a gritos, pero ella no dejaba de hablar…
—¡Bendita madre luna! ¡El alma de Cielo de Jade se salvó aquella noche! —exclamó Kaan, casi gritando—. ¡Y la de mi hijo!
—¡Lo siento mucho! —repitió Tonina.
—¡Sentirlo! ¡No! No hay nada que sentir, Toñina.
—Tendría que haberte dicho la verdad.
—Fue culpa mía. Tú trataste de hablarme, pero yo no quise escucharte. —Le cogió el rostro entre las manos y examinó sus mejillas, la frente, los labios, deseando poder probar el sabor de las pinturas de coco—. Me siento como si me hubieran quitado mil pesos de encima.
Tonina no podía moverse, cautivada por aquel contacto, por el apasionamiento que veía en Kaan.
—Quiero… —empezó a decir él, pero no llegó a terminar.
Sintió que una avalancha de emociones nuevas y extrañas lo embargaba… una alegría que nunca antes había sentido, tan grande que era como si flotara, y tuvo la fuerte necesidad de recompensar a Tonina.
Así que se dio la vuelta, recorriendo con la mirada el claro de un verde exuberante, iluminado por la luz de la luna. ¿Qué tesoros podía poner a sus pies? Pensó en las riquezas que llenaban su casa en Mayapán —colgantes de jade, brazaletes de ámbar, pendientes de oro— y deseó poder tener aquellas cosas con él.
Se detuvo y posó los ojos en Tonina, con el fondo del estanque y el borboteo de la cascada. «Quiero darle el mar. Quiero darle todos los océanos del mundo.»
Y mientras miraba a aquella joven que en otro tiempo había visto como un castigo de los dioses, el rostro ovalado, la nariz estrecha, los largos cabellos trenzados con mil diminutas conchas, Kaan sintió que su alivio, su dicha, su gratitud se convertían en otra cosa.
Comprendió la realidad. Cielo de Jade estaba salvada. Y él era libre.
Kaan sabía que Cielo de Jade siempre ocuparía un lugar especial en su corazón. Siempre la amaría, y honraría su recuerdo. Pero ahora estaba con los dioses.
Y Tonina estaba allí.
El aire húmedo estaba impregnado de olor a vida y fecundidad. Flores exóticas que colgaban pesadamente sobre tallos inclinados, gruesos pétalos que se abrían a la luz de la luna. Kaan sintió un deseo nuevo e intenso en la entrepierna. Llevaba tanto tiempo conteniendo la atracción cada vez mayor que sentía por aquella joven que, ahora que era libre, el deseo le atacó con la violencia de un golpe físico.
La quería.
Con los ojos oscuros de Kaan clavados en ella, Tonina sintió que algo cambiaba, como una marea caliente y salada, como si ella y Kaan nadaran en una laguna tibia. Su corazón se aceleró. Sintió que muy adentro despertaban sensaciones nuevas y extrañas, sensaciones físicas, un dolor que era a la vez agónico y delicioso.
Sabía que Cielo de Jade siempre sería muy especial para Kaan, pero ya no se interponía entre ellos. Era un espíritu que moraba entre los dioses, mientras que ella estaba allí, firmemente plantada en aquel mundo de sensaciones y placeres terrenales.
Cuando Kaan avanzó hacia ella, el aliento se detuvo en su pecho. Pensó que el corazón se le iba a parar.
—Me maravilla pensar en el milagro —musitó, acercándose más, escrutando su rostro, poniéndole las manos en las mejillas.
—¿Milagro? —susurró ella sin aliento, perdida en sus ojos, en la calidez de sus manos.
—Aquella noche, cuando volví a casa y encontré a Cielo de Jade muerta… Si mi dolor no te hubiera conmovido y te hubiera llevado a mentir y a decir que había muerto al instante… si aquella noche hubieras dicho la verdad, Tonina…, no habría maldecido a los dioses. No me habrían detenido ni me habrían mandado al cenote para el sacrificio. Habría llorado la muerte de mi esposa, habría asistido a su funeral, y tú habrías dejado Mayapán para siempre. Sin embargo, debido a ese simple acto de compasión, estamos aquí esta noche, en este extraño lugar, en un mundo distinto al que conocíamos, y somos personas distintas.
Por fin probó el coco, porque inclinó el rostro y le besó suavemente la frente, las mejillas, la boca. Cuando Tonina entreabrió los labios, el beso pasó de suave a apremiante, y Kaan la abrazó con fuerza. Tonina le rodeó el cuello con los brazos para sujetarse a él, mientras la noche húmeda nadaba a su alrededor. Era como si no pudiera apretarla lo bastante. Tonina gimió. El aroma de la tierra fértil y la vegetación verde y exuberante impregnaba sus narices.
Kaan deslizó la mano por sus cabellos tejidos de conchas. Tonina deslizó la suya por la poderosa espalda de él, y sus dedos percibieron viejas cicatrices, músculos endurecidos. Kaan exploró su cuerpo, y al deslizarse bajo la túnica de algodón encontró sus pechos delicados, los pezones duros. Tonina sintió que la parte más viril de Kaan estaba en tensión.
Tonina estiró el brazo y desató la cinta de cáñamo que domeñaba su cola de jaguar; sus cabellos largos y negros cayeron sobre los hombros y la espalda. Lanzó un jadeo. Tenía un aire agreste e indómito.
Se dejaron llevar con frenesí, tiraban de sus ropas, con las bocas unidas, mientras las manos se apresuraban con nudos y cinturillas, desesperadas por sentir piel contra piel. Tonina dobló una pierna y la deslizó por el poderoso muslo de Kaan. La mano de él fue hacia abajo, y exploró lo que era caliente y húmedo.
Tonina se dejó caer sobre la hierba, y lo arrastró a él, porque quería sentirlo sobre ella, quería sentir la presión y la excitación de su fuerte cuerpo sobre el de ella.
Kaan la cubrió, la besó con fuerza y le levantó la falda. Tonina cerró los ojos extasiada. «Sí —pensó—. Sí…»
Él se echó hacia atrás, para contemplar su rostro a la luz de la luna. «Mañana —pensó—, la pintura desaparecerá para siempre.»
Ella abrió los ojos y sonrió.
—No pares —susurró.
La mano de Kaan fue a su cintura, para arrancarle la falda. Pero se detuvo cuando sus dedos tocaron la delgada cuerda que descansaba sobre sus caderas… el cinturón que llevaba bajo la túnica. Confeccionado en las islas y decorado con conchas de cauri. Kaan ya conocía su significado.
—Tonina —preguntó con un susurro ronco—. Nunca has estado con un hombre, ¿verdad?
—No…
Él gimió. Sus dedos tiraron del cinturón de virginidad, deseando arrancarlo y sumergirse en aquella criatura encantada, perderse en su interior. Cuando Tonina abrió las piernas, a Kaan le dieron ganas de gritar protestando al cielo. Otro gemido ahogado y, con un tremendo esfuerzo, se levantó.
No podía tratar a Tonina de forma deshonrosa.
Tonina lo miró con una expresión inquisitiva que lo llenó de dolor y frustración. Pero la respetaba demasiado para dejarse llevar por el deseo.
No tendría que esperar mucho más, se dijo a sí mismo mientras le acariciaba el pelo, le rozaba la base del mentón con un dedo, veía cómo el pulso latía en el cuello. «De aquí a Mayapán hay un camino blanco, custodiado por soldados de los jefes locales, y no hay montañas que dificulten la marcha. Podemos estar en Mayapán en veinte días, y allí haré un sacrificio en el templo de Kukulcán para terminar con mi período de duelo. Antes de disfrutar de los placeres de la vida de nuevo, debo respetar a Cielo de Jade y a Tonina.»
La besó con dulzura y ternura, en los labios, la frente, bajo los lóbulos de las orejas.
—Debemos esperar un poco más —dijo, aunque detestaba pronunciar aquellas palabras; desearía poder saltarse el estricto código de honor por el que siempre se había guiado. Pero Tonina era virgen, y la costumbre maya le obligaba a tomarla solo dentro del matrimonio—. Partiremos de inmediato, por la mañana, y cuando lleguemos a Mayapán visitaré el templo de…
—¿Mayapán?
—Mi viaje ha terminado, Tonina. Ya puedo volver a casa.
Ella lo miró, y las palabras que Kaan le había dicho hacía tanto, antes de que salieran de Mayapán, volvieron a su mente: «Debo ir a Teotihuacán y tú debes acompañarme». Pensaba solo en sí mismo y en sus necesidades.
—Pero mi viaje no ha acabado —dijo ella sintiendo el profundo dolor de la decepción. Consiguió ponerse en pie y se colocó bien la ropa—. ¿Para qué tienes que ir a Mayapán? —Aunque ya sabía la respuesta.
Kaan también se levantó y la miró.
—Tonina, desde que Balam me contó lo del consorcio sabes que debo volver. El asesinato ha de ser vengado. El honor lo exige.
—Pensé que habías…
—¿Cambiado de opinión? —Meneó la cabeza—. Hasta ahora me había centrado en salvar el alma de Cielo de Jade. Ahora que sé que ya está, debo ocuparme de mi otro deber. No podré descansar hasta que los asesinos de mi esposa hayan pagado por su crimen. —Y enseguida añadió—: Pero tú y yo nos casaremos allí. Solo tenemos que esperar un poco.
Durante un largo momento ella no se movió, mientras las nubes jugaban con la luz de la luna y los sonidos de la jungla se volvían ensordecedores. Las aves nocturnas, las cigarras, los monos, todos competían para ver quién hacía más ruido, y hacían tanto que el sonido de la cascada no podía oírse.
Tonina se debatía con sus emociones.
—Kaan —dijo entonces—, no puedo ir a Mayapán. Debo encontrar a mi gente. Cuando me pusieron este medallón al cuello, quien lo hizo sabía que algún día me serviría para encontrar el camino de vuelta. Quizá estén unas colinas más allá, un valle más allá, pero encontraré a mi gente. No puedo abandonar ahora.
Él la aferró por los hombros.
—Podrías pasar años buscando —dijo con apasionamiento—. Tonina, en Mayapán hay gente que puede ayudarte, archiveros, historiadores, mercaderes que viajan por todos los confines de la tierra. Vuelve conmigo.
Ella lo miró con expresión suplicante.
—Oh, Kaan, ¿tú no puedes venir conmigo? ¿Qué bien puede hacer la venganza?
—Mi esposa fue asesinada y sus asesinos están libres. Debo asegurarme de que se hace justicia.
Pero incluso cuando lo estaba diciendo, en su corazón Kaan oía en un susurro una verdad mucho más profunda que no quería escuchar. Palenque estaba en el límite occidental del territorio bajo influencia maya. Más allá se extendía una vasta extensión de montañas, lagos, costas y valles, una tierra que se decía que no tenía fin. En aquella zona vivían tribus que nada sabían de las costumbres de los mayas. Su madre le había dicho que ella pertenecía a una de ellas. Viajar allí le asustaba, porque eso significaba perder su identidad como maya, la única que conocía.
Y había otro temor más profundo y acuciante: descubrir que su tribu eran unos bárbaros sin dioses.
«Vete ahora —le susurraba su mente—. Aléjate de este lugar y de la influencia de esta joven y seguirás siendo Kaan el jugador de pelota maya.»
Kaan miró los labios húmedos y entreabiertos de Tonina y supo que podía tomarla en aquel mismo momento y saciar su deseo. Pero no era una mujer de las que se usaban para necesidades carnales. Él quería estar con Tonina en todos los sentidos, tanto espiritual como físicamente. Y si disfrutaba con ella en aquellos momentos tampoco aplacaría el fuego que lo consumía. La intimidad con Tonina no haría más que avivar las llamas.
Kaan pensó en la noticia asombrosa que Tonina le había dado, que Cielo de Jade y su hijo se habían salvado. Sin embargo, la alegría de saber esto era como polvo en su boca.
—Ahora lo entiendo —dijo con una voz baja y tirante por el dolor, aferrándola por los brazos, con su rostro muy cerca—. No tengo derecho a amarte. No tengo derecho a ser feliz. Es la voluntad de los dioses. Aquella noche, Cielo de Jade me suplicó que me quedara con ella, pero yo salí en busca de Balam. La culpa fue mía. Aunque murió por obra de otro hombre, solo yo soy el responsable, y debo pagar.
Tonina miró sus ojos oscuros y turbulentos y supo que si Kaan la besaba en aquel momento, solo con que rozara sus labios, ella se entregaría sin más. Sentía una sed como no la había sentido nunca, y una vez se entregara a él, le seguiría hasta el final de la tierra y sacrificaría su destino si hacía falta.
Pero ella sabía que Kaan actuaba siempre con un profundo sentido de la moral y la justicia. Ésa era su fuerza. Había podido comprobarlo en Ixponé, cuando defendió a los vendedores de piñas. Pero ahora, su necesidad de hacer justicia también era una debilidad, una obsesión que podía destruirle.
—Kaan —dijo Tonina mientras las lágrimas le caían por el rostro—. No puedo volver al este porque ya he estado allí, y ni en Uxmal ni en Mayapán vi el bordado que lleva mi manta. Me han dicho que busque hacia el oeste, más allá de Palenque, o puede que incluso más lejos. Kaan, tengo un deber para con mi pueblo.
Durante un momento breve e intenso, los ojos de Kaan la miraron, porque las nubes se abrieron y permitieron que la luna iluminara el claro. Y entonces la soltó.
—Por la mañana partiré de vuelta a Mayapán —dijo—. Buscaré entre todos los miembros del consorcio y les haré pagar por lo que hicieron. Aunque ello ocupe el resto de mi vida.