Cuando amaneció, la tormenta había pasado y la luz inundaba el refugio. Kaan y Tonina salieron y miraron a su alrededor; las enredaderas y las ramas aún goteaban y el suelo estaba cubierto de charcos. Escucharon el canto de los pájaros, el parloteo de los monos, pero no se oía a nadie.
Bajo aquella luz húmeda, Kaan vio que las pinturas que cubrían el rostro de Tonina casi habían desaparecido. Por primera vez veía la curva de la mandíbula, la línea de las mejillas, la forma de la frente. No lo veía todo, no con total claridad, pero era más de lo que había visto hasta entonces, y de pronto deseó ver más.
—¡Luminosa madre luna! —susurró.
Abrumado por una avalancha de emociones —alivio, preocupación, ira, deseo—, le tomó impulsivamente el rostro entre las manos y la besó en los labios. Ella le rodeó el cuello con los brazos y respondió al beso, durante un largo y desesperado momento.
Entonces oyeron gritos.
Tonina y Kaan se separaron y echaron a correr.
Milagrosamente, el puente de cuerdas seguía intacto, aunque faltaban algunas tablas. La gente empezaba a salir de sus refugios de piedra, pestañeando con expresión asustada y desolada, formando una procesión muda y recelosa hacia el puente, donde Kaan y Lampiño se encargaron de ayudarles a cruzar ordenadamente al otro lado. Fue un proceso lento y peligroso, porque el río había crecido tanto que rozaba el puente, y bajaba con mucha fuerza.
Del otro lado la devastación era total.
Bajo el nublado cielo de la mañana, la gente descubrió horrorizada que las casas habían desaparecido, los cultivos. Los hombres buscaban a sus mujeres, las madres a sus hijos. Hubo abrazos entre los que encontraban a sus seres queridos, gritos de angustia de los que hallaban cuerpos inertes.
Kaan y Tonina fueron al lugar en el que antes estaba su choza, para ver si encontraban sus fardos de viaje. La noche anterior Un Ojo los había asegurado con cuerdas y estacas para evitar que los robaran. Sí, seguían allí, enterrados bajo el fango pero enteros.
—¿Has visto a Poki? —preguntó la h’meen, con sus libros salvados en los brazos—. Cuando empezó la tormenta huyó.
Tonina meneó la cabeza.
La h’meen vio que Kaan estaba herido y sacó su hatillo de medicinas.
—Primero ocúpate de mi gente —dijo él.
Tonina lo miró. Mi gente. Algo estaba cambiando en él.
Y sabía que también había cambiado algo en ella, en su vida, porque no estaba segura de que la isla de la Perla hubiera podido resistir a la tempestad. El huracán había llegado con tantísima fuerza a la Costa Firme que sin duda habría destruido muchas de las pequeñas islas. ¿Habría podido avisar su abuelo a los demás? ¿O habría muerto y los isleños no habrían tenido quien les advirtiera de la llegada de la tormenta?
Tonina se alejó de la multitud silenciosa que se estaba reuniendo en el lugar de la tragedia, buscando a sus familiares y sus pertenencias, y regresó al río. Allí miró al otro lado, hacia aquellos antiguos edificios abandonados.
«Les he fallado —pensó—. No he buscado la flor roja con suficiente empeño. Dejé que la gente que me seguía me retrasara. Y mis sentimientos por Kaan me han distraído. ¡Oh, Guama! ¿Has muerto por mi culpa?»
Intuyó una presencia a su lado y, sin necesidad de mirar, supo que era Kaan.
—Tenías razón —le dijo con voz serena—. Cuando dijiste que tendríamos que buscar a la diosa prosaica para tener esperanza. —Entrecerrando los ojos miró hacia los árboles, a la zona donde había arrojado la piedra. Aquella mañana la jungla se veía diferente, había árboles arrancados, partidos, una vegetación alterada por la fuerza de la naturaleza. Ni siquiera sabía por dónde empezar a buscar—. Iré a Palenque. No puedo rendirme. Mientras haya una esperanza de salvar el alma de Cielo de Jade y mi hijo no nacido, he de hacer cuanto pueda. —Sonrió con pesar—. ¿Quién sabe? Si pude sobrevivir al cenote de Chichén Itzá, al que dicen que ningún hombre sobrevive, quizá saldré airoso de la búsqueda de la diosa bajo el agua.
Sus ojos se encontraron con los de ella, y pensó en el largo abrazo que habían compartido durante la noche, casto pero lleno de deseo.
—¿Adónde iremos ahora? —dijo deseando poder abrazarla de nuevo.
—No lo sé. ¿Debo seguir buscando la flor roja o volver enseguida a mi isla? Me siento responsable de mi pueblo. Quizá primero tendría que encontrar la flor y después volver y ver si quedan supervivientes. Si no encuentro a nadie, iré a las otras islas hasta que haya reparado mi falta. Pero ¿cómo sé cuál es la decisión correcta?
—Quizá la decisión ya ha sido tomada.
—¿Qué quieres decir?
Kaan señaló al medallón que descansaba sobre su pecho, protegido aún en una funda hecha de posidonia.
—Siempre he tenido miedo de abrirla —dijo ella con voz callada—. En el momento en que abra el medallón, ya no podré volver a ser Tonina de la isla de la Perla. Cuando haya visto lo que hay dentro ya no habrá vuelta atrás. Tendré que ser lo que el medallón diga que soy. Y eso me asusta.
Miró a Kaan con ojos atormentados.
—¿Cómo sé si puedo ser esa persona? ¿Y si mi sitio está tan lejos tierra adentro que no vuelvo a oír el sonido del mar o la llamada de los delfines?
—Puedes hacerlo, Tonina.
Ella le miró a los ojos y en ellos vio un desafío.
Pero se sentía dividida. Una parte de ella deseaba volver a casa. Anhelaba rodearse de lo que conocía: el mar. Quizá siempre fue una extranjera en la isla de la Perla, pero aquélla era la única vida que conocía. Quizá la isla se había salvado de la tormenta. Quizá su abuelo había podido avisar a la gente a tiempo y la vida seguía como siempre.
Sin embargo, también quería saber quién era, quiénes eran sus padres.
Miró a los ojos oscuros de Kaan y pensó: «Y quiero quedarme junto a este hombre».
Respiró hondo para darse ánimo, cogió el medallón y empezó a arrancar la hierba apelmazada, después de años bajo el efecto del agua salada y el sol. Cuando la piedra redonda y lisa finalmente quedó expuesta a la luz en la mañana gris, Tonina vio…
Lanzó una exclamación. Kaan frunció el ceño. Y entonces susurró:
—¡Madre luna!
Era una piedra rosa y translúcida; en su interior contenía una cerámica verde y roja que formaba una imagen.
—Entonces, realmente hay una flor roja, no es un mito —musitó Kaan lleno de asombro.
—Pero ¿cuál es su significado? Sigo sin saber qué tengo que hacer. ¿Sigo buscando la flor aquí, en la costa de Quatemalán?
—Es un mensaje —dijo Kaan—. Y te mostrará el camino al lugar de donde procedes. A tu gente. Tonina, cuando encuentres la flor, sabrás por fin quién eres.
Miró la flor del colgante, el tal o verde, los pétalos rojos, y de pronto lo entendió: cuando Guama la sacó de su canasta, había visto la flor metida en la piedra y supo que eso era lo que la seguiría uniendo a su pueblo. También supo que algún día Tonina tendría que volver con los suyos. Su abuelo no estaba enfermo. Su abuela se había inventado la historia de la flor curativa para que ella abandonara la isla voluntariamente. Eso explicaba por qué la descripción que su abuelo le había dado de la costa de Quatemalán no coincidía con la de la mujer de Ocelote.
«No esperan que vuelva a la isla de la Perla.»
—Pero no sé por dónde empezar.
—Quizá la diosa prosaica pueda decírtelo. Si la libero… —Una expresión oscura cruzó su rostro y de pronto dijo—: Siento tanto haber tirado la piedra… Los vendedores de piñas dijeron que nos enseñaría el camino a la diosa. ¡Qué necio he sido!
Oyeron unos lloros y, al volverse, vieron a la h’meen sentada en una piedra, oprimiéndose los ojos con las manos.
—No tendría que haberlo dejado. —La h’meen lloraba, mientras Un Ojo trataba torpemente de consolarla—. Poki se escapó y ahora está muerto.
Pero de pronto, una pequeña figura apareció entre los árboles, como si hubiera oído su nombre. Era Poki, empapado, sucio, vivo a duras penas. La h’meen gritó de alegría, pero el perro pasó de largo y corrió hasta Kaan, gimoteando, y se puso a olfatearle los pies.
—¡Poki! —llamó la h’meen dando una palmada.
Pero el pequeño perro seguía gimoteando a los pies de Kaan; entonces se dieron cuenta de que llevaba algo en la boca. Cuando la h’meen trató de quitárselo, se desprendió algo de tierra y comprobaron con sorpresa que era la piedra de los vendedores de piñas. Había pasado horas bajo la lluvia, que la había limpiado de la suciedad acumulada durante años.
—¿Cómo es posible que Poki la haya encontrado? —preguntó Tonina llena de asombro.
—Es un milagro —dijo Kaan.
—Olfateó tu olor en ella —dijo la h’meen con espíritu práctico mientras aclaraba la piedra en un charco—. Poki se acordaba de lo bueno que habías sido con él.
Levantó el objeto a la luz y vieron que, sí, era una piedra, pero no en su estado natural. Había unos grabados en ella. Glifos.
—¿Qué significan? —preguntó Tonina con entusiasmo.
La h’meen no entendía aquellos glifos, pero dijo que era una señal de los dioses.
—Cuando descifremos los glifos sabremos dónde encontrar a la diosa prosaica. —Miró a Tonina y dijo solemnemente—: No es casualidad que esta piedra llegara a nuestras manos. Los dioses han querido que la clave para encontrar a la diosa llegara a una gente que contara con una buena nadadora entre ellos, porque es la única forma de salvarla.
Cuando vio la cara de escepticismo de Tonina, añadió:
—Nada ocurre por accidente. ¿Qué dijo el viejo vendedor de piñas? Que nadie había defendido nunca a su familia como hizo Kaan. Que hacía años que tenían la piedra en su poder. Por eso los dioses os llevaron a los dos al mercado de Ixponé, para que la piedra acabara en vuestras manos y pudierais rescatar a la diosa.
Tonina miró con admiración la piedra que tenía en la mano, con aquellos misteriosos símbolos.
—La diosa —dijo la h’meen con suavidad— otorgará cualquier deseo a la persona que la libere.
Tonina levantó la vista hacia aquella niña vieja, miró las cataratas empañadas bajo la frente pequeña y delicada de una anciana y pensó: «Todos tenemos un deseo que pedir a la diosa».
—¿Por qué necesitas sacerdotisas para que intercedan a favor de Cielo de Jade si puedes rezar directamente a una diosa? —dijo volviéndose hacia Kaan.
El pequeño grupo permaneció en silencio mientras pensaban en las posibilidades, y de pronto sintieron que la esperanza renacía en sus corazones.
—Guárdala bien por nosotros, honorable h’meen —dijo Tonina, encerrando la piedra en sus manos artríticas—. Tienes el favor especial de los dioses.
Una vez más, Tonina se sintió maravillada por la misteriosa forma de obrar del destino. Cuando pensaba que había llegado al final del camino, cuando pensaba que ya no podía ir más lejos, los dioses abrían una nueva senda. Entonces se dio cuenta de que todo estaba predestinado, de que allí, después de toda aquella destrucción, era donde debía destapar el medallón que había llevado al cuello toda su vida y descubrir que había estado buscando una flor que en realidad iba con ella desde el principio.
Miró a Kaan. Él le había salvado la vida cuando ella resbaló en el puente de cuerdas, así que había saldado su deuda. El mundo volvía a recuperar el equilibrio. Irían hacia el oeste, a Palenque, con la esperanza de salvar el alma de Cielo de Jade y de que ella encontrara a su gente. En aquel momento sintió que una extraña calidez se extendía por sus venas, palpitaba en su estómago, y se preguntó adónde la llevaría aquel nuevo camino. Una etapa de su vida se había cerrado, una nueva empezaba. Eso llenó su corazón con una nueva determinación.
—¡Doy gracias a los dioses porque estás vivo, hermano!
Todos se volvieron y vieron que Balam salía de entre los árboles. Kaan fue hacia él y lo abrazó con alegría.
—Nos resguardamos en una cueva —dijo Balam—. Por desgracia hemos perdido a cuatro hombres. ¡Qué tormenta! —Su expresión se ensombreció, y se frotó las manos mientras miraba a su alrededor—. ¿Y ahora qué, hermano? ¿Nos vamos hacia Teotihuacán?
Cuando Kaan le explicó la confusión con el mapa y le dijo que no llegaría a tiempo, Balam tuvo que controlarse para no demostrar su alegría por su inteligente plan para alejar a Kaan de la ciudad de los dioses.
Kaan le resumió su intención de encontrar a la diosa prosaica. Balam se golpeó el pecho y exclamó:
—¡Deja que vaya contigo! Te ayudaré a buscar a la diosa y, si es generosa, quizá se compadecerá de mi desdicha y me dirá dónde encontrar a mi preciosa hija.
Balam y sus hombres acamparon con el grupo de Kaan. Encendieron fuegos con todo el material seco que pudieron encontrar y comieron raciones frías en un ambiente sombrío. Durmieron en hamacs por encima del suelo, porque ahora las serpientes y los lagartos se deslizaban por el fango. A la mañana siguiente, los que habían sobrevivido a la tormenta despertaron bajo un cielo azul y limpio y un sol alegre.
El campamento estaba medio desierto.
Tonina bajó de su hamac, desconcertada. Muchos se habían ido durante la noche. ¿Quiénes? Entonces se dio cuenta: Balam y sus compañeros.
Kaan se acercó, con Un Ojo y Lampiño a su espalda.
—¿Has oído que se marcharan? —preguntó.
Tonina meneó la cabeza.
—¿Por qué iban a…? —empezó a decir, pero entonces un grito desgarró el aire de la mañana.
Encontraron a la h’meen arrodillada ante su hatillo, revolviendo frenéticamente su contenido. Los miró con ojos llorosos.
La piedra con los glifos había desaparecido.
Kaan oyó en su mente la palabra «traición», pero se negaba a aceptarlo. No, Balam no podía haber traicionado a su amigo. «Está desesperado —se dijo Kaan—. Lo ha perdido todo, su esposa ha muerto y su hija fue vendida como esclava.» No podía enfadarse por lo que había hecho. Pero estaba preocupado.
—Haría lo que fuera —dijo Kaan a sus amigos cuando tuvieron un pequeño fuego encendido y estaban asando maíz sobre una piedra plana—. Balam está tan desesperado por encontrar a su hija que haría lo que fuera. Y es posible que destruyan la única pista que tenemos para llegar a la diosa.
No había tiempo que perder. Kaan sabía que debían llegar a Palenque antes que Balam, o al menos alcanzarles. No dio voz al temor secreto que todos compartían: Balam les llevaba un día de ventaja; sus hombres, fuertes y sanos, podrían avanzar mucho más deprisa que su grupo, compuesto por personas débiles y lentas.
Levantaron rápidamente el campamento, mientras Lampiño y sus seis Nueve Hermanos ayudaban a unos y otros y los apremiaban para que se dieran prisa. Pocos fueron los que prefirieron quedarse, y sí muchos los que pidieron que les dejaran acompañarles. El grupo que partiría sería mayor que el que había llegado.
El jefe Ocelote, que había enviudado, se acercó a Kaan.
—Yo soy el culpable de lo que ha pasado. Robé una piedra de la ciudad prohibida. Cogí estatuas y reliquias, y las vendí a los viajeros. Me enriquecí a costa de los muertos. Y ahora mi esposa ha fallecido y mis cultivos están arruinados. Los dioses me han castigado por mis malos actos.
—Serás bienvenido entre nosotros —dijo Kaan. Pensó que el hombre parecía menos imponente sin los bigotes de felino.
Ocelote meneó la cabeza.
—Me quedaré y reconstruiré mi poblado. Pero lo haré con humildad y no volveré a ofender a los dioses. —El jefe hizo un gesto de asentimiento para enfatizar sus palabras, pero cuando se volvió hacia la losa de piedra, lo único que había quedado de su choza, recordó otras losas de menor tamaño que había visto en la ciudad prohibida y pensó que podría hacer unas paredes bonitas y sólidas con ellas…
Mientras levantaban el campamento y las familias se preparaban para seguir un nuevo camino hacia el oeste, Kaan sintió que su corazón se llenaba de esperanza —la diosa se aseguraría de que el alma de Cielo de Jade se salvara—, pero también de un nuevo temor: que Balam llegara primero.
Tonina volvió a cubrir su rostro con pinturas. Había repuesto la pintura de coco y en aquellos momentos estaba trazando cuidadosamente los símbolos de la gente de las islas en las mejillas, la barbilla, la frente y los brazos. Hasta que no supiera quién era realmente no dejaría de pintarse.
Mientras lo hacía, pensó: «He caminado por las calles desiertas de antiguas ciudades, he morado brevemente en granjas, en las chozas de gente que no era de mi misma raza. Pienso en el lugar donde crecí, la isla donde he pasado toda mi vida, pero sé que mi sitio no está allí. Desde el día en el que me dejaron en el mar, he estado sola. No sé quién soy, no sé quién tendría que ser. Quizá nunca lo sepa, quizá mi destino es no saberlo jamás. Pero buscaré, aunque me lleve todos los días de mi vida».
Cogió su fardo de viaje y su lanza y, tras situarse al lado de Kaan, se volvió en dirección al mar una última vez y en silencio dijo adiós a Guama, a Huracán, a la isla de la Perla.
Luego, ya de cara al oeste, dio el primer paso hacia un destino nuevo y desconocido.