La antigua ciudad dominaba una región conocida como Chiapán oriental, una zona de tierras altas y escarpadas con una llanura costera de tupidos bosques. Aquél era el límite occidental de la influencia maya. Más allá, en las montañas coronadas de nieve de Chiapán, la gente no hablaba maya, seguía calendarios diferentes y adoraba a extraños dioses.
La ciudad en sí, formada por una miríada de edificios, estructuras y viviendas, estaba situada en un lugar único, al pie de las colinas boscosas que se levantaban de improviso desde la llanura costera. Edificios de piedra maciza aparecían de pronto contra un tupido trasfondo de árboles, y la niebla baja de la mañana reforzaba el aire espiritual del lugar. Era evidente que la ciudad había sido abandonada hacía siglos, igual que Copan y buena parte de Tikal, y si bien el estuco original rojo sangre y la ornamentación azul se conservaban en algunos lugares, Ixchel no ocultó su sorpresa al ver el descuido y abandono de la plaza y los templos. ¿Tan vieja era?
—La ciudad fue abandonada hace mucho tiempo por razones que nadie conoce. Pero una pequeña población ocupó una parte de la ciudad en mis tiempos —explicó Ixchel mientras sus compañeros miraban con los ojos muy abiertos las pirámides que se elevaban al cielo y se perdían entre la niebla.
Monos aulladores y periquitos dieron la alarma ante la llegada de aquellos centenares de humanos.
—Hace siglos —prosiguió Ixchel, con los ojos llenos de lágrimas ante la visión de la ciudad que había perdido hacía tiempo la esperanza de volver a ver—, los ingenieros del rey Pacal encontraron la forma de impulsar el agua colina arriba, de modo que los palacios y los templos tuvieran siempre agua procedente de las corrientes subterráneas. ¡Y había fuentes! ¡Hermosas fuentes!
Dejó caer su frágil cabeza sobre el hombro de Kaan y sollozó débilmente.
Los visitantes, que siguieron el camino principal en un silencio fantasmal, pasaron ante los diferentes edificios, silenciosos centinelas de un pasado muy lejano. Incluso los niños y los bebés que iban en brazos de sus madres callaban, mientras cientos de pares de ojos contemplaban los edificios ruinosos ahogados por la vegetación. Cientos de pies y sandalias se arrastraban sobre el suelo húmedo y sonaban como el susurro de fantasmas.
¿Era aquél el futuro de Uxmal o Mayapán? ¿El futuro de todos los mayas?
—Allí —dijo Ixchel señalando con mano temblorosa—, aquellas tres pirámides son los templos del Tiempo. Llevadme al del centro, el más alto.
Cuando llegaron a la base de la pirámide, Kaan ordenó a los demás que esperaran en la plaza, donde descargaron inmediatamente sus fardos. Dio instrucciones a Lampiño y a los Nueve Hermanos para que organizaran grupos para traer agua y leña seca y ayudaran a la h’meen a asistir a quien necesitara cuidados. Con Balam a su derecha, Tonina a su izquierda y Un Ojo detrás, Kaan subió con cautela los numerosos escalones, que estaban mojados y resbaladizos, con la frágil diosa en brazos.
Abajo, la multitud no acampó, como solía hacer, sino que permaneció extrañamente callada, vigilante. ¿Qué pasaría ahora? ¿Qué milagros estaba a punto de realizar la diosa? En cada corazón resonaba la misma pregunta: ¿seré curado, encontraré la fortuna, hallaré la felicidad en el día de hoy?
Cuando llegaron al sólido santuario de piedra en lo alto de la pirámide Kaan notó que el cuerpo frágil de Ixchel temblaba de emoción. Él también estaba tenso y su corazón latía deprisa, pues no sabía qué milagros sucederían. A su lado Tonina apenas podía respirar de los nervios. Y Balam, sombrío y furioso, trataba de pensar cómo lograr que la diosa concediera su deseo.
Pero, cuando entraron en el interior húmedo y gris, Ixchel exclamó:
—¿Dónde están las sacerdotisas? ¿Dónde están las ofrendas y el incienso?
De pronto los rescatadores se sintieron inquietos. ¿Se pondría furiosa porque nadie había cuidado el altar? En lugar de conceder un deseo, ¿arrojaría una maldición sobre sus cabezas?
Caminaron por el estrecho corredor de piedra, con las paredes y el suelo húmedos, hasta que llegaron al santuario, formado por un altar de piedra con una inmensa estela de piedra detrás, con un intrincado grabado de una cruz gigante flanqueada por un dios y por un rey. Kaan y Balam la reconocieron, porque también en Uxmal y Mayapán había altares como aquél: era el Árbol del Mundo. Sabían que la cruz representaba al sagrado álamo —el árbol de la vida—, la base de todas las creencias de los mayas. El tronco principal subía desde el inframundo, mientras que el que lo atravesaba sujetaba los cielos. En la base, el rostro terrorífico de un monstruo representaba la supresión de cuanto había de malo en el mundo.
Tonina también reconocía los símbolos. Había visto la pintura mural del extraño árbol con las ramas cruzadas en el refugio de Chichén Itzá donde ella y Águila Brava pasaron una noche.
Kaan dejó a Ixchel con suavidad en el suelo de piedra, aunque no la soltó hasta que vio que se sostenía. La anciana miró a su alrededor en silencio, mientras sus acompañantes trataban de no demostrar su impaciencia. Un Ojo no se sentía a gusto tan cerca del hombre que casi le había matado —y aún podía hacerlo—, mientras que Balam no pensaba en nadie ni en nada que no fuera pedir a la diosa que le devolviera a Ziyal.
Finalmente, Ixchel se volvió hacia un deteriorado arcón de madera que estaba apoyado contra una pared, con la cubierta rota en el suelo. Miró en el interior y murmuró:
—Gracias a los dioses, aún está aquí.
Kaan también miró dentro.
—Ahí no hay nada, dama sagrada —dijo.
—Arranca la base del arcón.
Kaan así lo hizo y vio que debajo había un curioso paquete.
—¿Puedes dármelo, por favor? —preguntó ella.
Kaan cogió un manto cubierto de plumas que envolvía diversos objetos. El manto parecía muy antiguo; sus colores estaban desvaídos y faltaban plumas.
Ixchel se llevó el bulto al pecho con una sonrisa.
—Mi tesoro. —Miró los rostros que la observaban y se apresuró a añadir—: Oh, no es el tipo de tesoro que pensáis. Aquí no hay granos de cacao ni jade, no hay oro, ni ámbar. Solo es papel —dijo con suavidad—. Un papel muy viejo…
Se volvió hacia Kaan.
—¿Puedes ayudarme a bajar los escalones? Después podré caminar yo sola.
Kaan y Tonina se miraron un momento.
—¿Caminar? —preguntó él—. ¿Adónde?
—Me gustaría ir a mi casa.
—¿Tu casa? —gritó Balam—. ¿Este altar no es tu casa?
—¿El altar? Pero ¿cómo va a ser…? —Sus ojos se abrieron desmesuradamente—. Ah, ya entiendo. Pensáis que soy la diosa prosaica. Por eso me habéis rescatado —dijo mirando a Tonina—. Aunque soy vieja, mi edad se sigue contando en simples años. No soy una diosa. Soy una mujer mortal.
Kaan frunció el ceño.
—Entonces, ¿eres sacerdotisa?
—No soy nadie especial, hijo, tan solo una humilde sierva de los dioses.
Balam tuvo ganas de escupir de indignación. ¡Una vieja! Tanto tiempo y esfuerzo para nada.
Pero Kaan se aferraba a una última chispa de esperanza y preguntó:
—¿Teotihuacán está muy lejos?
—¿La ciudad de los dioses? —Ahora fue Ixchel quien frunció el ceño—. Deja que piense. Si no recuerdo mal, está a cien días al norte. La calzada se inicia al oeste de aquí, tras un viaje de siete días.
Su última esperanza se desvaneció. Ya no había tiempo.
—Pero si no eres una diosa —preguntó Tonina—, ¿cómo has podido crear ese bonito jardín subterráneo?
—El hombre que me encerró en la cueva no quería que muriera, por eso me dejó provisiones… simientes y esquejes que me sirvieran de sustento para que pudiera vivir en soledad largos años.
Un Ojo no pudo seguir callado.
—Pero ¿y la diosa?
—La leyenda de la diosa prosaica se oía por aquí años antes de que me encerraran —explicó Ixchel—. Desconozco su origen. Quizá, hace tiempo, una mujer mortal como yo fue enterrada viva al igual que yo, pero nadie la rescató; finalmente murió y a su alrededor surgió la leyenda. —Cuando vio sus rostros cabizbajos, añadió—: Pero rezaré por vosotros y pediré a los dioses que os concedan el deseo más hondo de vuestros corazones. ¿Puedo ir ya a mi casa, por favor?
Kaan volvió a coger a Ixchel en brazos y el grupo salió del santuario con gesto sombrío. Bajaron los escalones empinados y resbaladizos sin la alegría y el entusiasmo de antes, en silencio, desmoralizados. Cuando llegaron abajo, enseguida corrió la voz entre la multitud de que aquélla no era la diosa prosaica y que no podía conceder deseos.
La multitud que siguió a Kaan por las calles desiertas y cubiertas de maleza de Palenque estaba desconcertada. No entendían cómo habían ido tan lejos para nada, por qué habían dejado atrás sus casas, a sus seres queridos, para seguir un sueño vacío. ¿Qué pasaría ahora? El germen de una idea brotó entre ellos, fruto de una mente, una boca, tal vez, que se la dijo en un susurro a quien tenía al lado, y así se fue extendiendo como el fuego: la idea de que aquella anciana debía de ser muy afortunada.
Sin duda era la persona más vieja que habían visto nunca. Y había dicho que llevaba muchos años bajo tierra. ¿Cómo había podido sobrevivir? No era fácil encontrar a una persona tan vieja, porque la vida estaba llena de peligros, por eso reverenciaban a las personas particularmente longevas, por su buena suerte. Por tanto, cuánto más afortunada debía de ser aquella frágil mujer que había sobrevivido tanto tiempo bajo tierra…
Alguien señaló al quetzal, que les seguía, volando en círculos sobre sus cabezas; una criatura difícil de ver y que en mitos y leyendas se consideraba mensajero de los dioses. Por eso lo había logrado, se decían todos sintiendo que sus esperanzas renacían y, cuando ya estaban en las afueras de la ciudad, decidieron que sin duda aquella mujer tenía mejor suerte que nadie en la tierra. Quizá aquello era mejor incluso que haber encontrado a la diosa prosaica, comentaban entre ellos, porque la diosa solo podía conceder un deseo, mientras que la buena suerte de aquella mujer podía contagiarse a todos.
Sin embargo, el interés que Balam sentía ahora por la anciana era de otra índole. Mientras pasaban ante templos envueltos en una bruma melancólica, con entradas oscuras decoradas con enredaderas que goteaban por la humedad, pensó en el objeto que la mujer había cogido en el templo de Tiempo. «Papel», había dicho. ¿Un libro? Los mayas adoraban los libros. No había noble que no tuviera una biblioteca de la que alardear. Los más valorados eran sobre todo los libros antiguos y raros, puesto que contenían historias perdidas y olvidadas. A Balam el libro de Ixchel no le interesaba, pero sí lo que podía conseguir a cambio de él. Un coleccionista pagaría bien por un ejemplar tan raro.
Desde que había visto su destino en aquella visión cegadora en el mercado de Ixponé, el príncipe de Uxmal había ido acumulando lenta y discretamente riquezas que llevaba sobre su persona en un cinturón grueso y ancho. Metidos en sus bolsillos de piel de jaguar había piezas de jade, oro, granos de cacao, ámbar; todo ello bien guardado para el día en que lo necesitara para ejecutar su brillante plan.
En aquel momento, Balam decidió que el libro de la anciana sería suyo. Cuando Kaan y los demás la dejaran en su casa no sería difícil quitárselo.
Ixchel los guió hasta una casa de dos plantas de piedra y cemento, con un patio rodeado por un muro, puertas, ventanas y un tejado sólido, arropada por gruesos árboles y helechos de hojas anchas. Pero estaba desierta y cubierta de enredaderas.
Mientras las nubes se acumulaban sobre sus cabezas y un viento húmedo soplaba por las habitaciones vacías, Ixchel entró con aquellos extraños en un hogar que recordaba como si fuese ayer: tapices, estatuas, flores, risas…
—¿Qué ha pasado? —susurró.
De entre la enorme multitud que abarrotaba la calle, alguien le mandó un manto de algodón. Luego llegó una esterilla para dormir. Odres y vasijas. Huevos, pescado salado y bayas desecadas. Ofrendas para la mujer más afortunada de la tierra, porque quizá compartiría parte de su buena suerte con quienes lo necesitaban. Tonina y Kaan colocaron estos regalos en la casa, apartaron los montones de hojas, arrancaron las enredaderas y encendieron un fuego para ahuyentar la humedad. Mientras contemplaba toda esta actividad desinteresada, incluso al enano de un solo ojo que iba de habitación en habitación derrochando su propia buena suerte, Ixchel comprendió lo que había pasado.
—El rey era malvado —dijo. Todos se detuvieron para escucharla—. Cuando cometió una acción tan vil que ni siquiera los dioses pudieron mirar hacia otro lado, todos debieron de huir, porque sabían que la ciudad estaba maldita.
Ixchel siguió aferrando el paquete de plumas contra su pecho, mirando a la multitud de extraños que habían llegado de forma tan inesperada a Palenque, una caravana de peregrinos que esperaba un milagro de una diosa. Dio un suspiro tembloroso y se volvió para sonreír a sus rescatadores.
—Aunque no soy la diosa que buscáis, ni tengo riquezas, os doy las gracias por sacarme de mi encierro, y por ello os concedo la buena suerte que los dioses puedan haberme otorgado.
Tonina se arrodilló para recibir la bendición, luego Kaan, Un Ojo, Lampiño, y todos aquellos que pudieron apelotonarse en el patio… todos se arrodillaron para dejar que aquella anciana mano tocara sus cabezas. Y todos se decían para sus adentros que no les importaba que no fuera una diosa de verdad.