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—¡Déjame, mi señor! —exclamó Lampiño—. Salvaos vosotros. Encontrad a la diosa.

Estaba hundido en el fango hasta la cintura, y desde la orilla algunos hombres le arrojaban cuerdas.

Kaan no hizo caso de las súplicas de su amigo y siguió dando órdenes. Sí, el tiempo se acababa, y aún tenían que encontrar a Balam, pero no pensaba dejar atrás a aquel hombre.

Finalmente habían llegado a la región donde estaba la legendaria ciudad de Palenque, y llevaban días buscando a la diosa. Aunque habían escuchado numerosos relatos de los lugareños, que insistían en que estaba allí, nadie pudo darles ninguna información concreta. Sin la piedra con los glifos que Balam había robado, no podrían encontrarla.

—¡Sálvale, por favor! —suplicaba una joven entre la multitud que rodeaba el cenagal.

Era hija de un hombre que cultivaba calabazas y cuando el grupo acampó cerca de su granja se encaprichó de Lampiño.

—¡Agarra esto! —le gritó Kaan y le arrojó una cuerda con una piedra atada para darle peso.

La cuerda cayó en la superficie del cenagal, lo bastante cerca para que Lampiño pudiera agarrarse. Luego, Kaan se sujetó el otro extremo a la cintura y, clavando bien los talones en el suelo húmedo, tiró. Dio gracias a los dioses porque aquello hubiera pasado por la mañana, ya que de haber sucedido de noche quizá no habrían podido salvar a su amigo.

En algún momento entre el equinoccio de primavera y el solsticio de verano, cuando el numeroso grupo estaba cruzando la antigua ciudad de Yaxchilán, la estación seca se acabó y la temporada de las lluvias llegó con toda su fuerza. Aunque los días empezaban despejados y radiantes, por la tarde caían fuertes chaparrones. Si el accidente no se hubiera producido por la mañana, casi con total seguridad Lampiño habría sido arrastrado por un río de fango.

Desde su llegada a Yaxchilán, el grupo de viajeros había tenido que luchar contra feroces tormentas y cenagales que les llegaban hasta media pantorrilla. Allí compraron mantos especiales para la lluvia —mantos de algodón recubiertos de goma que, aunque pesaban, mantenían a la persona seca— y sombreros de ala tan ancha que los hombros no se mojaban. Pero no había alivio contra el calor y la humedad, las nubes de mosquitos, las moscas gigantes y sus picaduras.

Y las arenas movedizas.

Desde el borde de la marisma, lejos de las mortíferas arenas, Un Ojo contemplaba aquella acción desesperada; se fijó particularmente en la intervención de Tonina, que estaba junto a Kaan, tirando de la cuerda con los talones bien hundidos en el suelo, con tanta fuerza como cualquier hombre. Recordó aquel día en Mayapán, cuando la chica vio su primer juego de pelota. No había quedado muy convencida de la utilidad de actuar en equipo.

«Pero mírala ahora», pensó Un Ojo, admirado por la fuerza y la musculatura de su cuerpo, más enamorado de ella que nunca, pero consciente también de que aquel amor era más fútil que nunca. ¿Se daba cuenta Tonina de cómo la estaba cambiando aquel viaje? Cuando la conoció, le había dicho que era una extranjera y que prefería estar sola. Kaan también había insistido en viajar solo, y durante los primeros días, siempre acampaba lejos de los demás. Pero durante el difícil trayecto entre Copan y Palenque, cada anochecer, Kaan y Tonina habían adquirido la costumbre de pasearse por el campamento, charlar con la gente, escuchar sus quejas y darles ánimo. Ahora Kaan se sentaba regularmente para escuchar las quejas y las acusaciones e impartir justicia, y creaba nuevas leyes, basadas en su código personal del honor. Pegar a la esposa y emborracharse en público se castigaba. La h’meen llevaba un registro de todas las nuevas leyes en su crónica. ¿Eran conscientes, se preguntó el observador Un Ojo, de que para ser dos personas que siempre decían que estaban solas en el mundo ahora formaban parte de una enorme familia que ellos habían creado?

Un Ojo salió de su ensimismamiento cuando vio que una mujer trataba de correr hacia las arenas movedizas; los hombres la detuvieron. Era la madre del niño que había provocado aquella situación. El niño se había perdido y Lampiño lo encontró atrapado en el fango. No dudó en meterse para salvarlo, pero las arenas eran demasiado fuertes. Se habían tragado al niño, y ahora Lampiño estaba atrapado.

—¡Tirad! —gritó Kaan.

El aire se llenó de los jadeos de los hombres, que se debatían con las cuerdas. No porque Lampiño pesara mucho —que también—, sino porque el fango lo arrastraba. A pesar de tanto esfuerzo, el desventurado jefe de los Nueve Hermanos ya estaba hundido hasta el pecho.

—¡Déjame, señor! —dijo el hombre en tono quejumbroso—. Deja que me vaya. No soy importante. Encuentra al príncipe Balam. ¡Encuentra a la diosa!

—¡No sueltes la cuerda! —le gritó Kaan cuando su amigo amenazó con soltarla—. ¡Si lo haces te maldeciré por toda la eternidad! No pienso cargar con tu muerte en mi conciencia. ¡Más cuerdas! ¡Necesitamos más cuerdas!

Las lágrimas caían por el rostro de Lampiño, y oyeron que rezaba la oración de confesión.

—Kaan —dijo Tonina, soltando la cuerda y dando grandes bocanadas para respirar—. Así no lo lograremos. ¡Pero mira! —Y señaló a las copas de los árboles que les rodeaban. Aunque algunos de los que estaban más cerca tenían pesadas ramas con un tupido follaje, los más altos tenían un tronco liso y una fina corteza—. Si cortamos uno de éstos y sujetamos las cuerdas…

—¡Quédate aquí! —gritó Kaan—. ¡Eh, vosotros, coged unas hachas y seguidme!

Pronto por la selva tropical resonaban los golpes de las hojas de piedra contra la madera. Seis hombres empujaron el voluminoso tronco, hasta que cayó sobre el lago de fango. Kaan corrió por encima; cuando llegó hasta Lampiño, se arrodilló y gritó:

—¡Cógete al árbol!

Ahora el fango le llegaba a las axilas. Le costaba respirar. Pero había tenido la suficiente sangre fría para mantener los brazos fuera del fango, así que con ayuda de Kaan, Lampiño consiguió agarrarse al árbol con fuerza. A continuación, Kaan recogió las cuerdas que habían tirado antes para que Lampiño se cogiera, las aseguró al tronco y gritó a los que esperaban en la orilla que empezaran a tirar.

Con gran expectación, todos miraron cómo poco a poco el tronco empezó a girar y avanzaba laboriosamente hacia la orilla. El fango ya cubría los hombros de Lampiño, que sollozaba audiblemente, pues parecía que las arenas se lo tragarían sin remedio antes de que pudiera llegar a tierra firme. Kaan estiró el brazo y cogió a su amigo por el pelo. Lampiño aulló de dolor, pero no protestó.

—¡Tirad! —gritó Kaan a los que estaban en la orilla.

Cuando el fango le llegó a la barbilla, los sollozos hicieron que el barro le entrara en la boca. Kaan bajó de un salto del árbol, a las arenas movedizas, que le cubrieron enseguida hasta el pecho, pero notó el suelo firme bajo sus pies y, con un tremendo esfuerzo, colocó las manos bajo los brazos de su amigo y trató de dar un paso atrás, luego otro, y otro, hasta que los dos empezaron a levantarse lentamente sobre la turba. Los hombres corrieron a socorrerlos y los llevaron de vuelta a terreno firme.

Lampiño se desvaneció, pero al momento la h’meen estaba a su lado con su hatillo.

Los ojos de Kaan se encontraron con los de Tonina en un gesto silencioso de comunicación: otra vida salvada, otro día perdido. No habían alcanzado Palenque en los cincuenta días que esperaban. Habían tardado sesenta. Y el solsticio de verano llegaba al día siguiente.

La región estaba salpicada de marismas y turberas, pero también había estanques y arroyos de aguas claras, así que Kaan, Lampiño y los hombres que habían ayudado en el rescate pudieron lavarse. Lampiño recibió un sinfín de atenciones de la mujer que lo amaba, mientras que la madre del niño muerto se lamentaba junto a amigos y familiares.

Por desgracia, era una escena frecuente.

Durante el viaje desde Copan, doce personas habían caído por mordeduras de serpiente, fiebre, heridas infectadas, las ciénagas y de viejos. Pero también se habían producido diez nacimientos; el sistema atemporal de los dioses de mantener el equilibrio. Nueve divorcios, once matrimonios. Cuarenta y tres personas habían abandonado el grupo, sesenta se habían incorporado. Ahora había menos mayas, y la gente de las miles de tribus que ocupaban aquella zona sudoccidental de influencia maya eran mayoría. La h’meen llevaba un registro diario de estas fluctuaciones en su crónica.

También quedaban registradas las nuevas flores que habían descubierto durante la implacable búsqueda de la flor roja que Tonina creía que la llevaría hasta su gente. Ahora que había aceptado su nuevo destino y sabía que no volvería a la isla de la Perla, Tonina caminaba con una nueva determinación. En cada granja que encontraban en su camino, cada poblado, Tonina hablaba con los lugareños, estudiaba los tejidos locales y sus bordados, y preguntaba si alguien conocía el significado de su manto de bebé.

Esto era lo que veían los que viajaban con ella. Lo que no veían, porque ella lo guardaba bien escondido en su corazón, era el amor cada vez más fuerte que sentía por Kaan, el doloroso deseo que sentía por él, su anhelo por ser parte de él. Era un amor que jamás podría expresar ni realizar, porque el espíritu de Cielo de Jade se interponía entre ellos.

En aquellos momentos, Kaan se estaba secando después de darse un baño en un estanque —el agua ya no le daba tanto miedo— y se frotó con gesto ausente la cicatriz del muslo. Después de salir de Copan, durante los primeros días le dio algunos problemas. Por suerte, ninguno de los espíritus de la infección se había alojado en la herida que se hizo durante el huracán. Pero le había causado mucho dolor, y al principio le hizo cojear. El dolor y la cojera ya habían desaparecido, pero quedaba la cicatriz, un recordatorio de la noche que había pasado con Tonina en sus brazos.

El deseo que sentía por ella crecía cada día que pasaba, sus ansias por abrazarla, por besarla. Pero tenía que contenerse. ¿Y si la diosa prosaica exigía que sopesara sus actos? ¿Y si, al igual que la Hermandad de las Almas, le planteaba una serie de preguntas para evaluar su corazón y su valía? ¿Y si preguntaba si había sido fiel a la memoria de su esposa?

—¡Señor! ¡Señor!

El hombre que llegó corriendo entre los árboles era uno de los Nueve Hermanos, uno de los exploradores que se habían adelantado para explorar la zona. Después de haber sido motivo de muchas burlas por la noche en que su esposa le tiró unas frutas podridas y le dijo que era un necio y volvió a Mayapán, había conocido a otra joven y se habían casado. Recientemente, la pareja había anunciado que ella estaba embarazada.

—¡Señor! —dijo en voz baja cuando llegó donde estaba Kaan—. ¡Tres hombres muertos! ¡Por allí! —Y señaló a la zona de donde había venido.

Tras indicar a los demás que se quedaran allí, Kaan cogió su lanza y su vara y siguió al explorador. Tonina fue tras ellos.

Durante un rato caminaron por el bosque, hasta que llegaron a una colina cubierta de una tupida vegetación. Allí vieron una cueva con tres hombres muertos en la entrada. Kaan se detuvo para evaluar la situación, atento al sonido de animales salvajes. No oyó nada raro, así que entró con cautela, seguido por sus compañeros, con las lanzas a punto.

Cuando llegaron a los cuerpos, se quedaron extrañados. Los hombres estaban tumbados sobre la espalda, casi pacíficamente, como si estuvieran durmiendo. No se veían heridas en sus cuerpos, ni había señales de lucha. Pero tenían las ropas empapadas. Entonces Tonina vio que tenían espuma en los labios y supo que se habían ahogado.

De pronto oyeron voces que venían del interior de la cueva y resonaron por las paredes. Dos hombres aparecieron arrastrando otro cadáver.

Kaan lanzó un grito. Habían encontrado a Balam.